Ayer tuve un sueño

Belén Carreño
Belén Carreño

Fragmento

cap-3

 

Hoy tengo que ir a otra ciudad,

lo he de conseguir, dejadme soñar, soñar…

Un rayo de luz ilumina el mundo,

es la juventud cantando al futuro.

MANOLO DÍAZ (1969)

Tiré de la manga de la americana de terciopelo negro para alisar una arruga. De reojo, me observé en el espejo del ascensor mientras mi acompañante, Monique Le Marcis, me tranquilizaba con lo bien que iría el encuentro que íbamos a mantener. El ascensor se paró en la última planta de un edificio regio del sexto distrito de París.

Los anfitriones nos recibieron en la puerta de la casa. Maritie y Gilbert Carpentier eran los productores de televisión musical con más poder a finales de década de 1970 en Francia. Aunque la pareja rozaba ya los sesenta años, su delgadez y su exquisita forma de vestir les hacían parecer mucho más jóvenes.

Entramos al salón y desde la terraza la vista de los Jardines de Luxemburgo quitaba la respiración. Yo estaba muy concentrado en parecer cualquier cosa menos un español paleto, impresionado por el lugar y sus propietarios. Alabé con intensidad las vistas, pero conteniendo mi entusiasmo habitual para no parecer afectado.

En apenas unos meses, había pasado de ser un migrante en París a estar invitado en casa de aquella pareja refinada que dictaba los gustos musicales de millones de francófonos. La discográfica CBS me había nombrado director de Desarrollo Artístico europeo, con el objetivo de lanzar las carreras internacionales de un grupo de artistas que tenían mucho éxito en sus países de origen. Julio Iglesias, Raffaella Carrà, Umberto Tozzi, Miguel Bosé, Francis Cabrel y Nina Hagen eran parte del elenco que tenía asignado.

El nuevo puesto me había permitido escaparme de la filial de la compañía en Madrid, que Tomás Muñoz dirigía de forma brillante pero muy personal. Muñoz profesionalizó la industria musical en España y fue uno de mis principales mentores, con un estilo de gestión que exprimía al máximo los equipos. Cuando Peter de Rougemont, su jefe, le pidió dejarme marchar fue un golpe para él. Yo en cambio lo acogí con tal entusiasmo que metí dos maletas en el coche y conduje trece horas seguidas sin parar ni a comer. Tenía que llegar lo antes posible a París.

Y allí estaba yo, apenas unos meses después, codeándome con la crème de la crème de la industria musical francesa.

Con este salto dentro de CBS, di también el carpetazo definitivo a mi carrera como cantautor e incluso como compositor. Muñoz aún me pedía arreglos y adaptaciones en mi puesto como director de Arte en España. Con esta nueva autonomía mi objetivo era distanciarme lo máximo posible de la producción de las canciones. Componer para algunos autores suponía un conflicto de intereses, ya que yo tenía que promocionar a los artistas por igual, y no quería dar pie a que pensaran que favorecía a los que cantaban mis canciones.

Monique, mi amiga, era poderosa como la pareja de productores, pero nuestro trato habitual me había hecho perderle ese respeto reverencial por su posición en la sociedad francesa. Con voz suave e ideas claras, ella dirigía la programación musical de RTL, la emisora de radio más influyente del momento, que ponía de moda lo que programaba, y se permitía tratar de tú a tú con los Carpentier.

Julio Iglesias nos había presentado y Monique, que lo admiraba muchísimo, me había abierto las puertas de todo París, gracias también a que supe ganármela y forjar con ella una relación muy estrecha. No dejaba de maravillarme de aquel golpe de suerte: en un momento en el que Europa miraba por encima del hombro a los españoles, yo desfilaba por París como en un paseo triunfal, en algo muy parecido a un sueño.

La reunión con los Carpentier era clave para lograr que Julio tuviera un éxito aplastante en Francia. Ellos producían un programa de televisión musical titulado Numéro Un («número uno»), que consagraba cada emisión a un artista que interpretaba las canciones de su repertorio en dueto con otros colegas. Monique se había enterado de que una de las siguientes emisiones estaría dedicada a Dalida, la cantante italoegipcia, y estaba decidida a introducir a Julio Iglesias como invitado, ya que sus voces empastaban a la perfección.

Convencer a los Carpentier no fue difícil. Éramos un tándem engrasado. El entusiasmo de Monique por Julio, sumado a mi papel de ejecutivo hipersonriente, nos permitió salir de aquel ático haussmaniano con la promesa de que mi representado participaría en el programa.

