Índice
Voces de Chernóbil
Nota histórica
Una solitaria voz humana
Entrevista de la autora consigo misma sobre la historia omitida y sobre por qué Chernóbil pone en tela de juicio nuestra visión del mundo
PRIMERA PARTE. LA TIERRA DE LOS MUERTOS
Monólogo acera de para qué recuerda la gente
Monólogo acerca de sobre qué se puede conversar con un vivo… y con un muerto
Monólogo acerca de toda una vida escrita en las puertas
Monólogo de una aldea acerca de cómo se convoca a las almas del cielo para llorar y comer con ellas
Monólogo acerca de las lombrices, el manjar de las gallinas y de que lo que hierve en la olla tampoco es eterno
Monólogo acerca de una canción sin palabras
Tres monólogos acerca de un terror antiguo y de por qué un hombre callaba mientras hablaban las mujeres
Monólogo acerca de que el hombre solo se esmera en la maldad y de qué sencillo y abierto está a las palabras simples del amor
Coro de soldados
SEGUNDA PARTE. LA CORONA DE LA CREACIÓN
Monólogo acerca de viejas profecías
Monólogo acerca del paisaje lunar
Monólogo de un testigo al que le dolía una muela cuando vio a Cristo caer y gritar de dolor
Tres monólogos acerca de los despojos andantes y la tierra hablante
Monólogo acerca de que no sabemos vivir sin Chéjov ni Tolstói
Monólogo acerca de cómo San Francisco predicaba a los pájaros
Monólogo sin nombre… un grito
Monólogo a dos voces… de hombre y de mujer
Monólogo acerca de cómo una cosa completamente desconocida se va metiendo dentro de ti
Monólogo acerca de la filosofía cartesiana y de cómo te comes un bocadillo contaminado con otra persona para no pasar vergüenza
Monólogo acerca de que hace mucho que bajamos del árbol y no inventamos nada para que este se convirtiera enseguida en una rueda
Monólogo junto a un pozo cegado
Monólogo acerca de la añoranza de un papel y de un argumento
Coro del pueblo
TERCERA PARTE. LA ADMIRACIÓN DE LA TRISTEZA
Monólogo acerca de lo que no sabíamos: que la muerte puede ser tan bella
Monólogo acerca de qué fácil es convertirse en tierra
Monólogo acerca de los símbolos y los secretos de un gran país
Monólogo acerca de cómo en la vida las cosas terribles ocurren en silencio y de manera natural
Monólogo acerca de que el ruso siempre quiere creer en algo
Monólogo acerca de cuán indefensa resulta la vida pequeña en este tiempo grandioso
Monólogo acerca de la física, de la que todos estuvimos enamorados
Monólogo acerca de lo que está más allá de Kolimá, de Auschwitz y del Holocausto
Monólogo acerca de la libertad y del deseo de una muerte corriente
Monólogo acerca del niño deforme al que de todos modos van a querer
Monólogo acerca de que a la vida cotidiana hay que añadirle algo para entenderla
Monólogo acerca del soldado mudo
Monólogo acerca de las eternas y malditas preguntas: ¿qué hacer? y ¿quién tiene la culpa?
Monólogo de un defensor del poder soviético
Monólogo acerca de cómo dos ángeles se encontraron con la pequeña Olia
Monólogo acerca del poder ilimitado de unos hombres sobre otros
Monólogo acerca de las víctimas y los sacerdotes
Coro de niños
Una solitaria voz humana
A modo de epílogo
Notas
Biografía
Créditos
Svetlana Alexievich (1948) es una afamada periodista, escritora y ensayista bielorrusa cuya obra ofrece un retrato profundamente crítico de la antigua Unión Soviética y de las secuelas que ha dejado en sus habitantes. Se licenció en periodismo por la universidad de Minsk y colaboró con la revista local Neman, para la que escribía ensayos, cuentos y reportajes. Ha cultivado su propio género literario, al que denomina «novelas de voces», donde el narrador es el hombre corriente –aquel que no tiene voz, el mismo que se ha llevado su propia historia a la tumba, desde la Revolución hasta Chernóbil y la caída del imperio soviético–. En sus libros, traducidos a más de veinte idiomas, Svetlana Alexievich trata de acercarse a la dimensión humana de los hechos a través de una yuxtaposición de testimonios individuales, un collage que acompaña al lector y a la propia Alexievich a un terrible «descenso al infierno». Es autora de U wojny ne zenskoje lizo (La guerra no tiene rostro de mujer, 1985; ed. act. 2008), Zinkovye malchiki (Muchachos de latón, 1989; ed. act. 2007), Tchernobylskaya molitva (Voces de Chernóbil, 1997; ed. act. 2005), Poslednie Svideteli (Últimos testigos, 2004) y Vremya sekond-khend (Tiempo de segunda mano, 2013). Ha recibido varios galardones, entre los que cabe destacar, el Premio Ryszard-Kapuscinski de Polonia (1996), el Premio Herder de Austria (1999), el Premio Nacional del Círculo de Críticos de Estados Unidos por Voces de Chernóbil (2006), el Premio Médicis de Ensayo en Francia por Tiempo de segunda mano (2013) y el Premio de la Paz de los libreros alemanes (2013), entre otros. Su espíritu crítico, su profundo compromiso y su fructífera carrera literaria han convertido a Alexievich en una firme candidata al Premio Nobel de Literatura.
