El mapa de mis cicatrices

Emma Larreta
Emma Larreta

Fragmento

Mi nombre es Emma

Mi nombre es Emma y estoy viviendo mi segunda vida.

Tienen razón los abuelos cuando dicen que la meteorología ha cambiado mucho en comparación con cómo era en su infancia. Hoy es 15 de febrero y estoy paseando por el monte sin abrigo, sintiendo en la nariz el frescor mañanero más propio de los meses primaverales.

El lunes 17 de marzo de 1975 cayó en Pamplona una nevada terrible y en medio de aquel temporal llegué yo al mundo. Era una bolita de energía, risueña y madrugadora para tormento de mi madre, que ama dormir.

Ese día de marzo es el que aparece en los documentos oficiales, pero mi nacimiento mágico, el extra, mi renacer, ocurrió otro lunes: el 2 de abril de 2007 en San Sebastián.

Aquella mañana de primavera burlé a la muerte y pudieron más mis ganas de vivir que los treinta centímetros de acero de aquel cuchillo. Él intentó matarme, y las veintisiete puñaladas que marcan mi cuerpo son la prueba indeleble de aquella lucha titánica por quedarme aquí, por seguir adelante.

Mientras os cuento mi historia iré abriendo puertas por las que os invitaré a pasar, y es posible que os vayáis sintiendo identificados en algunos momentos o que se os remueva algo por dentro. Quizá hasta podamos reflexionar juntos.

Mis vivencias, mis logros y caídas, mis remontadas y mis debilidades… Mi vida, al fin y al cabo, avanzando con intensidad y pasión. Y yo sin rendirme nunca, dando gracias día tras día por cada amanecer, huyendo de la gente gris, reivindicando mi excentricidad y alimentando siempre la llama de la ilusión por dar un paso más.

Mis cicatrices son la prueba y el testimonio del daño, pero no de la vulnerabilidad.

Miré a la muerte de frente y la convencí de que necesitaba más tiempo aquí. Hablamos y lo entendió. Estoy pagando feliz ese peaje de vida y puede que este libro contribuya al cobro.

Necesito sentirme útil, sentirme parte de la solución, dar voz a quien lo precise y levantar la frente para reivindicar que se puede mejorar y confiar en una sociedad más respetuosa y empática. Quiero romper estereotipos y apostar por el amor en todas sus expresiones. Así como quitarle hierro a equivocarse, y dar valor a comenzar de cero una y otra vez, tantas veces como sean necesarias.

Agarré el timón de mi vida y le eché ganas a la misión. Vivir a medio gas no va conmigo y no me vale tampoco cualquier ruta, quiero la más intensa, la que tiene paisajes exuberantes y vientos cálidos, la que agota pero te llena de satisfacciones, la que te pone aliados en la cuesta y cimas desde donde detenerte a respirar y divisar lo recorrido.

No pretendo adoctrinar a nadie ni sentenciar con frasecitas pomposas. Quiero abrirte mi corazón a través de estas páginas para que, leyendo una vida ajena, intensa y poco convencional, la mía, veas que el destino es caprichoso e incierto y que muchas de las cosas que nos pasan no son culpa nuestra ni consecuencia de una mala decisión.

Cada persona está llena de virtudes, solo hace falta que identifiques las tuyas y quieras revelarlas al mundo.

1

Siempre he oído contar a mi madre el momento en que, vestida de novia camino del altar, mi abuelo Joaquín le dijo mirándola a los ojos:

—Si quieres, nos damos la vuelta.

Qué sensaciones tendría mi abuelo para, en aquella situación, sugerir eso. Y me pregunto por qué mi madre se arrojó a un matrimonio sin ilusión. Me parece un momento terrible, lleno de espinas y angustia, de resignación y, por qué no decirlo, también de cobardía.

Así comenzó la aventura matrimonial de mis padres. Y como bien dice el sabio refranero español, lo que mal empieza, mal acaba.

Mi madre era muy joven, maleable, con poco carácter. Mi padre, mayor que ella, con más kilómetros que la furgoneta de un feriante y la picardía suficiente para saber que allí quien llevaba la voz cantante era él, siempre se aprovechó de ello.