El magnetismo de Julio arrasó en las ondas y al poco tiempo los Carpentier programaron una edición con él como protagonista absoluto. Hasta dos veces en 1980 y otras tantas en 1981 —el programa se dejó de emitir un año más tarde—, Julio Iglesias fue el artista consagrado. Esas apariciones dispararon su popularidad y nos llevaron a vender cientos de miles de discos.

La prueba irrefutable del éxito que consiguió gracias a la televisión me la dio la portera del edificio donde yo vivía en ese momento, en el boulevard de La Tour-Maubourg. Un piso modesto pero que me permitía ver desde la cama la tumba de Napoleón iluminada.

Una noche se fue la electricidad de mi casa y bajé al sótano a buscar a la portera, madame Dupont, con la que tenía una relación cordial. No habíamos hablado antes de mi ocupación laboral. Me invitó a pasar a su apartamento porque tenía algo en el fuego y me dejó esperando en un comedor con unos muebles enormes. El lugar era diminuto, lo que obligaba a desplazarse por las estancias de forma lateral.

Sobre la mesa estaba el disco de Julio Iglesias Emociones, que en francés se tradujo como À vous les femmes.

Cuando regresó de la cocina le dije:

—Qué buen disco, ¿verdad?

Ella, sin saber a lo que yo me dedicaba, me replicó con una voz temblorosa por la emoción:

—Sí, monsieur Díaz, lo vi en la televisión y compré el disco. No lo puedo escuchar porque no tengo tocadiscos. Pero lo veo en la carátula y es tan guapo. Canta bellísimo.

Sentí que había logrado vender peines a calvos, y que aquello debía de ser lo más parecido al éxito total.

Julio era un trabajador infatigable, cada día me llamaba y preguntaba: «¿Novedades?». Así que cada jornada tenía que dar un paso más en nuestro plan de marketing.

Intenté replicar este triunfo televisivo en Italia con el lanzamiento de un álbum grabado en italiano, titulado Sono un pirata, sono un signore, por lo que le pedí al presidente de CBS Italia que me preparase un plan de marketing. Él me dijo que sería imposible promocionar a Julio Iglesias en los medios de comunicación italianos. «Im-po-si-ble». Inmediatamente pude identificar al enemigo: éramos nosotros, la propia compañía discográfica.

Decidí entonces hacer una estrategia de guerrilla, tipo Tupamaros.[1] No me rindo fácilmente, y recordé que Julio me había dicho que en un festival de canciones en Italia el presentador, Pippo Baudo, le había ofrecido su apoyo si alguna vez quería conquistar el mercado nacional.

Baudo presentaba en ese momento uno de los programas más populares de la RAI, titulado Domenica In, que aún sigue emitiéndose en 2024, y le pedí a mi secretaria, Ana Bouchet, que me pusiera al habla con él diciendo que la llamada era de parte de Julio Iglesias.

Media hora más tarde, Ana me llama y me dice: «Tengo al señor Baudo al teléfono».

—Pronto, Giulio, come stai?

—Molto bene, e tu?

—Senti, quando vieni a cantare a Domenica In?

Yo, en mi macarrónico italiano, muy similar al que hablaba Julio, le dije:

—Pippo, he grabado un álbum en italiano dedicado a ti. Se titula Sono un pirata, sono un signore.

—¿Puedes venir a Roma el 13 de enero?

—Sin falta.

—Tu sei grande.

—Yo soy tu discípulo.

—Nos vemos en enero.

Julio Iglesias tuvo un enorme éxito en aquella actuación y vendió más de un millón de unidades, una cifra que nunca antes había alcanzado un artista extranjero.

El viaje a la inversa, de Italia a España, lo hice con Raffaella Carrà. Tanto Julio como Raffaella eran animales de televisión. De alguna forma creaban una simbiosis con el medio al tener una fuerte presencia en el escenario. El mundo de la música no es un mundo de cantantes o de actores, es un mundo de comunicadores. De eso depende el éxito, y Julio y Raffaella comunicaban con cada poro de su piel.

