Cloudmoney

Brett Scott

Fragmento

Introducción

Introducción

Este libro trata de una fusión y una adquisición. La fusión es la que tiene lugar entre las fuerzas de las grandes finanzas y las de las grandes tecnológicas. La adquisición es una adquisición de poder: cuando se complete la fusión, las grandes finanzas y las grandes tecnológicas tendrán un poder jamás visto en la historia de la humanidad.

Mi argumento va contra corriente. Los medios de comunicación bullen todos los días con apasionantes noticias sobre que esta o aquella empresa emergente ofrece beneficios estupendos a quienes tengan una u otra aplicación de tecnología financiera. Por ejemplo, cuando Amazon comunica que va a asociarse con una plataforma de pagos o Citigroup anuncia una colaboración con Google Pay, la noticia se presenta —y se explica— como una innovación magnífica y revolucionaria. Los futuristas se pelean para hacer oír su voz, para opinar sobre la última palabra de moda en finanzas digitales, como bardos que compitieran para cantar las alabanzas del rey.

Yo quiero mostrar por qué debemos desconfiar de los relatos sobre el progreso supuestamente inevitable del dinero y las finanzas digitales. Para ello habrá que desconectar de la palabrería diaria del sector financiero y tecnológico y hacer caso omiso de las historias que cuentan los directores generales de las empresas y sus acólitos. A los empresarios, como a los surfistas, les gusta explicar historias apasionantes sobre las olas que dominan (y dar consejos sobre cómo mantenerse en pie), pero les interesa menos detenerse en la confluencia de fuerzas ocultas —como los vientos marinos y los arrecifes de coral— que provocan grandes maremotos. Pueden ser consecuencia de un terremoto lejano que, a su vez, sea consecuencia de una tectónica de placas invisible. Preferiría que nos ahorrásemos las historias de surf y fuéramos directamente a sacar a la luz la tectónica de placas de la economía mundial.

Estamos presenciando la automatización de las finanzas mundiales, un proceso que ante todo exige cambiar el dinero físico de nuestra cartera por un dinero digital que controla el sector bancario, lo que se conoce con el eufemismo de «la sociedad sin dinero en efectivo». El sector financiero y algunos gobiernos están en plena campaña coordinada para demonizar el dinero físico desde hace al menos veinte años. La pandemia de covid-19 ha hinchado esta retórica, y las empresas financieras y tecnológicas han aprovechado la oportunidad para acelerar su guerra contra el dinero en efectivo y han reforzado sus argumentos con la preocupación por la higiene. El dinero físico protege la privacidad y es resistente tanto a las catástrofes naturales como a las quiebras bancarias, pero se considera, cada vez más, un obstáculo anticuado contra el progreso, que tiene que dejar paso a un nuevo mundo de dinero digital, lo que denomino el «dinero en la nube».

La digitalización de los pagos permite la digitalización de las finanzas en general —una tarea que hoy corre a cargo de la tecnología financiera, el sector fintech—, que, a su vez, está haciendo posible la plena automatización del capitalismo corporativo. Se observa ya en las actividades de empresas como Amazon, Uber y Google (o, en China, Tencent y Alibaba). Casi todas las grandes compañías tecnológicas están asociándose con instituciones financieras. No pueden sostener sus imperios digitales de dimensión mundial sin fusionarse con sistemas globales de pago digital.

De este proceso están naciendo grandes oligopolios (conglomerados de empresas gigantescas), pero se ocultan bajo una proliferación de aplicaciones que les otorgan una apariencia de diversidad. Detrás de la pantalla de nuestro móvil está desarrollándose una infraestructura de control financiero automatizado. Miles de millones de personas caen atrapadas en sistemas interconectados que permiten unos niveles de vigilancia y extracción de datos antes inimaginables que, en consecuencia, implican nuevas posibilidades de exclusión, manipulación y engaño. La lucha para hacer que la gente se haga dependiente de estos sistemas está empezando a convertirse en una disputa geopolítica entre grandes potencias, con el respaldo de sus respectivos aliados empresariales.

A primera vista, da la impresión de que las empresas y los gobiernos están compitiendo por ser dominantes, pero un análisis más minucioso nos muestra que están luchando por hacerse hueco en un supersistema planetario cada vez mayor. Es difícil ver ese supersistema en su totalidad, en parte porque es demasiado grande. Pero nuestra relación cotidiana con una constelación de teléfonos, ordenadores y sensores (todos enviando información a lejanos centros de datos) deja una huella que se traduce en la incómoda sensación de vivir en un mundo destinado a tener una interconexión cada vez más concentrada.

Algunas personas, yo entre ellas, sentimos claustrofobia al notar la presencia de esta red cada vez más cerrada. Me estremecen los anuncios que muestran las ventajas de unos productos que luego van a tratar de estudiar y orientar mi comportamiento. Miro el móvil y me pregunto si, en lugar de un compañero útil, es el agente de unas fuerzas siniestras, encargado de vigilar aspectos de mi vida que antes se escapaban a todo control formal.

