Prefacio
Durante muchos años permanecieron callados, enfrentados a lo indecible, tratando simplemente de sobrevivir, de revivir, de reconstruir una vida después de la muerte.
Pero la promesa de contar, hecha a los que no volvieron, se hizo oír. Quizá con el tiempo, seguramente con la emergencia del impensable revisionismo y de las elucubraciones de los negacionistas, la palabra acabó por imponerse.
Para ayudar a esta palabra tan dolorosa, en 2006, a instancias de su presidenta, nuestra madre, la Fondation pour la Mémoire de la Shoah («Fundación por la Memoria de la Shoah») y el INA (Instituto Nacional del Audiovisual) idearon el proyecto «Memorias de la Shoah», confiado a Dominique Missika, que recogió más de cien testimonios en forma de entrevistas filmadas. Ante la cámara, cada persona cuenta su historia, su familia, su recorrido, su destino, su retorno, siempre diferente, pero siempre el mismo, el de una supervivencia milagrosa en el corazón del infierno, por una sucesión de suertes o de azares.
Gracias al compromiso prolongado de los equipos dirigidos por Dominique Missika y con el apoyo de la Fondation pour la Mémoire de la Shoah, estos testimonios están ahora disponibles en la página web del INA, donde constituyen, por su diversidad y la riqueza de sus palabras, un recurso único sobre el periplo de los 76.000 judíos deportados de Francia, de los cuales menos de 2.500 regresaron de los campos de exterminio. Pero en nuestro mundo de orden, incluso para la memoria de la Shoah, se imponen obligaciones administrativas y jurídicas; por ello, con razón, todos los testigos han autorizado debidamente la utilización de sus respectivas entrevistas.
Todos, o casi...
En tales circunstancias, el INA se puso en contacto con nosotros en 2020, en nuestra calidad de titulares de los derechos de nuestra madre, para que concediéramos esa autorización indispensable, que a nadie se le ocurrió pedirle —habida cuenta, por supuesto, de la evidencia de su compromiso—. Así pues, para permitirnos ceder ese pase indispensable, el INA nos abrió sus puertas y nos invitó a visionar esta entrevista cuya existencia ignorábamos hasta ese momento.
Cada uno de los hijos de esos más de cien testigos sintió, o sentirá, la misma emoción al enfrentarse a la imagen casi inmóvil de ese pariente ahora desaparecido, que cuenta, por primera vez o no, lo inenarrable.
Nosotros conocíamos la historia de nuestra madre, que ella no nos ocultó, la historia de los miembros de nuestra familia que se llevaron en los convoyes que partieron de Drancy. Esta entrevista nos recuerda una vez más la necesidad imperiosa de lucidez y civismo que ella quiso transmitirnos. Una anécdota, sin embargo, justifica aún más nuestra gratitud y nuestro reconocimiento al INA y a la Fondation pour la Mémoire de la Shoah por haber querido y apoyado este proyecto.
Refiriéndose a un coloquio de historiadores organizado a principios de los años ochenta por Hélène Ahrweiler, por aquel entonces rectora de la Universidad de París, para luchar contra el revisionismo, nuestra madre cuenta la obstinada oposición del historiador encargado de la organización del coloquio a cualquier testimonio; al final, acabó aceptando a regañadientes el de nuestra madre porque se le impuso, pero lo excluyó formalmente de las actas del coloquio, argumentando de manera tan sincera como estúpida que, contrariamente a los historiadores, «los testigos no tienen nada que decir, su palabra es siempre sesgada». Como si la Historia, desde siempre, no estuviera hecha, antes que nada, de la memoria de hombres y mujeres tanto como de archivos, constituidos a su vez por seres humanos y por la memoria de la época.
Ahora los últimos testigos desaparecen, y la Shoah se convierte en un tema de historia más que de memoria; precisamente por ello, más allá de estadísticas y archivos, que, además, son los de los asesinos obsesionados por el secreto y la ocultación de su crimen, estas palabras de supervivientes recogidas por el INA constituyen un testimonio único y valiosísimo para el futuro; su difusión a través de la web, así como las publicaciones que las acompañan, constituyen una razón más que sobrada para agradecer profundamente al INA esta contribución excepcional a la memoria de la Shoah.
