De lo que en el transcurso del 46 hice, y de lo que no hice; de lo que me ocurrió por sentencia de los hados, y de lo que mi voluntad o irresistibles instintos determinaron, hablaré otro día, pues para ello necesito prepararme de sinceridad y aun de valor... ¿Debo decirlo, debo callarlo? ¿Qué cualidad preferís en el historiador de sí mismo: la melindrosa reserva o la honrada indiscreción?
GALDÓS en Las tormentas del 48, primer volumen de los Episodios Nacionales
¿Puede esperar un español que algún compatriota sienta interés por el secreto que fue su vida?
ORTEGA Y GASSET en el prólogo a las Obras Completas
¿Qué sabes tú del principio de la vida, si estás atiborrado de libros como para llenar la bodega de un barco? El principio es cuando no se sabe por dónde empezar.
ROSA CHACEL, La sinrazón
Mi diario es una forma de aullido o, más bien, algo así como los gritos inarticulados de los mudos: escribo en el diario cuando no puedo escribir.
ROSA CHACEL, Carta a Ana María Moix, 26 de marzo de 1967
Yo profesé en la forma.
ROSA CHACEL, preliminar a Versos prohibidos
Yo estudio mis cosas incansablemente.
ROSA CHACEL, Diario
Altura y profundidad —es la misma cosa— se meditan en la interioridad.
PAUL RICOEUR, La memoria, la historia, el olvido
Tú tienes un temperamento varonil que es absolutamente necesario para ser una mujer superior.
ROSA CHACEL a Ana María Moix
No me asustan los caracteres fuertes porque me cuento entre ellos. A los débiles se les hacen los dedos huéspedes y huyen de padres y maestros.
ROSA CHACEL, entrevista de Shirley Mangini, 1987
Mi historia es un diálogo siempre entrecortado.
ROSA CHACEL, Ciencias Naturales
¡Ah! ¿Pero eran lesbianas?
¡No, idiota! En Lesbos y sus alrededores había otra cosa que no es la que ha acaparado este adjetivo. Había la amistad.
ROSA CHACEL, Acrópolis
PROHIBIDO EL PASO, O NO
Siempre me interesó encontrar a alguien que me compadeciese y estoy segura de que estos cuadernos lo encontrarán algún día.
Alcancía. Vuelta, 5 de septiembre de 1970
En el ámbito de la literatura española hay dos escritoras que han mostrado un ferviente y desacostumbrado interés —sería mejor hablar de necesidad— por la autobiografía. La madre Teresa de Jesús (1515-1582), fundadora de las carmelitas descalzas y la escritora vallisoletana Rosa Chacel (1898-1994). Las dos fueron recias castellanas, autoras de textos autobiográficos imprescindibles (el Libro de la vida y Desde el amanecer) y pioneras tanto en su singular forma de encarar la comprensión del sujeto femenino como en el modo en que ejercieron dicha singularidad en su mundo. Ambas eran amantes de la culminación —«El éxtasis es el río en que navego desde el primer día de mi vida», apunta Chacel, y sabemos cuánto significaba para la madre Teresa—, pero, además, ambas son autoras de unos soberbios diarios (en el caso de la carmelita escritos en forma de cuentas de conciencia) y de centenares de cartas cruzadas con los principales intelectuales de su tiempo. Y lo más importante: las dos escritoras se interesaron por la teoría de la autobiografía y sus reflexiones sobre la expresión de la intimidad las proyectaron en sendos textos teóricos: Las moradas del castillo interior y La confesión, respectivamente, paradigmáticos de la lucha sostenida por ambas mujeres entre la pulsión de decir, de expresar lo más inconfesable que ocurría en su intimidad, y la pulsión de callar, preservando el secreto, su secreto, de la mirada ajena y de la censura que podían generar sus revelaciones. La tensión, en definitiva, entre el silencio y la palabra, eje de toda creación literaria. «Hablar de sí mismo —siempre que sea a fondo y de veras— es la mayor donación que el hombre hace al hombre», afirma Chacel. Lo escribe en uno de sus artículos y el juicio podría entenderse como una síntesis de su poética autobiográfica.[1] En su caso, además, el círculo de ese excepcional interés por la vida humana se cierra con la biografía que la autora vallisoletana escribió de su marido (Timoteo Pérez Rubio y sus retratos del jardín), donde leemos alusiones frecuentes a la necesidad de que alguien escriba a su vez, «algún día», su propia biografía. Sabiendo lo que sé ahora, el ejercicio de interpretación que Chacel aplica a la vida de su marido —ese gran desconocido— ofrece más lecturas e interpretaciones, y más profundas, de las que ella fue capaz de abordar en su pulcro ejercicio biográfico. Porque la apasionante paradoja que traza el conjunto de su obra es que mostrando un gran interés por la literatura de corte existencial ofrece un caso extremo de discurso controlado y autosuficiente que delata, sin embargo, la enorme ansiedad sobre la que dicho discurso se sostiene. La literatura de Chacel niega la claridad, niega la significación, querrá permanecer oscura y solo valorada por quienes reconoce sus pares intelectuales. De modo que la interpretación de su obra literaria nos dice que no quiere ser interpretada, solo valorada como desafío intelectual, aunque en sus diarios derrame, sin embargo, los contornos de su propio drama vital. Si no se ve en esta peculiar característica el núcleo de su escritura —unas novelas que se niegan a sí mismas como novelas y se presentan solo como dificultad— el acceso a la escritora bordea, en mi opinión, lo incomprensible.
El primer problema que plantea escribir la biografía de la autora de Desde el amanecer y tantos escritos autorreferenciales es independizarse de la hermenéutica que su autora construyó y se construyó tanto sobre sí misma como de su relación conyugal, y que se ha venido repitiendo un tanto cansinamente. ¿Hay alguna verdad posible más allá de la vida escrita por la propia Chacel en su autobiografía, en sus centenares de cartas y volcada torrencialmente en sus diarios? Al tiempo que me hago otra pregunta: ¿es posible que la pulcritud de su escritura, un rasgo característico de su estilo, y que heredó del amor de sus padres por la palabra, fuera también la expresión literaria de un extremo y profundo miedo a la libertad de pensamiento? El diario de Rosa Chacel, sostenido con más o menos regularidad entre 1941 y 1994, es una pieza fundamental de la obra chaceliana y sin duda uno de los mejores diarios de la cultura española contemporánea, escrito con una gran franqueza expresiva y con muy pocos miramientos hacia los demás. Cubre un importante lapso temporal de más de cincuenta años y deja constancia de la evolución anímica e intelectual de una mujer que no tuvo una vida fácil y tampoco se la hizo fácil a los demás. Pese a lo cual, sostuvo que la obstinación constituía la esencia más permanente e irrenunciable de su carácter. No deja de ser interesante que el reconocimiento, incluso la popularidad, llegaran a su vida tardíamente. Bordeaba los setenta años cuando, de nuevo en España, sus libros encontraron por fin los tan ansiados lectores que Chacel no había tenido anteriormente, aun deseándolos con desesperación desde que era joven. En la curva de su biografía la vejez adquiere una tonalidad deslumbrante, pero no es oro todo lo que reluce y su tardío éxito coincide en el tiempo con la muerte de Timoteo Pérez Rubio, una muerte decidida por él mismo, ocurrida en Brasil, como veremos, para evitar precisamente su regreso a España, cuando el pintor no disponía ya de las fuerzas ni de la voluntad para llevar a cabo aquel traslado tan deseado por la autora.
Escribir la historia de Rosa Chacel es escribir la compleja historia de un matrimonio cuya singladura les marcaría a ambos de una forma que a menudo les costó aceptar. Una historia cuyos cabos, hasta ahora muy desconocidos, se ofrecen diría que por primera vez secuencialmente. Tres acercamientos biográficos preceden este libro: el primero fue la semblanza trazada en 2002 por Inmaculada de la Fuente, incluyendo a Chacel en el magnífico retrato que esbozaba de una generación de escritoras que se dieron a conocer en la posguerra. Años después vino el ejercicio biográfico llevado a cabo por el escritor Javier Montes, Varados en Río, quien se quedó a las puertas de la difícil historia conyugal que vivieron sus protagonistas. Curiosamente ambos autores subrayan en sus libros el enigma que rodea la figura de la escritora. Montes reconocía en su libro de 2017 la necesidad de seguir explorando los pormenores concretos de una historia tan confusa, que también lo había sido para Inmaculada de la Fuente en 2002. Esta última se apoyaba en el diario de Chacel —esa hucha que define, en su mejor castellano, como alcancía y en la que fue invirtiendo, en efecto, moneda a moneda, palabra tras palabra, toda su vida adulta— para reconstruir a grandes rasgos la historia de su vida. Pero lo cierto es que el diario ha sido poco estudiado en el seno del corpus diarístico de habla hispana, pues son muchas, son tantas, las veladas alusiones que en él se hacen a un problema íntimo que a su autora le resulta indecible que su lectura puede fatigar a un lector desprevenido, sencillamente porque se alude en él situaciones y experiencias que se ignoran de su vida y que ella, a pesar de todos sus esfuerzos por conjurar la angustia que le ocasionaba mantenerlas en secreto, nunca desveló. No quiso hacerlo. Muy al contrario, puso todos sus esfuerzos en borrar las huellas que explican realmente su vida personal. La tercera aportación, en cierto sentido la primera de las tres, la proporcionó la profesora Ana Rodríguez Fisher, excelente conocedora de la vida y obra de la vallisoletana, en una sintética y, sin embargo, poco reveladora semblanza biográfica, en 2019.