Título original: Tchernobylskaia Molitva
Edición en formato digital: enero de 2015
© 2005, Svetlana Alexievich
© 2015, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2006, Ricardo San Vicente, por la traducción
Diseño de portada: Penguin Random House Grupo Editorial / Luciana González
Imagen de portada: © Posztos / Shutterstock
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ISBN: 978-84-9062-699-3
Composición digital: M.I. maqueta, S.C.P.
www.megustaleer.com

Svetlana Alexievich
Voces de
Chernóbil
Crónica del futuro
Traducción de
Ricardo San Vicente
www.megustaleerebooks.com
“Somos aire, no tierra...
MERAB MAMARDASHVILI
NOTA HISTÓRICA
Belarús...* Para el mundo somos una terra incognita —tierra ignorada—, aún por descubrir. «Rusia Blanca», así suena más o menos el nombre de nuestro país en inglés. Todos conocen Chernóbil, pero en lo que atañe a Ucrania y Rusia. A los bielorrusos aún nos queda contar nuestra historia...
Naródnaya gazeta, 27 de abril de 1996
El 26 de abril de 1986, a la 1 h 23’ 58”, una serie de explosiones destruyeron el reactor y el edificio del cuarto bloque energético de la Central Eléctrica Atómica (CEA) de Chernóbil, situada cerca de la frontera bielorrusa. La catástrofe de Chernóbil se convirtió en el desastre tecnológico más grave del siglo XX.
Para la pequeña Belarús (con una población de diez millones de habitantes) representó un cataclismo nacional, si bien los bielorrusos no tienen ni una sola central atómica en su territorio. Belarús seguía siendo un país agrícola, con una población eminentemente rural. Durante los años de la Gran Guerra Patria, los nazis alemanes destruyeron en tierras bielorrusas 619 aldeas, con sus pobladores. Después de Chernóbil, el país perdió 485 aldeas y pueblos: setenta de ellos están enterrados bajo tierra para siempre. Durante la guerra murió uno de cada cuatro bielorrusos; hoy, uno de cada cinco vive en un territorio contaminado. Se trata de 2.100.000 personas, de las que 700.000 son niños. Entre las causas del descenso demográfico, la radiación ocupa el primer lugar. En las regiones de Gómel y Moguiliov (las más afectadas por el accidente de Chernóbil), la mortalidad ha superado a la natalidad en un 20 por ciento.
Como consecuencia de la catástrofe, se han arrojado a la atmósfera 50 × 106 Ci de radionúclidos; de ellos, el 70 por ciento ha caído sobre Belarús; el 23 por ciento de su territorio está contaminado con radionúclidos de una densidad superior a 1 Ci/km2 de cesio-137. A modo de comparación: en Ucrania se ha contaminado el 4,8 por ciento del territorio; en Rusia, el 0,5 por ciento. La superficie de las tierras cultivables que tienen una concentración radiactiva de 1 o más Ci/km2 representa 1,8 millones de hectáreas; de estroncio-90, con una concentración de 0,3 Ci/km2 o más, cerca de medio millón de hectáreas. Se han eliminado del uso agrícola 264.000 hectáreas. Belarús es tierra de bosques, pero el 26 por ciento de ellos y más de la mitad de sus prados situados en los cauces de los ríos Prípiat, Dnepr y Sozh se encuentran en las zonas de contaminación radiactiva...
Debido a la constante acción de pequeñas dosis de radiación, cada año crece el número de enfermos de cáncer, así como de personas con deficiencias mentales, disfunciones neuropsicológicas y mutaciones genéticas...
«Chernóbil», Belarússkaya entsiklopedia,
1996, pp. 7, 24, 49, 101, 149.
Según diversas observaciones, el 26 de abril de 1986 se registraron niveles elevados de radiación en Polonia, Alemania, Austria y Rumanía; el 30 de abril, en Suiza y el norte de Italia; el 1 y 2 de mayo, en Francia, Bélgica, Países Bajos, Gran Bretaña y el norte de Grecia; el 3 de mayo, en Israel, Kuwait, Turquía...
Proyectadas a gran altura, las sustancias gaseosas y volátiles se dispersaron por todo el globo terráqueo: el 2 de mayo se registró su presencia en Japón; el 4 de mayo, en China; el 5, en India; el 5 y el 6 de mayo en Estados Unidos y Canadá.
Bastó menos de una semana para que Chernóbil se convirtiera en un problema para todo el mundo...
«Consecuencias de la avería de Chernóbil
en Belarús», Minsk.
Escuela Superior Internacional
de Radioecología
Sájarov, 1992, p. 82.
El cuarto reactor —la instalación denominada «Refugio»— sigue guardando en sus entrañas de plomo y hormigón armado, como antes, cerca de 200 toneladas de material nuclear. El combustible se mezcló, además, en parte con el grafito y el hormigón. Nadie sabe qué ocurre hoy con este combustible.
