Los náufragos del Wager

David Grann

Fragmento

cap-3

PRÓLOGO

El único testigo imparcial fue el sol. Durante días estuvo observando aquel extraño objeto que se bamboleaba en mitad del océano, sacudido sin piedad por el viento y las olas. En un par de ocasiones la embarcación estuvo a punto de estrellarse contra un arrecife, y aquí se habría acabado esta historia. Sin embargo —tanto si fue cosa del destino, tal como algunos proclamarían después, como si fue simple chiripa—, acabó recalando en una ensenada de la costa sudoriental del Brasil, donde fue visto por algunos habitantes.

Con sus más de quince metros de eslora por tres de manga, puede decirse que era una embarcación en toda regla, si bien parecía que la hubieran armado a base de retales de madera y de tela y luego machacado hasta dejarla irreconocible. Las velas estaban hechas jirones; la botavara, resquebrajada. El casco supuraba agua de mar y del interior emanaba un hedor insoportable. Los observadores, al acercarse más, oyeron sonidos inquietantes: a bordo se apretujaban treinta hombres, todos ellos prácticamente en los huesos. Sus prendas estaban casi desintegradas y sus rostros cubiertos de pelo, enmarañado y salobre como las algas.

Algunos estaban tan débiles que ni levantarse podían. Uno no tardó en exhalar su último suspiro. Pero un individuo que parecía estar al mando se puso en pie con un extraordinario esfuerzo de voluntad y proclamó que eran náufragos del HMS Wager, un buque de guerra británico.

Cuando la noticia llegó a Inglaterra, fue recibida con incredulidad. En septiembre de 1740, en medio de un conflicto imperial con España, el Wager, con unos doscientos cincuenta hombres a bordo entre oficiales y tripulación, había zarpado de Portsmouth como parte de una escuadra con una misión secreta: capturar un galeón español lleno de tesoros y conocido como «el mejor botín de todos los mares». Cerca del cabo de Hornos, en la punta de Sudamérica, la escuadra había sido víctima de un huracán, y se creía que el Wager se había hundido con todos sus ocupantes. Pero 283 días después de haber sido avistado por última vez, esos hombres reaparecieron milagrosamente en Brasil.

Habían naufragado frente a una desolada isla próxima a la costa de Patagonia. La mayoría de los oficiales y tripulantes había perecido, pero ochenta y un supervivientes habían logrado hacerse a la mar en una embarcación improvisada con restos del Wager. Apretujados a bordo hasta el punto de no poder moverse apenas, navegaron en medio de grandes temporales y olas gigantescas, tormentas de hielo y terremotos. Más de cincuenta hombres murieron durante la ardua travesía, y para cuando los pocos que quedaban alcanzaron Brasil tres meses y medio más tarde, habían recorrido casi tres mil millas marinas, una de las más largas singladuras de que se tiene constancia. Los náufragos fueron aclamados por su ingenio y su valor. Como señaló el jefe del grupo, costaba de creer que «la naturaleza humana pudiera soportar las desgracias por las que hemos pasado».

Seis meses después otro bote tocaba tierra; en medio de una ventisca quedó varado en un punto de la costa sudoccidental de Chile. Era una embarcación más pequeña aún, una canoa de madera propulsada por una vela hecha con jirones de manta cosidos entre sí. Iban a bordo otros tres supervivientes y su estado era todavía más aterrador. Estaban medio desnudos, macilentos, y los insectos se cebaban en lo poco que les quedaba de carne. Uno de los tres deliraba de tal manera que, según lo expresó un compañero, «había perdido la cabeza; no se acordaba de nuestros nombres… ni del suyo tampoco».