En todo caso, las referencias de Chacel a lo que no puede decirse ni a sí misma ni al posible lector que siempre tuvo presente, a lo que debe callar, en definitiva, son continuas en su escritura y constituyen una línea de fuerza fundamental, expresión oblicua de un dolor psíquico al que nunca se ha puesto nombre: «La tentación de este cuadernito […] y la reflexión de lo malos que son los diarios […] Malos como diarios, gustan mucho a todos como literatura, pero como datos sobre los hechos no son nada, todo está escamoteado». Esta anotación que puede leerse en el tercer y último volumen, una vez publicados con gran desconcierto los dos primeros volúmenes, es un ejemplo de las muchas observaciones que se hacen al respecto, todas tienen el mismo tono cómplice y a la vez escurridizo de lo que se dice sin decir. ¿A qué se refiere Chacel con que «todo está escamoteado» en su diario cuando su poética le exigía escribir de sí misma «a fondo y de veras»? Y, más preguntas: si los consideraba malos «como diarios», es decir, como ejercicio de verdad con uno mismo, entonces, ¿por qué los publicó en vida? ¿Qué es, en definitiva, lo que leemos?
Su vida sentimental, que no la íntima, está sistemáticamente elidida, recurriendo a un método que resulta muy característico de su obra ensayística: al principio, la importancia del amor, del erotismo, se perfila en el horizonte temático como una cuestión imprescindible —así lo mantiene en sus dos ensayos, Saturnal y La confesión—, para luego, más adelante, considerar que el tema ya ha quedado atrás. Es decir, no existe como realidad, aquí y ahora, y por tanto queda escamoteado, pero es que el erotismo, leitmotiv constante de su obra, apenas existirá más que como una formidable elipsis. ¿Cuáles son los términos de esta elipsis? En uno de los prólogos a su primera e importante novela —y digo importante particularmente porque lo fue para ella—, donde se rechaza cualquier referencia explícita a la vida afectiva del protagonista, la autora anuncia que algún día su historia afectiva «constituirá un libro de ochocientas páginas».[2] Eso, ese deseo que transversalmente cruza toda su obra, intentó materializarlo en La sinrazón, una novela de casi setecientas páginas en la edición de Comba, cayendo, sin embargo, en el mismo artificio. «El mundo de mi madre eran las pasiones humanas», afirma su hijo Carlos Pérez Chacel en una de las varias entrevistas realizadas para escribir este libro. Pasiones, sin embargo, encubiertas bajo la cualidad abstracta de su escritura, pero que hacen imperioso su desvelamiento. Y es que Chacel ve al ser humano, se ve a sí misma, como un sujeto acumulador de secretos, de hechos ocultos y silenciados que, sin embargo, irradian su influencia permanentemente, aunque se ignore, o se prefiera ignorar, en qué dirección lo hacen. El secreto es la cara y la cruz de su literatura. Y de ahí viene el título de esta biografía: la imagen que siempre he tenido presente ha sido la de ver la vida de Chacel como la de un continente sumergido en una torturante pasión cuyo conflicto nunca aflora más que como queja o como alusiones que invitan a desear descubrirlo y sacarlo a la luz. Una íntima Atlántida por descubrir siendo su existencia innegable porque ella misma la menciona constantemente. Por su parte, Juan Pedro Quiñonero, Clara Janés, Alberto Porlan o Luis Antonio de Villena han reconocido el magisterio recibido de Chacel en innumerables ocasiones. Quiñonero ha recordado cómo para la escritora, al igual que antes para Verdaguer, Manuel de Falla o Ramón Gómez de la Serna, el concepto de Atlántida tenía un alcance poético-histórico y podía proyectarse al propio ser de España, concebida esta como un continente de tesoros potenciales y desconocidos para sí misma que habría que rescatar de su propio sueño dormido en el fondo del mar.[3]
Por todo ello, no es extraño que los rumores y las especulaciones hayan circulado con mayor o menor fundamento en torno a la escritora, reclamando tanto la calidad como el enigma de su obra un contexto biográfico que permita descorrer los numerosos velos que impiden una adecuada comprensión. Siendo una de las escritoras más valiosas y, sin duda, junto con María Zambrano, la de mayor ambición intelectual del siglo XX («Yo soy intelectual por los cuatro costados», le dice a Ana María Moix), apenas se la lee porque no se la entiende. Faltan muchas de las claves de una vida cruzada por el dolor del ocultamiento y la necesidad de hacer frente a una situación personal indeseable pero inconmovible que marcaría la naturaleza digresiva de su obra. ¿Cómo no interesarse por la vida de una mujer que deseaba, en lo más hondo de sí misma, que la descubrieran?
Chacel se cruzó con los principales intelectuales (españoles y extranjeros) de su siglo, incluso del siglo anterior, pues el poeta y dramaturgo José Zorrilla era su tío abuelo por línea materna y esa relación dejaría una impronta literaria decisiva en la vida familiar. Fue discípula por libre de Ortega y Gasset, aunque el filósofo, poco amigo de las mujeres letradas, la desdeñaba hasta cierto punto. Pero ella se mantendría siempre fiel a los ideales orteguianos de elitismo y vanguardia artística. Y formaría parte de la generación del 27, a la que perteneció por derecho propio, aunque en dicho contexto, tal como esta generación se ha venido definiendo en la historiografía literaria más convencional, apenas se la tuviera en cuenta. Lo veremos más adelante. Sus amistades de la época —Luis Cernuda, Concha de Albornoz (con ambos compartiría en París las primeras experiencias del exilio), Máximo José Kahn, Benjamín Palencia, Gregorio Prieto, Tomás Segovia, Juan Gil-Albert, Ramón Gaya o María Zambrano— se mantuvieron en los márgenes de aquellos poetas y creadores que marcarían literariamente el cambio de siglo (Lorca, Dalí, Buñuel, Alberti, Guillén, Salinas…). Sería, sin embargo, a su vuelta en los años setenta cuando su relación con jóvenes escritores que la admiraban —Pere Gimferrer, Clara Janés, Ana María Moix, Esther Tusquets, Vicente Molina Foix, Antoni Marí, Juan Pedro Quiñonero, Juan Manuel Bonet, Quico Rivas, Andrés Trapiello, Federico Jiménez Losantos, Luis Antonio de Villena, Alberto Porlan…— la convertiría en una referencia intelectual.
Mi interés por ella nació en torno al año 2012, cuando preparaba un diccionario del diarismo español que titulé Pasé la mañana escribiendo. Al enfrentarme a la redacción de la entrada dedicada a Rosa Chacel me di cuenta de los muchos interrogantes que suscitaba su escritura. Para comprender mejor los acontecimientos biográficos a los que se refería de manera tan elíptica en sus diarios me puse en contacto con su hijo, Carlos Pérez Chacel, y mantuvimos una conversación en su domicilio de Simancas que resultó muy esclarecedora. ¿Fue suficiente? No, no lo fue, nunca lo es ni puede serlo, nada es suficiente cuando se desea saberlo todo, comprenderlo todo de alguien. Pero ahí nació mi interés por seguir trabajando en su figura: conocer la vida de Chacel y, en la medida de mis posibilidades, ponerla en claro. Y empezaron las carpetas, las notas, la búsqueda de información; preguntas y más preguntas. Sin embargo, aquel interés que duró unos dos años se vio interrumpido por otros libros y encargos. Hace un tiempo, después de publicar El saber biográfico, decidí rescatar aquella investigación primeriza y concluirla, pues mi tiempo se acaba. Me pareció además que la propia Chacel se mostraba arisca y decepcionada ante mi abandono, un abandono más de tantos que nos ocurren en la vida, y me conminaba a terminar lo empezado.