El sarcófago se construyó de manera precipitada; se trata de una construcción única en su género; quizá los ingenieros petersburgueses que la diseñaron puedan sentirse orgullosos de ella. Debía mantenerse en funcionamiento durante treinta años. Sin embargo, los técnicos montaron la instalación «a distancia». Las planchas se unían con la ayuda de robots y de helicópteros; de ahí que haya grietas. En la actualidad, según algunas fuentes, la superficie total de las zonas defectuosas y agrietadas supera los 200 metros cuadrados, por los que siguen desprendiéndose aerosoles radiactivos. Si el viento sopla del norte, entonces, en el sur, se detecta actividad radiactiva: con uranio, plutonio y cesio. Más aun, en los días de sol, con la luz apagada, se ven columnas de luz que caen del techo en la sala del reactor. ¿Qué es esto? También la lluvia entra dentro del reactor. Y cuando el agua cae sobre la masa de combustible, es posible una reacción en cadena... El sarcófago es un difunto que respira. Respira muerte. ¿Cuánto tiempo aguantará? Nadie sabe dar una respuesta a este interrogante; hasta hoy, es imposible aproximarse a muchos de los nudos y construcciones para establecer su grado de seguridad. En cambio, todo el mundo comprende lo siguiente: la destrucción del «Refugio» daría lugar a unas consecuencias aun más terribles que las que se produjeron en 1986.
Ogoniok, n.º 17,
abril de 1996
Antes de Chernóbil, por cada 100.000 habitantes de Belarús se producían cerca de 82 casos de enfermedades oncológicas. Hoy, las estadísticas son las siguientes: por cada 100.000 habitantes, hay 6.000 enfermos. Esto quiere decir que se han multiplicado por 74.
En los últimos diez años, la mortalidad ha crecido en un 23,5 por ciento. De cada catorce personas, solo una muere de viejo y, por lo general, se trata de individuos en edad de trabajar, de entre cuarenta y seis y cincuenta años. En las regiones más contaminadas, tras un examen médico, se ha establecido que, de cada diez personas, siete están enfermas. Al visitar las aldeas, uno se sorprende de ver cómo ha crecido el espacio ocupado por los cementerios...
Hoy en día aún se desconocen muchas cifras. Se mantienen en secreto: tan monstruosas son. La Unión Soviética mandó al lugar de la catástrofe 800.000 soldados de reemplazo y «liquidadores»* llamados a filas; la edad media de estos últimos era de treinta y tres años. Y a los muchachos se los llevaron directamente del pupitre al cuartel...
Solo en las listas de los liquidadores de Belarús constan 115.493 personas. Según datos del Ministerio de Sanidad, desde 1990 hasta 2003 han fallecido 8.553 liquidadores. Dos personas al día.
Así empezó la historia... En las cabeceras de los periódicos soviéticos y extranjeros aparecen reportajes sobre el juicio de los acusados por la catástrofe de Chernóbil.
En cambio ahora... Imagínense un edificio de cinco plantas. Una casa sin habitantes, pero con sus enseres. Los muebles, la ropa, objetos que ya nadie podrá usar de nuevo nunca. Porque esta casa está en Chernóbil... Pues justamente en una de esas casas muertas de la ciudad las personas encargadas de llevar a cabo el juicio a los acusados de la avería nuclear ofrecían una pequeña conferencia a la prensa. En las más altas instancias, en el Comité Central del PCUS, se decidió que la causa debía examinarse en el propio lugar del delito. En el propio Chernóbil. El juicio se celebró en el edificio de la Casa de la Cultura local. En el banquillo de los acusados había seis personas: el director de la central atómica, Víktor Briujánov; el ingeniero jefe, Nikolái Fomin; el segundo ingeniero jefe, Anatoli Diátlov; el jefe del turno, Borís Rogozhkin; el jefe del taller del reactor, Alexandr Kovalenko, y el inspector del Servicio Estatal de Inspección de Energía Atómica de la URSS, Yuri Laushkin.
Los asientos destinados al público estaban vacíos. Solo se veían periodistas. De todos modos, tampoco vivía ya nadie en el lugar; la ciudad estaba «cerrada» por ser una «zona de control radiactivo severo». ¿No sería por esta misma razón por la que se escogió el lugar? Cuantos menos testigos, mejor; menos ruido habría. No se veían ni cámaras ni periodistas extranjeros. Como es natural, todos querían que se hubieran sentado en el banquillo de los acusados las decenas de funcionarios responsables, incluidos los de Moscú. También el estamento científico de aquel momento debería haber cargado con su responsabilidad. Pero se conformaron con los «guardagujas».
Sentencia: a Víktor Briujánov, Nikolái Fomin y Anatoli Diátlov les cayeron diez años a cada uno. Para el resto, las penas fueron más cortas. En conclusión, Anatoli Diátlov y Yuri Laushkin murieron a consecuencia de las radiaciones. El ingeniero jefe Nikolái Fomin perdió la razón... En cambio, el director de la central, Víktor Briujánov, cumplió la condena de principio a fin: los diez años enteros. Lo fueron a recibir sus familiares y unos cuantos periodistas. El acontecimiento pasó desapercibido.
El ex director vive en Kíev, donde trabaja de simple oficinista en una empresa.
Así acaba la historia.