De vuelta en Inglaterra, una vez recuperados, estos hombres lanzaron un sorprendente alegato contra los compañeros de viaje que habían recalado en Brasil. No eran tales héroes, sino unos amotinados. En la controversia que siguió a dicho anuncio, con acusaciones y contraacusaciones por ambas partes, quedó claro que los oficiales y tripulantes del Wager habían sacado fuerzas de flaqueza para subsistir en la isla bajo circunstancias extremas. Enfrentados a la inanición y a temperaturas bajísimas, decidieron construir un puesto de avanzada y reinstaurar el orden naval. Pero, conforme la situación empeoraba, oficiales y tripulantes del Wager (esos presuntos apóstoles de la Ilustración) cayeron en un estado de depravación digno de Hobbes. Hubo facciones encontradas, saqueos, deserciones, asesinatos. Algunos de los hombres sucumbieron al canibalismo.

De vuelta en Inglaterra, las figuras principales de ambos grupos, junto con sus aliados, fueron convocadas por el Almirantazgo para someterse a un consejo de guerra. El tribunal amenazaba con hacer pública la naturaleza secreta no solo de los acusados, sino también de un imperio cuya autoproclamada misión era propagar la civilización occidental.

Varios de los encausados publicaron sus sensacionalistas —y extremadamente discordantes— relatos de lo que uno de ellos calificó como «turbio e intrincado» asunto. Los informes de la expedición influyeron en filósofos como Rousseau, Voltaire y Montesquieu, como también, más adelante, en Charles Darwin y dos de los grandes novelistas del mar, Herman Melville y Patrick O’Brian. El principal objetivo de los imputados era influir en el Almirantazgo y en la opinión pública. Un superviviente de uno de los grupos redactó lo que según él era una «narración veraz», insistiendo en que «he tenido sumo cuidado de no incluir ni una sola falsedad: toda mentira sería de lo más absurda en un escrito pensado para reivindicar el carácter del autor». El líder del otro bando aseguró, en su propia crónica de los hechos, que sus enemigos habían aportado una «narración imperfecta» y «mancillado nuestros nombres con las peores calumnias». Y juraba: «Nuestro éxito o nuestro fracaso dependen de la verdad; si la verdad no nos apoya, nada podrá hacerlo».

Todos imponemos cierta coherencia —cierto significado— a los caóticos acontecimientos de nuestra existencia personal. Hurgamos entre las imágenes crudas de nuestros recuerdos, seleccionando, puliendo, borrando. Emergemos convertidos en los héroes de nuestra propia historia; es lo que nos permite vivir con lo que hemos hecho… o no hemos hecho.

Pero aquellos hombres creían firmemente que su vida dependía ni más ni menos de las historias que contaran. Si no eran capaces de aportar un relato convincente, podían acabar colgados del penol de un barco.

PRIMERA PARTE

EL MUNDO DE MADERA

1

EL TENIENTE DE NAVÍO

Cada uno de los hombres de la escuadra llevaba consigo, además de un baúl o maleta de marinero, su propia y gravosa historia. Quizá tenía que ver con un amor despechado, o con una secreta condena a prisión, o con una esposa embarazada que lo veía zarpar entre lágrimas. Quizás era hambre de fama y dinero, o miedo a la muerte. David Cheap, teniente de navío del Centurion, el buque insignia de la escuadra, no era una excepción. Escocés corpulento de cuarenta y pocos años, nariz prominente y mirada intensa, Cheap estaba huyendo: de peleas con su hermano sobre la herencia familiar, de acreedores que le perseguían, de deudas que le impedían encontrar una novia adecuada. En tierra, Cheap parecía un hombre condenado, incapaz de navegar por los inesperados bajíos de la vida. Sin embargo, cuando estaba en el alcázar de un buque de guerra británico, surcando los océanos con la gorra ladeada y un catalejo, irradiaba confianza en sí mismo (algunos dirían que incluso cierta arrogancia). El mundo de madera de un barco —un mundo limitado por el rígido reglamento de la Armada y las leyes del mar y, sobre todo, por la curtida camaradería entre hombres— le había proporcionado un refugio. De repente notó allí un orden diáfano, una claridad de objetivos. Y el último destino del teniente de navío Cheap, pese a los innumerables riesgos que comportaba, desde morir de una epidemia a perecer ahogado o bajo el fuego de cañones enemigos, le brindaba lo que él más ansiaba: una oportunidad de optar por fin al premio más valioso y ascender a capitán de su propio navío, y convertirse así en un señor de los mares.