De manera que mi madre, aparentemente por voluntad propia, decidió emprender el vuelo hacia nuevos horizontes atraída por un panorama liberador y grandes expectativas. Sin embargo, muy pronto todas aquellas ideas de futuro se vieron condicionadas por un motivo de peso que creo firmemente que ella no había planificado. En el viaje de novios se quedó embarazada, así que poco disfrutó de las licencias de libertad fuera de la casa familiar. Siempre cuenta que los años que pasó en Pamplona junto a él fueron infelices y desconozco qué nivel de instinto maternal tendría por aquel entonces. Mi sensación como observadora en el tiempo es que todo le vino muy grande; ella quería irse de casa, pero no tuvo en cuenta las consecuencias.

Siendo yo muy pequeña, tres años, mi madre decidió separarse. Creo que es la única decisión valiente que puedo atribuirle en la vida.

Fue una separación complicada porque él abusó de su juventud e inexperiencia y además se aseguró de no dar nada a cambio. Pamplona en aquella época era un feudo de la Iglesia y el tribunal que tramitó la separación era eclesiástico, por lo que ella tenía todas las de perder y muy pocas ganas de luchar; como siempre.

De modo que empezamos nuestro camino solas y nos trasladamos a casa de mis abuelos maternos en San Sebastián, una pareja nada convencional y adelantada a su tiempo. El abuelo Joaquín, un ser maravilloso, divertido y muy pacífico, amante de la lectura y los buenos desayunos, siempre volcado en su trabajo y su familia, nos dejó demasiado pronto, cuando yo era muy pequeña. Hace bien poco tuve una de sus pipas en las manos y me hizo sonreír llena de nostalgia.

Mi abuela Carmen era harina de otro costal: un hermoso huracán, un volcán incandescente. Imaginaos la dupla y lo que supondría convivir con una mujer así. Era una visionaria que nació en el siglo equivocado; independiente, emprendedora, sumamente valiente. Y nada familiar. Sus energías y anhelos siempre se proyectaban más allá de los muros de la casa.

Mi madre tenía toda la vida por delante, era un bellezón, y además muy inteligente. En aquella época contactos, juventud y una cara preciosa eran una magnífica oportunidad para abrir las puertas de un buen futuro laboral, pero para que esto ocurriera entiendo que debía estar entre las prioridades de la posible interesada. Y para mi madre nunca fue así.

Los pretendientes acechaban como buitres esperando el momento oportuno para morder. Ahora de adulta comprendo que esto fue algo importante en nuestras vidas porque era ella la que debía haber desviado la atención de estos pajaritos y haberse centrado en labrar su futuro, nuestro futuro. Era una mujer joven y tenía derecho a reconducir su vida, ser feliz y enamorarse si aparecía la persona idónea, pero no a cualquier precio. Tenía que ponernos en el centro a las dos.

Me encantaría poder entrar en aquella mente para saber qué sucedía allí dentro. Sentarme acurrucada en el sofá de pana marrón a escuchar las conversaciones de mis abuelos sobre «la niña», y tratar de entender por qué no intentaron frenar el despropósito en el que la vida de su hija se estaba convirtiendo. ¿O sí lo hicieron?

Mi padre residía en Pamplona con un trabajo estable y comodísimo que le permitía vivir holgadamente y dedicarse al monte, el esquí y otras distracciones. Tenía un carácter muy sociable, divertido, aventurero y bastante egocéntrico. Yo en su vida nunca fui una prioridad ni desperté en él la responsabilidad propia de la paternidad. Creo que jamás se valoró a sí mismo como padre, con lo cual, ya desde pequeña, yo me preguntaba confundida por qué mis padres habían decidido traerme al mundo.

Los referentes en la vida son balizas que te guían cuando la oscuridad te nubla. Muchas veces no valoras cuánto necesitas esta ayuda hasta que el destino te empuja a situaciones de vértigo. Desde muy pronto fui plenamente consciente de que solo contaba con mis propios recursos, aquellos que me había preocupado de atesorar a lo largo del tiempo. Esta sensación de desam­pa­ro regalado me ha acompañado desde que tengo uso de razón y, aunque, como todo el mundo dice, me ha fortalecido, también me ha hecho sentir rabia y tristeza al comprender que me tocaron unos padres de los que nunca pude sentir guía ni protección. Es fantástico o, mejor dicho, debe de ser fantástico saber que, aunque las cosas se tuerzan, estará tu red incondicional para sostenerte e impulsarte a seguir. Lamentablemente, no fue mi caso.