Pero no estoy aquí para afirmar que el mundo digital es malo ni que hay que compararlo con un mundo no digital lleno de bondades. Los debates públicos se articulan como batallas entre dos cosas distintas, pero yo más bien veo el mundo como una serie de contradicciones. Me doy cuenta de que todos estamos atrapados en complejas redes —económicas, culturales y políticas— que pueden liberarnos y encarcelarnos al mismo tiempo. Este libro tiene el propósito de «reequilibrar» el sesgo del relato sobre las finanzas digitales que no habla más que de liberación. Considérenlo un yin más oscuro que contrasta con un yang más luminoso.

LAS CONTRADICCIONES DEL DINERO Y LA TECNOLOGÍA

Cuando mi hermano y yo éramos niños, mi padre nos enseñó a interpretar los mapas topográficos y nos envió a recorrer los montes Drakensberg, en Sudáfrica, sin llevar nada más que una brújula. Pensamos que la aventura nos convertiría en hombres de verdad, pero lo cierto era que en aquellas mismas montañas, quinientos años antes, el pueblo indígena san había hecho lo mismo sin usar ningún tipo de tecnología, guiándose solo por su experiencia, las estrellas y su intuición.

Aquí nos encontramos con una contradicción. Una herramienta es, a primera vista, un instrumento que utilizamos para imponer nuestra voluntad al mundo, como la valiosa brújula que mi hermano y yo sujetábamos con fuerza mientras íbamos avanzando. Por supuesto, llegamos a la cueva marcada antes del anochecer, orgullosos de nuestra hazaña. Pero lo que nos resulta difícil ver es que la herramienta solo es útil en la medida en que dependemos de ella. Al utilizarla estamos entregando, olvidando y quizá perdiendo parte de nuestra brújula interior, o incluso no dejando que esa brújula interna se desarrolle.

La tecnología tiene dos caras. Pensamos que nos fortalece, pero al mismo tiempo aumenta nuestra dependencia. Los dispositivos externos que nos ayudan acaban moldeando nuestras acciones y nuestros pensamientos, como innovaciones que al principio percibimos como opciones, pero luego se convierten en imperiosas necesidades. Quien vive en una gran ciudad puede elegir la marca de móvil, pero no puede «elegir» si quiere teléfono. Tiene que escoger uno, si no quiere verse excluido de la red socioeconómica que le rodea y de la que depende.

Y esa contradicción se agudiza cuando las poderosas tecnologías de las que dependemos ni siquiera están en nuestro poder. Google Maps, por ejemplo, no está en mi teléfono. Está en un lejano centro digital de datos —en lo que se llama coloquialmente «la nube»— al que accedo a través del móvil. Es un sentido de la orientación externalizado, depositado en una inmensa entidad que está muy lejos.

Nuestra dependencia de Google Maps es reciente, de hace solo unas décadas. Pero a cualquier londinense se le acelera el corazón si la batería del móvil está al uno por ciento y lo acecha la posibilidad de quedarse sin acceso a ese oráculo digital de control remoto. Construimos nuestras vidas en torno a estas tecnologías hasta el punto de que parecen fundirse con nosotros. Si estoy un día sin el móvil, me siento como un fumador empedernido en un vuelo de larga distancia, obsesionado por el instante en que podrá desembarcar, salir corriendo, encender un cigarrillo y volver a encontrarse bien.

Ese mismo modelo de contradicción se da con el dinero, pero a un nivel todavía más profundo. Hoy consideramos que el dinero es vital y —si estamos en el lado bueno de la escala— nos da poder, y hace mucho que nos hemos olvidado de cómo era el mundo antes del intercambio de monedas, hasta tal punto que no podemos ni imaginarlo. Hace cinco mil años, los sistemas monetarios eran pequeños y aislados, y ahora engloban a toda nuestra civilización. Casi cada uno de los objetos que nos rodean, desde los ordenadores hasta los zapatos, desde la pasta importada hasta este libro, se obtiene a través de un sistema de intercambio monetario mundial. Nuestra relación con el dinero va mucho más allá del apego a la tecnología; experimentamos pánico cuando la cuenta está casi a cero y nos enfrentamos a la perspectiva de no poder acceder al mercado. Perder esa posibilidad genera una sensación peor que la de un fumador que tiene que aguantar el vuelo, nos hace sentir como peces que se ahogan poco a poco en tierra y que tratan de llegar hasta el agua. El motivo es que el dinero facilita el acceso a todas las demás cosas de las que dependemos, por lo que es el objeto de dependencia supremo.

