E stados Unidos no tiene un drama nacional, pero Our Town podría servir perfectamente. Los rústicos sermones, las amables ironías, las imágenes de unos comportamientos de otra época, las agudas observaciones educadamente expresadas, los atisbos de tristeza, las vacilaciones ante la dicha, los furtivos brotes de emoción, el clímax que nos llena de lágrimas los ojos a nuestro pesar… Es la vieja historia de Thornton Wilder, donde nos miramos todos.
Ese es el motivo de que a veces tengamos la sensación de haber visto todas las representaciones de la obra después de verla por primera vez.
O quizá no.
Tomemos esta, y en particular los principales papeles masculinos.
El director de escena es un tipo belicoso: delgado, decidido, experto y vigilante. Se viste para estar cómodo y le da lo mismo si lleva el cuello abierto o la corbata torcida. Despeinado, con las gafas suspendidas en la punta de la nariz y un aire vagamente distraído, sigue siendo descuidadamente apuesto y no cabe duda de que en su juventud fue un trueno. Parece haber pasado por todas las vicisitudes de la vida y, aunque la experiencia no lo ha ablandado por completo, sí le ha proporcionado una reserva de indulgencia suficiente para reaccionar, juiciosa pero amablemente, como cree oportuno. No cabe duda de que es capaz de tomar la medida de cualquiera con unos pocos y agudos cálculos, y tampoco hay duda de que estos son exactos. Sin embargo, tal es la impresión de decencia y autoridad que sabe comunicar que no tardamos en desear que nos considere valiosos.
George Gibbs, el joven héroe, es harina de otro costal: un joven típicamente norteamericano, con músculos en los hombros y, como no se puede dejar de sospechar, también en el cerebro. Dios sabe que su corazón se halla en el sitio correcto, aunque a veces resulte necesario recordarle dónde se encuentra ese lugar. Es un tío guapo, y su entusiasmo resulta contagioso. Su mirada resulta franca y su porte vivaracho denota un auténtico entusiasmo por la vida. Sin embargo, cuando se toma el tiempo necesario para fijarse en los pequeños detalles o cuando se sorprende a sí mismo al tropezar con una emoción sincera, casi parece un cachorrillo. Incluso canturrea cuando se deja arrastrar por el amor. No le pondríamos acompañamiento de piano, pero el sentimiento es sincero.
Las interacciones de ambos personajes son breves pero memorables. En un momento dado, el director de escena asume el aspecto de una gallina y critica al pobre y obtuso George por haber lanzado una pelota en medio de la calle. «No tienes por qué jugar a béisbol en Main Street», cacarea con voz de vieja, asustando al chico. Y nosotros intuimos que se lo está pasando estupendamente con esa comedia y viendo cómo el muchacho se larga a toda prisa.
Más tarde, cuando George acompaña a su amada Emily a tomar un helado con soda, el director de escena adopta la personalidad del señor Morgan, el propietario del establecimiento. Amable y cuidadoso, prepara la deliciosa golosina a los jóvenes; pero, cuando George se da cuenta de que se ha olvidado la cartera en casa, el director de escena se niega a aceptar su reloj de oro como prenda: «Confiaré en ti diez años, George, pero ni un día más».
Percibimos cariño en el viejo, y respeto por parte del joven; una correspondencia que resulta enternecedora. Y como a menudo sucede, esa ternura no surge solo de la obra, sino de los propios actores y demuestra que su elección constituye todo un acierto al escoger el reparto.
El viejo ha actuado a las órdenes de Leo McCarey, que dirigió asimismo a los hermanos Marx, y de Michael Curtiz, el director de Casablanca, y también en muchos programas en directo de televisión, durante la época dorada de dicho medio. El chico no solo ha actuado para los hermanos Coen, y trabajado con Martin Scorsese y Sam Mendes, sino que también ha prestado su voz a uno de los éxitos de Pixar y a la versión del videojuego de la película.
El viejo es mundialmente famoso. No podemos entrar en un supermercado, en un videoclub o en el circuito de Indianápolis sin tropezarnos con su imagen o su legado. Pensamos en Henry Fonda, Humphrey Bogart o en James Stewart como en sus iguales. El chico se está labrando un nombre importante por sí mismo, pero no deja de sufrir la comparación con otros actores —con Marlon Brando y sobre todo con James Dean—, a menudo para restarle importancia o hacerle de menos.
El joven acaba de cumplir los treinta, lleva seis años casado y tiene tres hijos, el mayor de los cuales cuenta cinco años. El viejo tiene setenta y ocho, va a celebrar cuarenta y cinco de matrimonio y tiene cinco hijas mayores y dos nietos con quienes celebrarlo.
Físicamente, comparten algunos rasgos: cabello ondulado, ojos muy azules, una belleza clásica que parece patricia en el viejo y fresca en el muchacho, y un garbo que da un aire juguetón al viejo, y al chico, un aspecto vigoroso.
Sin embargo, sus personalidades son claramente diferentes. El viejo es serio, un veterano de la Segunda Guerra Mundial que fue alumno del Kenyon College y de la Escuela de Arte Dramático de Yale aprovechando una beca para los veteranos de guerra, que soñaba con convertirse en profesor y toma parte activamente en el mundo de la política; además, ha recaudado millones para obras de caridad y ocupado el cargo de presidente del Actors Studio. El joven es famoso por su tolerancia a la cerveza, sus bromas pesadas y su alocado sentido del humor, por su afición a los coches deportivos y a las motos, así como por sus papeles de rebelde antiautoritario; también ha interpretado unos cuantos papeles en Broadway que le han dado un lugar en el repertorio nacional y ha hecho algunos trabajos dramáticos inolvidables para televisión.
Al viejo ya lo conocen: es Paul Newman, interpretando el papel del director de escena en Our Town en la producción del Westport County Playhouse, estrenada en el teatro Booth de Broadway, a principios de 2003.
Y al joven… Bueno, pues también lo conocen: es Paul Newman haciendo el papel de George Gibbs en la misma obra, adaptada en forma de musical para el programa de la NBC Producer’s Showcase en septiembre de 1955.
Entre ambas interpretaciones se extiende toda una trayectoria profesional y, de hecho, toda una vida; pero no solo del hombre, sino también de la cultura en la que este vivió y prosperó.
El ciego e impetuoso vigor de la juventud; la tranquila y algo irónica aceptación de la madurez; el progreso de un artista y su oficio; la maduración de un alma, de una mente y de un físico; la vida de un hombre y del medio siglo de historia que vivió, que simbolizó y a la que incluso dio forma: la historia de Paul Newman tiene un poco de todo eso.
Desde un floreciente barrio residencial en plena era del jazz, hasta un avión torpedero en el Pacífico; desde el seno materno de la Academia, hasta el barullo de Broadway y de los programas en directo para televisión; desde la jaula dorada de los contratos con los grandes estudios de Hollywood, hasta la libertad de rodar películas para su propia productora; desde el ruido, la suciedad y el peligro de las competiciones automovilísticas, hasta la severa y ceremoniosa galería de filántropos famosos, Paul Newman encarna el siglo norteamericano y resume los mejores rasgos nacionales en un envoltorio práctico y atractivo.
A lo largo de cincuenta años, tanto en la pantalla como fuera de ella, Paul Newman encarnó vívidamente ciertas características del hombre norteamericano: activo y pícaro, formal y astuto, decidido y vulnerable, valiente y humilde, fiable, compasivo y justo. Era un hombre de su tiempo, y ese tiempo abarcó desde la Segunda Guerra Mundial hasta la más reciente actualidad y las películas de animación digital. Se hallaba igualmente a sus anchas en los platós de Hollywood, en los talleres de teatro, en las pistas de los circuitos, y sobre todo en los ambientes rurales y en las cabañas de troncos de los campamentos de ocio que construyó y mantuvo por todo el país para los niños gravemente enfermos. Tenía el mundo a sus pies para reclamarle lo que quisiera, y solo le pidió lo que razonablemente creyó que este le debía. En cualquier caso, siempre le devolvió mucho más de lo que tomó de él.
Era absurdamente guapo y elegante. Tenía unas facciones que bien podrían haberse acuñado en las monedas antiguas, unos ojos capaces de desarmar hasta a los más escépticos, y el cuerpo compacto y ágil de un atleta. Si se hubiese dedicado solo a la profesión de actor, habría tenido el éxito asegurado gracias a sus encantos físicos. Aunque hubiera carecido de talento, tenacidad, inteligencia y empuje, habría disfrutado igualmente de fama y riqueza. Le bastaba ponerse un esmoquin y podía sentarse tranquilamente a la mesa con presidentes, reyes o poetas. Siempre daba la talla en su papel. Es más, siempre la dio en cualquiera de los papeles que tuvo que interpretar.
Pero al mismo tiempo era inteligente y prudente, y sospechaba de la riqueza que se conseguía sin esfuerzo. Se mostraba escrupuloso a la hora de diferenciar entre las cosas que debía agradecer a su suerte y las que creía que había ganado con su trabajo. Decidió vivir todo lo alejado de Hollywood que pudo, y prefería unos vaqueros y un buen tabardo al mejor esmoquin; siempre escogía la compañía de gente sencilla —mecánicos, actores de compañías teatrales, bebedores de cerveza— antes que la de gente famosa, rica o socialmente destacada. Tenía una faceta grosera e irritable que le hacía disfrutar de las oportunidades que su posición le brindaba, para sorprender a la gente pomposa e importante con sus gustos y preferencias, con frecuencia vulgares. Pero también le gustaba poner un poco de inesperado glamour en los contextos más humildes, justo cuando lo tomaban por un tipo como cualquier otro.