Promocionar a Raffaella tampoco estuvo exento de complicaciones. Meses antes de llegar a París —y por encargo de Tomás Muñoz—, adapté el tema «Tanti auguri» y lo reconvertí en «Hay que venir al sur». Muñoz me había pedido que lograra un éxito internacional, después de que Raffaella ya comenzara a triunfar con «Fiesta». Con la mención del sur, mi intención era alcanzar un éxito en cualquier sitio que se considerase «al sur» de algo: España, Italia, Latinoamérica…

Raffaella me había pedido que hiciera una letra «libre» y la versión le encantó, a ella, a CBS y al público, que durante décadas la ha bailado con pasión y sin descanso al sur de algún lugar.

En este caso fue la CBS de Argentina la que puso trabas a la expansión de Raffaella en el país. Los directivos locales se encargaron de difundir que los promotores argentinos que llevaban a la Carrà de gira por Argentina eran tratantes de blancas. Fuimos a Buenos Aires y los senté a unos frente a otros en una reunión para confrontar esas acusaciones disparatadas. La directiva local se replegó rápido, incapaces de sostener unos argumentos tan pueriles frente a los representantes de la italiana, y tuvieron que dejar paso a su entrada en el país.

Además, la dictadura censuró la letra de la canción y tuve que readaptarla como «Para enamorarse bien hay que venir al sur». Ni el Gobierno ni los empresarios locales consiguieron evitar que Argentina fuera uno de los mercados de Iberoamérica donde la intérprete vendió más discos. En ocho meses vendimos alrededor de 700.000 álbumes.

El éxito de Raffaella nos condujo incluso a Japón, donde la acompañé en una de sus giras. Raffaella había sonado en el archipiélago asiático con su tema «California» y representó a Italia en el Festival de Música de Tokio con la canción «Drin Drin», alcanzando el segundo puesto. Durante los ensayos, tuve un fuerte altercado con Joe Morita, el heredero del imperio de Sony, que estaba empeñado en que la italiana hiciera una coreografía y se comportara de una forma que le hacía sentir incómoda. La discusión casi nos lleva a las manos, pero conseguí que Raffaella no hiciera el ridículo en el escenario y ante las cámaras de televisión. La intensidad de la campaña promocional nos llevaba a pasar mucho tiempo juntos y la prensa italiana del corazón hizo especulaciones sobre si manteníamos un romance, algo que nunca fue verdad. Nuestra relación era excelente, pero no llegué a tener el control sobre su carrera (como sí lo tuve con la de Julio), y el tiempo nos fue distanciando.

Ella era una trabajadora incansable, ambiciosa y lista. Y también muy obsequiosa, hacía muchos regalos caros. Era generosa con su tiempo y le preocupaba mucho la gente. Los vecinos le decían: «Raffaella, hay un socavón en mi pueblo», y llamaba al alcalde para que lo arreglaran. Esa simpatía y naturalidad la llevaron a tener ese triunfo con varios programas de televisión en Italia y España, entre ellos el mítico ¡Hola, Raffaella!

Además de su carisma personal, uno de los ingredientes que propulsaban a Raffaella y a Julio a internacionalizarse era la cuidada adaptación que hacíamos de sus canciones a otros idiomas. El respeto por el idioma local era la mejor tarjeta de presentación para nuestros cantantes.

Adaptar una letra a otro idioma es muy difícil, las nuevas palabras tienen que acompañar el ritmo y respetar las pausas, los acentos. Los letristas franceses son reconocidos por su destreza al traducir, pero en Italia estábamos teniendo problemas para encontrar un profesional a la altura de Julio. La suerte quiso que en 1975 el cantante se embarcara en un crucero por el Caribe, donde conoció a Gianni Belfiore, el director de espectáculos de la compañía naviera, que le pidió una oportunidad para traducir alguna canción de su repertorio, que se conocía al dedillo.

La primera prueba fue con «Si me dejas no vale». Resultó magnífica, y a partir de ahí se inició una colaboración que llevó al cantante a interpretar más de ochenta canciones en italiano, según dice Belfiore en su propia biografía. Las letras eran espectaculares, mejores incluso que las originales en español.

A principios de los ochenta, los artistas que me había adjudicado la CBS se comían el mundo y yo no paraba de trabajar como un loco para intentar superar que mi primera pareja, Katia Brunner, me hubiese abandonado un par de años antes llevándose consigo a nuestra hija, Vanessa. Con todo, Katia me había regalado el conocimiento del francés, con el que me defendía holgadamente.

En 1980, Julio me invitó a pasar unas vacaciones en su casa de Indian Creek, en Miami, de forma que Vanessa podía jugar con sus hijos mientras nosotros trabajábamos en su nuevo disco. El compositor Tony Renis nos había mandado una melodía a la que había que poner una letra y pese a contar con la brillante colaboración de Ramón Arcusa estábamos bastante bloqueados.