El problema era que no podía dejar atrás la condenada tierra. Estaba atrapado —como si le hubieran echado una maldición— en el muelle de Portsmouth, junto al canal de la Mancha, poniendo todo su febril pero vano empeño en lograr que el Centurion estuviera debidamente equipado y listo para zarpar. Su imponente casco de madera, de 43 metros de eslora por 12 de manga, permanecía varado en una grada. Carpinteros de ribera, calafates, ebanistas y armadores iban y venían por las cubiertas como ratas (que también abundaban), en medio de una cacofonía de martillos y sierras. En las adoquinadas calles próximas al astillero apenas si cabía un alma, con tantas carretillas y tantos carros tirados por caballos, más un ejército de ganapanes, mendigos, carteristas, marineros de toda ralea y prostitutas. A intervalos regulares, un contramaestre hacía sonar su silbato y momentos después veías salir hombres de las cervecerías, despedirse de antiguos o nuevos amores, y subir corriendo a bordo de sus respectivos barcos para evitar los latigazos del oficial.

Era el mes de enero de 1740 y el Imperio británico se apresuraba a movilizarse para la guerra contra España, su rival imperial. Y en un movimiento que había aumentado repentinamente las expectativas de Cheap, el entonces capitán del Centurion, George Anson, había sido ascendido a comodoro por el Almirantazgo para dirigir la escuadra de cinco barcos de guerra contra los españoles. Fue una decisión inesperada. Como hijo que era de un oscuro caballero rural, Anson no ostentaba el nivel de mecenazgo, la pasta —o «el interés», como se decía en términos más educados— gracias a la cual muchos oficiales subían en el escalafón. Anson, que contaba entonces cuarenta y dos años, había ingresado en la Armada a los catorce y servido durante casi tres décadas sin haber dirigido ninguna campaña militar importante ni pescado un lucrativo botín.

Alto, de rostro alargado y frente alta, tenía como un halo de lejanía. Sus ojos azules eran inescrutables, y apenas si abría la boca como no fuera en compañía de sus pocos amigos de confianza. Un político, tras reunirse con él, comentó: «Para variar, Anson habló poco». Casi nunca escribía cartas, como si dudara de la capacidad de las palabras para transmitir lo que sentía o veía. «Le gustaba muy poco leer, y menos aún escribir o dictar sus propias cartas, y esa aparente indolencia […] le granjeó la ojeriza de muchos», escribía un pariente suyo. Más adelante un diplomático bromearía diciendo que Anson sabía tan poco de la vida, que había «dado la vuelta al mundo pero sin estar nunca dentro».

Sea como fuere, el Almirantazgo había visto en él lo que Cheap también había detectado en sus dos años como miembro de la tripulación del Centurion: Anson era un formidable hombre de mar. Tenía un gran dominio de aquel mundo de madera, y, lo que es más, un gran dominio de sí mismo: bajo presión se mantenía siempre frío e inalterable. Su pariente señalaba: «Tenía un elevado sentido de la sinceridad y del honor y practicaba ambas cosas a rajatabla». No solo había cautivado a Cheap, sino a todo un séquito de protegidos y oficiales de menor graduación, que competían por ganarse su favor. Más adelante uno de ellos informaría a Anson de que estaba más en deuda con él que con su propio padre, y que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para «estar a la altura de la buena opinión que tiene usted de mí». Si conseguía tener éxito en su nuevo cometido como comodoro de la escuadra, Anson estaría en posición de nombrar al capitán que le pareciera mejor. Y Cheap, que había sido anteriormente segundo teniente a las órdenes de Anson, era ahora su mano derecha.