Era, y siempre hizo hincapié en ello, un hombre muy celoso de su vida privada a quien su profesión había dado un rostro muy público. Esa fue una contradicción con la que tuvo que luchar durante mucho tiempo. Al ser un tipo cauto, tímido, y de educación estrictamente puritana, aprendió a adaptar su rebeldía interior asumiendo papeles —tanto en la vida como en el arte— que disimulaban su inseguridad y su reserva, bajo la apariencia de la exuberancia y la frivolidad. Cuando lo trataban como un fenómeno aparte por el mero pero incuestionable hecho de haber nacido guapo, él convertía su apostura en una herramienta de engaño y creaba personajes cuya belleza escondía dolorosos complejos y honduras. Si su aspecto lo encumbró al estrellato, él transformó este último en ventajas para la gente, poniendo su cara en las etiquetas de toda una serie de productos alimentarios que le reportaron una inmensa fortuna, para después donar los beneficios del negocio. Si por un lado, al margen de la edad, fue considerado un símbolo sexual, por el otro se esforzó en ser un buen padre y esposo. Si bien sus medios económicos le permitieron competir en carreras automovilísticas al más alto nivel, trabajó tenazmente su faceta de piloto tanto como la de actor, hasta acabar granjeándose el respeto de los profesionales de esa especialidad gracias a un talento desarrollado mediante la constancia y el esfuerzo. Y cuando las cosas le llegaron de un modo natural, siempre tuvo claro que debía compartir los beneficios recibidos.
Pocos han vivido una vida tan plena y rica como Paul Newman, y en el momento de su muerte, el mundo pareció darse cuenta, por primera vez, de los distintos Paul Newman que había conocido: el actor, el piloto de carreras, el ciudadano público, el empresario, el filántropo y el hombre de familia. Pero, como él siempre supo, todo empezó gracias a la combinación de una serie de factores —genéticos, educativos y profesionales— que le permitieron convertirse en una estrella cinematográfica. Y fue la estrella cinematográfica la que dejó una impronta más profunda en el mundo.
En cierto sentido, lo consiguió sin llamar demasiado la atención: intervino pocas veces en previsibles éxitos de taquilla y se esforzó por reinventarse a sí mismo. Cambiando de piel cada cierto tiempo, logró reunir un currículo cinematográfico que tachonó regularmente con interpretaciones que marcaron una época y se convirtieron en hitos: Marcado por el odio; El largo y cálido verano; El zurdo; La gata sobre el tejado de zinc; Éxodo; El buscavidas; Un día volveré; Hud; Harper, investigador privado; Un hombre; La leyenda del indomable; Dos hombres y un destino; El juez de la horca; El golpe; El coloso en llamas; Búfalo Bill y los indios; El castañazo; Distrito apache; Ausencia de malicia; Veredicto final; El color del dinero; El escándalo Blaze; Esperando a Mrs. Bridge; El gran salto; Ni un pelo de tonto; Camino a la perdición; Empire Falls; Cars.
Se trata de algo más que una lista de películas estimables (y en algunos casos de grandes éxitos comerciales), porque representa la trayectoria de un actor decidido a escapar de cualquier encasillamiento, al mismo tiempo que afina su labor interpretativa. Existen muy pocas filmografías que se puedan comparar a esta, que abarca distintas eras, estilos y generaciones. Newman no fue el mejor actor norteamericano, ni siquiera el mejor actor de su generación, pero, sin duda, fue el actor más norteamericano, el tipo cuyos papeles y persona mejor representaron el tenor de sus tiempos y su gente.
Newman llegó al cine con el método con el que los actores invadieron las producciones de los años cincuenta, y salió de ese apogeo convertido en una estrella que no era solo comercial, sino que ampliaba las fronteras de la interpretación. Si alguien lo analizaba en el aspecto superficial —el de la belleza, por ejemplo—, podía confundirlo con un Rock Hudson, un Tony Curtis o un Robert Wagner, actores guapos y capaces, sin duda, pero más estrellas cinematográficas que artesanos de su oficio. Newman poseía una disciplina interior que lo llevaba a exigirse más a sí mismo, y gracias a su perseverancia consiguió labrarse un lugar junto (y a veces incluso por encima) a dioses del método como Marlon Brando, Montgomery Clift y James Dean. Al final, fue la única superestrella que surgió de la generación original del Actors Studio, el más popular y duradero de los actores norteamericanos seguidores del método Stanislavski, y el único que puede sentarse cómodamente con los grandes de la edad de oro del cine y con los nuevos y subversivos intrusos.
Pero también fue capaz de ocupar el espacio entre unos y otros durante décadas. A lo largo de medio siglo de películas, los papeles característicos de Newman fueron pasando de casi demasiado guapos a otros peligrosamente pulcros y unos cuantos deliberadamente astutos, hasta terminar en personajes maduros y sabiamente experimentados. En sus mejores momentos actuó en contra de su apostura, y quizá ahí radique el porqué de haber sido ampliamente reconocido como un actor que mejoró con la edad. Además, el instinto que lo llevaba a ir contra sí mismo significaba que no podía encarnar a ricos y privilegiados con la misma soltura que a personajes ordinarios enfrentados a las dificultades cotidianas, especialmente las derivadas de las relaciones entre padres e hijos que no sabían comunicarse debidamente o quererse lo suficiente. A pesar de ser la pareja de un matrimonio legendario por su medio siglo de duración, pocas veces interpretó un papel romántico como protagonista y, para ser sinceros, cuando lo hizo, nunca salió especialmente airoso. Más bien se inclinó por interpretar a atletas en dificultades, a forajidos medio locos, a artistas del timo, a despreocupados iconoclastas y a una larga serie compuesta por detectives no muy de fiar, vendedores de licor, policías, espías, abogados, leñadores y trabajadores de la construcción. Algunas veces —muy pocas y seguramente para satisfacer su visceral necesidad de no repetirse— interpretó personajes de dudosa moralidad y autoridad, cuya posición como líderes sociales disimulaba su fracaso como seres humanos. Como era de esperar, al igual que con los otros estereotipos que encarnó, también bordó estos últimos.
Examinado como un todo, el trabajo de Newman ilustra con acierto la historia de una generación intermedia de norteamericanos que ayudaron a sus padres y a sus tíos a conquistar el mundo a través de la guerra o el comercio, pero que tuvieron que contentarse —seguramente no sin cierta envidia— con observar cómo sus parientes más jóvenes, y también sus hijos, actuaban siguiendo el impulso rebelde de dar la vuelta a las cosas. Newman no llegó a pertenecer exactamente a la llamada «gran generación», ni a la de los «baby boomers», pero sí representó un eslabón esencial del siglo norteamericano, el de los hombres que estaban destinados a heredar un sistema que ya no se aguantaba cuando sus padres se lo legaron. Desgarrado por las tendencias contrarias de mandar o rebelarse, la suya fue, sin duda, la generación decisiva del siglo XX; Newman, casi sin quererlo, se convirtió en su actor laureado.
Newman no solo se sentía orgulloso de su profesión, sino también profundamente agradecido a sus maestros, a sus colegas y a los escritores y directores que crearon los papeles y las obras en las que intervino. Sin embargo, al igual que otros hombres que se dedicaron a la interpretación, a veces se encontraba incómodo ante lo exigente de su oficio y sentía la necesidad de afirmarse en otras áreas de la vida, más físicas, para sentirse satisfecho consigo mismo. Así pues, la competición automovilística —una afición en las antípodas de su profesión como actor— se convirtió en una segunda vida para él. Al iniciarse en ella, con cuarenta años cumplidos, fue considerado un simple diletante; pero su tenacidad (y también su natural atlético, unido a sus considerables recursos económicos) lo llevaron a conseguir resultados más que notables: cuatro títulos nacionales en la categoría amateur, dos victorias en carrera, un segundo lugar en las famosas 24 horas de Le Mans, y, a los setenta años de edad, una victoria en la categoría de su equipo en las 24 horas de Daytona, hazaña que lo convirtió en la persona de más edad que haya ganado una carrera automovilística. Aún tuvo más éxito como propietario de un equipo de carreras dedicado a correr en categorías superiores: ocho títulos nacionales y ciento siete victorias individuales.
Y como empresario triunfó casi tanto como piloto y propietario de un equipo de coches. Fundó su propia marca de productos alimentarios, un negocio al que se dedicó cumplidos los cincuenta años, y estableció nuevos estándares en la eliminación de sustancias conservantes y el uso de materia prima fresca para la preparación de aliños para ensaladas, salsas para pasta, condimentos y aperitivos; cuando amplió su actividad a los alimentos orgánicos, su marca se convirtió en una de las más respetadas y apreciadas del país y esa actividad lo llevó a culminar otro logro: la filantropía. Aparte de los millones de dólares y miles de horas de su tiempo que había donado a lo largo de los años, la Newman’s Own Foundation, que recibía los beneficios íntegros de sus empresas de alimentación, repartió más de doscientos cincuenta millones de dólares en sus primeros veinticinco años de existencia. En los años previos a su muerte, Newman legó su participación en la empresa, valorada en unos ciento veinte millones, para que fuera distribuida de forma parecida.