En breve, Ucrania emprenderá una obra de gran envergadura. Sobre el sarcófago que cubrió en 1986 el destruido cuarto bloque de la CEA de Chernóbil aparecerá un nuevo refugio que se llamará «Arca». Dentro de poco, 28 países donantes destinarán a este proyecto unas inversiones iniciales de capital que superan los 768 millones de dólares. El nuevo sarcófago deberá durar no ya treinta, sino cien años. Y ha sido diseñado con un tamaño mucho mayor porque debe ofrecer un volumen suficiente para que se puedan realizar los trabajos necesarios para sepultar de nuevo los residuos. Se necesitan unos cimientos colosales: de hecho se prevé la construcción de material rocoso artificial hecho a base de columnas y planas de hormigón. A continuación habrá que preparar el depósito al que se trasladarán los residuos radiactivos extraídos del viejo sarcófago. Para la cobertura superior se empleará acero de alta calidad, capaz de resistir las radiaciones gamma. Solo de metal, harán falta 18.000 toneladas...
El «Arca» se convertirá en una instalación sin precedentes en la historia de la humanidad. En primer lugar, sorprenden sus proporciones. Su doble cobertura alcanzará los 1.509 metros de altura. Y por su estética se asemejará a la torre Eiffel...
De informaciones recogidas de publicaciones
bielorrusas en internet entre los años 2002 y 2005.
UNA SOLITARIA VOZ HUMANA
No sé de qué hablar... ¿De la muerte o del amor? ¿O es lo mismo? ¿De qué?
Nos habíamos casado no hacía mucho. Aún íbamos por la calle agarrados de la mano, hasta cuando íbamos de compras. Siempre juntos. Yo le decía: «Te quiero». Pero aún no sabía cuánto le quería. Ni me lo imaginaba... Vivíamos en la residencia de la unidad de bomberos, donde él trabajaba. En el piso de arriba. Junto a otras tres familias jóvenes, con una sola cocina para todos. Y en el bajo estaban los coches. Unos camiones de bomberos rojos. Este era su trabajo. Yo siempre estaba al corriente: dónde se encontraba, qué le pasaba...
En mitad de la noche oí un ruido. Gritos. Miré por la ventana. Él me vio:
—Cierra las ventanillas y acuéstate. Hay un incendio en la central. Volveré pronto.
No vi la explosión. Solo las llamas. Todo parecía iluminado. El cielo entero... Unas llamas altas. Y hollín. Un calor horroroso. Y él seguía sin regresar. El hollín se debía a que ardía el alquitrán; el techo de la central estaba cubierto de asfalto. Sobre el que la gente andaba, como él después recordaría, como si fuera resina. Sofocaban las llamas y él, mientras, reptaba. Subía hacia el reactor. Tiraban el grafito ardiente con los pies... Acudieron allí sin los trajes de lona; se fueron para allá tal como iban, en camisa. Nadie les advirtió; era un aviso de un incendio normal.
Las cuatro... Las cinco... Las seis... A las seis teníamos la intención de ir a ver a sus padres. Para plantar patatas. Desde la ciudad de Prípiat hasta la aldea de Sperizhie, donde vivían sus padres, hay 40 kilómetros. Íbamos a sembrar, a arar. Era su trabajo favorito... Su madre recordaba a menudo que ni ella ni su padre querían dejarlo marchar a la ciudad; incluso le construyeron una casa nueva.
Pero se lo llevaron al ejército. Sirvió en Moscú, en las tropas de bomberos, y cuando regresó, solo quería ser bombero. Ninguna otra cosa. [Calla.]
A veces me parece oír su voz... Oírle vivo... Ni siquiera las fotografías me producen tanto efecto como la voz. Pero nunca me llama... Ni en sueños... Soy yo quien lo llama a él...
Las siete... A las siete me comunicaron que estaba en el hospital. Corrí hacia allí, pero el hospital ya estaba acordonado por la milicia; no dejaban pasar a nadie. Solo entraban las ambulancias. Los milicianos gritaban: «Los coches están irradiados, no os acerquéis». No solo yo, vinieron todas las mujeres, todas cuyos maridos habían estado aquella noche en la central.
Corrí en busca de una conocida que trabajaba como médico en aquel hospital. La agarré de la bata cuando salía de un coche:
—¡Déjame pasar!
—¡No puedo! Está mal. Todos están mal.
Yo la tenía agarrada:
—Solo quiero verlo.
—Bueno —me dice—, corre. Quince o veinte minutos.
Lo vi... Estaba hinchado, todo inflamado... Casi no tenía ojos...
—¡Leche! ¡Mucha leche! —me dijo mi conocida—. Que beba al menos tres litros.
—Él no toma leche.
—Pues ahora la tendrá que beber.
Muchos médicos, enfermeras y, especialmente, las auxiliares de aquel hospital, al cabo de un tiempo, se pondrían enfermas. Morirían... Pero entonces nadie lo sabía.
A las diez de la mañana murió el técnico Shishenok. Fue el primero... El primer día... Luego supimos que, bajo los escombros, se había quedado otro... Valera Jodemchuk. No lograron sacarlo. Lo emparedaron con el hormigón. Pero entonces aún no sabíamos que todos ellos serían solo los primeros...