Contando con el importante corpus de fuentes escritas, depositado en la Fundación Jorge Guillén y abierto en su totalidad a la investigación gracias a la generosidad mostrada por su hijo, reabrí las antiguas carpetas, releí de nuevo la obra de la escritora, fui a Brasil y pasé semanas en Valladolid instalada en la sede de la fundación leyendo su correspondencia, recorriendo las parroquias de la ciudad, haciéndola mía de nuevo. Engrosando mi propio archivo de la escritora, hablé con algunas de sus amistades de entonces y, en definitiva, me centré en pensar qué fue lo que realmente sucedió en la vida de Rosa Chacel para que tuviera aquella sensación de fracaso tan abrumadora que desprende su diario. Cuando su hijo intervino en el acto de inauguración de la exposición dedicada a su padre, Timoteo Pérez Rubio, en el Museo Contemporáneo de Badajoz, sus palabras fueron: «Yo he hecho muy pocas cosas inteligentes en la vida, pero lo más inteligente que hice fue elegir a mis padres». Pues bien, yo hice lo mismo, también los elegí a ambos y he tomado su camino por algún tiempo, porque los caminos pueden elegirse. Escribir este libro ha requerido andar a oscuras muchas veces, tanteando el significado de tantos puntos suspensivos como hay en la obra de la escritora. Otras veces ha sido lo contrario y he visto con asombro a Chacel moldeando trabajosamente su mundo, como moldeaba la fría arcilla con sus manos en su juventud. La he visto también esperando que llegara un tiempo hecho a su medida. En todo caso, y para terminar, soy la única responsable de la interpretación de su vida.
Barcelona, Menorca, 2012-2024
PRIMERA PARTE
(1898-1936)
1
VALLADOLID, 1817
Yo sé que al orgullo humano / tal vez ofende y le enfosca / el zumbido de una mosca / y el roer de algún gusano: / mas ¿por qué no he de decir / a mi raza y sociedad, / yo, gusano, una verdad?
JOSÉ ZORRILLA, Pulvis es
En una amplia casa de dos pisos de la céntrica calle de la Ceniza, propiedad del marqués de la Revilla, nació, con un hilo de vida, el poeta José Zorrilla Moral el 21 de febrero de 1817. Nació prematuro y su aspecto era tan frágil que el médico que asistió al parto le bautizó con agua de socorro, dudando seriamente de sus posibilidades de llegar al día siguiente. Pero aquel bebé diminuto y sietemesino, hijo único del matrimonio de sus padres, consiguió salir adelante, aunque de adulto su salud siempre sería delicada, como revela su correspondencia, donde los achaques de todo tipo, también los nerviosos —era sonámbulo y con el tiempo se le manifestaría una epilepsia—, asediaron su endeble naturaleza de forma persistente y hasta el final. El pequeño Zorrilla sobrevivió y creció pegado a las faldas de su madre, Nicomedes del Moral, y de su nodriza Bibiana, aunque los tiempos no podían ser peores. Valladolid era entonces, principios del siglo XIX, una ciudad depauperada por los estragos sufridos en la guerra contra el francés, pues fue un lugar de paso en muchas direcciones y los ejércitos de uno y otro bando, el ejército nacional y el napoleónico, la habían ocupado alternativamente. El mismo Napoleón se instaló en la capital del Pisuerga durante once días, entre la indiferencia de una población exhausta, y allí recibiría las primeras noticias inquietantes de sus tropas: «La guerra de España destruyó mi reputación en Europa», concluiría en Santa Elena ante el conde Emmanuel de Las Cases.
Al desgaste sufrido por la guerra contra la invasión francesa y las guerrillas que no dejaron de sucederse en suelo español, hubo que añadir la hambruna posterior, una sequía pertinaz y un nivel de delincuencia más que preocupante, fruto de tantos años de anarquía política y social. Los viajeros se veían indefensos ante los asaltadores de caminos que combatían a su modo el hambre y la pobreza reinantes refugiándose en el mundo del hampa y del estraperlo. Valladolid no era una excepción. La mayoría de las ciudades españolas se hallaban al borde de la miseria, aunque ello no supusiera un obstáculo para que las corridas de toros fueran la principal distracción y el principal negocio en las urbes. Los toros y los rezos concentraban la actividad pública, mientras que la universidad permanecía anclada en el ergotismo y la teología, indiferente a la generación y transmisión de conocimientos que podían hacer progresar a la juventud del país, sedienta de alguna forma de progreso. No obstante, las personas siempre van muy por delante de las instituciones marcando un camino distinto al impuesto por la tradición, la moral y las costumbres. Y la universidad vallisoletana acogería poco antes de 1820 a jóvenes inquietos y deseosos de un cambio político y social, jóvenes intensamente imbuidos del romanticismo que triunfaba en Europa, como Larra, Patricio de la Escosura o Enrique Gil y Carrasco. También vería en sus aulas a Zorrilla entre 1833 y 1836, pero aquel joven inquieto y soñador tenía un temperamento demasiado nervioso para seguir los estudios de Derecho que su padre, el absolutista y resentido José Zorrilla Caballero, le había marcado y muy pronto huyó a Madrid, dejando atrás un posible futuro que le resultaba odioso. Lo suyo sería el vivir sometido a la pasión que le inspiraba el momento sin pensar demasiado en las consecuencias.
La casa donde nació Zorrilla era la única de la calle de la Ceniza; el resto eran tapias detrás de las cuales había huertos y corrales que suministraban a las familias pudientes las hortalizas, la carne y los huevos necesarios para la alimentación cotidiana. La casa era espaciosa, con su propio huerto, un corral y una entrada noble en cuyo piso principal la hacendosa madre de Zorrilla se esmeraba en mantener inmaculado un amplio salón para las visitas que, muy de vez en cuando, recibía su marido, el estirado don José. Cada mañana, a primera hora, doña Nicomedes, tomando de la mano a su hijo, salía para oír misa en la cercana iglesia de San Martín. Mientras ella seguía aquel rito consabido con la mayor devoción, el pequeño Zorrilla se entretenía en contemplar las imágenes, las flores y las velas de los altares. En lo alto del retablo mayor se alzaba un relieve de Martín de Tours, ataviado con casco y armadura a lomos de un caballo blanco, mientras partía su capa para ofrecerle la mitad a un mendigo harapiento. A uno de los lados del altar mayor había una talla de san Miguel con la espada levantada, amenazante, sobre un gran diablo de dientes blancos y tez oscura que, a pesar de la posición, mostraba una malévola sonrisa. El niño se entretenía con aquellas poderosas imágenes un día y otro, y en su mente soñadora y desocupada adquirían una gran fuerza, moldeando su incipiente carácter de mil maneras distintas. Tan pronto él era san Martín, el héroe bondadoso que compartía su capa con los pobres, como era el ángel san Miguel aplastando al diablo con su espada. Las variantes eran muchas y así la misa diaria transcurría para el niño como el fondo de una apasionante batalla campal entre ángeles y demonios, entre el bien y el mal. Él mismo sería, con el tiempo, ángel y demonio para sí mismo.
Una mañana de invierno, el pequeño hijo del matrimonio pasaba las horas muertas sentado, como era su costumbre, en el rodapié de uno de los balcones que daban a la calle. Las dos sirvientas de la casa los abrían regularmente para ventilar el solitario salón, quitar el polvo de los muebles y mantenerlo en perfecto estado de visita. El pequeño de seis años dejaba que su vista se paseara inquieta de un lugar a otro, sin nada mejor que hacer. Desde su escasa altura podía ver algo de lo que sucedía detrás de las tapias, y esa era otra de sus distracciones, cuando de pronto vio acercarse, al galope, un caballo blanco conducido por un jinete gigantesco, colosal, cuyos cabellos rozaron, al pasar, los balcones de la casa. Iba riendo, mostrando unos dientes blanquísimos en una tez oscura. Pasó como un vendaval por la calle de la Ceniza y el pequeño comprendió que había visto al diablo montado en el caballo de san Martín. En sus memorias, el poeta asegura que siempre conservó, inalterable, el recuerdo vívido de aquella sobrecogedora aparición. ¿Pudo ser cierta? Zorrilla insiste en que como producción de su mente era una muestra temprana de su fragilidad nerviosa y de un carácter «enloquecido» del cual no dejaría de culpabilizarse injustamente. Su padre, por su parte, muy pronto lo trataría como a un desequilibrado. Y nunca cambió de opinión, hasta el punto de que cuando Zorrilla viajó de Madrid a Torquemada porque su padre se moría, desencajado por el miedo de no llegar a tiempo, cuando, pálido y agitado, entró en su dormitorio con toda la precipitación del caso, don José al verlo giró su rostro hacia la pared del cuarto rechazando el afecto de su hijo ostentosamente. Así murió, dándole la espalda. Zorrilla, desolado, huiría de cuanto le recordaba su pasado y así «me eché yo al mundo solo y desheredado». En 1849, con la muerte de su padre, daba comienzo la etapa más loca del poeta y también la más desesperada.