Se trata sin duda de una asombrosa lista de logros —su éxito como intérprete, piloto de carreras, empresario y filántropo—; a veces podía sentirse incómodo, especialmente por la imagen que el resto del mundo tenía de él. El gran Jim Murray, periodista deportivo que lo conoció en los circuitos, opinaba: «Seguramente es la única persona en todo Estados Unidos que no quiere ser Paul Newman».1 Y William Goldman, que escribió los guiones de Harper, investigador privado y de Dos hombres y un destino, declaró: «No creo que Paul Newman crea ser de verdad Paul Newman».2
Él mismo, en sus momentos de debilidad, admitía algo parecido: «El papel más difícil es hacer de Paul Newman3 —le comentó a cierto periodista—. Mi personalidad es tan aburrida y gris que tengo que robar personalidades de otros para ser efectivo».
No hablaba por hablar. Era un hombre de talento, pero también era sinceramente humilde y creía en el trabajo, en la familia, en la suerte, en la colectividad y en una mayor riqueza, y si una parte de esa riqueza llegó a colmar su copa a lo largo de los años, siempre se aseguró de compartirla y de hacerlo con el mejor humor posible. De alguna manera, logró convertir los dones que la vida y la suerte le proporcionaron en cosas que pudo multiplicar y repartir. A lo largo de ese camino, sin duda pudo equivocarse, ser descortés, hacer elecciones estéticamente discutibles o conducir imprudentemente; pero lo que no hizo fue esconderse, retirarse, darse por vencido, rendirse o dejar de comprometerse.
«El epitafio que algún día me gustaría que figurara en mi tumba —dijo en una ocasión— es que fui parte de mi época.»
Lo fue.
Segunda parte

1
S haker Heights era un sueño dentro de un sueño, parte Jardín del Edén, parte Camelot, parte el mundo del futuro.
Tenía amplios prados, árboles, caminos serpenteantes, bonitas casas, campos de golf, algunos de los mejores colegios del país y un rápido sistema de transporte que lo conectaba con el centro de una gran ciudad. Sus parques eran pedazos de naturaleza virgen al alcance de todos los que quisieran disfrutar de ellos. Su centro comercial, Shaker Square, era un barrio de tiendas donde había de todo, construido para reproducir una comunidad de Nueva Inglaterra. Todo el lugar figuraba entre las cumbres de la oleada de expansión norteamericana conocida como «los locos años veinte». Un hombre que llevaba a su familia a vivir a Shaker Heights podía considerarse, sin duda alguna, una persona de éxito, y los niños que nacían allí, realmente afortunados.
O eso parecía.
«Shaker Heights era un convento»,1 declaró Paul Newman, que vivió en ese barrio desde los dos años.
Quizá lo decía porque él era de naturaleza inquieta, pero se trataba de una descripción exacta. Todo el conjunto residencial había sido construido en suelo sagrado.
Shaker Heights se levantaba a unos quince kilómetros de Public Square, el corazón tradicional de Cleveland, Ohio. La zona, conocida originariamente como North Union, había sido poblada en sus inicios, alrededor de 1820, por una colonia de shakers, una de las muchas sectas protestantes que florecían en la joven Norteamérica y que tomaban su nombre del vigoroso estilo de rezar que practicaban sus fieles. Bautizaron su nuevo hogar con el nombre de «el valle del placer de Dios», pero a Dios no le plació que se quedaran allí mucho tiempo. Los shakers son célibes en virtud de su doctrina y solo aumentan su número mediante la adopción o la conversión. En 1889, la falta de nuevas incorporaciones había hecho que una próspera comunidad de unos cuantos cientos de personas se viera reducida a veintinueve ancianos que no podían seguir trabajando la tierra ni ocupándose de sus casas. Vendieron su parcela del Paraíso —trescientas cincuenta hectáreas que incluían molinos y otros edificios— a un consorcio de inversores de Cleveland por la suma de 316.000 dólares. El terreno fue parcelado y rebautizado como Shaker Heights, pero tardó toda una década en ser urbanizado. En 1905, Mantis y Oris van Sweringen, dos excéntricos promotores de Cleveland, compraron unas cuantas parcelas y empezaron a construir una pequeña comunidad. Dos años después, los dos hermanos se las ingeniaron para que un tranvía de línea llegara hasta sus parcelas, compraron el resto de las que quedaban por urbanizar y dieron a conocer su proyecto.
Lo que tenían en mente era un plan tan exhaustivo como utópico: un lugar idílico lo bastante alejado del centro de Cleveland para no sufrir ruidos ni humos, pero lo bastante cerca para que el trayecto hasta la ciudad resultara un viaje cómodo, tanto de día como de noche. Imaginaban un plácido y ajardinado barrio residencial regido por estrictas normas de construcción, un paraíso para familias prósperas inspirado en el ideal inglés de una comunidad burguesa.
Cualquiera que residiera en Cleveland podía compartir el deseo de vivir en semejante retiro. La ciudad de donde saldrían los habitantes de Shaker Heights constituía uno de los principales crisoles de la Norteamérica industrial de la época, un pueblo joven y vigoroso, compuesto a partes iguales por propietarios de Nueva Inglaterra, pícaros de la frontera y enérgicos inmigrantes. Además, se hallaba en constante crecimiento. Cien años antes, no era más que un puesto de avanzada con una población de un solo individuo. Al final de la Primera Guerra Mundial se había convertido en una encrucijada de refinerías, fundiciones y comercio al por menor, congestionada por el tráfico: la sexta ciudad más grande de Estados Unidos.
Como núcleo urbano, Cleveland era igual que un adolescente: desaliñada, grosera y ruidosa. Su orilla del lago Erie estaba abarrotada por el tráfico fluvial. El río Cuyahoga fluía lenta y fétidamente. Las fábricas y los talleres del ferrocarril la llenaban de humo y ruido, y el núcleo histórico era un pastiche de barrios de inmigrantes donde abundaban todo tipo de olores, visiones y sonidos extranjeros. Siempre había una parte de la ciudad que se dedicaba a cultivarse en lo cívico, en la organización, en la cultura o en los aspectos más refinados de la vida. Tenía elegancia, pero se dejaba impresionar más por su industria que por su alma. Cualquiera con buen olfato para los negocios era capaz de obrar maravillas en un entorno tan libre de trabas. Un joven lugareño llamado John D. Rockefeller, nacido en un hogar humilde, se había convertido en el ejemplo vivo de cómo crear una formidable fortuna partiendo de la nada. Sin embargo, cualquiera con buen olfato para prosperar en la vida deseaba encontrar un entorno más cómodo y tranquilo donde instalarse. El plan de los Van Sweringen nació para satisfacer dicho deseo.
En 1920, cuando la línea del tranvía rápido de Shaker Heights fue inaugurada para llevar velozmente a sus pasajeros hasta Cleveland, el conjunto residencial contaba con mil seiscientos habitantes. Diez años después, la cifra había aumentado hasta los diecisiete mil y todos vivían en casas unifamiliares entre las que, por expreso deseo de los promotores, no había dos exactamente iguales. Entre los recién llegados se encontraba Arthur S. Newman y su esposa, Theresa, que en 1927 cumplieron su sueño de instalarse en Shaker Heights y se mudaron con sus dos hijos —Arthur, de tres años, y Paul, de dos— a una casa grande pero no ostentosa en el 2.983 de Brighton Road, valorada en treinta y cinco mil dólares.
Eso representaba mucho dinero para la época —alrededor de medio millón de dólares actuales—, pero era un momento de especial bonanza para la economía nacional, y Art, como lo llamaba todo el mundo, no se lo habría gastado si no hubiera podido permitírselo. Como secretario y tesorero de Newman-Stern, la mayor y mejor tienda de artículos deportivos y de electrónica de consumo de Cleveland, era un hombre que había creado todo un negocio dedicado a satisfacer la creciente demanda de diversión y tiempo libre. Los años veinte fueron una época dorada para los héroes del deporte —Babe Ruth, Red Grange, Bobby Jones, Bill Tilden o Jack Dempsey—, y en Newman-Stern vendían no solo el equipo necesario para emular a cualquiera de ellos, sino también las radios en las que se podían escuchar sus hazañas. Mientras los habitantes de Cleveland tuvieran dinero en el bolsillo y tiempo libre en que gastarlo, los artículos deportivos y la electrónica representaban un floreciente negocio.
Por lo tanto, ¿por qué no comprar una casa mejor? Hasta ese momento, los Newman habían vivido en el 2.100 de Renrock Road, situado en Cleveland Heights, un pequeño, pulcro y anodino barrio residencial de casas unifamiliares, próximo a dos de las calles más transitadas. No era la mejor zona de Cleveland Heights, pero se hallaba convenientemente cerca del domicilio de Joseph, que no solo era el hermano mayor de Arthur, sino también su socio en la empresa y, seguramente, su mejor amigo.