Le pregunto:
—Vasia,* ¿qué hago?
—¡Vete de aquí! ¡Vete! Estás esperando un niño. —Estoy embarazada, es cierto. Pero ¿cómo lo voy a dejar? Él me pide—: ¡Vete! ¡Salva al crío!
—Primero te tengo que traer leche, y luego ya veremos.
Llega mi amiga Tania Kibenok. Su marido está en la misma sala. Ha venido con su padre, que tiene coche. Nos subimos al coche y vamos a la aldea más cercana a por leche. A unos tres kilómetros de la ciudad. Compramos muchas garrafas de tres litros de leche. Seis, para que hubiera para todos. Pero la leche les provocaba unos vómitos terribles. Perdían el sentido sin parar y les pusieron el gota a gota. Los médicos nos aseguraban, no sé por qué, que se habían envenenado con los gases, nadie hablaba de la radiación.
Entretanto, la ciudad se llenó de vehículos militares, se cerraron todas las carreteras... Se veían soldados por todas partes. Dejaron de circular los trenes de cercanías, los expresos... Lavaban las calles con un polvo blanco... Me alarmé: ¿cómo iba a conseguir llegar al pueblo al día siguiente para comprarle leche fresca? Nadie hablaba de la radiación... Solo los militares iban con caretas. La gente de la ciudad llevaba su pan de las tiendas, las bolsas abiertas con los bollos. En los estantes había pasteles... La vida seguía como de costumbre. Solo... lavaban las calles con un polvo...
Por la noche no me dejaron entrar en el hospital... Había un mar de gente en los alrededores. Yo estaba frente a su ventana; él se acercó a ella y me gritó algo. ¡Se le veía tan desesperado! Entre la muchedumbre, alguien entendió lo que decía: que aquella noche se los llevaban a Moscú. Todas las esposas nos arremolinamos en un corro. Y decidimos: nos vamos con ellos. ¡Dejadnos estar con nuestros maridos! ¡No tenéis derecho! Quisimos abrirnos paso a golpes, a arañazos. Los soldados..., los soldados ya habían formado un doble cordón y nos impedían pasar a empujones. Entonces salió el médico y nos confirmó que se los llevaban aquella misma noche en avión a Moscú; que debíamos traerles ropa; la que llevaban en la central se había quemado. Los autobuses ya no funcionaban, y fuimos a pie, corriendo, a casa. Cuando volvimos con las bolsas, el avión ya se había marchado... Nos engañaron a propósito. Para que no gritáramos, ni lloráramos...
Llegó la noche... A un lado de la calle, autobuses, cientos de autobuses (ya estaban preparando la evacuación de la ciudad), y al otro, centenares de coches de bomberos. Los trajeron de todas partes. Toda la calle cubierta de espuma blanca... Íbamos pisando aquella espuma... Gritando y maldiciendo...
Por la radio dijeron que evacuarían la ciudad, para tres o, a lo mejor, cinco días. «Llévense consigo ropa de invierno y de deporte, porque van a vivir en el bosque. En tiendas de campaña.» La gente hasta se alegró: «¡Nos mandan al campo!». Allí celebraremos la fiesta del Primero de Mayo. Algo inusual. La gente preparaba carne asada para el camino, y compraban vino. Se llevaban las guitarras, los magnetófonos... ¡Las maravillosas fiestas de mayo! Solo lloraban las mujeres a cuyos maridos les había pasado algo.
No recuerdo el viaje. Cuando vi a su madre, fue como si despertara:
—¡Mamá, Vasia está en Moscú! ¡Se lo llevaron en un vuelo especial!
Acabamos de sembrar el huerto: patatas, coles... [¡Y a la semana evacuarían la aldea!] ¿Quién lo iba a saber? Por la noche tuve un ataque de vómito. Era mi sexto mes de embarazo. Me sentía tan mal...
Esa noche soñé que me llamaba. Mientras estuvo vivo me llamaba en sueños: «¡Liusia, Liusia!». Pero, una vez que murió, ni una sola vez. No me llamó ni una sola vez. [Llora.] Me levanté por la mañana y me dije: «Me voy sola a Moscú. Yo que...».
—¿Adónde vas a ir en tu estado? —me dijo llorando su madre. También se vino conmigo mi padre:
—Será mejor que te acompañe. —Sacó todo el dinero de la libreta, todo el que tenían. Todo...
No recuerdo el viaje. También se me borró de la cabeza todo el camino... En Moscú preguntamos al primer miliciano que encontramos a qué hospital habían llevado a los bomberos de Chernóbil y nos lo dijo; yo hasta me sorprendí de ello porque nos habían asustado: «No os lo dirán; es un secreto de Estado, ultrasecreto...».
—A la clínica número seis. A la Schúkinskaya.
En el hospital, que era una clínica especial de radiología, no dejaban entrar sin pases. Le di dinero a la vigilante de guardia y me dijo: «Pasa». Me dijo a qué piso debía ir. No sé a quién más le supliqué, le imploré... Lo cierto es que ya estaba en el despacho de la jefa de la sección de radiología: Anguelina Vasílievna Guskova. Entonces aún no sabía cómo se llamaba, no se me quedaba nada en la cabeza. Lo único que sabía era que debía verlo... Encontrarlo...