JEAN Y PIERRE-FRANÇOIS VEIL
Prólogo
En nombre de los desaparecidos
Martes, 9 de mayo de 2006. Bry-sur-Marne (Val-de-Marne). En uno de los estudios del INA, todo está listo para recibir a Simone Veil. Su llegada está prevista a las 13.30. Llega puntual, como siempre. Me fijo en su traje morado, con la blusa a juego, en su moño del que se escapan algunos cabellos; apenas va maquillada. No lleva pendientes. Parece ligeramente tensa. Después de saludarme, sin perder un momento, toma asiento en el estudio: una tela negra de fondo, dos sillas, una cámara en un trípode. Un operador de cámara y un técnico con su pértiga la saludan. Catherine Bernstein, encargada de realizar la entrevista, se acerca.
—Empezamos cuando quiera.
Catherine Bernstein hace la primera pregunta:
—Señora Veil, ¿puede hablarnos de su familia?
En una sala contigua, sigo la entrevista en un monitor. De inmediato, me fijo en su mirada. No lleva sus gafas. Sus famosos ojos verdes son penetrantes. No es la primera vez que habla de su deportación ante una cámara. Pero esta vez no es un discurso, ni un programa de televisión, ni una simple entrevista a la que haya accedido. Ella es el centésimo primer testigo en grabar su testimonio en el marco de una amplia campaña con vistas a la creación de unos archivos audiovisuales: «Memorias de la Shoah». La misión que me ha confiado la Fondation de la Mémoire de la Shoah, presidida por Simone Veil, consiste en recoger ciento quince testimonios de deportados, de niños escondidos, de Justos y de actores de la memoria. En total, trescientas horas de entrevistas, ni montadas ni cortadas, se pueden consultar hoy en la página web del INA (un centenar), en la Inathèque (BnF, espacio François Mitterrand), en el Mémorial de la Shoah, y en Yad Vashem (Tel Aviv). Una interfaz, pensada como herramienta pedagógica, permite navegar por este corpus de archivos audiovisuales y obtener la transcripción de las entrevistas.
Se impuso como una evidencia la elección de Catherine Bernstein para que recogiera las palabras de Simone Veil. Catherine Bernstein, una talentosa directora de televisión, había realizado una magnífica película, Assassinat d’une modiste («Asesinato de una modista»), sobre la búsqueda de un fantasma, su tía, Odette Bernstein, muerta en 1943 en Auschwitz. Gracias a su atenta escucha, mezcla de empatía y de curiosidad compasiva, Simone Veil se confió profundamente y sin reticencias.
En el momento de responder a nuestra solicitud, Simone Veil aún no había publicado su autobiografía con el sobrio título de Une vie (Una vida), tomado de Maupassant, uno de los autores favoritos de su padre. Sin embargo, desde su discurso del 27 de enero de 2005, en la conmemoración del 60.º aniversario de la liberación de Auschwitz-Birkenau, se había convertido en la portavoz internacionalmente reconocida de los supervivientes. En todos los foros importantes, en la ONU, en el Consejo de Europa, en Alemania, Grecia y los Países Bajos, Simone Veil, incansable, pronunció una serie de discursos destacados en nombre de los desaparecidos. Testificar en todas partes y en todo momento, para que nunca se olvide lo que sucedió.
Pero ese día debe dar un testimonio íntimo. Desde las primeras palabras, percibo su deseo de evocar el pasado y, al mismo tiempo, su temor.
Frente a la cámara, Simone Veil revela la película de su vida. Su mirada se suaviza poco a poco. Un velo de tristeza pasa intermitentemente por sus ojos transparentes. El ritmo de sus palabras es a veces entrecortado, como si las imágenes se amontonaran y las palabras le fallaran. Dos o tres vacilaciones, algunos tropiezos, silencios largos y pesados, frases que se encadenan.
El sol de Niza, una familia unida, una madre «bella como Greta Garbo», un padre arquitecto, las dos hermanas, Milou y Denise, Jean, el hermano, y los primos con los que pasa las vacaciones junto al mar en La Ciotat. Uno a uno, describe a todos los suyos. Con infinita ternura. Sin adornos. Su padre, bastante autoritario, corrige sus errores de francés, supervisa sus lecturas, pero no sus notas. Simone Jacob es la pequeña, rebelde por no decir caprichosa, enfadada porque en la mesa no la sientan junto a su madre. No olvida mencionar a Antoinette Babaïeff, la joven rusa que trabaja para los Jacob, ni los paseos por los alrededores de Niza para coger violetas con su padre.