El cambio a Brighton Road supuso una evidente mejora. La casa de estilo Tudor, con su tejado a dos aguas, estaba muy cerca de Shaker Boulevard, la principal arteria de la urbanización, y se alzaba entre robles y arces, ligeramente apartada de la calle, en lo alto de un montículo rodeado de césped. Una chimenea presidía el salón principal y amplios ventanales miraban al jardín. Sin duda, había viviendas más imponentes en la misma calle, verdaderas mansiones, pero el hogar de los Newman estaba en consonancia con la concepción común y corriente de la comodidad, la discreción y el buen gusto.
Tanto para Arthur como para Theresa, aquella casa representaba el sueño hecho realidad de todos aquellos emigrantes que habían abandonado Europa con la intención de labrarse un futuro mejor en Estados Unidos. Los padres de Arthur habían nacido en el viejo continente, al igual que la propia Theresa. Su habilidad para escalar, desde ese origen hasta la cima de Shaker Heights, constituía una manifestación más de lo que muchos llamaban «el sueño americano», y fue también un elemento crucial de lo que llegaría a ser el carácter de su hijo pequeño.
Cleveland era una ciudad con tres raíces genéticas distintas: la burguesía de Nueva Inglaterra y sus padres fundadores, que habían llegado de Connecticut para construir una ciudad conforme a su sentido de la propiedad; el salvajismo fronterizo de sus primeros habitantes, que se habían instalado como colonos donde terminaba la civilización, y las leyes de la naturaleza y las de la frontera triunfaban sobre las del gobierno; y las oleadas de inmigrantes que alimentaban las fábricas que llegaron a ser el distintivo de la ciudad, hasta que la industrialización la hizo pasar de la categoría de simple ciudad a la de metrópoli. En 1800, la recóndita aldea solo contaba con un único habitante. Ochenta años después eran doscientos sesenta mil, un tercio de los cuales había nacido en el extranjero.
Esos inmigrantes representan una parte crucial de la historia de la ciudad. Llegaron de donde era de esperar: al principio, de Inglaterra, Irlanda y Alemania, y, después, de Italia, Polonia, Austria, Hungría, Bohemia, Rusia, los países eslavos y Grecia. Llevaron con ellos sus lenguas, sus costumbres, su gastronomía, sus prácticas sociales y diversas creencias desconocidas en la región. Por ejemplo, antes de 1836 no existía constancia de que hubiera residentes judíos en el sitio bautizado en honor a alguien llamado Moses Cleveland. Sin embargo, en 1850 había suficientes judíos en la ciudad para que surgiera entre ellos una disputa teológica, que se manifestaba en la existencia de dos sinagogas rivales que mantenían una delicada convivencia. Treinta años más tarde, había más de tres mil judíos viviendo en la próspera ciudad, la mayoría de ellos provenientes de Alemania, a los que no tardarían en sumarse otros muchos procedentes del este europeo.
Entre ese pequeño pero destacado grupo de inmigrantes judíos se encontraban Simon Newman, nacido en 1853 en Hungría, y Hannah Cohn, que había nacido cuatro años después en un territorio descrito indistintamente como Polonia o Hungría en los documentos que la acompañaron durante su vida. Simon llegó a Estados Unidos como un joven independiente que enseguida encontró trabajo como vendedor ambulante. Hannah había emigrado en 1870, a los diecisiete años, junto con sus padres y algunos hermanos mayores que se asentaron en Arkansas.
Hannah y Simon se casaron en Cleveland el 10 de octubre de 1876 y fundaron una familia casi de inmediato. En 1880, el censo de los Newman contaba dos niñas en el hogar familiar: Minnie, de apenas dos años, y Lillian, casi un bebé. A intervalos regulares, llegaron un hijo —Aaron, nacido en 1881—, y dos niñas más —Ottile, nacida en 1884, y Gertrude, en 1886—. En esa época Simon había prosperado y se había convertido en fabricante y tendero, propietario de un taller y una tienda de sombrerería llamada Newman’s Millinery. Puede que eso fuera la causa de la pausa en el nacimiento de más vástagos. El segundo de los hijos varones, Joseph, nació en 1891; y el tercero y último, Arthur, en 1893.
Los Newman vivían en el barrio judío de Cleveland, que era idéntico al resto de barrios judíos de otras ciudades norteamericanas, con sus carros, sus pequeños negocios familiares y sus casas, y de donde salían ruidos y olores del Viejo Mundo. Se trataba de auténticos crisoles de donde salían jóvenes brillantes, hombres y mujeres, que se esforzaban en integrarse en la sociedad norteamericana mediante la educación y la entrada en las instituciones sociales y culturales. Lo mismo que en Nueva York y Chicago, los judíos de Cleveland se establecieron rápidamente en los puestos profesionales, académicos y públicos de la ciudad. Hasta es posible que su ascenso fuera más veloz allí gracias a la juventud de la ciudad y a su rápido crecimiento.
Pensemos en los Newman. Sin duda había otros patrimonios más importantes, aun entre los inmigrantes recién llegados, que el humilde negocio familiar de sombrerería, pero Hannah y Simon estaban criando unos hijos notablemente creativos y exitosos. Por ejemplo, su sombrerería sería inmortalizada en 1943 en «Polly Poppingay Milliner», un capítulo muy conocido de un libro para niños escrito por Gertrude Newman, que ya había publicado otro anteriormente: The Story of Delicia, a Rag Doll. También Lillian se dedicó a la literatura, en concreto a la poesía en yiddish. Ottile se convertiría en maestra de escuela y acabaría encabezando el grupo de teatro del Euclid Avenue Temple, seguramente la sinagoga más importante de Cleveland. Uno de sus hijos, Richard Newman Campen, se graduó en el Dartmouth College y se labró fama como historiador de arte y arquitectura del Medio Oeste.
Los chicos Newman también dejarían su huella en el mundo. Aaron no terminó la universidad y trabajó como reportero del Cleveland World, hasta que en 1906 se convirtió en el cofundador y director del Jewish Independent, uno de los numerosos periódicos judíos de la ciudad. En 1927 abrió dos pequeños negocios: el Little Theatre of the Movies, el primer cine de Cleveland dedicado exclusivamente a la proyección de películas extranjeras, y el Cleveland Sportman’s and Outdoors Show, una feria comercial en la que fabricantes y comerciantes presentaban sus últimas creaciones deportivas. Durante la Depresión, escribió varios panfletos satíricos sobre el temor a las tendencias comunistas en el New Deal.*
Aaron fue todo un carácter, pero su hermano Joseph causó aun más sensación. Ninguna historia del siglo XX de Cleveland estaría completa si no mencionara, aunque fuera de pasada, al ingenioso, locuaz, temperamental, académico, sensato, afable y quijotesco espíritu que respondía al nombre de Joseph Simon Newman. Poeta, inventor, orador, periodista, admirable hombre de mundo, Joe Newman publicó artículos científicos y poemas en periódicos, patentó diversos artefactos de comunicación electrónica, escribió la comedia musical anual del City Club durante más de tres décadas, dio clases en el Cleveland College, fue administrador del Cleveland Playhouse, publicó cuatro libros de poesía y fundó, junto con su hermano pequeño, Arthur, la tienda de artículos deportivos y de pasatiempos de mayor éxito que hubo entre Chicago y Nueva York.
Joe siempre fue bueno con las palabras y los números. Al finalizar el instituto, estudió en la universidad durante un año, y después trabajó seis meses en un laboratorio de electrónica. De ahí pasó al mundo del comercio minorista y entró en los grandes almacenes Stearn & Co., en el departamento de electrónica, cámaras y juguetes mecánicos, sin dejar de trabajar con las palabras y los componentes eléctricos. Con el nombre de doctor Si. N. Tiffic, escribía una columna científica para niños en el Plain Dealer y también una serie de versos sobre asuntos cotidianos. Asimismo, inventó algunos artefactos —una pequeña radio, componentes para el telégrafo, interruptores controlados a distancia para juguetes y luces, un teléfono para niños— que logró patentar.
En 1913 se casó con la hija de Maurice Weidenthal, que había fundado el Jewish Independent junto a Aaron Newman. Al año siguiente inició su propio negocio y, con quinientos dólares, creó la Electro-Set Company, una empresa dedicada a la fabricación y venta de material radioeléctrico, telegráfico, kits experimentales, telescopios y microscopios. El negocio despegó, especialmente entre los niños, y se trasladó de un sencillo almacén a un espacio comercial propiamente dicho. Joe tenía toda clase de proyectos para hacerlo crecer, como enviar un mensaje telegráfico diario a todos sus clientes para anunciar promociones y novedades (¡comercio electrónico en 1915!). Además, como conocía del derecho y del revés los equipos que vendía, su tienda se convirtió en el primer proveedor de recambios para radio de Cleveland, y no tardó en iniciar un floreciente negocio por correo.
Por desgracia, la Primera Guerra Mundial puso fin a la venta de equipos de comunicación inalámbrica a civiles y, de golpe, Electro-Set se vio privada de una parte importante de su actividad. En 1917 la empresa cambió de nombre; pasó a llamarse Newman-Stern, y unió el material deportivo a lo que le quedaba de especialista en electrónica. Joe era el presidente de la empresa y tenía dos socios: Arnold L. Stern, simplemente un inversor, y su hermano menor, Arthur, un periodista fracasado, y soltero, de veintitrés años.