Ella me preguntó enseguida:
—¡Pero, alma de Dios! ¡Criatura! ¿Tiene usted hijos?
¿Cómo iba a decirle la verdad? Estaba claro que tenía que esconderle mi embarazo. ¡No me lo dejaría ver! Menos mal que soy delgadita y no se me nota nada.
—Sí —le contesto.
—¿Cuántos?
Pienso: «He de decirle que dos. Si solo es uno, tampoco me dejará pasar».
—Un niño y una niña.
—Bueno, si son dos, no creo que vayas a tener más. Ahora escucha: su sistema nervioso central está dañado por completo; la médula está completamente dañada...
«Bueno —pensé—, se volverá algo más nervioso.»
—Y óyeme bien: si te pones a llorar, te mando al instante para casa. Está prohibido que os abracéis y que os beséis. No te acerques mucho. Te doy media hora.
Pero yo ya sabía que no me iría de allí. Si me iba, sería con él. ¡Me lo había jurado a mí misma!
Entro... Los veo sentados sobre las camas, jugando a las cartas, riendo.
—¡Vasia! —lo llaman.
Se da la vuelta.
—¡Vaya! ¡Hasta aquí me ha encontrado! ¡Estoy perdido!
Daba risa verlo, con su pijama de la talla 48, él, que usa una 52. Las mangas cortas, los pantalones... Pero ya le había bajado la hinchazón de la cara... Les inyectaban no sé qué solución...
—¿Tú, perdido? —le pregunto.
Y él que ya quiere abrazarme.
—Sentadito. —La médico no lo deja acercarse a mí—. Nada de abrazos aquí.
No sé cómo, pero nos lo tomamos a broma. Y al momento todos se acercaron a nosotros; vinieron hasta de las otras salas. Todos eran de los nuestros. De Prípiat. Porque habían sido veintiocho los que habían traído en avión. «¿Qué hay de nuevo? ¿Qué pasa en la ciudad?» Yo les cuento que han empezado a evacuar a la gente, que se llevan fuera a toda la ciudad durante unos tres o cinco días. Los chicos se callaron; pero también había allí dos mujeres; una de ellas estaba de guardia en la entrada el día del accidente, y la mujer rompió a llorar:
—¡Dios mío! Allí están mis hijos. ¿Qué va a ser de ellos?
Yo tenía ganas de estar a solas con él; bueno, aunque solo fuera un minuto. Los muchachos se dieron cuenta de la situación y cada uno se inventó un pretexto para salir al pasillo. Entonces lo abracé y lo besé. Él se apartó.
—No te sientes cerca. Coge una silla.
—Todo eso son bobadas —le dije, quitándole importancia—. ¿Viste dónde se produjo la explosión? ¿Qué es lo que pasó? Porque vosotros fuisteis los primeros en llegar...
—Lo más seguro es que haya sido un sabotaje. Alguien lo habrá hecho a propósito. Todos los chicos piensan lo mismo.
Entonces decían eso. Y lo creían de verdad.
Al día siguiente, cuando llegué, ya los habían separado; cada uno en una sala aparte. Les habían prohibido categóricamente salir al pasillo. Hablarse. Se comunicaban golpeando la pared. Punto-raya, punto-raya. Punto... Los médicos lo justificaron diciendo que cada organismo reacciona de manera diferente a las dosis de radiación, de manera que lo que uno aguanta puede que no lo resista otro. Allí, donde estaban ellos, hasta las paredes reaccionaban al geiger. A derecha e izquierda, y en el piso de abajo. Sacaron a todo el mundo de allí; no dejaron ni a un solo paciente... Por debajo y por encima, tampoco nadie...
Viví tres días en casa de unos conocidos de Moscú. Mis conocidos me decían: coge la cazuela, coge la olla, coge todo lo que necesites, no sientas vergüenza. ¡Así resultaron ser estos amigos! ¡Así eran! Y yo hacía una sopa de pavo para seis personas. Para seis de nuestros muchachos... Los bomberos. Del mismo turno. Todos estaban de guardia aquella noche: Vaschuk, Kibenok, Titenok, Právik, Tischura...
En la tienda les compré a todos pasta de dientes, cepillos, jabón... No había nada de esto en el hospital. Les compré toallas pequeñas... Ahora me admiro de aquellos conocidos míos; tenían miedo, por supuesto; no podían dejar de tenerlo; ya corrían todo tipo de rumores; pero, de todos modos, se prestaban a ayudarme: coge todo lo que necesites. ¡Cógelo! ¿Y él cómo está? ¿Cómo se encuentran todos? ¿Saldrán con vida? Con vida... [Calla.]
En aquellos días me topé con mucha gente buena; no los recuerdo a todos. El mundo se redujo a un solo punto. Se achicó... A él. Solo a él... Recuerdo a una auxiliar ya mayor, que me fue preparando:
—Algunas enfermedades no se curan. Debes sentarte a su lado y acariciarle la mano.
Por la mañana temprano voy al mercado; de allí a casa de mis conocidos; y preparo el caldo. Hay que rallarlo todo, desmenuzarlo, repartirlo en porciones... Uno me pidió: «Tráeme una manzana».
