SER PROSCRITO
Cuando el corazón, los pulmones y los riñones obligaron una y otra vez al fumador de pipa a ir al taller de reparaciones, donde él, como lamentable Yo, con un goteo puesto, tenía que tragar un montoncito creciente de pastillas que, de colores, oblongas y redondas, susurraban las leyendas de sus efectos secundarios; cuando la edad, penetrantemente malhumorada, formulaba las preguntas «¿cuánto tiempo aún?» y «¿pero por qué?», y no le resultaba fácil esbozar imágenes ni ensartar palabras; cuando el mundo se le escapaba con sus guerras y daños colaterales, y solo buscaba aún el sueño, troceado en bocaditos —ajeno a sí mismo, comenzó a lamerse lastimosamente las heridas—; cuando se había secado también la última fuente, me refrescó, como si siguiera existiendo esa respiración boca a boca, el beso de una musa no profesional; y enseguida acudieron imágenes acosadas por palabras, se me brindaron papel, lápiz y pincel, hizo su débil oferta una naturaleza otoñal, hice correr la acuarela, garrapateé por gusto y, temiendo la recaída, comencé a vivir de nuevo con ansia.
Sentirme. Ser un proscrito ligero como una pluma, aunque dispuesto desde hace mucho a ser derribado. Soltar sin vergüenza la correa al animal. Ser este o aquel. Resucitar a los muertos. Disfrazarme con los harapos de mi compañero Baldanders[1]. Extraviarse con decisión. Buscar refugio bajo sombras plumeadas. ¡Decir ahora!
Me parecía que el Yo podía cambiar de piel. Como si pudiera encontrar el hilo, cortar el nudo, como si el hallazgo felicidad tuviera un nombre repetible.
SIEMPRE EN HOJA NUEVA
Con sanguina, plomo, grafito,
con trazo de tinta y rasgo de pluma,
con lápices afilados, saturado pincel
y carbón de bosques siberianos,
con acuarela mojado sobre mojado,
luego otra vez entre negro y blanco
—incrustado en grados de gris—
avivar el brillo plateado de las sombras;
y desde que el beso de la musa me asustó
sacándome del sueño próximo a la muerte
y en pelota viva
me llevó a la luz
quiero, siempre en hoja nueva,
obsesionado por el amarillo,
como anestesiado por la colza,
quiero inflamado de rojo
y descolorido por el otoño,
esperando también que el verde despierte aún,
buscar la salida, flotando ligero,
como las plumas, que escapan al azul.
SEPIA AL NATURAL
Una y otra vez el sueño en cuyo transcurso es posible ordeñar cefalópodos de tamaño medio. Bajo el agua se hace muy fácilmente y es comparable al amor con una sirena que, audaz, abandonó su bandada.
Hay que acercárseles por atrás nadando, dárselas de inocente, demostrar paciencia e, intuitivamente, en el momento exacto, colocar la ventosa para que rodee la musculosa salida de la glándula y entonces, apretando un botoncito, desencadenar el proceso de ordeño. Y así, en parte a la fuerza y en parte de forma voluntaria, surge lo que, normalmente expulsado como nube oscura, envuelve al enemigo avistado demasiado cerca.
Al principio ocurría a menudo cuando perseguía con demasiada prisa el caldo de tinta. El tiempo transcurría sin resultados. El aire escaseaba ya. Emerger para probar de nuevo. Ordeñar cefalópodos, lo mismo que satisfacer sirenas, no se puede improvisar.
Desde entonces, la leche negra descansa como metáfora prestada en tarros de cristal herméticamente cerrados. Un extracto delgado, utilizable como aguada por el pincel y en secos dibujos a pluma. Lavados, revelan estrías de una sustancia mucosa.
Al principio las láminas conservan un olor fresco, que se va haciendo cada vez más acre; especialmente en los días de alta humedad ambiental, la tinta de cefalópodos recuerda su origen.
CON TRAZO SIN FIN
que asciende desde abajo a la izquierda,
inventa escalones, vacila,
se arriesga a torcer, rueda hacia abajo,
se recupera, titubea pero no se rompe,
describe ahora un arco, gira,
no avanza, toma impulso
para ir casi afuera,
extraviarse
pero, a tiempo aún, tras otro intento,
encuentra con astucia la salida,
echando en falta al hacerlo el paisaje ondulado
de un rostro —femenino—
que puebla de vegetación,
esquiva sus islas desnudas,
se cruza, elude, a distancia de la voz,
se introduce en la oreja de quién
y anida allí; un trazo
al que no se ha fijado destino,
cuyo aliento se ocupa solo de sí,
que nunca se fatiga
mientras la tinta fluye.