Arthur Sigmund Newman había nacido el 29 de agosto de 1893, y muy pronto la vida de la familia cambió para siempre, ya que su padre murió antes de que el pequeño cumpliera los dos años. Art, como siempre lo llamaron, fue educado por sus hermanas y hermanos, y todos ellos siguieron viviendo en el hogar familiar hasta el año 1900. Hannah se ocupaba de dirigir la sombrerería familiar situada en pleno barrio comercial judío. Al igual que Joe, que era dos años mayor que él, Art fue al instituto, al Central High School. Lo mismo que su hermano Aaron, se sintió atraído por las labores periodísticas y, al poco tiempo de haber acabado el instituto, fundó, publicó, escribió y buscó publicidad para el Home Advertiser, un boletín de negocios. Poco después, cambió ese trabajo por otro en la sección de anuncios y noticias del Cleveland Press, donde no tuvo suerte: en 1915, al telefonear a la redacción para informar de una primicia relacionada con una violenta huelga que estaba teniendo lugar en la Mechanical Rubber Company, lo pusieron por error en comunicación con el Cleveland News, el periódico rival, que publicó la noticia. Los de su diario perdieron la primicia y acabaron despidiéndolo.
Así fue como Art pasó directamente a trabajar en Electro-Set, hallando en Joe no solo una especie de figura paterna que no había conocido, sino un socio con el que se complementaba a la perfección. Unos años más tarde, cuando lo entrevistaron para un periódico local, Joe comentó: «Art y yo somos como la noche y el día. Yo soy el obsesionado con el negocio, el soñador desmelenado, al menos según Art, mientras que él es el tipo sensato que se ocupa del día a día. Todos los negocios necesitan ambos tipos. El uno compensa al otro». Los dos hermanos trabajaron codo con codo durante décadas: Joe, un eterno creador lleno de impredecible energía, y Art, calvo y de ojos tristes, siempre diligente y formal.
La empresa Newman-Stern abrió todo tipo de nuevos campos. Fue la primera entidad de Cleveland en emitir por radio los resultados de las elecciones, y la primera tienda que vendió cañas de pescar de acero y palos de golf con varillas de ese mismo material. Sus ventas de microscopios para niños prácticamente abrieron este segmento comercial. En 1921, el negocio se trasladó a una gran tienda del centro, donde crecería durante los siete años siguientes, y también al finalizar la Segunda Guerra Mundial, época en que se convirtió en el primer destino de la región para todo aquel que deseara comprar cualquier clase de material deportivo (béisbol, pesca, camping, esquí, golf), así como radios y televisores. Además, siempre disponía de cientos de artefactos curiosos. En 1946, Art tuvo la oportunidad de comprar un lote de piezas de visores de bombardeo y de giróscopos sobrantes del ejército, e hizo un estupendo negocio revendiéndolos.*
Durante todo ese tiempo, los dos hermanos se mantuvieron estrechamente unidos. Joe Newman conservó su correo personal durante décadas, incluyendo las cartas que Art le escribía cuando él estaba de viaje de negocios o de vacaciones. En ellas, Art le informaba puntualmente de la llegada de mercancías, de qué artículos se vendían y cuáles no, de cuál sería la siguiente campaña publicitaria y de otros asuntos relacionados con la empresa. En la prosa de Art se apreciaba energía y fluidez, pero nada que fuera personal o especialmente revelador. Las pocas veces que se encontraba con la familia de su hermano estando este ausente, lo anotaba, pero nunca de un modo sentimental. En comparación, las cartas de Joe a Art —de las que se han conservado algunas copias— estaban llenas de buen humor. Joe le insistía que no se tomara el trabajo tan en serio o que se olvidara de él cuando estuviera de vacaciones. También las cartas que Joe enviaba a su esposa e hijos eran tiernas, alegres y ricas. Art era la hormiga, y Joe la cigarra. Entre los dos formaban un equipo compenetrado.
Sin embargo, antes de construir su pequeño imperio, Art Newman tuvo que asumir sus deberes como hombre. El 7 de diciembre de 1917 se alistó en el cuerpo de reserva del ejército. Tres semanas después fue llamado al servicio activo, que desempeñó hasta que fue licenciado en febrero de 1919. Nunca pisó tierra extranjera, sino que pasó casi todo el tiempo con el Cuerpo de Intendencia en Johnston, Florida, y después en Maryland y Virginia. Llegó al grado de cabo y sirvió principalmente en parques móviles, una aburrida tarea que describía en sus cartas a su hermano Joe. En 1920 volvió a Cleveland y se instaló en la calle Noventa Este, situada en el corazón del viejo barrio judío. En algún momento entre esa fecha y 1925 contrajo matrimonio.
Si el matrimonio entre Arthur y Theresa Newman se vio envuelto en la niebla de las medias verdades, quizá fue porque Theresa provenía de una familia cuyo pasado no estaba tan claro y documentado como el de su marido. Era de ascendencia húngara o bohemia, y parece que nació en el extranjero en algún momento de la década de 1890, o puede que incluso antes. Llegó a Estados Unidos con unos cuatro años, alrededor de 1901. En uno de los primeros documentos oficiales relacionado con su vida —el certificado de nacimiento de su segundo hijo— declaró haber nacido en Homona, Austria, en 1897. (Utilizó el nombre húngaro que hoy en día recibe la ciudad eslovaca de Humenne, pero era solo su versión de la historia.)
Sigue siendo un misterio cómo llegó a Norteamérica y con quién. Su padre se llamaba Stephen, pero su apellido conoció distintas versiones: Fetzer (el que Theresa y sus hijos utilizaban habitualmente), Fetsko (el preferido de la mayoría de los parientes de Theresa), Fetzko, Felsko e incluso Fecke. Stephen había nacido en 1854 o 1855. Según una versión, llegó a Estados Unidos a través del puerto de Filadelfia en 1890; según otra, lo hizo en 1889, a través de Nueva York (ambas fechas son anteriores a la del nacimiento de Theresa, según decía ella). El 11 de agosto de 1902, se casó con Mary Polinak (o Polenak), que también había nacido en Hungría o Bohemia y a la que le llevaba veinte años. Juntos tuvieron siete hijos. El obituario de Stephen, en 1946, menciona a «Theresa Newman, Mae Eskowsi, Jewell y Andrew, Steve Polenak, Anna Karma y Michael (fallecido)».
A los largo de los años, Stephen desempeñó distintos trabajos manuales: campesino, trabajador de astilleros, albañil. Cuando su casa quedó vacía, su esposa Mary aceptó un trabajo en un molino. Tal vez su actitud contradictoria, irregular y hasta vacilante en lo relativo a sus antecedentes solo sea el resultado de su condición de emigrantes sin estudios que llegaron a Estados Unidos para servir de carne de cañón en la expansión industrial de ciudades como Cleveland. No tenían ni las inclinaciones intelectuales de los Newman, ni su capacidad creativa o su habilidad para desenvolverse. Si los Newman constituían el ejemplo perfecto de la familia de emigrantes judíos que se reinventaba a sí misma y prosperaba en su país de adopción, los Fetsko-Polenak se contaban entre la mano de obra importada que puso el músculo en el desarrollo industrial norteamericano. Se mantuvieron lejos de la cultura por las razones de rigor y formaron familias amplias y campechanas por todo el Medio Oeste, que sustituyó a sus países de origen y al que convirtieron en su hogar.
La familia de Stephen y Mary cambió varias veces de residencia, y en pocos años o bien pasaron inadvertidos a las autoridades del censo, o bien hicieron lo posible por evitarlas. Hasta 1920 no aparecieron debidamente registrados en el censo nacional. Y Theresa se mostró aún más esquiva, tanto que sobre su vida pasada solo se pueden hacer conjeturas. En 1910, Theresa Fetzer, de diecisiete años, trabajaba como asistenta doméstica en casa de Meyer E. Loeb, en Cleveland. Si se trataba de la que llegó a ser la esposa de Art, significaba que era algo mayor de lo que ella afirmaría posteriormente. También es posible que ella, o los Loeb, mintieran acerca de su edad con tal de legalizar su situación laboral. Su nombre no figura en el censo de 1920, pero sí en el de 1930, momento a partir del cual la historia de su vida ya había empezado a cuajar. Allí figuraba como una mujer de treinta y dos años, de origen checo, nacionalizada en 1902, residente en Shaker Heights con su marido Arthur (al que se describe como comerciante de zapatos) y sus dos hijos, Arthur, de seis años, y Paul, de cinco. Pero incluso ahí existe un error: Arthur, que entonces tenía treinta y seis años, afirmaba que se había casado por primera vez siete años antes, en 1923, a la edad de veintinueve. Sin embargo, Theresa manifestaba que se había casado por primera vez en 1917, con diecinueve, trece años antes, cuando era posible que tuviera veinticuatro.