En todo caso, años después, Rosa Chacel nutriría su infancia con aquella imagen del diablo galopando a lomos de un caballo blanco, tantas veces evocada por el poeta adulto. Pero ¿hay alguna relación entre Zorrilla y Rosa Chacel, al margen de ser ambos escritores y vallisoletanos, que justifique este largo preámbulo? La respuesta es afirmativa. El abuelo materno de Chacel, don José Arimón Cruz, nacido en Puerto Rico por ser hijo de un liberal emigrado, se había casado con la cuñada de Zorrilla, de nombre Julia Pacheco Salido. Su hermanastra y segunda esposa de Zorrilla, Juana Pacheco Martín, había nacido en Zaragoza el 10 de julio de 1839 y era ocho años mayor que Julia (nacida en Palma de Mallorca el 23 de octubre de 1847). Nos importa la figura de ambas hermanas (de padre) por ser las ascendentes directas de la escritora: la madre de Chacel, Rosa Cruz Arimón Pacheco, era la tercera de las hijas de la altiva Julia Pacheco, y esta había tratado estrechamente al poeta por ser, como digo, la hermanastra de doña Juana. Sin embargo, sabemos muy poco de la segunda esposa de Zorrilla (y menos sabemos aún de la primera, la irlandesa y viuda Florentina O’Reilly, de bastante más edad que el poeta y a la que este consideraba la causa principal de su descrédito[4]). La fama de ambas mujeres no es buena: los biógrafos de Zorrilla, muy especialmente Narciso Alonso Cortés, apenas mostraron interés en su día por ninguna de las dos esposas y los comentarios que se vierten sobre ellas las responsabilizan en parte de su tornadizo carácter y de su falta de organización en la vida.
El enamoradizo poeta conoció a Juana Pacheco ya cumplidos los cincuenta años y con una notable aura de mujeriego a sus espaldas («yo amé toda mi vida a las mujeres»). En especial a partir de sus relaciones con Emilia Serrano García, más conocida como la baronesa de Wilson,[5] abandonando por ella a la acaudalada doña Florita (como se conocía a Florentina O’Reilly), quien al verse sola, y aquejada de unos celos que tenían algo de patológico, no dudó en enviar circulares a las embajadas europeas advirtiendo de la deserción conyugal de su marido y exigiendo su regreso, circunstancia que, sin embargo, no se produjo. Zorrilla no regresaría a España de forma estable hasta que tuvo noticia de la muerte de su esposa, en octubre de 1865, víctima de una epidemia de cólera. Las denuncias y reclamaciones de esta última exigiendo su regreso llegaron hasta México, adonde había huido el poeta queriendo olvidarse del odio de su padre, de la sed de venganza de su mujer y de los amoríos que no dejaban de atormentarle.
Cuando Zorrilla conoció a Juana Pacheco, esta no había cumplido todavía los veinte años y tal vez con la juventud de la muchacha él aspiraba a compensar la diferencia de edad, en sentido contrario, de su desdichado matrimonio anterior con doña Florita, dieciséis años mayor que él. Según su sobrina política, y coheredera de sus bienes, Blanca Arimón Pacheco, los caracteres de la pareja eran incompatibles. La aragonesa Juana Pacheco era hija de una actriz, Vicenta Martín. Conoció al autor de Don Juan Tenorio en el Teatro Principal de Barcelona, el día que el escritor asistió al preestreno de una obra menor, escrita por un conocido suyo, Luis Pacheco, el hijo mayor de Vicenta. Entre bambalinas pudo observar en el patio de butacas a una joven «blanca y rubia como una inglesa», hermana de su amigo Luis, y que permanecía estática en su asiento, indiferente a todo. Se la conocía como «la niña de mármol» por su actitud impasible, siempre correcta en el teatro pero fría y distante ante los jóvenes que la cortejaban, curiosos de lo que podía ocultarse tras de la aparente frialdad. El poeta le pidió a su amigo que se la presentara y muy poco después le dedicaba su libro El drama del alma, donde escribió: «A Juana Pacheco, que será mi mujer». Consciente de la reputación del poeta, doña Vicenta se opuso al matrimonio que muy pronto el impulsivo Zorrilla le ofreció a la muchacha, esperando alejarse así de la depresión que le había causado el fusilamiento del emperador Maximiliano, amigo y protector suyo en México, donde el poeta había vivido once años, entre 1855 y 1866. Toda la familia de Juana pronosticó a la joven una vida de celos e infidelidades, pues las correrías del poeta eran muy conocidas dada la celebridad del autor de Don Juan Tenorio. Pero la joven Juana había quedado prendada probablemente más del mito que del hombre, de modo que decidió casarse con él y lo hicieron en la ciudad condal, el 21 de agosto de 1869, en la iglesia de Santa Ana, a los tres meses de conocerse. El matrimonio se llevaba treinta años de diferencia. Años después, doña Juana admitiría ante Carmen de Burgos que fue un padre para ella más que un marido.[6] Y de hecho el matrimonio permanecía separado largas temporadas: doña Juana, con unos nervios a flor de piel que no toleraban la menor de las contrariedades, mantuvo durante un tiempo su residencia en Barcelona —la ciudad que la vio nacer—, en una modesta torre en San Gervasio, acompañada de dos sirvientes, mientras Zorrilla iba y venía de un lugar a otro, siempre agobiado por las deudas económicas y la inquietud vital que gobernaba su vida. Al parecer doña Juana era una mujer también imprudente con los gastos; al igual que su marido, ninguno de los dos daba mucho valor al dinero, de modo que fue poco capaz de ser un verdadero sostén para su siempre atribulado esposo. Cuando murió el poeta apenas pudo dar razón de sus papeles y manuscritos, aunque sí fue capaz de gestionar la venta de los muebles de la casa y de algunos objetos, libros y coronas de laurel que fueron destinados al Ayuntamiento de Valladolid, bienes cedidos a cambio de cinco mil pesetas y de una pensión de tres mil (o seis mil, según las fuentes) pesetas anuales que el municipio cubrió hasta su muerte, en 1916, ocurrida en el modesto piso que ocupaba en el barrio de Maravillas junto a su hermana, y epicentro de la novela que años después escribiría Chacel.[7]
A Zorrilla los gastos le perseguían y leer sus cartas es una experiencia muy turbadora, pues en ellas el poeta no deja de hablar de deudas, de compromisos con sus editores, de tareas pendientes y obligaciones económicas. La temprana muerte de su amigo y cuñado, José Arimón, en Caracas, a los cuarenta y dos años, dejó además al escritor con la responsabilidad «única e indivisa» de mantener a la viuda, Julia Pacheco, y a sus cinco hijas, todas caraqueñas de nacimiento: Blanca (la sobrina preferida del matrimonio Zorrilla y ahijada del poeta), Julieta, Rosa (madre de la escritora), Teresina y Clemencia.[8] No es de extrañar la extraordinaria simpatía fomentada en torno al poeta, verdadero y único protector de la familia materna de Rosa Chacel.
Sabemos que doña Juana enfermaba a menudo de los nervios y muy en especial cuando su marido tenía problemas de salud, en algunos casos incluso había que recurrir a la anestesia para tranquilizarla, de modo que quien atendió al poeta en los últimos días o meses no fue su mujer, sino su cuñada Julia, también responsable de cerrar sus ojos cuando falleció, el 23 de enero de 1893. La mala salud de doña Juana queda probada en la carta que dirige al alcalde de Valladolid a los pocos días del fallecimiento del poeta, cuando el municipio ya le ha concedido una pensión anual por su viudez sugiriéndole al paso, y como contraprestación, la conveniencia de que fijara su residencia en dicha ciudad. Ella contesta agradeciendo la pensión, pero declinando la posibilidad del traslado desde Madrid, donde reside, «por mi enfermedad y achaques para los que serían de fatal resultado según los médicos los fríos que en invierno reinan en la población, pero si Vds. son tan amables para conmigo iré a pasar el verano en esa casa».[9] Se refería a la casa natal del poeta. Sin embargo, esto no podría ser, porque la propietaria de dicha casa se negó en redondo tanto a su venta al Ayuntamiento como al arriendo total o parcial de la misma. De manera que el vínculo con Valladolid fue olvidándose.