Sin embargo, todo esto adquiere una dimensión completamente nueva cuando perdemos la capacidad de tener nuestro dinero en la mano. El dinero digital de nuestras cuentas corrientes reside en lejanos centros de datos controlados por el sector bancario, con los que nos comunicamos a través del teléfono, el ordenador o las tarjetas de pago. La «sociedad sin dinero en efectivo» es un mundo en el que nuestra capacidad para hacer transacciones se deposita en manos de esas entidades financieras; estas, por su parte, firman acuerdos sinérgicos con empresas como Google, que dan cabida a nuestra capacidad de navegar. Nos dicen que esas sinergias son increíblemente beneficiosas, pero esa ventaja viene acompañada de una enorme dependencia del poder empresarial concentrado. Esta es una contradicción fundamental de nuestro tiempo, y es la que voy a tratar de ayudarles a sortear en este libro.

MI VIAJE

Durante los últimos catorce años he estado en primera línea del sector financiero mundial. Empecé cuando entré a trabajar en una empresa financiera recién creada y alternativa en Londres, en la que intenté hacer de intermediario en oscuras apuestas conocidas como «derivados exóticos», en plena crisis financiera de 2008. Durante dos años me pasé días enteros llamando por teléfono a directores financieros de compañías, gestores de grandes fondos y operadores de bancos de inversión. La firma acabó por quebrar bajo la tensión de los convulsos mercados mundiales, pero vivió lo suficiente como para iniciarme en las oscuras artes de las altas finanzas.

El sector financiero es un poder antiguo, al menos mil años más antiguo que internet. Preside el sistema monetario mundial, sobre el que reposan a diario cientos de millones de transacciones económicas y contratos financieros. Es el mundo de los bancos centrales, los bancos comerciales, Wall Street, la City de Londres y la red mundial de centros financieros convencionales y de aquellos que se encuentran en paraísos fiscales. En los abarrotados pubs de los distritos financieros londinenses puede observarse a los ruidosos y trajeados empleados del sector: el agente de bolsa bocazas, el hábil banquero de inversiones, el refinado asesor de patrimonio, el osco gestor de fondos de cobertura. Detrás de sobrias puertas en el exclusivo barrio de Mayfair, los oligarcas rusos recaudan dinero para extracciones mineras y los jeques petroleros de Oriente Medio reciben asesoramiento sobre inversiones para sus fondos soberanos.

En 2013 publiqué un libro sobre ese mundo titulado The Heretic’s Guide to Global Finance. Hacking the Future of Money. En otro tiempo estudié Antropología, de modo que usé los métodos de esa disciplina para investigar sobre el mundo de las grandes finanzas. El libro también recurría a la filosofía de los hackers —que averigua cómo infiltrarse en sistemas complejos— para poner en tela de juicio el poder del sector financiero. Su publicación me permitió recorrer el mundo y colaborar con distintas comunidades que afirman haber descubierto las claves de la revolución o la reforma financiera.

Estas comunidades, que incluyen desde anarquistas de extrema izquierda y activistas medioambientales hasta espiritualistas de la New Age, libertarios partidarios del libre mercado, conservadores de línea dura y tecnócratas de la Administración, tienen muchos puntos de vista opuestos. He diseñado monedas locales con los hippies, he ayudado a activistas climáticos a presionar a los fondos de pensiones, he ayudado a contables a reimaginar el futuro de las auditorías y he desafiado a responsables de políticas monetarias. He sido artista financiero residente en una galería de arte en Viena y colaborador del MIT Media Lab. Mi mundo incluye banqueros centrales de Malasia y funcionarios estadounidenses del FMI, activistas alemanes contra la vigilancia y disidentes políticos serbios. Incluso he tenido ocasión de sentarme a la mesa con activistas de extrema derecha, algunos de los cuales coquetean con el fascismo. Tengo la suerte de haber estado expuesto a perspectivas opuestas sobre los problemas de nuestro sistema económico, a distintas estrategias para transformarlo y a los diferentes propósitos de las personas que reclaman esos cambios.

En 2015 empecé a prestar más atención a los señores de la automatización digital: los de las empresas tecnológicas de Silicon Valley. A diferencia de las oficinas reglamentadas propias de las finanzas corporativas, este es un mundo de espacios de trabajo abiertos con pufs en lugar de sillas, notas en pósits pegados en pizarras blancas y pantallas negras cubiertas de código informático de colores. Es el mundo de las presentaciones de nuevas empresas repletas de lenguaje de innovación, en las que los directores ejecutivos suben al escenario con un micrófono inalámbrico para mostrar su última aplicación entre aplausos propios de asambleas evangélicas. Las empresas más grandes —Google (Alphabet), Facebook, Apple, Amazon y Microsoft (y en China, Alibaba, Tencent y Baidu)— se están convirtiendo en el tejido conectivo digital a través del cual nos relacionamos todos con el mercado. Su posición les permite recopilar enormes cantidades de datos, que luego utilizan para entrenar sus inteligencias artificiales (IA).