Vanessa no tenía aún siete años y yo la observaba crecer con tristeza. Durante años he sentido un enorme dolor por no haber podido ser mejor padre. Me desperté una mañana y estuve un rato contemplando con melancolía cuánto había crecido.

Julio y yo tuvimos poco después una conversación sobre la nostalgia de ver a nuestras hijas crecer y surgió así la idea que se convirtió en la canción «De niña a mujer». Chábeli, que era al menos tres años mayor que mi hija, era la primogénita de Julio y en ese momento la que más brillaba. Había puestas muchas expectativas en ella. Ramón y Julio escribieron una preciosa letra que pasó a ser uno de los temas más intimistas de su repertorio, y también de los más vendidos.

La soledad con la que llegué a París no dejaba de ser un buen activo para la compañía, ya que trataba de olvidar el fin de mi relación trabajando día y noche y me apuntaba a cualquier evento que hubiera en marcha. Tenía el corazón roto, tenía insomnio y tenía ganas de comerme París.

Quienes me conocían, incluido mi jefe Alain Levy, creían que yo era algo así como el gigoló de Monique, pero nunca fue cierto. Éramos una pareja sin serlo y ella me llevaba como acompañante a sus diferentes compromisos. Aún me sorprendo de verme a mí mismo en el cumpleaños de Johnny Hallyday, contratado por la competencia, que era algo así como el Elvis francés, al que solo invitaba a una decena de personas. Y ahí estaba yo.

Gracias a la amistad de Monique con la familia propietaria de la sala Olympia, los Cocatrix, siempre estábamos en las mejores filas de los conciertos imprescindibles con los cantantes del momento. El Olympia era como un templo por el que había que pasar para consagrarse en Francia. No solo para los artistas nacionales, también para los internacionales, como Leonard Cohen, al que estábamos promocionando en ese momento.

Mi vida profesional iba literalmente sobre ruedas, porque yo había visto la moda de ir en patines al trabajo en un viaje a Nueva York y así llegaba a la oficina que teníamos en Franklin Roosevelt. Muchas mañanas me acompañaba la nueva directiva que acababa de llegar de Nueva York, Bunny Freidus, una de las pocas grandes ejecutivas mujeres en la industria de la música y de cualquier sector en aquel momento. Freidus me llamaba al salir de su casa por las mañanas con la bicicleta, y nos encontrábamos a medio camino para ir juntos en ese tándem sobre ruedas a la oficina. La mayor parte de la plantilla era extranjera, excepto Levy, un francés educado en Estados Unidos, otro de los mentores que ha marcado mi trayectoria. Llegar a aquella preciosa oficina pasando casi volando entre los viandantes y viendo sus caras de vértigo me producía cierta satisfacción.

Gracias al talento de los artistas que me dieron, en tres años cumplí mis objetivos en el puesto. Y, cuando ya estaba corriendo el peligro de empezar a aburrirme, algo que me sucede periódicamente en el trabajo cuando lo he exprimido intensamente, me ofrecieron ir a la oficina de Miami, ya que la compañía tenía problemas con el marketing en Latinoamérica. Cuando me hicieron la oferta tuve ganas de contestar: «¿Cuánto hay que pagar?».

París me dio lo que yo más necesitaba en ese momento de mi vida. Pero, una vez que me fui, no miré atrás y corté el contacto con Monique Le Marcis.

 

Veo amanecer, lluvia de cristal,

no pude dormir, dejadme soñar, soñar…

Lento caminar, voy sin sonreír,

rápido pensar que me hace sufrir, sufrir…

«La juventud tiene razón»,

MANOLO DÍAZ (1969)

El increíble éxito comercial de Julio Iglesias en Europa fue el resultado tangible que catapultó la fama de Manolo Díaz dentro de CBS. Una rampa de lanzamiento. Su desempeño superó las expectativas de la empresa en un corto periodo de tiempo, lo que le hizo brillar como un ejecutivo superventas. Su mano izquierda lo ayudó a salir airoso de las delicadas relaciones internas en la compañía, y con un trato cercano y exquisito se ganó a los artistas y los directivos por igual.

Julio se convirtió en su amistad más duradera de las que forjó durante ese periodo. Casi medio siglo después se siguen llamando prácticamente a diario, una relación reforzada por el hecho de que ambos terminaron viviendo en Miami. Con ochenta años, ya no hablan de cenas y de chicas. El tema principal ahora son los achaques.

