Café y cigarrillos

Ferdinand von Schirach

Fragmento

Capítulo 1

1

En verano baja todos los días al estanque y se detiene en el puente chino que conduce a la pequeña isla. Abajo hay nenúfares y lirios amarillos; a veces ve carpas, bremas y tencas. Libélulas de enormes ojos facetados se sostienen frente a él en el aire. Los perros de caza intentan atraparlas, pero siempre fallan. Su padre dice que las libélulas practican la magia, pero sus encantamientos son tan minúsculos que resultan invisibles a la mirada de los seres humanos. Es tras los viejos castaños y los muros de madera del jardín donde empieza el otro mundo. Allí no hay una infancia feliz, las cosas son demasiado complicadas, pero más tarde recordará el ritmo pausado de aquella época.

Nunca van de vacaciones en familia. Los puntos culminantes del año son los días de Navidad, con el largo período de Adviento, y las cacerías: en verano, cuando los hombres cazan el zorro con caballos y perros, y en otoño, cuando los batidores comen cocido en el patio interior del pabellón de caza y beben cerveza y aguardiente de hierbas.

A veces reciben la visita de unos parientes. Una de las tías huele a lirios del valle; otra, a sudor y lavanda. Le acarician el cabello con sus viejas manos y él tiene que agachar la cabeza y besárselas. No le gusta que lo toquen y no quiere estar presente cuando conversan.

Poco antes de cumplir los diez años, ingresa en un internado jesuita situado en un oscuro y angosto valle de la Selva Negra. Allí el invierno dura seis meses, y la ciudad más próxima está muy retirada. El chófer lo aleja de su hogar, de las chinoiseries, los papeles de seda pintados y los cortinajes con papagayos de colores. Atraviesan pueblos y paisajes vacíos, pasan junto a lagos y luego, paulatinamente, penetran cada vez más en la Selva Negra. Cuando llegan al complejo, lo impresiona la gigantesca cúpula de la catedral, los edificios barrocos y las sotanas negras de los religiosos. Su cama se encuentra en un dormitorio donde hay treinta más; en el aseo, los lavabos están fijados en la pared uno al lado del otro. Sólo hay agua fría. La primera noche cree que enseguida volverán a encender la luz y alguien dirá: «Has sido valiente. Ya ha pasado todo, puedes volver a casa.»

Se acostumbra al internado. Los niños se acostumbran a casi todo. Pero no se siente a gusto: le falta algo que no sabe definir. El verde y el verde oscuro de su mundo anterior van desapareciendo gradualmente, los colores se transforman en su mente. Todavía no sabe que su cerebro «vincula» las percepciones de forma «incorrecta». «Ve» como colores las letras, los olores y a los seres humanos. Piensa que los demás niños perciben lo mismo que él; sólo mucho más tarde aprenderá la palabra «sinestesia». En una ocasión le muestra al anciano sacerdote que enseña alemán los poemas que escribe sobre esos colores y éste llama a su madre y le dice que «está en peligro». No hay mayores consecuencias. Simplemente le devuelven los poemas con las faltas de ortografía marcadas en rojo.

Su padre muere cuando él tiene quince años. Ya llevaba años sin verlo: el matrimonio se separó pronto. Su padre le enviaba postales al internado; vistas de calles de Lugano, París y Lisboa. En una ocasión le llegó una postal de Manila: un hombre con un traje claro de lino delante del palacio blanco de Malacañán. Imagina que su padre se parecería a aquel hombre.

El director del internado le da dinero para que vuelva a casa en tren. No se lleva ninguna maleta porque no se le ocurre qué empaquetar. Sólo coge un libro con la postal de Manila como marcapáginas. Durante el viaje trata de grabar en su memoria cada estación, cada árbol que pasa delante de la ventana, a cada persona que entra en su compartimento. Está seguro de que todo se disolverá cuando deje de recordarlo.

Asiste solo al funeral. Un chófer de la familia lo deja frente al tanatorio, en Múnich. Oye discursos sobre un desconocido bastante peculiar, sobre sus excesos con el alcohol, su encanto y su fracaso. No conoce a la nueva esposa, que está en la primera fila y que lleva unos guantes largos de encaje negro. Bajo el velo, sólo entrevé unos labios pintados de rojo. Junto al ataúd hay una gran foto, pero el hombre que se muestra en ella no se parece a su padre. Un tío al que sólo ha visto dos veces lo abraza, lo besa en la frente y le dice que es «un bendito». Se siente incómodo, pero sonríe y responde educadamente. Más tarde, camino del cementerio, el sol se refleja sobre la madera pulida del ataúd. La tierra que arroja en la tumba está húmeda a causa de la lluvia de la noche anterior; se le pega en la mano y no tiene pañuelo para limpiarse.

Un par de semanas después empiezan las vacaciones de otoño. Está sentado en el vestíbulo de la casa, junto a la chi­menea. Delante de él están echados dos perros, Shakespeare y Whisky. De repente empieza a oír todos los ruidos al mismo volumen: las voces distantes de su abuela y del ama de llaves, los neumáticos del coche al que el chófer está dando vuelta delante de la casa, el graznido de un arrendajo, el tictac del reloj de pie. En ese momento ve con extrema claridad cada detalle: el brillo oleoso de su taza de té, la textura del sofá verde claro, el polvo que flota bajo los rayos de sol. Siente miedo, durante unos minutos no puede moverse.