Con seis botes de medio litro. ¡Siempre para seis! Y para el hospital.... Me quedo allí hasta la noche. Y luego, de nuevo a la otra punta de la ciudad. ¿Cuánto hubiera podido resistir? Pero, a los tres días, me ofrecieron quedarme en el hotel destinado al personal sanitario, en los terrenos del propio hospital. ¡Dios mío, qué felicidad!
—Pero allí no hay cocina. ¿Cómo voy a prepararles la comida?
—Ya no tiene que cocinar. Sus estómagos han dejado de asimilar alimentos.
Él empezó a cambiar. Cada día me encontraba con una persona diferente a la del día anterior. Las quemaduras le salían hacia fuera. Aparecían en la boca, en la lengua, en las mejillas... Primero eran pequeñas llagas, pero luego fueron creciendo. Las mucosas se le caían a capas..., como si fueran unas películas blancas... El color de la cara, y el del cuerpo..., azul..., rojo..., de un gris parduzco. Y, sin embargo, todo en él era tan mío, ¡tan querido! ¡Es imposible contar esto! ¡Es imposible escribirlo! ¡Ni siquiera soportarlo!...
Lo que te salvaba era el hecho de que todo sucedía de manera instantánea, de forma que no tenías ni que pensar, no tenías tiempo ni para llorar.
¡Lo quería tanto! ¡Aún no sabía cuánto lo quería! Justo nos acabábamos de casar... Aún no nos habíamos saciado el uno del otro... Vamos por la calle. Él me coge en brazos y se pone a dar vueltas. Y me besa, me besa. Y la gente que pasa, ríe...
El curso clínico de una dolencia aguda de tipo radiactivo dura catorce días... A los catorce días, el enfermo muere...
Ya el primer día que pasé en el hotel, los dosimetristas me tomaron una medida. La ropa, la bolsa, el monedero, los zapatos, todo «ardía». Me lo quitaron todo. Hasta la ropa interior. Lo único que no tocaron fue el dinero. A cambio, me entregaron una bata de hospital de la talla 56 —a mí, que tengo una 44—, y unas zapatillas del 43 en lugar de mi 37. La ropa, me dijeron, puede que se la devolvamos, o puede que no, porque será difícil que se pueda «limpiar».
Y así, con ese aspecto, me presenté ante él. Se asustó:
—¡Madre mía! ¿Qué te ha pasado?
Aunque yo, a pesar de todo, me las arreglaba para hacerle un caldo. Colocaba el hervidor dentro del bote de vidrio. Y echaba allí los pedazos de pollo... Muy pequeños... Luego, alguien me prestó su cazuela, creo que fue la mujer de la limpieza o la vigilante del hotel. Otra persona me dejó una tabla en la que cortaba el perejil fresco. Con aquella bata no podía ir al mercado; alguien me traía la verdura. Pero todo era inútil: ni siquiera podía beber... ni tragar un huevo crudo... ¡Y yo que quería llevarle algo sabroso! Como si eso hubiera podido ayudar.
Un día, me acerqué a Correos:
—Chicas —les pedí—, tengo que llamar urgentemente a mis padres a Ivano-Frankovsk. Se me está muriendo aquí el marido.
Por alguna razón, enseguida adivinaron de dónde y quién era mi marido, y me dieron línea inmediatamente. Aquel mismo día, mi padre, mi hermana y mi hermano tomaron el avión para Moscú. Me trajeron mis cosas. Dinero.
Era el 9 de mayo... Él siempre me decía: «¡No te imaginas lo bonita que es Moscú! Sobre todo el Día de la Victoria, cuando hay fuegos artificiales. Quiero que lo veas algún día».
Estoy a su lado en la sala; él abre los ojos:
—¿Es de día o de noche?
—Son las nueve de la noche.
—¡Abre la ventana! ¡Van a empezar los fuegos artificiales!
Abrí la ventana. Era un séptimo piso; toda la ciudad ante nosotros. Y un ramo de luces encendidas se alzó en el cielo.
—Esto sí que...
—Te prometí que te enseñaría Moscú. Igual que te prometí que todos los días de fiesta te regalaría flores...
Miro hacia él y veo que saca de debajo de la almohada tres claveles. Le había dado dinero a la enfermera y ella había comprado las flores.
Me acerqué a él y lo besé.
—Amor mío. Cuánto te quiero.
Y él, que se me pone protestón, y me dice:
—¿Qué te han dicho los médicos? ¡No se me puede abrazar! ¡Ni se me puede besar!
No me dejaban abrazarlo. Pero yo... Yo lo incorporaba, lo sentaba... Le cambiaba las sábanas... Le ponía el termómetro, se lo quitaba... Le ponía y le quitaba la cuña. Lo aseaba... Me pasaba la noche a su lado... Vigilando cada uno de sus movimientos, cada suspiro.
Menos mal que fue en el pasillo y no en la sala. La cabeza me empezó a dar vueltas y me agarré a la repisa de la ventana. En aquel momento pasó por allí un médico, que me sujetó de la mano. Y de pronto:
—¿Está usted embarazada?
—¡No, no! —Me asusté tanto. Tenía miedo de que alguien nos oyera.