La confusión en lo relativo a sus primeros años de vida la sobrevivió. No hay más que preguntar a su hijo Paul: «Mi madre, en su lecho de muerte, me dijo: “Paul, debes perdonarme. Te he mentido durante todos estos años. No tengo ochenta y tres años, sino ochenta y siete”. Cuando la enterramos en Cleveland, junto a mi padre, su hermana estaba allí. Yo le dije: “¿Sabías que mamá me dijo que nos había mentido y que en lugar de ochenta y tres años tenía ochenta y siete?”. A lo que ella me contestó: “¡Tonterías! ¡Tenía noventa y tres!”».2
La boda de esa atractiva mujer de origen poco claro, con su serio y solemne marido, también pondría una nota de misterio: a diferencia de lo ocurrido con sus familiares y parientes, el condado de Cuyahoga no les expidió una licencia matrimonial. Fuera cual fuese la ceremonia que celebraron, fue, sin duda, de tipo civil. Art perteneció durante toda su vida a la sinagoga conocida como el templo de Woodland Avenue, el enclave judío de Cleveland oeste; sin embargo, su hijo Paul recordaba: «No era un hombre religioso en el sentido de que no iba a la sinagoga y no nos metía la religión por las narices». Por su parte, Theresa no tardó en abandonar su catolicismo de nacimiento a favor de la ciencia cristiana, la corriente espiritualista popular en los años veinte, pero no era una creyente lo bastante intensa para negar a sus hijos los beneficios de los cuidados médicos, como habría hecho un cristiano científico riguroso, y no parecía importarle que sus hijos no siguieran su fe. «La verdad es que esa creencia no llegó a convencerme»,3 diría Paul de esa doctrina (a pesar de que él mismo se declaró cristiano científico en la solicitud que presentó en la universidad, porque es probable que creyera que declararse judío podía representar una desventaja).*
En realidad, la creencia dominante en casa de los Newman era el norteamericanismo. La familia estaba decidida a formar un núcleo sólido y estable y a vivir en el mejor hogar posible. En enero de 1924, Arthur hijo se unió a la familia en su pequeña casa de Renrock Road, en Cleveland Heights. El 26 de enero del año siguiente, con una nieve y un hielo que hacían que Art y Theresa no se atrevieran a salir, Paul Leonard se incorporó al núcleo familiar. Dos años después correteaba por la que, sin duda, era la casa de los sueños de sus padres, en Shaker Heights, el único hogar de la infancia que llegaría a recordar.
2
E n el verano de 1946, un veterano de la Armada de veintiún años rellenó a mano el impreso de solicitud de ingreso en el Kenyon College de Gambier, Ohio. Cuando le pidieron que hiciera una breve reseña de su vida, escribió: «Desde el principio, mi vida ha sido tranquila y segura, y mi entorno siempre limpio y agradable. Mi padre es un hombre hecho a sí mismo y con un excelente nivel de conocimientos, y mi madre es comprensiva e inteligente».
No tenía ninguna razón para no estar satisfecho con su situación. El éxito del negocio paterno significaba que la familia tenía todo lo que podía desear en cuanto a comodidades del hogar y alimentación. La madre de Paul no tenía que trabajar fuera de casa y contaba con la ayuda de una asistenta fija, Ruth Bush, una joven originaria de Pensilvania. El matrimonio era socio del Oakwood Club de Cleveland Heights, y Theresa asistía regularmente a las obras de teatro que se estrenaban en el Hannah Theater, una sala del centro de Cleveland. El cartero les llevaba regularmente las revistas Fortune, Time, Life, y el Reader’s Digest. Durante el verano, los chicos iban de colonias a un campamento de Michigan. La familia viajaba a Florida, Colorado y Canadá, y cuando visitaban Chicago solían ir a cenar al Pump Room («Aquel era el sitio en aquella época —recordaba Paul en una visita posterior—, una leyenda.»)
La casa, el dinero, los lujos, los viajes, la seguridad, las facilidades que todo ello les proporcionaba, a los ojos de Theresa Newman debieron de parecer el paraíso. ¿Y por qué no? Había llegado desde el otro lado del mundo sin nada más que la esperanza de una vida mejor, y allí estaba, joven todavía, viviendo un sueño hecho realidad y con su propia familia para disfrutarlo. A pesar de todo, la idea de que estuviera casi exclusivamente interesada en las cosas que el dinero podía comprar no dejaba de incomodar a su hijo pequeño. «Creció en el seno de una familia muy pobre —diría Paul años más tarde— y tenía unos valores que ahora mismo no vemos con buenos ojos, ya sabe, muy materialistas, como intentar tener dos coches en el garaje y esas cosas.»1
Tal vez por eso los recuerdos más felices de la infancia de Paul se situaran casi siempre fuera de casa. Shaker Heights era elegante y majestuoso, en efecto, pero seguía estando en Ohio y ofrecía un paraíso para dos jóvenes inquietos como Paul y su hermano Art. «Solíamos ir a explorar los bosques y los lagos —recordaba aquel—, y casi podíamos ver a los indios cazando y pescando por allí.»2 Los dos chicos Newman se pasaban casi todo el día fuera de casa, acompañados por su perro Cleo, incluso cuando el tiempo era más frío y soplaban los vientos del lago Erie. Concretamente, Paul recordaba que iban a patinar y deslizarse por los lagos helados y asustaban a las chicas del vecindario las noches de Halloween, paseando con calabazas talladas con caras macabras y convertidas en faroles.
Y cuando no se trataba de actividades de invierno, eran deportes de equipo. En una época en que la masculinidad norteamericana expresaba con creces su vitalidad mediante el atletismo, era lógico que los hijos de Newman de Newman-Stern se iniciaran en el deporte. Sin embargo, había un problema. «Mi hermano y yo practicamos todos los deportes que cabe imaginar —recordaba Paul—, pero yo era muy malo en todos ellos. De verdad, no estaba nada dotado.» Jugó al béisbol, al fútbol americano y al baloncesto, pero en ninguno se sintió a gusto, o al menos no lo hizo de forma natural. En parte tenía que ver con cierta torpeza juvenil. «Era propenso a sufrir todo tipo de accidentes. Por ejemplo, si había un árbol con una rama medio rota, seguro que esa era la que yo escogía para subirme.» Pero en parte también se debía a que era un chico cohibido, tremendamente autocrítico y que apreciaba fallos en su persona donde otros solo veían algo normal.
Eso lo hizo cauto y un poco introvertido. Hugh Leslie, que creció a cinco casas de distancia de Paul, en la misma Brighton Road, recordaba: «No era tímido, pero creo que sí era más bien un tipo de persona callada, tirando a discreta y humilde. Participaba en las actividades del colegio, pero no era gregario ni abierto». De los Newman comentaba: «Eran buena gente y buenos vecinos». Sin embargo, Paul nunca destacó de verdad.
Lo peor fue que tuvo un crecimiento tardío. De niño era más o menos de estatura media, pero al comienzo de la adolescencia se estancó y eso le causó un verdadero disgusto con lo que más le gustaba. «Deseaba con toda mi alma jugar a fútbol americano —recordaba—, y en el colegio jugué en la categoría júnior.»3 Don Mitchell, el capitán del equipo, tenía un buen recuerdo de las habilidades de Paul: «Jugaba de centro para nosotros y no tenía miedo a nadie —recordaba—. Estaba fuerte y podía embestir a cualquiera. Podría haber hecho lucha libre». Sin embargo, se quedó pequeño y eso se convirtió en un serio impedimento. «Seguía pesando cuarenta y tres kilos y no llegaba al metro sesenta, de modo que necesitaba una dispensa especial para no tener que jugar con los pesos ligeros, que estaban tres cursos por debajo de mí. ¡No me daba la gana de jugar con ellos!» La dispensa no llegó, de modo que nunca disfrutó ningún deporte de equipo en el instituto.
De todas maneras, había empezado a despuntar en otros campos, quizá menos interesantes para un chico despreocupado como él, pero de los que su madre tomó buena nota. «¡Era un chico tan guapo! —declaró Theresa Newman a un periodista en 1959—. En cierto sentido, casi parecía una lástima malgastar tanta belleza en un chico.» Paul también se convirtió en una de esas personas que luchaban contra cierta reserva innata, compensándola, en algunas situaciones, con actitudes un tanto exhibicionistas. No se sentía cómodo consigo mismo, pero en el ambiente propicio podía cambiar de piel y soltarse la melena. «Paul era el payaso del barrio —recordaba su madre—, y cantaba y actuaba en toda clase de montajes que se organizaban en el vecindario.»4
Su juvenil exhibicionismo se materializó en los escenarios. En la escuela primaria hizo el papel de organillero en una obra de la clase, yendo de un lado a otro y cantando en falso italiano. («Compensé la afinación con el volumen», recordaría años después.) A los siete años apareció haciendo de bufón en una obra titulada The Travails of Robin Hood, cantando una canción escrita especialmente por su tío Joe. «No me gustó —diría después—, me sentía tan incómodo entonces como ahora cuando salgo a escena. Solo aparecía una vez y lo hice muy bien. Mi familia se puso como loca de orgullo y admiración.»5
Sin duda su madre era la que estaba más orgullosa. «Creo que era una actriz frustrada»,6 comentaría Paul de ella, que vio en su hijo una forma de canalizar un deseo que no había podido realizar. Cuando Paul tenía once años, Theresa lo apuntó en los Curtain Pullers, un programa de estudios de reciente creación gracias al cual los niños podían estudiar interpretación y actuar en el famoso Cleveland Play House. «El Play House era un teatro regional de primera categoría, y todos los que asistían a sus clases se consideraban muy afortunados», recordaba Joel Katz, que se incorporó a los Pullers tres años después que Paul y posteriormente se haría famoso con el nombre artístico de Joel Grey.* «Íbamos a clase los sábados por la mañana y por la tarde montábamos producciones. Algunos de nosotros incluso llegamos a tener papeles en las obras de teatro profesional que se estrenaban en el Play House.»