Cuando yo tenía cinco o seis años, uno de los hermanos de mi madre, el tío Joaquín, salía con una chica de Valencia llamada Pilar. Se conocieron cuando él estaba estudiando allí para protésico dental. Mi madre, joven todavía y con ganas de divertirse, se apuntaba a los planes del tío siempre que iba de visita, y creo que en una de estas noches valencianas conoció a Pedro.

La atracción debió de ser como una mascletá, estruendosa y con ritmo frenético, porque unos meses después estábamos viviendo con él en Benidorm. Mi padre intentaba desde la distancia poner todas las zancadillas posibles. Recuerdo que mi madre, los sábados, cuando empezaban los dibujos animados, me llevaba a rastras a la cabina de debajo de casa porque había que llamar a mi padre y debía ser a la hora acordada, ya que de lo contrario amenazaba con dejar de pasar el dinero de la manutención.

Me acuerdo con bastante claridad de aquella época. El sol y la luz por las mañanas, el patio de mi cole, los bocadillos de mantequilla con azúcar para merendar, jugar en la calle con las niñas del bloque de enfrente, la playa, y el ambiente especial de vivir en una ciudad que está llena de turistas todo el año.

El contrapunto de todo esto era mi relación con el novio de mi madre. Tengo el recuerdo de que me gritaba a menudo y era muy arisco. Pensar en él nunca ha hecho que me sienta bien. Este tema lo he comentado en alguna ocasión con mi madre y siempre me dice que yo estaba en una época muy rebelde, y que esta era la forma de ayudar que tenía Pedro. Supongo que trataba de corregirme mostrándose duro. En fin, una estrategia nada pedagógica que, por supuesto, a mí no me ayudó en absoluto.

Mientras tanto, las tensiones entre mi padre y mi madre iban en aumento. Mi madre no supo cómo lidiar con todas aquellas reprobaciones constantes. Imagino que pensó que si me mandaba con él los conflictos se reducirían mucho, así que le propuso cambiar las custodias. Ella me tendría en vacaciones y él durante el curso escolar.

El señor Larreta vivía en Pamplona con una novia que era la dueña de un hostal muy céntrico. Presumo que a mi padre la idea de convivir con su hija, ya crecida y sin los engorros propios de los niños pequeños, le resultó divertida, y hasta le serviría para adornarse, siempre tan presumido. Así que allí me fui yo, con mi maletita y la cabeza hecha un lío.

María Jesús, que así se llamaba la señora, cuando me vio llegar me llenó de besos. Yo era una muñeca espigada, rubia y doradita por el sol de la costa mediterránea.

Me matricularon en el colegio francés y los días comenzaron a transcurrir en una aparente perfección que yo percibía como una calma peligrosamente silenciosa. Todo eran halagos y regalos para la recién llegada. No había normas ni disciplina, y empecé también a comer cosas que nunca había probado. El ritual por las mañanas antes de ir al autobús del cole era la parada en la pastelería donde comprábamos el almuerzo. Postres, caprichitos, bollos… Para aquella niña que venía de una rutina llena de hábitos saludables y deporte, esos zafarranchos constituían un chute de adrenalina sin límites, pero era dramático lo que estaba suponiendo en su propio físico.

Aquella burbuja explotó al poco tiempo y mi madre vino a por mí. Mi padre había roto con la doña y yo ya estorbaba. Cómo habría engordado que, cuando mi madre vino a Pamplona, casi ni me reconoció. Tengo estrías desde entonces. El cambio en mi dieta y costumbres resultó tan brusco que mi metabolismo se transformó y aquella niña espigada fue tragada por una Emma el doble de voluminosa.

Con este panorama, otra vez cogimos la maleta y nos volvimos a San Sebastián. Entendí que mi madre habría roto con el de Benidorm porque de él ya nunca más se supo.

La vida en casa de los abuelos era entretenida, siempre había gente, y las broncas entre ellos eran de culebrón; inofensivas y bastante teatrales.

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