—No me engañe —me dijo en un suspiro.
Me sentí tan perdida que ni se me ocurrió contestarle.
Al día siguiente me dijeron que fuera a ver a la médico jefe.
—¿Por qué me ha engañado? —me preguntó en tono severo.
—No tenía otra salida. Si le hubiera dicho la verdad, ustedes me habrían mandado a casa. ¡Fue una mentira piadosa!
—Pero ¿es que no ve lo que ha hecho?
—Sí, pero a cambio estoy a su lado...
—¡Criatura! ¡Alma de Dios!
Toda mi vida le estaré agradecida a Anguelina Vasílievna Guskova. ¡Toda mi vida!
También vinieron otras esposas. Pero no las dejaron entrar. Estuvieron conmigo sus madres. A las madres sí les dejaban pasar. La de Volodia Právik no paraba de rogarle a Dios: «Llévame mejor a mí».
El profesor estadounidense, el doctor Gale —fue él quien hizo la operación de trasplante de médula—, me consolaba: hay esperanzas, pocas, pero las hay. ¡Un organismo tan fuerte, un joven tan fuerte! Llamaron a todos sus parientes. Dos hermanas vinieron de Belarús; un hermano, de Leningrado, donde hacía el servicio militar. La hermana pequeña, Natasha, de catorce años, lloraba mucho y tenía miedo. Pero su médula resultó ser la mejor... [Se queda callada.] Ahora puedo contarlo. Antes no podía. He callado durante diez años... Diez años. [Calla.]
Cuando Vasia se enteró de que le sacarían médula espinal a su hermana menor, se negó en redondo:
—Prefiero morir. No la toquéis; es pequeña.
La mayor, Liuda, tenía veintiocho y además era enfermera, sabía de qué se trataba: «Lo que haga falta para que viva», dijo. Yo vi la operación. Estaban echados el uno junto al otro en dos mesas. En el quirófano había una gran ventana... La operación duró dos horas.
Cuando acabaron, quien se sentía peor era Liuda, más que mi marido; tenía en el pecho dieciocho inyecciones, y le costó mucho salir de la anestesia. Aún sigue enferma, le han dado la invalidez... Había sido una muchacha guapa, fuerte... No se ha casado...
Yo iba corriendo de una sala a otra, de verlo a él a visitarla a ella. Él no se encontraba en una sala normal, sino en una cámara hiperbárica especial, tras una cortina transparente, donde estaba prohibido entrar. Había unos instrumentos especiales para, sin atravesar la cortina, ponerle las inyecciones, meterle los catéteres... Y todo con unas ventosas, con unas tenazas, que yo aprendí a manejar. A extraer de allí... Y llegar hasta él... Junto a su cama había una silla pequeña.
Entonces se empezó a encontrar tan mal que ya no podía separarme de él ni un momento. Me llamaba constantemente: «Liusia, ¿dónde estás? ¡Liusia!». No paraba de llamarme.
Las otras cámaras hiperbáricas en que se encontraban nuestros muchachos las cuidaban unos soldados, porque los sanitarios civiles se negaron a ello, pedían unos trajes aislantes. Los soldados sacaban las cuñas. Limpiaban el suelo; cambiaban las sábanas. Lo hacían todo. ¿De dónde salieron aquellos soldados? No lo pregunté... Solo existía él. Él... Y cada día oía: «Ha muerto...». «Ha muerto...» «Ha muerto Tischura.» «Ha muerto Titenok.» «Ha muerto...» Como martillazos en la sien.
Hacía entre veinticinco y treinta deposiciones al día. Con sangre y mucosidad. La piel se le empezó a resquebrajar por las manos, por los pies. Todo su cuerpo se cubrió de forúnculos. Cuando movía la cabeza sobre la almohada, se le quedaban mechones de pelo. Y todo eso lo sentía tan mío. Tan querido... Yo intentaba bromear:
—Hasta es más cómodo. No te hará falta peine.
Poco después les cortaron el pelo a todos. A él lo afeité yo misma. Quería hacerlo todo yo.
Si lo hubiera podido resistir físicamente, me hubiera quedado las veinticuatro horas a su lado. Me daba pena perderme cada minuto. Un minuto, y así y todo me dolía perderlo... [Calla largo rato.]
Vino mi hermano y se asustó:
—No te dejaré volver allí. —Y mi padre que le dice:
—¿A esta no la vas a dejar? ¡Si es capaz de entrar por la ventana! ¡O por la escalera de incendios!
Un día, me voy..., regreso y sobre la mesa tiene una naranja... Grande, no amarilla, sino rosada. Él sonríe:
—Me la han regalado. Quédatela. —Pero la enfermera me hace señas a través de la cortina de que la naranja no se puede comer. En cuanto algo permanece a su lado un tiempo, no es que no se pueda comer, es que hasta tocarlo da miedo—. Venga, cómetela —me pide—. Si a ti te gustan las naranjas. —Cojo la naranja con una mano. Y él, entretanto, cierra los ojos y se queda dormido.
Todo el rato le ponían inyecciones para que durmiera. Narcóticos. La enfermera me mira horrorizada, como diciendo... ¿Qué será de mí? Yo estaba dispuesta a hacer lo que fuera para que él no pens