En todo caso, la figura y los versos del poeta serían un verdadero culto literario en casa de la familia Chacel, como ya lo habían sido para José Arimón, cuya amistad con Zorrilla fue anterior al lazo familiar que finalmente los uniría. Y sería Julia Pacheco, la cuñada del poeta, definida por su nieta, Rosa Chacel, como una mujer arrogante y desprovista de verdaderos sentimientos, quien mantendría un combate abierto con la futura escritora, a la llegada de esta a Madrid, con diez años, junto a sus padres. Abuela y nieta se enfrentarían silenciosamente en una guerra sin cuartel por la hegemonía sobre la pieza más débil de aquella estructura familiar, la madre de la escritora, también llamada Rosa (Cruz) Arimón Pacheco. Es una cuestión central en su autobiografía, titulada Desde el amanecer, pues supondrá el acceso a la observación por parte de la escrutadora niña de un nuevo elemento humano en su vida, y por primera vez hostil a ella o, si más no, reacio a sus encantos, tan elogiados por sus padres. Las relaciones de Chacel con su madre se verían transformadas en Madrid al comprobar cómo esta recuperaba ante doña Julia el papel de hija dócil, obediente y resignada, muy lejos del protagonismo que la pequeña Rosa había conocido y concedido en Valladolid a su madre. Lo veremos más adelante.
2
LA VIDA SECRETA DE UNA NIÑA
Es lo más frecuente empezar a relatar una infancia con todos los pormenores familiares, con los primeros rasgos del carácter que se manifiestan tanteando, haciendo por ser lo que van a acabar siendo […] Cuando no es escandaloso ni tenebroso el historial, sería sumamente vana una acumulación de datos, obtenidos por información más o menos fidedigna.
Timoteo Pérez Rubio y sus retratos del jardín
Sabemos cuán frágil es el edificio reconstituido de la infancia, hasta qué punto puede ser engañosa la intención puramente demostrativa de los recuerdos que se conservan del lejano ayer. Pero justamente porque esa falsa objetividad es a veces tan deseada y tan afín a la propia psicología de quien la reconstruye exige que la respetemos en la forma en que se nos propone. Confieso que cuando leí por primera vez Desde el amanecer, el relato de infancia de Rosa Chacel, sufrí una cierta decepción. Yo esperaba que la historia de la escritora fuera mucho más lejos en el tiempo —se detiene a los doce años, considerando que lo que sigue a continuación no es más que la realización de lo que estaba contenido desde un principio—; esperaba que me permitiera acceder a los conflictos de una joven, de una mujer que a comienzos del siglo XX aspiraba a ser una creadora, y sin duda condiciones para ello a Chacel nunca le faltaron. En su lugar me encontré con la historia de una niña que transforma su infancia en una lección de anatomía intelectual. Mi propia relación con la infancia está tan repleta de opacidades y puntos de fuga que suelo desconfiar de las infancias radiantes y escrupulosamente urdidas, ofrecidas como un poderoso sol capaz de alumbrar toda una vida. Por ello mismo, Desde el amanecer me pareció, en un primer momento, el relato de una niña redicha, casi inverosímil y, en resumen, la historia de una infancia impostada, adaptada a los intereses de una compleja y difícil madurez.
Sin comprender entonces que el texto cargaba con una enorme profundidad psicológica y, sobre todo, que proponía una interpretación de la infancia muy distinta de las acostumbradas, pues la escritora sostiene su rechazo a considerarla una etapa de inconsciencia y falta de gobierno del yo. Chacel presenta su niñez como la manifestación genésica de una voluntad indomable y por ello nos ofrece el estudio de ese caso determinado, el suyo, llevando a cabo una especie de descripción topográfica de sus relieves, los relieves de un ser que considera que siempre ha sido fiel a sí mismo, resarciéndose así oblicuamente de todas las dejaciones sufridas con posterioridad. «Yo he sido siempre yo, desde el origen, y antes incluso del origen, si es que pudo ser antes».[10] Esta es su idea sostenida admirablemente en el libro:
Solo el principio de que dimanan atestigua el ser de las cosas; luego, la enredadera alcanza, entre ramas y raíces, a engancharse a todo; a lo más lejano, a lo más ajeno, pero el principio va, como la savia por los pámpanos casi imperceptibles.[11]
Por mi parte, en un primer momento interpreté su tesis del principio decisivo y fundante del ser como un acto casi de histrionismo literario. ¿Puede sostenerse que un yo es yo desde el comienzo de una vida, cuando todo está por hacer, por decir, por pensar, por experimentar? ¿Y la importancia de las influencias, del contexto vital, de la circunstancia orteguiana, de todo lo que nos sucede y nos va conformando cada día que pasa? Todo lo que somos lo somos con otros, lo somos en relación al mundo. Sin embargo, no es esta la posición concluyente de Chacel al proponerse: «Querría remontarme hasta aquel estado de mi puerilidad en que, dentro de ella, yo era yo, tal cual soy: tal como seré siempre, mientras sea».
En definitiva, no entendí su proyecto autobiográfico; me pareció un ejercicio excesivo de hermenéutica, casi un ejercicio de soberbia moral, cuando de hecho era lo contrario. Se trataba de una defensa de su obstinación ante la vida, una lucha desesperada por la autoafirmación que ella ubica en el propio origen radiante de su ser. Yo, su biógrafa, deploraba que proyectara su madurez a través de la infancia, evitando así enfrentarse a las dificultades de todo ser adulto. Vi impostura donde había una propuesta verdaderamente original y atrevida, una propuesta de raíz filosófica, que podríamos resumir así: se puede tener una infancia sin ser ni sentirse niña. Es más, la infancia puede transcurrir luchando a brazo partido contra el ser infantil que se es a pesar de todo. Chacel detestaba la infancia porque se la entendía como una pueril expresión del no ser y por ello rebuscaría en sus conatos de conciencia más primitivos las huellas tempranas de la vida secreta de su pensamiento adulto. En las Memorias de Leticia Valle se dice con toda claridad: «Jamás hubiera confesado esto a nadie: era como un secreto terrible, aunque al mismo tiempo me enorgullecía, peor hubiera sido descubrir que yo no era una niña. Mucho antes de los siete años ya llevaba encima de mí ese secreto».
Y cuando, a los ocho años, sus padres matriculen a Leticia Valle en el colegio de las carmelitas y empiece a ver «lo que eran las chicas», su secreto le resultará abrumador: «Hubiera querido pisotearlas». Por supuesto Chacel/Leticia Valle no tenía nada que ver con toda aquella ingenuidad o estupidez (de acuerdo con sus parámetros) que veía a su alrededor en seres que no eran más que harapos de ser. De tener que señalar una característica, una sola, de la escritura chaceliana esta podría ser la más notable: su rechazo visceral a la niñez, es decir, a la ignorancia del mundo. Pero vayamos con la niña que nunca quiso serlo y así lo dejó escrito.
Esa niña nació en Valladolid, muy avanzada la noche del 3 de junio de 1898, día de santa Clotilde (sería el segundo de sus nombres), en una de las calles más céntricas de la ciudad, la calle de Teresa Gil, de gran importancia histórica por su proximidad con la plaza del Mercado y con los puestos de los artesanos que se extendían a su alrededor, de modo que en ella se instalaron en el siglo XIII algunas de las familias más acaudaladas, como Teresa Gil, infanta de Portugal y quien daría nombre a la calle. Con el tiempo dicha calle iría perdiendo su poderío comercial y económico. La futura escritora nació en el tercer piso del número 9. El parto fue asistido por el médico Pablo Lacort, emparentado con la esposa del tío Mariano (hermano del padre), «la antipática tía Mariquita» y quien sería en lo sucesivo el médico de la familia. Su sobrina, Aurorita Lacort, era asimismo amiga de la madre de Rosa, quien aprovechaba las visitas a casa de los Lacort para tocar el piano, pues en su casa no lo había.
El padre de la escritora, Francisco Chacel Barbero, tal vez trabajaba como modesto «empleado» en algún establecimiento de la ciudad (ha sido imposible concretar más esta información proporcionada en las partidas de inscripción del nacimiento de sus hijos) y solo sabemos dos cosas: que siempre necesitó ayuda de la familia para mantenerse (solía ser su hermano Mariano quien se la ofrecía) y que por un tiempo al menos pasó a máquina los apuntes de clase de un catedrático de derecho administrativo de la Universidad de Valladolid, Leopoldo Michelena, para venderlos luego a los estudiantes. En todo caso, hablamos de unos ingresos mínimos. Paco Chacel, como se le conocía, era hijo del coronel licenciado en Derecho don Gervasio Chacel Pérez, un hombre muy conocido en la ciudad por desempeñar el cargo de secretario del Gobierno Militar. Don Gervasio estaba casado con Sinforiana Barbero de los Ángeles, y ambos eran naturales de la antigua capital del reino. Para el coronel era, sin embargo, su segundo matrimonio y ya tenía un hijo del primero, Alejandro, que también seguiría la carrera militar. Probablemente su primera esposa murió a consecuencia del parto. Por su parte, el matrimonio Chacel-Barbero tuvo seis hijos —Emilio, Eloísa («mi adorada tía Eloísa»), Casilda, Francisco, Mariano y Carmen (probablemente la menor, nacida el 31 de diciembre de 1880)—, pero no sabemos muy bien el orden en que nacieron los seis hijos del matrimonio, pues antes de 1870 no se dejaba constancia del registro de nacimientos. Solo sabemos que el padre de la escritora fue de los hermanos mayores. Paco, a pesar de que se quitaría tres años a la hora de inscribir a su hija Rosa en el Registro Civil, nació el 29 de julio de 1868, de modo que al nacer su primogénita estaba a punto de cumplir los treinta años, aunque confesó tener solo veintisiete y de inmediato comprenderemos por qué lo hizo. Tanto Francisco (o Paco) como sus hermanos habían nacido en la calle de la Platería, ubicada muy cerca de la plaza del Mercado, en el tercer piso de una casa grande en la acera de los impares, en los números 9 y 11, desde cuyos balcones se veía la iglesia penitencial de la Vera Cruz, situada al final de la calle. Cuando nació Rosa Chacel, el abuelo Gervasio había fallecido tiempo atrás (en 1884), pero quedaba en pie su viuda, doña Sinforiana Barbero, una mujer de baja estatura, poco agraciada, de carácter fuerte y vivaz y muy religiosa («como cualquier otra vieja señora de Valladolid. Iba a su misita, hacía sus novenas y tenía especial devoción por algunas imágenes»). La viuda vivía con sus tres hijas solteras, Casilda, Carmen y Eloísa, en la calle Núñez de Arce, la misma a la que se trasladaría el matrimonio Chacel muy pronto, procedente de Teresa Gil.