Una mañana de Halloween de 1936, Paul hizo su debut como el protagonista de St. George and the Dragon, de Alice Buchan, donde lucía un florido vestido y echaba sal en la cola del dragón. «Lo que yo quería era hacer de dragón —comentaría con tono burlón años después—, era el papel más interesante, pero yo era demasiado grande para el disfraz.» (Incluso entonces, cuando no era más que un preadolescente, se consideraba un actor secundario en el cuerpo de un actor principal.) Bill De Mora, que encarnaba al dragón, no recordaba haber encajado en el disfraz mejor que Paul, al que recordaba como «un chico pequeño, unos años menor que yo». Lo que sí recordaba era que la muerte del dragón fue el momento culminante de la función: «Yo era el malo que estaba a punto de ganar, pero al final me mataba». Paul también lo rememoraba como un triunfo: «Fue un exitazo». Pero seguía manteniendo alguna reserva: «No disfruté con ella entonces y no lo haría ahora».
Está claro que, incluso siendo tan joven, tenía un pronunciado sentido del ridículo y de qué conducta podía ser apropiada o no ante la gente. En cualquier caso, todos disfrutaban viéndolo actuar, pero él parecía haberse convencido de que, aun haciéndolo bien, resultaba inapropiado o indecoroso. Quizá se debiera a que era el hermano pequeño, el joven y guapo, el objeto de más burlas de las normales por parte de su hermano mayor. Años más tarde, al describir a Art, Paul lo definiría como «beligerante» y «un feroz hijo de puta». Art, por su parte, no era tan buen estudiante como su hermano pequeño. «Art siempre tenía problemas en el colegio —recordaba un compañero de clase—. Era gracioso, pero no tenía la inteligencia de Paul.» Lo más probable es que sometiera a Paul a un régimen de constantes burlas y tormentos.
De todas maneras, el carácter cohibido de Paul pudo haberse fraguado como respuesta a las diferentes reacciones de sus padres con respecto a su idea de actuar. Cuando su afición juvenil por la interpretación se convirtió en una clara intención de dedicarse al teatro, Theresa se mostró, según recordaba su hijo, «muy entusiasta»; sin embargo, su padre creía que no era más que «soñar despierto», y ese fue el criterio que acabó prevaleciendo, porque, tal como lo expresó el propio Paul: «Yo soy hijo de mi padre».
A pesar del apoyo y el estímulo que su madre le brindó para que tuviera una buena opinión de sí mismo y para que se expresara tal y como era ante los demás, los recuerdos de la niñez y la juventud de Paul Newman estuvieron marcados por la figura de Art Newman padre. Paul siempre hablaba con admiración de la cultivada inteligencia de su progenitor, de sus elevados principios morales y de sus arraigadas, aunque discretas, convicciones, de su amable sentido del humor, de su diligencia y, muy especialmente, de su intachable reputación de honradez e integridad. Pero también se refería a la distancia que los separaba: «No creo que llegáramos a conectar nunca como padre e hijo»,7 comentaría años después. Para él fue un fracaso que nunca dejó de obsesionarlo.
A veces parecía culpar a Art, retratándolo como «un hombre muy reservado y poco comunicativo», pero su hermano discrepaba: «No es que papá fuera poco comunicativo, sino que no exteriorizaba sus emociones».8 Más concretamente, añadía: «Al igual que Paul, era una persona callada». Así pues, es posible que el abismo que existía entre padre e hijo fuera solo el resultado del cruce de dos personas taciturnas e incapaces de decirse lo que pensaban o sentían. Fuera cual fuese la razón, Paul veía en la fría actitud de su padre el sello de la desaprobación. Era dolorosamente consciente de sus fallos y limitaciones, y creía que Art los veía tanto o más que él. En consecuencia, acabó culpándose a sí mismo de la actitud despectiva que sentía que su padre mantenía hacia él. «En aquella época trabajaba seis días a la semana —recordaba—, y yo no sabía qué estaba pasando, ya fuera con respecto a mí mismo o con respecto al mundo exterior. No creo que mi padre tuviera la paciencia para ocuparse de las cosas en el aspecto superficial, lo cual no pretende ser una crítica hacia él, sino de mí mismo.»9 Lo cierto es que, junto con una estricta ética del trabajo, la lección que Art Newman inculcaba, en el sentido de mantener la cabeza gacha y no pavonearse de los éxitos conseguidos ni de la fortuna ganada, quedó profundamente grabada en la mente de sus hijos. La humildad con que Paul se refirió durante toda su vida a sus logros y triunfos no fue nunca una pose, sino algo importante que heredó de su padre.
Tanto Paul como su hermano disfrutaban con las visitas de su tío Joe, un espíritu siempre alegre y un adulto que no dejaba de interesarse por todo lo que los niños imaginaban o inventaban. Joe era especialmente aficionado a introducirlos en el mundo de los libros. Paul recordaba: «Tenía una manera muy poco académica de hablar de los grandes escritores, y con ella lograba que cobraran vida ante nuestros ojos. Me aportó conocimientos de literatura que no llegué a recibir de ninguno de mis profesores en el colegio».10 El joven Paul era un lector voraz: «Cuando era niño, lo que más me gustaba era instalarme en la buhardilla con un buen libro, un vaso de té frío y unas palomitas».*11
Por otra parte, las enseñanzas que Art Newman comunicaba a sus hijos no se recordarían por lo divertidas o por el sentido mágico que desprendían, sino por su dimensión moral. «Mi padre seguía sufriendo el viejo sentido de culpa judeocristiana, y creía que para que algo fuera meritorio tenía que haber sido doloroso»,12 recordaba Paul. («Y yo sin duda he sido fiel a esa idea», añadía con tono de lamento.) Art era una persona callada, decidida y recta, un hombre en cuyos ojos hundidos sus hijos encontraban la medida de su propia valía, y un padre que se aseguró de que ellos vivieran siguiendo su ejemplo, sin que importara la situación económica de la familia. «No tuve mi primer guante de béisbol hasta que cumplí diez años —recordaba Paul—. Eso tenía que servirme de lección. Que la tienda de nuestro padre estuviera llena de artículos deportivos no quería decir que los guantes de béisbol crecieran en los árboles.»13 Art obligó a sus hijos a trabajar los sábados en el negocio familiar, haciéndolos madrugar, quedarse hasta tarde y pagándoles menos que a sus otros empleados. Paul, por su parte, siempre alternó el colegio con trabajos ocasionales: repartidor de periódicos en el barrio, vendedor de cepillos de la marca Fuller, y un breve intento de ser camarero en Danny Budin’s, la cafetería judía de Shaker Heights, donde por primera vez dejó constancia de la que llegaría a ser una de sus famosas aficiones: la comida. («Nunca se sabía si todo lo que comía valía la paga»,14 solía decir su antiguo jefe.) «Siempre estaba trabajando, haciendo cantidad de trabajos con mi bicicleta —diría Paul—, eso es lo que recuerdo de mi infancia.»
El énfasis en el trabajo duro adquiriría un nuevo significado antes de que los Newman llevaran tres años viviendo en Shaker Heights. La caída bursátil de 1929 y la crisis económica que se derivó de ella se notó profundamente en el próspero barrio residencial. El sistema educativo y escolar se redujo en un veinticinco por ciento, y los profesionales que siguieron trabajando en él a menudo recibían su paga en bonos del gobierno. Dejaron de realizarse mejoras en la línea de tranvía rápido, se perdieron casas y los planes de futuras promociones urbanísticas se estancaron.
Sin duda, Art Newman debió de sentirse mortificado. Hacía poco que había gastado los ahorros de toda su vida en una magnífica casa para su joven familia. ¿Cómo iba a mantener su situación vendiendo guantes de béisbol y radios de galena cuando la principal preocupación de la gente era si podría comprar comida? Sin embargo, y para la eterna admiración de Paul, Newman-Stern aguantó, y la familia siguió viviendo en su «limpio y agradable hogar». «No hubo un solo día en que volviera a casa y no encontrara comida sobre la mesa —recordaba Paul—, y, sin embargo, notamos la crisis.»15 Y añadía: «Veía a mi padre yendo a trabajar y me daba cuenta de lo duro que era para él».
Lo cierto es que Newman-Stern estuvo al borde de la quiebra. Durante los primeros años de la Depresión, el ochenta por ciento de los comercios de artículos deportivos del país desaparecieron. Sin embargo, Newman-Stern contaba con el buen hacer de Art y su intachable reputación. En 1931, en lo que Paul recordaba como un «feo día de invierno», Art «con un aspecto tan gris como el día» salió de casa con rumbo a Chicago para negociar un acuerdo en exclusiva con Spalding y Wilson, dos grandes fabricantes de material deportivo. Cuando regresó, se sentía triunfante. Ambas empresas habían accedido a consignar productos a favor de Newman-Stern (y a abrir una línea de crédito a la tienda) por valor de ciento cincuenta mil dólares. Durante el resto de su vida, Paul recordó ese momento como el del mayor triunfo de su padre. Sí, Spalding y Wilson tenían menos clientes que nunca y por lo tanto estaban dispuestos a ser generosos con tal de conservarlos; pero a los ojos de Paul, el acuerdo no ponía en evidencia la apurada situación del negocio familiar, sino que confirmaba la buena reputación de Art Newman. «Spalding y Wilson sabían que si mi padre vendía un guante por 3,95 dólares, ellos se llevarían los 2,50 dólares que les correspondían.»