Tanto las altas esferas del sector financiero como las de la tecnología digital están ocupadas por personas convencidas de que sus acciones dirigen el mundo, pero que proceden de culturas opuestas. Mientras que la imagen del ambiente financiero es la del interés despiadado, ejemplificada en el personaje del tiburón Gordon Gekko en Wall Street (1987), la de la tecnología ha sido durante mucho tiempo un campo lleno de programadores idealistas y frikis. El famoso anuncio de Apple durante la Super Bowl de 1984 representaba ese espíritu, con un deportista lleno de colorido que destrozaba el statu quo gris y opresivo con un mazo, una promesa de que era posible liberarse de las estructuras de poder tradicionales.

Pero eso pasó en los años ochenta. Ahora las dos culturas están fundiéndose. Por ejemplo, un amigo mío trabajaba en J. P. Morgan como analista cuantitativo y se dedicaba a calcular los precios de los contratos financieros. Ahora trabaja en DeepMind, la unidad de Google centrada en la investigación sobre IA, y busca cómo crear una IA que pueda valer para cualquier situación.

Esta mezcla de finanzas y tecnología también se aprecia en el proceso de hibridación de las dos industrias en el ámbito de la tecnología financiera. Este sector pone de manifiesto la ambigua pero estrecha relación entre ambos mundos. Los bancos tenían una pésima reputación tras la crisis financiera de 2008, y entonces surgió la idea tecnoutópica de que las nuevas empresas digitales (start-ups) trastocarían las finanzas y nos llevarían hacia la democratización financiera. La tecnología digital se presentó como un caballero andante que iba a poner en forma a las viejas finanzas. El término «fintech» se puso de moda y atrajo tanto a empleados de los bancos tradicionales que tenían ideas sobre cómo digitalizar los servicios, como a los emprendedores tecnológicos que querían atacar las finanzas desde fuera.

Desde el principio se consideró que las empresas de tecnología financiera eran más aburridas que el resto del sector tecnológico, por estar vinculadas al viejo poder de las grandes finanzas, pero más vistosas que las finanzas tradicionales, por su asociación con el bombo publicitario de Silicon Valley. Todavía hoy, su imagen se basa en la idea de que la tecnología está renovando el sector y los bancos se están viendo arrastrados, muy a su pesar, al nuevo mundo digital. En el lenguaje de la tecnología, hay que traer el futuro al presente, y todo lo viejo debe quedarse en el pasado. El viejo sistema financiero debe actualizarse y las viejas formas —las sucursales bancarias, el dinero en efectivo y los procesos no digitales, por ejemplo— deben morir. Estas ideas se presentan como una transformación fundamental de las finanzas, pero cuando me alejo un poco para ver todo el sector, no veo un intento de rediseñar las grandes finanzas, sino un intento de automatizarlas. Sin embargo, no suele señalarse esta distinción. ¿Por qué?

EL «INEVITABLE PROGRESO» DE LA AUTOMATIZACIÓN

La gente hace predicciones intuitivas sobre cómo podría ser el futuro, pero, si nos sentimos inseguros sobre lo que intuimos que vendrá, podemos recurrir a argumentos sobre cómo debería ser. Este es el terreno de la política, en el que planteamos exigencias apasionadas sobre el futuro que queremos, en lugar de conformarnos con el que nos parece probable. Ahora bien, mientras que a escala local se exige, por ejemplo, que se financien las escuelas o se construyan infraestructuras verdes, las demandas transnacionales son mucho más difíciles. Cuando hay que hablar del rumbo general de la digitalización y la automatización en la economía mundial, la gente se queda extrañamente muda. Existe la sensación de que se van a producir lo queramos o no.

¿Por qué? Pues porque nuestro sistema económico transnacional nos empequeñece, y la mayoría de las personas lo experimentan como algo a lo que aprenden a reaccionar, no en lo que pueden influir. Nadie siente que está «conduciendo» la economía global, pero sí nota que está en movimiento, como una inmensa procesión en piloto automático. Es algo normal, como lo es el aumento del tamaño de las empresas, el incremento de la potencia de las armas, el agotamiento de los recursos y la densidad cada vez mayor de la conectividad digital. Todo parece siniestramente similar a las situaciones imaginadas por los escritores de ciencia ficción ciberpunk de los años setenta, cuyos personajes viven en mundos dominados por la alta tecnología, en los que los bosques han quedado arrasados por megalópolis que no dejan de crecer y los gobiernos se han fusionado con las grandes empresas. Estas ofrecen a los aturdidos humanos la posibilidad de conectarse a paisajes oníricos de realidad virtual para escapar de la rutina de sus vidas, mientras pequeños grupos de rebeldes intentan resistir.

Si a veces tenemos la sensación de que la ciencia ficción distópica ha inspirado a las empresas tecnológicas, es porque ya estamos viendo cómo se plasman sus tramas argumentales en las innovaciones del mundo real que nos traen las grandes compañías: desde la omnipresente tecnología de reconocimiento facial de Minority Report y la biotecnología de Blade Runner hasta las «gárgolas» de Snow Crash, unos individuos equipados con dispositivos que introducen datos audiovisuales en una versión de internet en forma de realidad virtual llamada el «metaverso». Pero no hace falta que nadie se «inspire» en la ciencia ficción para que sus tramas se desarrollen: lo que hacía el ciberpunk no era más que extrapolar unas tendencias ya inherentes a los grandes sistemas capitalistas, de ahí que los resultados sigan apareciendo en nuestro presente, como gobernados por la inercia.