En todo caso, era una familia que vivía marcada por el recuerdo del apuesto primogénito, Emilio, adorado por todas sus hermanas, quien también siguió la carrera militar como su padre y murió tempranamente, después de un traumático matrimonio con una joven vasca, Guadalupe Aguinaga. Esta era hija de una familia carlista afincada en Vitoria y excepcionalmente beata, hasta el punto de que al morir su marido ella pidió permiso al Vaticano para ingresar en un convento, a pesar de tener un hijo de corta edad, José Mari. El permiso le fue denegado (o postergado) por la curia romana hasta que su hijo, al que ingresó en el Seminario Eclesiástico de Aguirre tan pronto pudo ser admitido, alcanzara la mayoría de edad o fuera ordenado sacerdote. Esta circunstancia, sin embargo, no llegaría a producirse porque el joven José Mari saltó la tapia del seminario a los quince años apareciendo en Valladolid, en la casa de su abuela y tías, dispuesto a todo menos a volver al seminario. De inmediato se avisó a doña Guadalupe a fin de tranquilizarla y ella decidió dejar Vitoria e instalarse en Valladolid, en una casita cerca del Prado de la Magdalena, con su hijo, según la versión que da la escritora. Lo cierto es que José Mari fue el único primo varón que tuvo Chacel, dada la soltería mantenida hasta el final de casi todas las tías, tanto paternas como maternas. Una soltería femenina que la rodeó de forma muy evidente en su infancia y juventud y de la que ella querría huir con todas sus fuerzas. Todo menos llevar una de esas vidas vicarias que llegó a conocer tan bien.
El padre de la escritora, al parecer, ingresó en la Academia Militar pero, de hacerlo, la abandonó a los dieciséis años debido a su carácter, incompatible con la obediencia y la disciplina militar: «Mi padre era inaguantable, violento, disparatado; tal como yo era: reconociéndole también ciertos valores, que también me reconocía a mí misma», leemos en Desde el amanecer. Los valores a los que se refiere estaban relacionados con las inclinaciones literarias y artísticas de ambos y que, en el caso de Paco Chacel, no prosperaron, de modo que con el tiempo aceptó que su esposa mantuviera a la familia gracias a la enseñanza.
En cuanto a la madre, Rosa Cruz Arimón Pacheco, había nacido en Caracas, en una amplia casa con losas de piedra en el patio y con alguna criada india y/o negra encargada de las labores domésticas, pero vino a España con su madre, doña Julia Pacheco, y el resto de sus hermanas (Blanca, Julieta, Teresina y Clemencia) en 1892, al haber fallecido el padre, José Arimón Cruz, natural de Puerto Rico, como ya se ha dicho, empresario de profesión y masón convencido. Falleció abruptamente, de una pulmonía que le fulminó en cuestión de semanas, a los cuarenta y dos años. La historia es muy curiosa, pues José Arimón se había trasladado a Barcelona de joven para estudiar algo relacionado con la ingeniería, en torno a 1860. En la ciudad condal conoció a Zorrilla, cuando el poeta había regresado ya de su compleja y atribulada estancia en México donde, como le sucedía a su Don Juan, a los palacios subió y a las cabañas bajó, pues en sus once años de estancia en el país azteca pasó por todos los estados imaginables. La ejecución en Querétaro del que llegó a ser un buen amigo del poeta, el emperador Maximiliano de Habsburgo, le suscitó la escritura del conmovedor poemario El drama del alma,[12] una elegía teñida de honda decepción hacia la naturaleza humana a raíz de la crueldad con que vio morir a su amigo, poseedor de uno de los destinos más absurdos que en el mundo han sido. En todo caso, Zorrilla y Arimón se hicieron amigos en Barcelona, aunque el portorriqueño era más joven que el poeta, pero sentía una gran admiración por él y se contaba entre los jóvenes satélites que rodeaban al autor de las célebres leyendas religiosas. Estando en Barcelona Zorrilla, como ya sabemos, conoció a la que sería su segunda esposa, Juana Pacheco Martín, y su amigo Arimón acabaría casándose con la hermanastra de Juana, Julia Pacheco Salido, nacida en Palma de Mallorca en 1847. Ambas eran mujeres con un porte más bien frío y elegante, aunque de muy distinto carácter y complexión. Para el hermano mayor de José, Joaquín Arimón, aquel matrimonio no fue un acto de amor, sino de vanidosa presunción y de su «chifladura de ideas», y así se lo diría a la pequeña Rosa tiempo después: «Mi hermano Pepe era un niño bonito, lleno de vanidad, que se casó con tu abuela Julia para poder llamarse hermano de Zorrilla».
En todo caso, en Barcelona nacería la primogénita del matrimonio, Blanca, en 1872. Poco después partieron hacia el continente americano, pues la segunda de sus hijas, Julieta, nació al año siguiente en Puerto Rico. Al morir José Arimón en Caracas, en 1891, sin reservas económicas y apenas patrimonio, dejaría a su familia al cuidado de su cuñado, el gran poeta. La madre de Chacel tenía entonces catorce años. Y aquella joven dócil y tímida conocería la enorme contradicción de haber vivido en la ciudad caribeña como miembro de una familia criolla en la que el canto y el baile eran esenciales, y tener que integrarse en una severa y fría ciudad castellana. Porque la madre y las cinco hijas llegaron a Valladolid pocos meses después del fallecimiento del padre y un año antes de la muerte de Zorrilla. Aunque doña Julia ya era consciente del frágil estado de salud del poeta, tenía depositadas sus esperanzas de prosperidad en la relación familiar, ante el abandono económico en que las había dejado su marido. Demasiado tarde. El cambio de ambiente, de costumbres, de temperatura fue más que sustancial para las seis mujeres, porque, en efecto, todas eran mujeres (este dato es fundamental). Les costaría mucho adaptarse a la nueva vida en España, si es que llegaron a hacerlo alguna vez. Y el poeta tampoco estuvo para protegerlas de las inclemencias.
Digamos, pues, que el destino que aguardaba en un principio a Rosa Cruz Arimón en Caracas no era el que acabó siendo, pero el rápido y temprano fallecimiento del padre cambiaría los planes familiares y Julia Pacheco decidió trasladarse a la ciudad del Pisuerga confiando en el paraguas económico que le proporcionaba la protección de Zorrilla. Este había aceptado hacerse cargo de la situación en que habían quedado las seis mujeres y así se lo manifestaba a su cuñada en la iluminadora carta de 1891, quince meses antes de su muerte, ya mencionada. Pero en la carta se añade algo más en relación al nombre impuesto a la madre de Chacel y que había generado algunos problemas:
Tiene Juana entendido que la falta de fe de bautismo de Rosa Cruz puede detenerte en esa [Caracas], pero si me escribes una nota breve y detallada del punto en que nació, la parroquia y el día (o al menos el mes) en que fue bautizada, los nombres que se le pusieron y el de los padrinos, testigos, etc., etc., yo haré que el ministro de Estado mande al cónsul o al encargado de negocios de España en la república americana en que nació que saque la fe de bautismo y la remita al consistorio —será lo más práctico y más seguro— explicando, por supuesto, si hubo alguna dificultad en la imposición del nombre de la bautizada por consecuencia de la chifladura de ideas de entonces del difunto Pepe.