DESMAYO
Desmayo, palabra rancia: en los tiempos en que se ponía a damas empolvadas frasquitos de sales animadoras bajo la nariz, para que volvieran en sí, era socialmente aceptable. Como excusa práctica resultaba útil en cuanto faltaban acciones que hubieran sido necesarias contra una Potencia o la otra. Ahora sin embargo se ha hinchado hasta una dimensión que lo abarca todo.
Mientras se cubren quiebras con sombrillas de salvamento o se espera que puedan hibernar en bancos malos y todo el mundo cree que —si no enseguida, pronto— todo volverá a subir, incluso a avanzar, y mientras los notables del momento, como si hubiera tiempo que sobrara, se demoran de congreso en congreso, estamos en todo momento y libremente dispuestos a dejarnos enredar en redes electrónicas, pronto por completo.
Accesibles a todas horas. Sin descuidarse en ningún lado. Localizables con un clic de ratón. Documentados hacia atrás hasta el polvo de talco. Nada se pierde. Visitas diarias a tiendas de rebajas, al cine, al retrete son inmutables. También el interminable camino de nuestro amor almacena un chip del tamaño de una uña. No hay ya escondite. Siempre a la vista. Hasta el sueño está protegido. Nunca se está solo.
¿Qué hacer? Me abstengo con desmayo, declino la oferta. Es cierto que no hay ningún móvil entre gafas, tabaco y pipa, nadie tiene permiso para enseñarme con un dedo a surfear, a googlear, a enviar un tuit. No hay Facebook que enumere mis amigos y enemigos. En secreto me divierto con la pluma de ganso. Todo lo más, en voz baja, conversaciones conmigo mismo en las que hablo de boñigas, del diablo de la botella y el concepto de progreso de las hormigas; y sin embargo me tiene agarrado del cuello una fuerza que unas veces se llama así y otras asá, pero no tiene nombre.
No hace ningún ruido que avise. Se alimenta de tontería sobrecualificada. Antes una omnipresencia ataviada religiosamente, se acerca ahora austera y quiere pasar por signo de identidad de la sociedad civil.
¡No! Hace transparente, descarga la memoria. Descarga la responsabilidad. Extirpa las dudas. Finge libertad. Incapacitados, vivimos pataleando en la red.
PLEGARIA VESPERTINA
Lo que de niño
me asustaba hasta ponerme el miembro tieso
era una frase —«Dios lo ve todo»—
escrita en los muros con letra picuda;
pero ahora —desde que Dios ha muerto—
da vueltas arriba un dron no tripulado,
que no me pierde de vista
con un ojo sin pestañas que no duerme
y todo lo almacena, no puede olvidar nada.
Me vuelvo infantil,
tartamudeo plegarias incompletas incoherentes,
quiero pedir gracia y absolución
lo mismo que mis labios en otro tiempo al acostarme
pedían indulgencia tras cada caída.
Me oigo susurrar en el confesonario:
Ay, querido dron,
te pido perdón
para poder ir al cielo de rondón.
ABUNDANCIA
¿Hasta qué punto hay que volverse simple para reconocer ahora en su diversidad todo lo que el otoño desecha, después de la fruta el follaje? Hojas amontonadas. Una hoja aislada. Al secarse, adopta un aspecto extático, se esparranca, enrolla los márgenes, se inmoviliza en su éxtasis. Cada grieta quebradiza y cada panícula dibujadas. Cantos afilados que arrojan sombras blandas. El verde olvidadizo se ruboriza, se acomoda a manzanas que se pudren, a peras, a ciruelas comidas por gusanos. Y cada vez se desprenden más hojas, aunque no sople nada de viento.
Caen dando tumbos, no saben adónde, vacilan, encuentran a sus iguales o son infieles, hasta que el árbol y el arbusto esperan desnudos la primera helada. Solo naturaleza muerta aún. Yo me inclino, aprendo a leer. Ninguna hoja sin inscripción. En un abanico de hojas de castaño, Eichendorff dejó un poema que, de colegial, yo sabía recitar. Y las hojas en forma de corazón están marcadas por las huellas de Trakl que, letra a letra, llevan a los jardines más serios donde él, el extranjero, ve a San Sebastián en sueños.
Los secretos se negocian baratos ahora. Ya no hay preguntas penosas. Cuando el arce se desnudaba, se oía un tartamudeo amoroso. Las metáforas se venden rebajadas, comienzos de novela, líneas finales, un manifiesto proclama: «¡Inútil!, ¡inútil!». Plegarias infantilmente balbuceadas. Lo definitivo resumido. Lo que se interrumpe en mitad de la frase. Cartas que quedan inacabadas. Maldiciones y cantos de odio. Rimas largo tiempo buscadas estampadas en hojas de haya. También un argumento que se precipita: con los desechos del álamo se desarrolla una novela policíaca cuyo final está por ver. Y por encima de todas las cosas flota el mal aliento del otoño.