«Me pusieron a mi lado a una persona increíble», dice Julio Iglesias, feliz de hablar de sus inicios con Díaz, en el que siempre vio a un compañero —misma edad, mismos idiomas— que le hacía muy fácil un trabajo exigente.

Ambos estaban recién divorciados y salían prácticamente todas las noches que el cantante pasaba en París y en las giras por el resto de Europa. Pero también trabajaban muy duro. El cantante era extremadamente ambicioso y estaba muy pendiente de su carrera y sus resultados. A Manolo le gustaba «hacer bien todo lo que se hace», lo que en ocasiones derivaba en un punto de obsesión por el trabajo. Si Julio llamaba, Manolo siempre estaba ahí con la respuesta preparada y de buen humor. «Él me ayudó muchísimo, éramos dos putos por el mundo», dice Iglesias recordando su famoso marketing de guerrilla. «Cenamos por toda Europa, teníamos una historia muy bonita. Yo sigo llamando a Manolo casi a diario».

Los dos tienen clara su anécdota favorita de esta longeva amistad y sucede precisamente en esos años de cenas y fiestas en la capital francesa.

Obligado por las exigencias de la promoción, Julio se alojaba largas temporadas en el Intercontinental de París. Un sábado llegó al hotel bastante tarde con una petición complicada para Manolo: reservar un restaurante para ir a cenar con Bianca Jagger, la todavía esposa de Mick Jagger, que le quería proponer participar en un concierto benéfico por la causa sandinista.

Julio no tenía ninguna intención de cantar para los sandinistas, pero la idea de cenar con la modelo y esposa de uno de los cantantes más importantes de la música rock sí le seducía. Encontrar un restaurante ese sábado por la noche en París era casi imposible, porque se celebraba una feria internacional del automóvil. Ni siquiera Sergio, el conserje del Intercontinental, que siempre tenía buenas ideas, era capaz de dar con una mesa libre.

Díaz recordó entonces un restaurante brasileño algo cutre, Chez Guy, en el que sí quedaba sitio y para allá se fue en un taxi con José María Castellví, fotógrafo de cabecera de Julio y del ¡Hola! Al poco llegaron juntos Julio y Bianca, y los cuatro iniciaron lo que se anticipaba como una divertida velada en un lugar poco frecuentado.

Julio era muy desvergonzado en aquella época y se arrimaba a Bianca todo lo que podía. El cantante recuerda con precisión el momento que definió la noche: «Entre las bromas que le estaba haciendo a Bianca una fue: “¿Te imaginas que ahora entra tu marido por la puerta?”».

Y así sucedió. La puerta se abrió y apareció el cantante de los Rolling Stones con Bill Wyman, el bajista. Ambos pasaron delante de su mesa, aparentemente sin ver al cuarteto, que se quedó helado. «Julio se puso hasta pálido», añade Manolo entre risas.

El resto de la cena trascurrió en un ambiente tenso, con Iglesias ocupado en marcar distancias con la nicaragüense y sofocando sus bromas, dada la proximidad del marido de Jagger. Los dos miembros de los Rolling terminaron su cena muy rápido y volvieron a pasar por delante de ellos. Esta vez, Mick Jagger se paró.

«Él se acercó a la mesa y le dijo a Bianca: “Fuck you, you better go back to the favelas you come from”. Cogió la puerta y se fue», cuenta Julio Iglesias recordando aquel sorprendente momento.

Los dos siempre sospecharon que de alguna forma alguien le había dado el chivatazo a Mick Jagger de dónde estaba su esposa, todo esto en medio de su proceso de divorcio. Porque ¿a quién se le ocurre comer brasileño en París?

Hoy, Bianca Pérez dice que este recuerdo tal y como lo cuentan Iglesias y Díaz no sucedió así, pero declina entrar en más detalles.

Casi medio siglo después, a Iglesias le gusta rememorar aquel episodio comparando su fama con la de los Rolling Stones. En una escena de la película Running Out of Luck, de 1987, Mick Jagger entra en un ultramarinos en Brasil pidiendo permiso para llamar por teléfono. Los dueños se lo niegan y, cuando él intenta explicarles que es un cantante famoso, ellos le dicen que solo conocen a Julio Iglesias. Al español le fascina esta secuencia.

Posteriormente, M

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