Cuando consigue calmarse, sube a la biblioteca y busca un texto que leyó en una ocasión. El 20 de noviembre de 1811, Heinrich von Kleist viajó con una amiga enferma de cáncer al Pequeño Wannsee. Ambos querían morir. Se instalaron en una modesta pensión y estuvieron escribiendo cartas de despedida hasta el amanecer. Una carta de Kleist a su medio hermana señala el lugar y la fecha: «Hostería Stimmings, cerca de Potsdam, la mañana de mi muerte.» Al día siguiente por la tarde, piden café y que les saquen unas sillas al jardín. Kleist le da un tiro en el pecho a su amiga y después se dispara en la boca. Sabía que en la sien era fácil fallar. Poco antes había escrito que estaba «satisfecho y sereno».

Espera a que todos se hayan acostado y entonces va al bar, se sienta en un sillón y se bebe de un modo sistemático, a pequeño sorbos, botella y media de whisky. Cuando intenta levantarse, tropieza, vuelca una mesita y las botellas de vidrio caen al suelo. Él se queda mirando fijamente cómo se extiende la mancha oscura. En el sótano, va al armario donde guardan las escopetas, coge una y sale de la casa dejando la puerta abierta. Va hasta el olmo que su padre plantó el día de su nacimiento, se sienta en el suelo y apoya la espalda en el tronco liso. A la temprana luz del día distingue desde ahí la vieja casa con la escalinata y las columnas blancas. El césped de la rotonda está recién cortado. Huele a hierba y a lluvia. Su padre le dijo que debajo del olmo había enterrado una moneda de oro africana que le daría suerte. Coge el cañón negro de la escopeta y se lo mete en la boca. Nota en la lengua un frío peculiar, luego aprieta el gatillo.

Por la mañana, los jardineros lo encuentran manchado de vómito y con la escopeta sobre el brazo. Estaba tan borracho que no la había cargado. No habla con nadie de lo sucedido esa noche.

A los dieciocho años se va por primera vez de vacaciones con su novia. Ha trabajado cuatro semanas en la cadena de montaje de una fábrica, tiene dinero suficiente. Viajan a Creta en avión y luego en un viejo autobús, durante tres horas, por carreteras serpenteantes, cada vez más estrechas, atravesando las montañas hasta llegar al extremo más meridional de la isla. Se instalan en una fonda. La habitación tiene el suelo de madera encalado y sábanas blancas. Debajo de la ventana se extiende el mar de Libia. En el pueblo sólo hay un par de casas y un diminuto supermercado con fruta, queso, verdura y pan. La propietaria prepara en días alternos galletas dulces y empanadillas saladas. Viven de eso. Pasan el día en la playa, donde reina el silencio.

En un momento dado, ella quiere saber por qué él es como es. «Cómo va a entender la oscuridad un ser lúcido», piensa él. Recurre a las palabras del médico, ella lo escucha y asiente. «Las depresiones no tienen que ver con tristeza», le explica, «son algo totalmente distinto». Sabe que ella no lo entenderá.

En la habitación, ella cuelga su vestido en el respaldo de la silla. Está en el baño y su cuerpo delgado se refleja en el espejo empañado. Él está acostado en la cama, mirándola. El aire es húmedo y cálido. El mundo que lo rodea se desvanece sin resistencia; los bordes se desdibujan, los colores palidecen, el ruido desaparece. La puerta del baño se cierra. Está solo. El petróleo gotea del techo sobre su frente, luego escurre por las paredes formando arroyos hasta cubrir el suelo de madera, la cama, las sábanas. Todo se vuelve liso y pierde su estructura. La habitación se va llenando, el petróleo le salpica en la cara, las orejas y la boca, le pega los párpados. Él lo inhala, ensordece y luego se transforma, él mismo, en ese petróleo negro azulado.

Más tarde, él y su novia yacen sudados y agotados en la cama. Cuando ella se duerme, él se dedica a mirarla. Le besa los pechos, la tapa con las sábanas y se sienta en el balcón. El mar es negro y ajeno. No recuerda si realmente se lo ha contado todo, y entonces comprende que todavía le esperan sesenta años así.

2

Hace cincuenta y cuatro años, el día en que nací, la Liga Árabe impuso un boicot a un fabricante inglés de imper­meables: la compañía Burberry. El motivo era que esa compañía hacía negocios con Israel. Por aquel entonces, la Liga boicoteaba varias compañías entre cuyos directivos se hallaba Lord Mancroft, que era de religión judía.

En Londres no perdieron la calma. Un portavoz de la compañía comunicó que, de todos modos, en los países árabes llovía en raras ocasiones y que, por el momento, la cantidad de impermeables que se exportaba allí era «ridícula».

3

En 1981 pasé las vacaciones de verano en Yorkshire, I

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