Contesta por el más próximo correo para saber a qué atenernos y tenernos al corriente de tus propósitos. Da muchos besos a Blanca, a la larga Julieta, a la rechoncha Rosa Cruz y a las que no conocemos, y no olvides que te quiere siempre tu hermano.[13]
Las gestiones de Zorrilla prosperaron y, como decíamos, doña Julia pudo viajar a España ya entrado el año 1892. Sin duda las dificultades aludidas para inscribir a la tercera de las hijas del matrimonio Arimón-Pacheco tuvo que ver con el simbolismo de la rosacruz y su neta identificación con la masonería, hasta el punto de rechazarse el bautismo de la niña con este nombre y de ahí la falta del documento eclesial. A ello se referían tanto Zorrilla como el hermano mayor del finado al hablar de sus «chifladuras de ideas».
Doña Julia, una vez instalada en Valladolid, siguió con preocupación el agravamiento de la enfermedad de Zorrilla —un tumor cerebral—, desplazándose con todas sus hijas a Madrid para atender al poeta y también a Juana, cuya enfermedad nerviosa hacía necesario que dispusiera de ayuda para todo. En la capital del Pisuerga, donde la devoción por Zorrilla era un hecho, doña Julia haría lo posible para que sus hijas Julieta, Rosa Cruz, Teresina y Clemencia tuvieran una vida social adecuada a sus aspiraciones de matrimonio,[14] las únicas previstas entonces para una mujer. Todas tocaban algo de piano, conocían canciones populares y tenían en su haber algunas lecturas. «Todas eran bonitas, altas y opulentas», a decir de la escritora (lo de opulentas iba por su madre, y Chacel heredaría su misma estructura ósea, baja y regordeta). En una de aquellas reuniones promovidas por doña Julia se conocieron los padres de la escritora, y Paco Chacel, un hombre tan apuesto y presumido como indolente, de finos bigotes que se atusaba con sumo placer y muy aficionado a mostrarse en público recitando versos o haciendo números de magia, tuvo la oportunidad de alardear de sus habilidades en un contexto amable y conciliador. La joven Rosa Cruz, sin embargo, era distinta a su futuro marido. Consciente de las dificultades económicas de la familia y sin querer ser una carga para Zorrilla, se había matriculado en la escuela de magisterio de la ciudad, mientras Julieta había empezado a estudiar música. Blanca, la hermana mayor, era la ahijada del poeta y vivió con ellos el poco tiempo transcurrido desde su llegada a España. Después permanecería al lado de su tía Juana hasta el final. En cuanto a Teresina y Clemencia, eran muy jóvenes todavía para pensar en su futuro. Y apenas habría un futuro digno de este nombre para ellas.
No fue un matrimonio fácil y las dificultades surgieron desde el principio, pues Rosa Cruz Arimón Pacheco se casó embarazada rozando los dieciocho años, razón por la cual su marido decidió restarse tres años a fin de aliviar la diferencia de edad entre ellos. Se casaron en Valladolid el 11 de noviembre de 1897[15] y Rosa nació seis meses después, el 3 de junio de 1898, aunque el bautizo de la niña se produjo en una parroquia fuera de la ciudad para evitar habladurías, sin que la haya podido localizar hasta ahora. La verdad es que apenas somos conscientes de la frecuencia con que se producía esta traumática situación de tantas parejas de entonces, forzadas a un matrimonio a causa de un embarazo imprevisto. Sin duda la noticia del embarazo conmovió los pilares más íntimos de doña Julia, generándose una enemistad entre suegra y yerno que duraría toda la vida.
De modo que la madre de Rosa Chacel cargó desde el comienzo del matrimonio con la culpa de un embarazo precoz, antes de tiempo, que marcaba a fuego las relaciones familiares, pues imponía en ellas un secreto indecible y vergonzoso. Fue el primero de los secretos con que cargaría a su vez la escritora. En el futuro, la joven Rosa Cruz no sería feliz. A pesar de las aficiones compartidas por el matrimonio, el canto, el baile, la poesía y el teatro que en un primer momento unieron a la pareja, las dificultades fueron muchas, empezando por la primera, el matrimonio forzoso. «No era mi casa eso que se llama un hogar feliz. Nada de eso; era un hogar sobre el que se cernía un nublado pesadísimo: la pobreza». Pero lo cierto es que era un nublado que durante los primeros años se fue aceptando como una fuerza mayor e inevitable.
El año en que nació Rosa Chacel, 1898, tampoco fue un año banal en la historia de España, como ella se encargaría de recordar en innumerables ocasiones, satisfecha de una coincidencia histórica que consideraba providencial. 1898, como sabemos, fue el año de la pérdida de las últimas colonias ultramarinas, el año del «desastre» de nuestra flota naval, humillada ante los buques americanos, y el año decisivo del descrédito de la política cubana de Cánovas del Castillo, asesinado unos meses antes de la pérdida de Cuba, durante su cura de salud en el balneario de Mondragón, el 8 de agosto de 1897. Primero se perdió Filipinas en mayo del año siguiente, en una batalla, en Cavite, de tan solo dos horas de duración y en la cual las malas decisiones tomadas por la armada española fueron acumulándose hasta su desdichado final.[16] En cuanto a la pérdida de Cuba, una de las colonias más prósperas del mundo, el almirante Pascual Cervera, al mando de la flota española, tampoco se caracterizó por disponer de una moral de combate a la altura de la responsabilidad que tenía, pues desde mucho antes de la refriega con la armada estadounidense Cervera estaba convencido de la derrota de la escuadra española a mar abierto, advirtiendo al Gobierno del peligro inminente y en su opinión irreversible. No fueron atendidas sus observaciones. Sin carbón en los barcos para sostener una velocidad de crucero suficiente, el almirante español se refugió en la bahía de Santiago de Cuba y fue a una destrucción segura cuando se le ordenó enfrentarse a la flota americana sin disponer de una estrategia ofensiva adecuada.[17] De modo que en tres meses, de la primavera al verano de 1898, la catástrofe colonial se había consumado y Unamuno, desde su refugio de Vitigudino, pedía respeto y silencio para una nación desolada a la que los regeneracionistas todavía reclamaban cambios profundos. Lo mejor era dejarla en paz en su desgarro: «Si en las naciones moribundas sueñan más tranquilos los hombres oscuros su vida, si en ellas peregrinan más pacíficos por el mundo los idiotas, mejor es que las naciones agonicen».[18] España parecía agonizar, en opinión de Unamuno, y los escritores vinculados a esta histórica fecha se encargarían de hundirla un poco más en el pesimismo y la apatía con una visión desoladora de su futuro. Pero eso no fue del todo así, y el desastre económico que Eusebio Güell Bacigalupi, entre otros industriales de prestigio, presagiaba como consecuencia de la pérdida colonial y de la abolición de la unión arancelaria proteccionista con España (base de las ganancias españolas a uno y otro lado del Atlántico) no ocurrió, al menos no del todo.[19] Despuntaron nuevos y prometedores comienzos y, aunque aquel año fatídico dio nombre y sentido a una generación de intelectuales que vivió intensamente la destrucción pública de la imagen de España como la lógica consecuencia de un deterioro progresivo de la política y de la atonía social, las cosas ofrecían un panorama más complejo.
El Norte de Castilla había ido dando cuenta del ajetreo social que generaba el constante reclutamiento de tropas que debían ir a Cuba. Un espectáculo que, especialmente entre 1895 y 1898, no podía dejar a nadie indiferente: los soldados salían en formación de sus cuarteles y recorrían el trayecto hasta la estación de ferrocarril al son de marchas militares y rodeados del calor de un público más o menos convencido de una posible victoria española a causa de unas absurdas soflamas políticas. Después, la realidad a la que se enfrentaban en las lejanas tierras de Filipinas o de Cuba quedaba muy lejos de aquel entusiasmo popular. Santiago Ramón y Cajal dejaría testimonio en sus memorias de aquella experiencia militar: llegó a Cuba y regresó repatriado, enfermo de paludismo y disentería, con la tristeza ocasionada por una enorme decepción política.[20]
Rosa Chacel nació en aquel histórico año de 1898, entre una y otra pérdida colonial, es decir, en medio de un desaliento generalizado. Sin embargo, en su autobiografía se muestra entusiasmada por la coincidencia: «Empiezo por confesar mi orgullo más pueril, el de haber nacido en el 98», son sus primeras palabras. Lo que le importa subrayar no es que su nacimiento coincidiera con la peor crisis política no solo del régimen de la Restauración, sino del Estado español a lo largo de su historia, y con el hecho de que la sociedad se viera a sí misma en una situación de postración difícilmente superable, sino que le importa señalar la coincidencia generacional que ella eleva a un hecho trascendente (después insistirá en la misma idea con su pertenencia a la generación del 27). Ambas generaciones inequívocamente rotundas y masculinas. Al menos lo fueron hasta que el feminismo pudo reescribir su historia.