La pandemia de covid-19, que desestabilizó temporalmente esa sensación de inercia, fue una profunda sacudida mental para muchos de nosotros. Fue como si nuestro sistema se detuviese brevemente, generando un sentimiento de ansiedad en unos y de euforia en otros, antes de volver a los mismos patrones de siempre, como una cinta de correr que se reinicia (aunque a mayor velocidad). Los tecno-optimistas se esfuerzan por dar un giro positivo a esa sensación de inercia. Alegan que el hecho de que los procesos económicos tengan una escala y una velocidad cada vez mayores constituye un «progreso» que impulsamos entre todos, alentado por la creatividad humana.

Estas historias impregnan las finanzas digitales: por ejemplo, los expertos afirman que la sociedad sin dinero en efectivo es inevitable, porque «nosotros» —los ciudadanos— valoramos positivamente que todo vaya cada vez más deprisa, la automatización, la conectividad y la comodidad, y queremos que las finanzas sean cada vez más digitales. Como «todos» queremos esto, no hay ningún disidente que se pueda oponer y, si alguno lo intenta, se quedará atrás. Este mensaje lo refuerza todo un sector de marketing especializado en decirnos que nos preparemos para el cambio que al parecer estamos impulsando nosotros mismos, para que no nos quedemos al margen de un «mundo que cambia rápidamente». La advertencia acompaña a casi todos los productos que ofrecen las empresas financieras y tecnológicas, y presenta los intereses comerciales como fuerzas naturales, imparables y beneficiosas para todos.

Es lo que veo en el andén del metro de Londres, en forma de un anuncio de pagos digitales que proclama que «El futuro está aquí». También lo veo en el lateral de un rascacielos de Singapur, donde una valla publicitaria de teléfonos inteligentes Samsung anuncia que «Lo siguiente es ahora». Lo veo cuando observo a un empresario en el proscenio de una conferencia en Nursultán, Kazajistán, profetizando la próxima transformación digital de... todo. El mismo mensaje sale de la boca de un político local en la televisión de Sudáfrica —mi país natal— cuando nos dice que nos preparemos para la «Cuarta Revolución Industrial». Mi padre es un antiguo soldado de la zona rural de Zimbabue que utiliza un ordenador de hace doce años, pero ese ruido de fondo en la televisión le dice que se prepare para un vasto conjunto de drones, robótica, ciudades inteligentes, biotecnología e IA: cosas, todas ellas, que nunca ha pedido.

Pero ¿de dónde saca el mensaje el político local? La historia oficial se propaga desde los centros de alta tecnología situados en regiones poderosas, que tienen en juego enormes beneficios. Uno de esos centros está a 16.000 kilómetros de Sudáfrica, en Silicon Valley, donde la gente recauda dinero de los inversores y planifica campañas de marketing para engancharnos a sus plataformas. Sus susurros se filtran desde las salas de juntas y los bares de la zona de la bahía de San Francisco hasta los periodistas especializados en innovación, que influyen en los organizadores de las mesas redondas del Foro Económico Mundial de Davos, sobre el que se informa en un programa de la BBC que ve un creador de tendencias en Johannesburgo, encargado de mantener al político local al día de las tendencias internacionales. Así, junto con otros miles de canales, es como los mantras tecnológicos de nuestro tiempo llegan hasta el salón de mi padre. Él, como la mayoría de la gente, se limitará a experimentar las tecnologías que se extiendan por sus redes de conocidos, tras lo cual no tendrá más remedio que unirse a ellas.

Muchas personas sienten que tienen poca capacidad colectiva o individual de elegir el desarrollo de estos procesos. Pero a algunos les resulta más fácil, desde el punto de vista psicológico, empezar a jalear las maravillas tecnológicas que se avecinan, y sienten perplejidad y una indiferencia fatalista ante cualquier mención de las posibilidades distópicas. Si encima les pagan por ello, mejor, y numerosos adeptos al futurismo convencional cobran mucho dinero por presentarse como profetas de lo inevitable. Por ejemplo, en 2016, Kevin Kelly, fundador y director de Wired, publicó The Inevitable. Understanding the 12 Technological Forces That Will Shape Our Future.[*] El título presenta el futuro como quien habla del tiempo: algo que nos sucede, sin más. La duodécima predicción de su «pronóstico meteorológico» es que acabaremos absorbidos por un «sistema planetario que conectará a todos los humanos y máquinas en una matriz global».