Al igual que Anson, Cheap había pasado buena parte de su vida en el mar, una existencia dura de la que al principio había confiado en escapar. Como observó una vez Samuel Johnson: «Ningún hombre será marinero si se las apaña para que lo envíen a prisión, pues estar en un barco es como estar en la cárcel, pero con el riesgo añadido de morir ahogado». El padre de Cheap había sido propietario de una gran finca en Fife, Escocia, y era además el segundo Laird de Rossie, uno de esos títulos que sonaban a nobleza aunque no la confirieran del todo. Su lema, esmaltado en la cimera familiar, era Ditat virtus: «La virtud enriquece». Tenía siete hijos de su primera esposa y, muerta esta, tuvo seis más con su segunda, entre ellos David.

En 1705, el año en que David cumplía ocho, su padre salió a por un poco de leche de cabra y cayó muerto. Como era costumbre, fue el mayor de los varones —James, hermanastro de David— quien heredó el grueso de la propiedad. Y así David se vio zarandeado por fuerzas que escapaban a su control, en un mundo dividido entre primogénitos y segundones, entre poseedores y desposeídos. Para agravar las cosas, James, convertido ahora en el tercer Laird de Rossie, descuidaba con harta frecuencia el pago de la asignación que les correspondía a sus hermanastros y su hermanastra. Dicen que nobleza obliga, pero será que hay excepciones. Forzado a buscarse la vida, David trabajó de aprendiz con un comerciante, pero sus deudas no menguaban y en 1714, el año en que cumplía diecisiete, se hizo a la mar, decisión que su familia recibió con lógico agrado; como su tutor escribió al primogénito: «Cuanto antes se marche, mejor para ti y para mí».

Después de estos reveses, Cheap solo parecía más consumido aún por sus enconados sueños, más decidido a eludir lo que él llamaba un «desdichado destino». A solas, en un océano alejado del mundo que él conocía, quizá podría probarse a sí mismo frente a los elementos, ya se tratara de hacer frente a tifones, de combatir contra barcos enemigos o de rescatar a sus compañeros de alguna calamidad.

Pero aunque Cheap había perseguido a unos cuantos piratas —incluido el manco irlandés Henry Johnson, que disparaba su arma apoyándola en su muñón—, aquellos primeros viajes le procuraron escasos incidentes. Cheap había sido enviado a patrullar por las Antillas, una misión generalmente considerada entre las peores debido al espectro de enfermedades: la fiebre amarilla, la disentería, el dengue, el cólera.

Pero Cheap había aguantado. ¿No era acaso un punto a su favor? Es más, se había ganado la confianza de Anson hasta ascender a teniente de navío. Sin duda contribuyó a ello el desdén que compartían por la cháchara imprudente, o lo que Cheap consideraba un «asunto de vapores». Un pastor escocés que con el tiempo trabaría amistad con Cheap señalaba que Anson lo había contratado porque era «un hombre juicioso y con conocimientos». Cheap, antaño acuciado por las deudas, estaba solo a un peldaño de su codiciada condición de capitán de navío. Y ahora que había estallado la guerra con España, estaba a punto de conocer lo que era una batalla naval en toda regla.

Este conflicto bélico era la consecuencia de la interminable competencia entre las potencias europeas por ensanchar sus respectivos imperios. Rivalizaban entre ellas por conquistar o dominar cada vez más territorio con el objeto de explotar y monopolizar los valiosos recursos naturales y mercados de otras naciones. Eso supuso someter y destruir innumerables pueblos indígenas, cosa que justificaban asegurando que se trataba de propagar la «civilización» —incluso cuando se trataba del cada vez más amplio mercado de esclavos a uno y otro lado del Atlántico— a los territorios incultos del globo terráqueo. España era desde hacía tiempo el imperio dominante en América del Sur, pero Gran Bretaña, que ya tenía colonias en el litoral oriental de América del Norte, estaba en plena ascensión y decidida a romper el dominio español.