Durante ese período Paul conoció algunas de las opiniones de su padre en materia política. Más adelante recordaría que Art era «un rooseveltiano convencido», y aún más: «Nunca oí hablar a mi padre de política en casa, pero me consta que era un liberal, y hasta puede que tuviera inclinaciones socialistas».16 Sin embargo, lo que más le impresionó fue su integridad y tenacidad, y el hecho de que ambas virtudes combinadas mantuvieran a Newman-Stern a flote en un momento en que muchas empresas se hundían. Con el paso de los años, Paul llegaría a hablar con cariño de la tienda: «Uno de los mejores comercios de material deportivo de todo el país». Sin embargo, el éxito que logró Art al negociar aquellos dos contratos quedó grabado en el recuerdo, y su hijo relataría la historia con orgullo durante el resto de su vida.*
Naturalmente, Paul no tenía semejantes logros en su haber. No había hecho nada destacable en el ámbito deportivo, y no pasaba de ser solo un buen estudiante. «Siempre fui uno de esos alumnos de quien los profesores dicen que es muy prometedor», comentaba con su habitual modestia, dando a entender que la suya fue una promesa que casi nunca llegó a cuajar. Las chicas de Shaker Heights sabían quién era, pero no de un modo que condujera necesariamente al romance. Según Peggy Behrens, una compañera de clase del instituto: «Nadie se fijaba realmente en él en aquella época. Más adelante hablaron de sus ojos azules, pero ninguna de las chicas de entonces se interesaba por él. No era ancho de espaldas y no tenía aspecto de jugador de fútbol ni nada de eso». Jane Connolly, otra compañera de estudios, lo recordaba vagamente: «Había algo peligroso en él. Notabas que era discreto, pero que bajo esa apariencia había un ramalazo violento. Era muy popular. Un montón de chicas querían salir con él, pero no era un ligón». Don Mitchell lo recordaba como uno de los chicos que iba por libre a las reuniones de los alumnos del instituto. «No era ningún Beau Brummel —decía—. Acudía a los bailes como cualquier otro chico, y a las fiestas que montábamos los chicos solos.»
Paul se fijaba en las chicas, pero se sentía siempre en desventaja frente a ellas. «La mayoría de ellas eran más altas que yo.» Así que, para evitar el rechazo por parte de ellas, encontró otras manera de hacerse popular y llamar la atención: convirtió su trabajo en Danny Budin’s en un espectáculo. «Hacía grandes reverencias a los clientes y sonreía, como si estuviera permanentemente encima de un escenario», recordaba su jefe.
La idea de estar encima de un escenario le resultaba atractiva, siempre y cuando encarnara a otra persona. Al final, la inclinación hacia el teatro que había hecho que su madre lo orientara a los escenarios, acabó cuajando en el corazón de Paul. Lo peor de la Depresión había quedado atrás cuando llegó a la adolescencia, y el instituto Shaker Heights había vuelto a poner en marcha sus programas de arte dramático de los años veinte. Como no podía recurrir al fútbol y deseaba hacer algo importante, Paul se convirtió en parte de aquel pequeño mundo de jóvenes, que se podían encontrar en cualquier instituto, dedicados a organizar obras de teatro. «Dirigí y actué en distintas obras dentro de la habitual rutina extracurricular —recordaba—, y no se me olvida que una de mis grandes decepciones fue no conseguir el papel del primer enterrador en Hamlet.»17 Se tuvo que contentar con mirar mientras Jack Foley, el Barrymore del club de teatro de Shaker Heights, lo interpretaba. Sin embargo, sí consiguió un papel en la obra Black Flamingo, lo bastante importante para que saliera fotografiado en el periódico del colegio mientras ensayaba.
Al margen de que lo seleccionaran o no para los mejores papeles, sus profesores tenían buena opinión de él. «La principal cualidad de Paul era la seriedad con que trabajaba —recordaba William Walton, uno de sus profesores de interpretación—. Era muy inteligente y, cosa rara tratándose de un alumno de instituto, le interesaban los dramas de verdad.» Pero también destacaba en otros aspectos que ilustraban por qué se sentía atraído hacia la interpretación. Walton señalaba: «Le gustaba pasarlo bien. Durante los descansos de los ensayos solía sentarse al piano e improvisar un boogie-woogie. Siempre que lo hacía se reunía un montón de gente a su alrededor».*
El 22 de enero de 1943, cuatro días antes de cumplir dieciocho años, Paul subió al coche con su padre y fueron a Athens, en Ohio, donde había sido admitido en la Universidad de Ohio. Adelantándose a su cumpleaños, Paul se había alistado esa mañana en la Armada. Su hermano, que había empezado su primer año de universidad, estaba a punto de unirse al ejército. Paul había decidido matricularse en la universidad mientras esperaba que lo llamaran a filas.
La Universidad de Ohio era una gran institución en una pequeña ciudad, una de las más importantes de Ohio, un estado lleno de facultades universitarias, y era además la más antigua de la región del Medio Oeste, conocida como el Territorio Noroeste. Llevaba licenciando estudiantes desde 1815 y era famosa por su amplio currículo de artes liberales y por su floreciente escuela de periodismo, una profesión que bien habría podido interesar al joven Paul, teniendo en cuenta el número de escritores y periodistas que había entre sus antepasados.
Sin embargo, los estudios no parecían interesar especialmente a Paul, que confesaba: «Enseguida saqué el título de bebedor de cerveza» en antros estudiantiles como la Sportman Tavern de Athens. «A Paul le gustaba tomarse unas cuantas cervezas»,18 recordaba Wanda Quest, una chica de Athens con la que salió. Sí, en el instituto y durante la guerra hubo chicas, o para ser más exactos, según la versión de Newman, había chicas revoloteando por allí. «En aquella época, una cita quería decir ir a tomar unas cervezas o al cine con un grupo de amigos o puede que a pasear por el río y a cantar unas canciones —recordaba—. Las chicas decentes no iban tonteando por la vida, y los chicos decentes no intentaban tontear con las chicas decentes. Teníamos nuestras normas no escritas.»19
Enseguida se apuntó a una hermandad, Pi-Kappa-Tau, una de las tres que había en una época en que muchos jóvenes se hallaban en el frente. Wayne Blodgette, un colega, lo recordaba como un joven descarado que se hacía llamar Gus. «Gus era un buen pianista de jazz y solía tocar en las fiestas que organizábamos. Siempre improvisaba porque no sabía leer música, y le gustaba el boogie-woogie. Gus no era una cabra loca y no tenía problemas con los estudios, pero le gustaba ir a las fiestas, como a todos.»20
Lo de tocar el piano era un tema recurrente. Edith Quest, la madre de Wanda, recuerda que el joven solía ir a su casa a cenar algunas veces y que «hacía saltar nuestro viejo piano de pared». Wanda lo recordaba como «un buen bailarín —y añadía—: Tenía una actitud muy despreocupada, una personalidad maravillosa y una risa contagiosa».
Lejos de casa, más allá de la mirada de desaprobación de Art y del incómodo enfoque materialista de su madre, Paul florecía aunque tuviera que inventarse un álter ego —Gus— en el que apoyarse. Técnicamente, se había apuntado a la escuela de negocios, pero al igual que en el instituto, se sentía atraído por el teatro. Aunque solo estaba en su primer año, hizo una prueba para un papel en una obra —The Milky Way, una comedia de Lynn Root y Harry Clork sobre el mundo del boxeo— y consiguió el de Speed MacFarland, un campeón de los pesos medios: el protagonista. Parecía que la universidad estaba sacando a relucir su talento innato.
Y entonces, el 6 de junio de 1943, casi inmediatamente después de que finalizara el curso, fue reclamado por la Armada.
Partió a la guerra con solo dieciocho años.
3
«E staba impaciente por convertirme en piloto —recordaba Newman—. Me encantaba volar.»1
Tras haberse presentado voluntario al Cuerpo Aéreo de la Armada, el ilusionado recluta vio cómo lo enviaban a la Universidad de Yale, en Connecticut, en la que fue su primera visita al estado desde el que habían emigrado tantos de los colonos originales de Cleveland. Fue allí con la esperanza de progresar en su entrenamiento como piloto, pero sus sueños de convertirse en un as del aire hallaron una muerte rápida y no desprovista de ironía: las pruebas de visión rutinarias demostraron que aquellos ojos azules que llegarían a ser mundialmente famosos eran daltónicos. La consecuencia fue que lo apartaron de las prácticas de vuelo y fue incorporado a la Escuela V-12 de Candidatos a Oficiales, una especie de vía rápida para que los jóvenes universitarios que tenían madera de oficiales pudieran hacer carrera en la Armada, que también tenía su sede en Yale.
Pero no acabó de encajar. «No sabían qué hacer conmigo», recordaba. Para empezar, seguía siendo el mismo muchacho que no había podido jugar a fútbol en el inst