Les voy a sugerir cómo crear esa matriz global. Se toma un sector oligopólico de gigantes tecnológicos cuyas plataformas están incrustadas en la vida de miles de millones de personas y se añade, mediante una infraestructura de tecnología financiera, a un sector oligopólico de gigantes financieros cuyo dinero digital está incrustado en la vida de miles de millones de personas. A continuación, se incorporan ambos sectores a todo lo demás (ciudades, máquinas, nuestro cuerpo) y se dice que esta situación —en la que todo nuestro entorno está poseído por el afán de lucro de remotos oligopolios— es una revolución inevitable y bienvenida que todos nosotros estamos impulsando. Por último, se acusa a cualquiera que se rebele de ser un ludita irrelevante y de estar desconectado de la realidad, anclado en el pasado, alguien a quien hay que engatusar o rescatar.

EL COMODÍN DEL CRIPTODINERO

Sin embargo, quizá haya otras formas de crear una matriz global. Una de estas propuestas apareció en 2008, bajo la forma de un oscuro documento de nueve páginas en PDF publicado en un foro de internet. El texto se titulaba «Bitcoin: A Peer-to-Peer Electronic Cash System» (Bitcoin: un sistema de dinero electrónico de usuario a usuario) y su autor era un desconocido que utilizaba el seudónimo de Satoshi Nakamoto. El documento hablaba de una red de personas que podría emitir tokens digitales e intercambiarlos sin la participación de los bancos, que son los que controlan el sistema habitual de dinero electrónico que se activa al utilizar nuestras tarjetas de pago sin contacto. Nakamoto y varios colaboradores se pusieron a construir el sistema propuesto, y en 2009 publicaron la primera versión de un protocolo de código abierto, que en cuanto empezó a ser utilizado por la gente, dio lugar al bitcoin, la primera «criptomoneda» del mundo.

Comencé a experimentar con el bitcoin en 2011 y escribí entonces mis dos primeros artículos sobre el tema en mi blog, uno de los cuales no tardó en aparecer en la primera página de los resultados de búsqueda de Google sobre el fenómeno. Cuando los productores de la BBC y otros medios de comunicación empezaron a buscar frenéticamente información sobre el bitcoin, alrededor de 2013, comencé a recibir correos electrónicos en los que me pedían que fuera a hablar del tema en la radio y la televisión. También había empezado a ganar tokens de bitcoin —sobre todo a cambio de ejemplares de mi primer libro— y ya los había utilizado para pagar cosas tan dispares como pizza en un pub de Londres, té de menta en Bulgaria e incluso productos de un sitio web para adultos llamado Crypto Sex Toys. Convencí a mi compañero de piso para que aceptara que le pagara el alquiler con bitcoins cuando se me acabó el dinero convencional y con ellos pagué también a mis ayudantes. A partir del bitcoin, comenzó a crecer todo un mundo criptográfico en el que aparecían nuevas criptodivisas. Era un fenómeno divertido y experimental, cuyo mejor ejemplo fue la llegada en 2013 del lúdico dogecoin, una criptomoneda basada en un meme de un perro de raza shiba inu.

El ambiente cambió pronto. Los especuladores, intrigados por la novedad tecnológica de esas criptomonedas, empezaron a proliferar y a comerciar con ellas. Al mismo tiempo empezó a destacar la tecnología blockchain en la que se basaban los tokens, y en 2015 el término «blockchain» se puso de moda por derecho propio, gracias al entusiasmo de los expertos en innovación. La tecnología blockchain se utiliza para crear sistemas digitales capaces de coordinar acciones entre personas que no se conocen entre sí sin necesidad de un intermediario. Entre esas acciones podría incluirse la circulación de tokens (que es lo que facilita el sistema bitcoin), pero también existen otras. El amplio abanico de posibilidades inexploradas que ofrecía lo convirtió en un poderoso catalizador de nuevas visiones tecnológicas, todas ellas basadas en el concepto de «descentralización», lo cual suponía una amenaza capaz de trastocar cualquier sistema que estuviera «centralizado» —es decir, con un número escaso de actores de gran tamaño—. Por ejemplo, el sistema financiero, pero también el jurídico, el de los derechos de autor o el del comercio mundial.

Aunque la perspectiva era emocionante, la vaguedad de las soluciones propuestas, unida al escaso conocimiento de nuestros sistemas existentes, dio paso a que se hicieran algunas afirmaciones increíbles sobre cómo blockchain iba a revolucionar el dinero, las finanzas y la economía. Todo el mundo contribuyó a promover esta actitud: abogados especializados en propiedad intelectual, libertarios anarcocapitalistas, neofascistas y yoguis de la New Age, que decidieron que blockchain ofrecía una visión orgánica de armonía mundial.

El bombo publicitario acabó llamando la atención de las principales instituciones, como pude ver cuando mi bandeja de entrada empezó a llenarse de correos con peticiones de ayuda e invitaciones a aparecer en medios de comunicación y a dar charlas. Escribí uno de los primeros informes de Naciones Unidas sobre las criptomonedas y después hice una presentación sobre el tema en la Comisión y el Parlamento de la Unión Europea; por su parte, las autoridades del FMI me escribieron para preguntarme si podrían servir para resolver los problemas del sistema de pagos internacional. La ola de blockchain me llevó por todo el mundo, desde Ámsterdam a San Francisco, y desde Nairobi a Tokio.