Luego, en 1738, el capitán de un buque mercante, Robert Jenkins, fue convocado en el Parlamento, donde según parece afirmó que un oficial español había atacado su bergantín en el Caribe y, acusándolo de sacar azúcar de contrabando de colonias españolas, le había cortado la oreja izquierda. Parece ser que Jenkins enseñó su apéndice cercenado, que guardaba en conserva dentro de un frasco, y puso su «causa al servicio de mi país». El incidente encendió todavía más las pasiones parlamentarias y la propaganda libelista, y al final la gente reclamó sangre —oreja por oreja— y, ya puestos, un buen botín. El conflicto recibió el nombre de la guerra de la Oreja de Jenkins.

Las autoridades británicas no tardaron en pergeñar un plan para lanzar un ataque contra uno de los núcleos de la riqueza colonial española: Cartagena de Indias. De esta ciudad a orillas del Caribe partía en convoyes armados gran parte de la plata extraída de las minas del Perú. Una impresionante flota compuesta por 186 barcos, al mando del almirante Edward Vernon, llevaría a cabo la que sería la mayor ofensiva anfibia de la historia. Pero hubo otra operación, esta mucho más pequeña: la que se le encomendó al comodoro Anson.

Con cinco barcos de guerra y una balandra de práctico, Anson y unos dos mil hombres debían cruzar el Atlántico y doblar el cabo de Hornos, «tomando, hundiendo, quemando o destruyendo de un modo u otro» barcos enemigos a fin de debilitar las plazas fuertes españolas entre la costa del Pacífico en Sudamérica y las islas Filipinas. Al urdir este plan, el gobierno británico quería evitar la impresión de que estaba fomentando simplemente la piratería. No obstante, el objetivo principal exigía recurrir al puro y simple robo: apoderarse de un galeón español cargado con plata virgen y cientos de millares de monedas de plata. Dos veces al año España enviaba un galeón así (no era siempre el mismo barco) desde México hasta las Filipinas para comprar allí sedas, especias y otros productos asiáticos, que eran vendidos a su vez en Europa y en las Américas. Estos intercambios eran cruciales para el funcionamiento del imperio comercial español.

Cheap y el resto de los que tenían órdenes de llevar a cabo la misión apenas si sabían nada de lo que se traían entre manos quienes estaban al mando, pero una seductora perspectiva les sirvió de acicate: conseguir una parte del tesoro. El capellán del Centurion, el reverendo Richard Walter, de veintidós años, que luego redactaría una crónica de la singladura, describía el galeón como «el botín más deseable que nadie pudiera imaginar en cualquier parte del globo terráqueo».

Si Anson y sus hombres triunfaban —«si Dios tiene a bien bendecir a nuestras fuerzas», en palabras del Almirantazgo—, seguirían circunnavegando la Tierra antes de regresar a casa. Le habían proporcionado a Anson un código cifrado para sus comunicaciones por escrito, y un oficial le advirtió de que la misión debía ser llevada a cabo «en el mayor de los secretos y de la manera más expeditiva posible». De lo contrario, la escuadra de Anson podía llegar a ser interceptada y destruida por la numerosa armada española que estaba siendo reunida bajo el mando de don José Pizarro.

A Cheap le esperaba la travesía más larga de cuantas había vivido hasta entonces (podía estar fuera tres años), y la más arriesgada de todas. Pero él se veía como un caballero errante de los mares en busca del «mayor botín de todos los océanos». Y, de paso, tal vez ascendería a capitán de navío.

Pero Cheap temía que, si la escuadra no zarpaba pronto, podría acabar aniquilada por una fuerza más peligrosa aún que la armada española: los turbulentos mares del cabo de Hornos. Solo unos pocos marinos británicos habían logrado sobrevivir a unos vientos que soplan continuamente con la fuerza de una galerna, a unas olas que pueden alcanzar casi treinta metros de altura y a unos icebergs que acechan por doquier. Los hombres de mar pensaban que el mejor momento para doblar el cabo de Hornos era durante el verano austral, entre diciembre y febrero. El reverendo Walter citaba esta «máxima vital» explicando que en invierno no solo el mar era más fiero y las temperaturas más gélidas; había también menos horas de luz diurna en las que poder divisar la no cartografiada costa. Por todo ello, argumentaba, navegar cerca de aquel desconocido litoral era «de lo más angustioso y terrible».