Reconozco su tono de voz mesurado, grave y sereno, las palabras sencillas que elige, su dicción precisa que retiene la atención. Sé que siempre tiene miedo a que no se le preste atención, y miedo a no soportarlo. Frente a ella, Catherine Bernstein la escucha y, de vez en cuando, relanza la conversación, animándola a proseguir.
Una juventud despreocupada. La guerra, la derrota, la ocupación italiana, primero en Niza. Los Jacob pensaban que estaban a salvo. Eran judíos. Laicos. Patriotas. Republicanos. André Jacob es un veterano de la Primera Guerra Mundial. Acude a la comisaría para hacer el censo exigido a los judíos, y todos reciben un carnet de identidad con el sello rojo: JUDÍO. El racionamiento, el numerus clausus que impide a André Jacob ejercer su profesión de arquitecto, los ahorros que van agotándose. Entonces los alemanes invaden Niza y se intensifica la persecución de los judíos. La familia se dispersa. Simone Jacob, de dieciséis años, expulsada del instituto, vive en casa de un profesor de Literatura, mientras que sus padres se alojan en el otro extremo de la ciudad. El 30 de marzo de 1944, al día siguiente de pasar la reválida, que se había adelantado por temor al desembarco, Simone pasea por las calles de Niza con unos compañeros. Control. Sus documentos falsos no engañan a los alemanes. Todos los Jacob son detenidos, excepto Denise, que se había unido a la Resistencia en Lyon unos meses antes.
El 13 de abril de 1944, Simone Jacob, de dieciséis años y medio, su madre Yvonne, de cuarenta y cuatro, y su hermana Milou, de veintiuno, embarcan en el convoy 71 con destino a Auschwitz. La matrícula de Simone: 78651. Los trabajos de excavación, el frío, el hambre, la falta de higiene, los golpes, la selección, los harapos y, por encima de todo, la humillación. Terrible. Alucinante. ¿De qué depende la vida? De la suerte, de la solidaridad. No entre todas las deportadas.
Lo que la salvó, dice ella, fue que nunca la separaron de su madre y de su hermana. Y Simone lo sabe, todas y todos los que conocieron a su madre la recuerdan como una mujer luminosa y digna hasta el final. Se nota hasta qué punto Simone Veil nunca se resignó a aceptar la muerte de la mujer a la que siguió llamando, hasta el final de su vida, mamá.
Dieciocho meses en los campos. El campo de Bobrek y la fábrica de Siemens donde trabajan las tres mujeres. 18 de enero de 1945, una marcha atroz en medio de un frío glacial. 30 de enero de 1945, el campo de Bergen-Belsen después de Gleiwitz y Dora. El 28 de marzo de 1945 fallece la madre de Simone Veil, tres semanas antes de que los británicos liberen el campo.
Imposible para Simone Veil no citar a sus compañeros de deportación. No los ha perdido de vista. Son ellos quienes mejor la comprenden. Les confiesa a ellos lo que nunca les contó a su marido o a sus hijos. Le gusta reencontrarse con ellos, porque no hay día en que no piense en la Shoah. Dos de ellos ocupan un lugar especial en su corazón. En primer lugar, su «hermana» de los campos, Marceline Loridan, de quien publicaré el primer libro, Mi vida Balagan, un año después de grabar su testimonio en el mismo estudio. Durante cinco horas, la cineasta nos tuvo en vilo, contando con palabras descarnadas, brutales y directas el infierno de Auschwitz. Estaban en el mismo bloque. De repente, en medio de la grabación, Marceline soltó una carcajada cuando recordó el día en que, con Simone Jacob, se escondieron ambas entre dos jergones bajo una fina manta para escapar de los trabajos forzados.
El otro amigo es Paul Schaffer, hombre apuesto de ojos azules, que Simone Veil me presenta el día de la firma de la convención entre la FMS y el INA en el Memorial de la Shoah. Era el 9 de junio de 2005. Simone Veil me llamó aparte. Quería presentarme a Paul Schaffer, que la acompañaba. Lo conoció en el campo de Bobrek, en julio de 1944. Tenía diecinueve años, era un judío vienés refugiado en Francia. Nació una profunda amistad entre ellos. Se reencontraron en el verano de 1945 en París, y no se separaron desde entonces. Él será el decimocuarto testigo de la serie de grabaciones.