Lo curioso es que yo no sabía mucho de la tecnología blockchain, pero tampoco lo sabía nadie. El panorama estaba repleto de oportunistas que recitaban frases pegadizas en los estudios de Bloomberg y la CNBC o en los escenarios de conferencias mundiales. He visto a empresarios sin ninguna experiencia sobre la compleja historia del colonialismo argumentar que blockchain iba a «acabar con la pobreza en África», y a innumerables gurús de las criptomonedas predecir la desaparición del sector bancario sin entender cómo funcionan los bancos. También he conocido a directivos de la banca que los toman en serio porque no son capaces de evaluar las afirmaciones de estos tecnólogos.

En un principio, la tecnología blockchain prometía ofrecer una alternativa descentralizada a los oligopolios financieros y tecnológicos a los que he aludido al principio de esta introducción. Su desarrollo inicial se inspiró directamente en la preocupación por las connotaciones que tenía una sociedad sin dinero en efectivo en materia de vigilancia, y por la posibilidad de una enorme centralización del poder estatal y corporativo en la era digital. Sin embargo, la tecnología también posee sus propias contradicciones y su ambigüedad. Una de ellas es que las instituciones financieras y las grandes empresas, en vez de rechazarla, parecen cada vez más deseosas de incorporarla a sus actividades. La misma tecnología capaz de coordinar redes de personas normales y corrientes puede reconvertirse para coordinar oligopolios.

En 2021, la fiebre de blockchain alcanzó nuevas cimas, a medida que el sistema capitalista mundial empezó a engullir partes enteras de esta. Varios gigantes de la tecnología como Elon Musk empezaron a promover las criptomonedas, los inversores de capital riesgo crearon fondos para invertir en empresas emergentes dedicadas a ellas, y grandes firmas de transacciones mundiales como Visa comenzaron a ofrecer nuevas líneas de negocio para integrar las criptodivisas en los sistemas de pagos normales. Lo que empezó como una antítesis imaginaria de las grandes finanzas y la gran tecnología está convirtiéndose en una síntesis, con tantas probabilidades de fomentar las tendencias distópicas como de combatirlas.

¿HACIA DÓNDE VAMOS?

Tiene que haber algo positivo en el rumbo que hemos emprendido, ¿no? Es posible, pero, antes de hablar de ello, debemos hacer un recorrido por nuestro sistema monetario para entender mejor cómo está cambiando y describir el desgaste de la estructura de dinero en efectivo. Después abordaré la dinámica de la tecnología financiera, cómo trata de «renovar la piel» del sistema financiero actual y qué tiene que ver eso con Silicon Valley. A continuación, les mostraré el mundo, a menudo desconcertante, de las criptomonedas y la tecnología blockchain que se presenta como alternativa. Mostraré las zonas de hibridación que van apareciendo a medida que los bancos se adueñan del mundo de las criptodivisas y viceversa. La narración nos conducirá hasta el momento actual, en el que nos encontramos a estas fuerzas preparadas para cercarnos, a menos que encontremos la fuerza necesaria para empujarlas en una nueva dirección.

En el transcurso de este viaje criticaré a muchas instituciones como los estados, las empresas, las empresas emergentes e incluso las comunidades ideológicas. Quiero dejar claro que esto no pretende ser una crítica a las personas que forman parte de estos sistemas. Todos tenemos que sobrevivir en este mundo, y para la mayoría eso significa tener que trabajar dentro de sus estructuras. Muchas veces veo que estas tienen una lógica que trasciende las buenas intenciones individuales de quienes trabajan a su servicio o incluso de quienes las dirigen. Para poder reimaginar de forma creativa nuestros sistemas, antes debemos analizarlos con espíritu crítico, y este es el mejor momento para hacerlo. La pandemia ha consolidado nuestra dependencia de las infraestructuras digitales transnacionales, y muchos de nosotros, atrapados en casa ante una pantalla, hemos notado no solo el vacío que hay en ese ámbito, sino también el poder oculto que prospera en su seno.

1. El sistema nervioso

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El sistema nervioso

Estoy mirando desde la ventana del trigésimo noveno piso del segundo rascacielos más alto de Reino Unido. Es un lugar al que llaman Level 39. Se trata de un centro para la creación de empresas de tecnología financiera en Canary Wharf, el distrito londinense que alberga una de las mayores concentraciones de megacorporaciones financieras del mundo. Level 39 es una creación del Canary Wharf Group, propietario de todo el distrito, como una forma de cultivar empresas de tecnología financiera en el laboratorio. Hay más de un centenar, la mayoría dedicadas a algún aspecto de la automatización financiera, desde aplicaciones de pago y bots de seguros hasta la evaluación de la capacidad crediticia mediante IA y robots «asesores».