Pero desde que se había declarado la guerra, en octubre de 1739, el Centurion y los otros buques de la escuadra —incluidos el Gloucester, el Pearl y el Severn— estaban atracados en Inglaterra a la espera de ser reparados y equipados para la nueva singladura. Los días pasaban despacio y Cheap no podía hacer nada al respecto. Llegó el mes de enero de 1740 y todo seguía igual; otro tanto en febrero y marzo siguientes. Estaban en guerra con España desde hacía casi medio año, pero la escuadra aún no estaba lista para zarpar.

Debía de ser todo un espectáculo. Los barcos de guerra se contaban entre las máquinas más sofisticadas creadas hasta la fecha: castillos de madera flotantes que surcaban los mares a fuerza de viento y velamen. En consonancia con la naturaleza dual de quienes los habían concebido, estaban pensados para ser instrumentos de muerte y, a la vez, hogar para cientos de marineros que vivían juntos como una familia. En una suerte de mortífera partida de ajedrez naval, estos barcos eran desplegados alrededor del globo para conseguir lo que sir Walter Raleigh imaginó en su día: «Aquel que domina los mares domina el comercio del mundo; aquel que domina el comercio del mundo domina también sus riquezas».

Cheap sabía hasta qué punto el Centurion era un buen barco. Veloz y robusto, y con un peso de unas mil toneladas, tenía, como los otros barcos de guerra de la escuadra de Anson, tres imponentes mástiles con vergas cruzadas (los palos desde los que se largan las velas). El Centurion podía desplegar hasta dieciocho velas a la vez. El casco relucía de barniz, y en la popa, pintadas en relieve dorado, llevaba varias figuras de la mitología griega, entre ellas Poseidón. En la proa lucía un león de casi cinco metros tallado en madera y pintado de rojo. Para aumentar las probabilidades de sobrevivir a los cañonazos del enemigo, el casco tenía doble tablazón; en algunos puntos el grosor era de más de un palmo. El barco contaba con varias cubiertas superpuestas, dos de las cuales tenían hileras de cañones en ambos costados, cuyas negras y amenazadoras bocas asomaban de troneras cuadradas. Augustus Keppel, guardiamarina de quince años que era uno de los protegidos de Anson, se jactaba de que ningún otro barco de guerra tenía «nada que hacer» contra el poderoso Centurion.

Pero construir, reparar y equipar un bajel de estas características era un empeño hercúleo incluso en las mejores circunstancias; en un periodo de guerra, era un caos. Los astilleros reales, que se contaban entre los más grandes del mundo, no daban abasto: barcos con vías de agua, barcos a medio construir, barcos que había que cargar y descargar. Los buques de Anson estaban en la zona que se conocía como Rotten Row. Por muy sofisticados que fueran los buques de guerra con todo su trapo y su mortífera artillería, estaban hechos básicamente de materiales sencillos y perecederos: cáñamo, lona y, sobre todo, madera. Para construir un solo buque de guerra de grandes dimensiones podían ser necesarios hasta cuatro mil árboles; dicho de otro modo, talar cuarenta hectáreas de bosque.

Aunque la de roble era la madera de preferencia, también las maderas duras estaban expuestas a los elementos erosionadores de las tormentas y del mar. El Teredo navalis —un molusco rojizo que puede alcanzar más de un palmo de longitud— roía los cascos. (Colón perdió dos barcos por ese motivo durante su cuarto viaje al Caribe). Las termitas se cebaban en cubiertas, mástiles y puertas de camarote, lo mismo que el llamado «reloj de la muerte», un escarabajo que perfora la madera. Por si fuera poco, un hongo en particular devoraba el núcleo de madera de la embarcación. En 1684, Samuel Pepys, secretario del Almirantazgo, descubrió estupefacto que numerosos barcos de guerra en construcción estaban ya tan carcomidos que «corrían peligro de hundirse en el amarradero mismo».