Simone Veil aborda un tema tabú, el de las relaciones sexuales en los campos. Sí, existieron: «A los hombres no les gusta hablar de ello», dice ella sobriamente. Tema doloroso donde los haya: el retorno. Nunca antes Simone Veil había hablado con tanta «ira» de este periodo. El regreso no se parecía a lo que ella había soñado. El plazo interminable, que no deja de recordar, entre la liberación de Bergen-Belsen y la repatriación al hotel Lutetia, más de cinco semanas tras la llegada de los británicos. Se quedó con la desagradable impresión de que las vidas de los supervivientes contaban menos que las de los combatientes de la Resistencia o los presos de guerra. A ellos los repatriaron en tren, a algunos en avión, y a ella y a su hermana Milou, enferma de tifus, en camión. Ese resentimiento se incrementó cuando supo que su hermana mayor, Denise, que había regresado de Mauthausen un mes antes que ella, fue invitada a dar conferencias sobre la Resistencia. No cabía la menor duda. Por un lado, estaban los deportados gloriosos, los deportados políticos, y por otro, los deportados vergonzosos, los judíos, los deportados raciales, como los llamaban.
Desde entonces, las dos hermanas, ya conocidas como Simone Veil y Denise Vernay, no siempre se entendieron bien. Una llevará consigo el recuerdo de la Shoah, la otra el de la Resistencia. En esta entrevista, excepcional en muchos aspectos, Simone Veil se sincera sobre su sufrimiento íntimo, sus heridas y sus cicatrices mal cerradas aún hoy, a sus casi ochenta años. En varias ocasiones, la melancolía se apodera de ella. Recordar es una dura prueba.
En el verano del retorno, Simone Veil sufre una inmensa soledad. No tiene noticias de su padre ni de su hermano, deportados a los países bálticos. Nunca volverán. Como huérfana, se siente «desplazada», sin saber adónde ir ni a quién acudir. Es una provinciana. El 13 de julio de 1945 cumple dieciocho años. No conoce a nadie en París.
Le duele profundamente no haber sido escuchada; peor que la incomprensión, es la indiferencia. Se siente indignada por la falsa idea de que los deportados no han querido hablar. No es verdad, no se les ha escuchado.
Sentía que tenía una obligación. No ese maldito «deber de memoria», expresión desacreditada y banal. No. La obligación de transmitir y de incitar a transmitir lo que había sido la aniquilación de los judíos. Puesto que había tenido la suerte de volver, cumplía la promesa que hiciera a los que murieron de hablar en su nombre. Lo que quería era ser escuchada. Sabía que no la entenderían porque no se puede entender el campo si no se ha estado encerrado en él, pero había que escuchar a los testigos y estudiar sus archivos. Por último, una de las razones por las que sigue dando fe de ello es el miedo a la banalización. Su obsesión: afirmar la singularidad de la Shoah. Combatir las amalgamas. Luchar contra la confusión de los asesinatos en masa. Han tenido que pasar años para que el Holocausto forme parte de la realidad de la historia de Francia, minada por un rechazo inconfeso del pasado, para que no se deje el camino libre a falsedades y comparaciones peligrosas.
Han transcurrido casi tres horas desde el comienzo de la entrevista. Ningún síntoma de cansancio o fatiga. No ha omitido nada. Lo que más la exaspera es lo aproximado, lo vago, la falta de precisión. ¿Cuántas veces, en su despacho de la rue de Rome, la he oído quejarse de cartas mal redactadas, de notas mal expresadas que le habían presentado, de libros mal escritos? Lo corregía todo, lo supervisaba todo. Luchaba incansablemente contra las ideas vagas o frívolas. Yo defendía la causa de los desdichados de los que se ocupaba. Luego llegaba el momento en que me interrogaba sobre mi trabajo, mis investigaciones, mis proyectos, que ella apoyaba ¿Había hecho progresos? Esperaba mucho de los hombres y las mujeres que dedicaban su tiempo a la historia de la deportación de los judíos de Francia.
Una tarde no bastó para que Simone Veil respondiera al cuestionario que habíamos preparado para todos los testigos. Si