Una infancia en la guerra
He tenido la buena y la mala suerte de nacer durante la guerra, pero resulta que los niños que nacen en una guerra están especialmente atentos a las desgracias y a las dificultades de la vida. Me acuerdo perfectamente de los bombardeos, por entonces mi madre, mi abuela, mi hermano y yo vivíamos en Niza. Mi padre era médico en África. La guerra nos había separado. No lo conocí hasta la edad de diez años. Cuando terminaron los conflictos, hicimos un viaje a Nigeria durante el cual vi por primera vez a mi padre. Esa vida de la guerra creo que me sensibilizó a todo lo que pueda pasar, porque un niño es como una esponja, atrapa absolutamente todo lo que pasa.
Escuchaba los rumores, la primera vez que oí hablar de la muerte fue durante la guerra, debía de tener cinco años, a uno de mis compañeros de juegos algo mayor que yo (tendría unos doce años) le estalló un explosivo mientras lo transportaba. Iba a colocar esos explosivos en los puentes para volarlos y que los alemanes no pudieran avanzar. Fue la primera vez que supe lo que era la muerte porque, por lo demás, no tenía ni la menor idea de lo que significaba.
Los niños que viven durante esos periodos están especialmente atentos a todo lo bueno o lo malo que pueda ocurrir. Lo bueno es la alegría que puede dar un momento de libertad. Cuando nos daban permiso para salir del lugar donde nos refugiábamos, mi madre nos llevaba a orillas de un riachuelo donde nos bañábamos. Recuerdo como algo maravilloso el agua del río, el sol, era verano, en la región de Niza, recuerdo aquellas horas. Recuerdo haber comido con deleite unas patatas, que eran algo que no teníamos, solo conocíamos las patacas y las nabas, que alimentaron a todo el mundo por aquel entonces. También me acuerdo de la siega, que se hacía con guadaña. La gente que no se había ido a la guerra, las mujeres y las personas de cierta edad, cosechaban el trigo a mano. Me acuerdo de haber recogido granos de trigo con mi abuela para luego molerlos en el molinillo de café y hacer harina, y con esa harina hacer bollitos. Las alegrías que pueden dar cosas tan sencillas como la comida, la siega, el sol o el agua de los ríos las menciono aquí para decir que, en el fondo, el interés que siento por las emociones de la infancia surge de esos momentos de la guerra.
Hoy, cuando se va al sur de Francia, resulta imposible imaginar que la gente se muriera de hambre, porque es un lugar lujosísimo, pero al final de la guerra murieron cantidades espantosas de personas mayores y de niños, no de malos tratos sino de disentería y de enfermedades que causaba la desnutrición. Incluso yo contraje la tuberculosis por entonces. Las enfermedades que desde entonces parecen haberse erradicado en la parte desarrollada del mundo volvieron a aparecer en ese periodo y tuvieron un impacto muy cruel.
En mi familia hubo personas que se murieron literalmente de hambre. Estoy pensando en concreto en dos hermanas, amigas de mi abuela, que vivían en el sótano de una villa nizarda en la más absoluta penuria, alimentándose tan solo de los restos que encontraban en el mercado o de despojos de la carnicería que compartían con su manada de gatos medio salvajes. Una de ellas, que se llamaba Mathilde, se murió al final de la guerra por culpa de la desnutrición y la tuberculosis. Por aquel entonces, muchas personas mayores se murieron realmente de hambre porque ya no les quedaba nada que comer. No había nada. Niza es una ciudad frívola, una ciudad cimentada en los casinos y el lujo, pero cuando estalla una guerra, los casinos y el lujo ya no funcionan, de modo que la ciudad se hunde en una gravísima depresión económica. Como las tierras de cultivo se habían convertido en suelo para el desarrollo urbanístico, ya no existía producción, no había nada. En cambio, en el norte de Europa, la gente aún tenía algo que comer, dentro de un orden, y con qué vivir. Ese aspecto de la guerra me dejó profundamente marcado, y también la sensación de que las primeras víctimas de las guerras son las personas mayores y los niños. La guerra no es ni mucho menos un momento glorioso, no es un momento que debamos celebrar, es un momento que debemos lamentar, un momento del que debemos quejarnos. La guerra no es heroísmo, es la muerte de las personas mayores y de los niños. Ellos son las primeras víctimas. Creo que si quisiéramos definir qué es la guerra, yo diría que es un crimen contra los viejos y contra los niños.
Iba a convertirme en africano
Cuando cumplí los ocho años, me fui de Europa para ir a reunirme con mi padre que se había establecido en el África inglesa, en Nigeria, en la región del río Cross. Pensé que jamás regresaría a Francia. Me despedí de mi abuela, una despedida muy conmovedora porque pensé que no iba a volver a verla nunca. Junto con mi madre y mi hermano, me subí a un barco de la naviera Holland Africa Line que se llamaba Nigerstrom y zarpamos hacia Nigeria. Era un viaje muy largo y yo estaba resuelto, durante ese periplo, a despojarme, a deshacerme de todo lo que sabía de Europa. No iba a volver a ver Europ