Según un importante constructor, un buque de guerra normal duraba solo catorce años. Y para sobrevivir tanto tiempo, había que rehacer prácticamente el barco entero después de cada larga travesía: arboladura, aparejo y recubrimiento nuevos. No hacerlo era exponerse al desastre. En 1782, mientras estaba anclado cerca de Portsmouth y con toda su tripulación a bordo, el Royal George —con sus 55 metros de eslora, el mayor buque de guerra del mundo durante una época— vio cómo su casco empezaba a llenarse de agua. Se hundió sin remedio. La causa fue motivo de debate, pero finalmente una investigación señaló el «estado de podredumbre general de sus maderas». Se calcula que perecieron ahogadas unas novecientas personas.

Cheap se enteró de que una inspección había concluido que el Centurion padecía la lista habitual de heridas marinas. Un constructor apuntó que el recubrimiento de madera del casco estaba «tan carcomido» que habría que arrancarlo y poner uno nuevo. El palo trinquete, hacia la proa, tenía una oquedad podrida de un palmo de hondo y las velas estaban —como Anson anotó en su cuaderno— «muy roídas por las ratas». Los otros cuatro buques de la escuadra se enfrentaban a problemas similares. Para complicar aún más las cosas, cada barco debía llevar toneladas de provisiones, incluyendo sesenta mil metros de cuerda, unos mil cuatrocientos metros cuadrados de vela y toda una granja compuesta de gallinas, cerdos, cabras y ganado bovino. (Subir a bordo semejante colección de animales era un empeño de locos: como se lamentaba un capitán británico, a los cabestros «no les gusta el agua»).

Cheap rogó a la administración naval que acelerara el proceso para terminar los preparativos. Pero ya era cosa sabida en tiempos de guerra: aunque gran parte del país clamaba por entrar en batalla, la gente no estaba dispuesta a pagar suficiente para ello. Y la marina de guerra estaba sometida a muchísima presión. Cheap podía ser muy irascible, su humor cambiaba como lo hace el viento, y ahora se encontraba varado en tierra, ¡como un chupatintas! Fastidió a funcionarios de los astilleros para que sustituyeran el mástil dañado del Centurion, pero ellos insistieron en que aquella oquedad se podía remendar sin más. En vista de ello, Cheap escribió al Almirantazgo condenando aquella «extraña manera de razonar», y finalmente se salió con la suya. Pero a costa de perder más tiempo.

¿Y dónde estaba el bastardo de la flota, el Wager? A diferencia de otros barcos de guerra, no había nacido para la batalla; originalmente faenaba como buque mercante sobre todo en las Indias Orientales. Pensado para grandes cargamentos, era un navío barrigón y difícil de gobernar, un engendro de setenta metros de eslora. Iniciada la contienda, la Armada, necesitada de barcos, lo había comprado a la Compañía de las Indias Orientales por casi cuatro mil libras esterlinas. Desde entonces, permanecía secuestrado a unos ciento treinta kilómetros al nordeste de Portsmouth, en Deptford, un astillero de la Marina Real a orillas del Támesis, donde estaba experimentando una metamorfosis: los camarotes fueron destrozados, se practicaron agujeros en las paredes exteriores, se anuló una de las escaleras.

Dandy Kidd, el capitán del Wager, supervisaba los trabajos. De cincuenta y seis años de edad y presunto descendiente del bucanero William Kidd de infausto recuerdo, era un marino experimentado… y supersticioso también: veía portentos acechando en las olas y en los propios vientos. Había alcanzado muy recientemente lo que era el sueño de Cheap: gobernar su propio barco. Al menos desde la perspectiva de Cheap, Kidd se había ganado el ascenso, a diferencia del capitán del Gloucester, Richard Norris, cuyo padre, sir John Norris, era un conocido almirante; sir John había contribuido a asegurarle a su hijo un puesto en la escuadra, señalando que habría «acción y también buena fortuna para los que sobrevivieran». El Gloucester fue el único navío de la escuadra en ser reparado con prontitud, lo que provocó las quejas de otro capitán: «Pasé tres semanas en el muelle sin que clavaran un solo clavo, y todo porque el hijo de sir John Norris tenía prioridad».