En Desde el amanecer la escritora expresa una verdadera veneración por su madre: «Yo sabía que mi madre era perfecta; tenía todas las habilidades, sabía de todo: era tal como yo quería ser, tal como debía ser». Pero ella, como ya se ha dicho, tiraba a su padre, era como su padre, y esta conciencia de tener un carácter difícil y poco tratable la mortificaría enormemente, como se desprende de sus entrevistas donde de forma tan pueril como reiterada atribuye a su poca sociabilidad y a sus meteduras de pata el escaso (en su opinión) éxito obtenido con su obra.
En el verano de 1900 el matrimonio viajó a Madrid con su pequeña hija de dos años a fin de que la conocieran tanto su abuela materna como sus tías, ya instaladas en la capital para evitar habladurías y proteger el honor de las hermanas que seguían solteras. Al domicilio de San Vicente Alta donde se habían instalado se sumó la viuda de Zorrilla, necesitada siempre de atenciones y descanso, junto a su sobrina Blanca. Un auténtico gineceo o colmena femenina con su abeja reina, Julia Pacheco. Lo veremos.
La pareja formada por Paco Chacel y Rosa Cruz Arimón vivió sus primeros tiempos de matrimonio en el tercer piso de una vivienda que ya no existe, en el número 9 de la calle Teresa Gil, es decir a la vuelta de los soportales de la plaza Mayor. En los bajos de la casa tenía su taller un zapatero. Al quedar la madre de la escritora embarazada de nuevo, decidieron trasladarse a la calle Núñez de Arce, más cerca de donde vivía doña Sinforiana con sus hijas. Alquilaron un entresuelo, en el número 35, al que se accedía por cuatro o cinco escalones de piedra empotrados en una de las paredes del amplio portal que daba paso a su vez a una pequeña cuadra con varios caballos. Allí nació ya el hermano de Rosa, el 7 de marzo de 1901. Le pusieron el nombre del mítico tío Emilio. Sin embargo, el bebé mostró desde el principio una salud frágil que requirió de cuidados especiales, pues la joven madre ya había tenido problemas con el amamantamiento de su primogénita. Con muchos esfuerzos económicos se contrató a un ama de cría que, pese a todo, tampoco logró la recuperación del pequeño. Emilio Tomás murió a los cuatro meses, el 3 de julio de aquel mismo año, y la joven Rosa Cruz se acostumbraría a visitar la minúscula sepultura de su hijo en el cementerio, acompañada de su pequeña hija que, con tan solo tres años, no podía entender muy bien las razones del dolor de su madre. En todo caso eran visitas que se hacían a media tarde y en ellas se aprovechaba para rezar también en la tumba del benefactor de la familia, el tío Zorrilla, fallecido el 23 de enero de 1893, y cuyos restos fueron trasladados al cementerio de Valladolid en 1896 por expreso deseo del poeta.
La infancia de Chacel fue solitaria, como la de cualquier hijo único, pero mágica al mismo tiempo y hasta cierto punto autodidacta, en el sentido de que apenas hubo más magisterio que la intensa dedicación aplicada por sus padres a la educación de su hija. La futura escritora se mantendría siempre rodeada de personas adultas, siendo pues su formación distinta a la de otras niñas de su tiempo, sometidas por lo general a un proceso de escolarización o a la convivencia con hermanos y/o sobrinos de su edad y por tanto adaptadas al obligado ejercicio de la sociabilidad: «Yo no jugué jamás con chico o chica», una circunstancia decisiva en el desarrollo de su carácter. Esta, y la que expone la cita siguiente, todavía más crucial en su evolución posterior: «El ascendiente que mi carácter y mi inteligencia —séame tolerada la petulancia en nombre de la veracidad— ejercía sobre mis padres era enorme; su confianza en mí, absoluta».[21] Pero el temperamento del padre era de armas tomar. El ama de cría del pequeño Emilio Tomás tuvo ocasión de comprobarlo al presenciar un encontronazo del padre de la escritora con una de sus hermanas, Casilda, la menos agraciada. Sin duda la juventud de Rosa Cruz, así como el precipitado matrimonio, despertarían los comentarios despectivos de sus cuñadas, todavía solteras todas ellas, todas pasando el tiempo y la vida entretenidas con chismes y habladurías sobre la «ligereza de costumbres» de su joven cuñada. Con el hecho de haberse casado embarazada de Rosa tuvo que cargar siempre Rosa Cruz, expuesta de ese modo ante todas sus hermanas y cuñadas a la censura; un sambenito inextinguible. El secreto simbolizaría en la escritora el deseo de alcanzar lo que estuvo vedado desde el comienzo, de romper las murallas que coartaron el impulso genésico de su madre o los propios anhelos de la escritora de superar en su vida personal aquella losa moral. Pero muy al contrario, los secretos se irían acumulando en su vida.
Una tarde (primavera de 1901), dispuestos para el paseo diario, y ya instalados en su nueva vivienda de Núñez de Arce, Paco Chacel propuso entrar un momento en casa de su madre, quien vivía casi enfrente con sus cuatro hijas. Todas empezaron a prodigar caricias tanto a la pequeña Rosa como al bebé mientras el padre se dirigía a la cocina y regresaba con una palangana con agua. La depositó en la mesa del comedor y dirigiéndose al ama le sacó con fuerza un pañal de la bolsa que llevaba consigo y lo sumergió en el agua de la palangana. Con el paño empapado y sujetando a su esposa fuertemente por la barbilla le frotó la cara con él con ambas manos. Ante el asombro, el disgusto y los gritos de las mujeres lanzó el paño al rostro de Casilda diciéndole: «Toma, examínalo». Esta salió llorando de la habitación, ante la consternación general, pero su hermano le impidió que se escabullera y cogiéndola por un brazo forcejeó con ella para que lo examinara, mientras Casilda gritaba y lloraba desesperadamente. El sentido de la escena quedaba claro: Casilda, unos veinte años mayor que la madre de Rosa, había insinuado que esta última, rebosante de juventud y ya sabemos con qué precedente, se maquillaba. La acusó, en definitiva, de ser un poco «fresca», una descalificación que engullía a las mujeres en el pasado como si fuera un tornado. El padre, un hombre sumamente celoso, cosa muy frecuente en los matrimonios que presentan una notable diferencia de edad —la pareja se llevaba como mínimo trece años—, aprovechó la ocasión que le brindaba la seguridad de que su esposa podía someterse a la prueba para cortar de raíz las acusaciones de Casilda. La mezquindad de las intrigas femeninas que iría viendo y conociendo Chacel, rodeada, tanto por el lado paterno como por el materno, de mujeres definitivamente instaladas en la soltería, sería una experiencia decisiva en su crítica percepción de las mujeres y de su lugar en el mundo.
La pequeña Rosa absorbía todo aquel universo de contenciones, silencios y excesos emocionales como una mariposa absorbe la luz, invenciblemente atraída por pasiones cuyo significado y alcance todavía desconocía. A los seis años tuvo una breve experiencia escolar de la que sacaría partido en su obra:[22] entre septiembre y diciembre de 1904 sus padres la inscribieron en el colegio de las carmelitas ubicado en la plaza del Museo,[23] probablemente con la intención de dar comienzo a su educación escolar. Pero aquello fue un desastre y la experiencia no volvió a repetirse. La causa técnica de la cancelación de su ingreso fue una infección gástrica que le provocó una dolencia inmunodeficiente. Aquello se solucionó con algunas medidas de la época (dormir en una habitación fresca y aireada, lo que condujo a trasladar la cama de la niña al salón, y la aplicación de una luz azulada). La medida más importante que se adoptó fue, sin embargo, pasar un verano en el pueblo de Rodilana, a escasos kilómetros de Valladolid, donde un propietario, Bernabé García, que se sentía en deuda con don Gervasio por haberle defendido este último como abogado tiempo atrás, facilitó el acomodo para Rosa, su madre y las dos tías que acompañaron a la comitiva, Casilda y Carmen. Por cierto, en Rodilana ambas hermanas tendrían inesperadamente la oportunidad de tratar a los hijos de don Bernabé, Marcos y Victoriano, y aunque eran de más edad que ellos (Casilda pasaba de los cuarenta) se habló de noviazgos que finalmente prosperaron —al menos uno—, pero que ocasionaron muchas y violentas discusiones en la familia.[24] Las cuatro mujeres se acomodaron pues en una de las sencillas casas de campo que tenía don Bernabé cerca de las eras de trigo y que fue previamente encalada y acondicionada con algunos muebles que mandó instalar su propietario para hacer la estancia más cómoda a las damas. La experiencia de Rodilana, en verano de 1905, significó su primer contacto real con el campo castellano, deliciosamente descrito en su autobiografía. Allí trat