Estos espacios repletos de compañías jóvenes se denominan «incubadoras» o «aceleradoras», pero la imagen más exacta podría ser la de un gimnasio de lujo, en el que una empresa se somete a una sesión intensiva de ejercicio, se le inyectan esteroides (apoyo de capital riesgo) y termina con una hora en una cama solar para conseguir un tono de piel saludable. Me invitan con frecuencia a este mundo de las firmas tecnológicas. Me encuentro en Level 39 participando en un taller sobre «el futuro del dinero».

Pero no es la primera vez que me asomo a las ventanas de los rascacielos de Canary Wharf. La primera vez fue hace más de una década, en julio de 2008, cuando vine a hacer una entrevista de trabajo en el piso treinta y cinco de las oficinas de un banco de inversión llamado Lehman Brothers. Me llamaron para una segunda entrevista, pero antes de que pudiera llegar a la tercera, el megabanco se hundió en la bancarrota y desencadenó una crisis financiera mundial.

Mientras se agravaba aquella crisis, trabajé como agente de derivados financieros, un puesto que me llevó a visitar muchas de estas oficinas en rascacielos. Durante ese tiempo aprendí que, cuanto más alto es tu edificio, menos tienes los pies en la tierra. Nadie utiliza una oficina de un trigésimo quinto piso para hacer pan artesanal con harina molida a la piedra, por ejemplo, pero sí para hacer apuestas gigantescas sobre el precio mundial del trigo, que se utilizarán para la gestión transnacional de los riesgos del trigo o para la especulación.

Londres no es el único lugar en el que se alzan estos rascacielos. Están en cualquier lugar donde se reúnan los señores de las finanzas, ya sea Singapur, Nueva York, Shanghái, Tokio o Frankfurt. Uno de los rascacielos más emblemáticos de Frankfurt es la Torre del Commerzbank, a la que recuerdo haber hecho una foto una noche, mientras un guardia de seguridad me observaba desde dentro. La inmensa torre me recordaba la fortaleza del hechicero Saruman de El señor de los anillos, con una pared vertical que asciende hasta una ciudadela en la azotea, envuelta en el amarillo fantasmal de unos potentes focos. Todos los elementos de estos edificios, desde las puertas de seguridad hasta los cristales unidireccionales que relucen al sol, están diseñados para transmitir una sensación de poder impenetrable. La arquitectura refleja nuestra relación con las altas finanzas: la mayoría de la gente está debajo de estos monolitos, mirando hacia arriba desde fuera.

Ahora, en el interior, la Torre Commerzbank guarda un secreto: un aseo para hombres con una hilera de urinarios dispuesta para ofrecer una vista panorámica de la ciudad, de modo que los que están dentro, mientras orinan, pueden contemplar a la gente que va y viene por la calle.

¿Es una imagen apropiada, la de unos banqueros condescendientes que observan el mundo mientras orinan metafóricamente sobre él? Después de haber trabajado en las altas finanzas, creo que se trata de algo más complejo. A pesar de sus bravuconadas, los banqueros no suelen tener el control de sus propias instituciones, y muchas veces están canalizando una lógica que los trasciende. Un rascacielos que alberga una gran empresa tiene algo de inhumano. El traje que llevan los banqueros es su uniforme protector, y el aseo es el único lugar de todo el rascacielos en el que quizá revelan una grieta en esa armadura, cuando dejan al aire el trasero y demuestran que son personas de carne y hueso.

A la hora de la verdad, todos somos criaturas locales y comunitarias, e incluso los banqueros más ambiciosos perderían las ganas de entrar en estas frías torres si no tuvieran amigos, una familia, un animal de compañía o una comunidad a los que volver cada noche. Nadie quiere acurrucarse en la cama en la Torre Commerzbank, y desde el quincuagésimo piso no se puede oler ni oír toda la actividad que se ve a lo lejos. Los rascacielos no son un hábitat natural para los seres humanos. Pero sí lo son para las empresas, si las concebimos como entidades vivas autónomas. Las empresas se sienten muy a gusto en torres de acero, donde analizan a las personas que ven desde su quincuagésimo piso como meros datos que deben procesar en sus hojas de cálculo.

Vista en su conjunto, la comunidad mundial de compañías financieras es como el denso centro neurálgico de un imperio de dinero —y de promesas de dinero— que tiene múltiples capas, que se comunica mediante cables de fibra óptica sobre el lecho marino y se canaliza a través de centros en el extranjero hacia otros grupos empresariales en países lejanos. Level 39 tiene su sede en lo más alto de una de esas torres y, aunque ellos no lo sepan, a los empleados del sector de la tecnología financiera se les ha contratado para que automaticen este centro neurálgico.

EL DINERO COMO SISTEMA NERVIOSO

Utilizo el término «centro neurálgico» de forma deliberada

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