El capitán Kidd tenía su propia historia. Había dejado en el internado a un hijo de cinco años, llamado también Dandy, pues el niño no tenía madre que lo cuidara. ¿Qué sería de él si su padre no superaba la travesía? Sí, el capitán Kidd temía ya los malos presagios. En el cuaderno de bitácora escribió que su nuevo barco estuvo en un tris de dar la «vuelta de campana», y había advertido al Almirantazgo de que quizás era un barco «raro», en el sentido de que se escoraba de manera poco normal. Para añadir lastre al casco a fin de que no volcara, se cargaron a través de las escotillas más de cuatrocientas toneladas de arrabio y grava en la húmeda, oscura y cavernosa sentina.

Los operarios tuvieron que afanarse en medio de uno de los inviernos más fríos registrados en Inglaterra, y justo cuando el Wager estaba ya listo para navegar, Cheap se enteró de que algo extraordinario había sucedido: el Támesis se heló; gruesas e inquebrantables olas de hielo cubrían el cauce de orilla a orilla. Un funcionario de Deptford aconsejó al Almirantazgo que retuvieran al Wager hasta que el hielo se fundiera. Ello supuso esperar dos meses más, para consternación de Cheap.

En mayo, el antiguo mercante de la Compañía de las Indias Orientales salió por fin de los astilleros convertido en buque de guerra. La Armada clasificaba los barcos por el número de cañones que portaban, y dado que el Wager tenía veintiocho, se lo consideraba de sexta categoría, el rango más bajo. Fue bautizado así en honor de sir Charles Wager, primer lord del Almirantazgo, que a la sazón contaba setenta y cuatro años. El nombre del navío parecía muy adecuado: ¿acaso no estaban jugando todos con sus vidas?[1]

Mientras el práctico guiaba al Wager corriente abajo por el Támesis, luchando con la marea de aquella importantísima vía comercial, se cruzaron con barcos cargados de azúcar y ron procedentes del Caribe, otros que venían del lado oriental con sedas y especias de Asia, así como balleneros que regresaban del Ártico con aceite de ballena para lámparas y productos de cosmética. En medio de todo ese tráfico fluvial, la quilla del Wager se encalló en un banco de arena. ¡Imaginaos un naufragio nada más empezar! Pero el problema quedó pronto solucionado, y en julio el barco llegó por fin al puerto de Portsmouth, donde Cheap le dio un buen repaso. Todo hombre de mar era un implacable observador al que no se le escapaban las elegantes curvas de un barco ni sus patéticos defectos. Y aunque el Wager había adquirido la orgullosa estampa de un buque de guerra, no podía ocultar del todo su antiguo ser, y el capitán Kidd insistió al Almirantazgo —pese a lo tardío de la fecha— para que le dieran al barco una nueva capa de barniz y pintura y quedara así reluciente como los otros.

Hacia mediados de julio, eran ya nueve los incruentos meses transcurridos desde que estallara la guerra. Si la escuadra se daba prisa en zarpar, Cheap confiaba en que podrían alcanzar el cabo de Hornos antes de que terminara el verano austral. Pero a los barcos de guerra les faltaba todavía el elemento más importante de todos: hombres.

Debido a la longitud de la travesía y al carácter anfibio del plan de ataque, cada barco de la escuadra de Anson debía llevar a bordo un número mayor del previsto de marineros e infantes de marina. Se esperaba que el Centurion, un bajel de cuatrocientos hombres, zarpara con alrededor de quinientos, mientras que el Wager llevaría a bordo unos doscientos cincuenta, casi el doble de su dotación habitual.

Cheap se había cansado de esperar a que llegaran tripulantes, pero la Armada había agotado las existencias de voluntarios y en Gran Bretaña no había leva. El «primer» primer ministro, Robert Walpole, advirtió que la falta de tripulación había vuelto inservible un tercio de la

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