La llamada del coraje (Las 4 virtudes estoicas 1)

Ryan Holiday

Fragmento

Las cuatro virtudes

Las cuatro virtudes

Ha pasado mucho tiempo desde que Hércules llegó a la encrucijada.

En una tranquila intersección en las colinas de Grecia, a la sombra de unos nudosos pinos, el gran héroe de la mitología griega se enfrentó a su destino.

Nadie sabe exactamente dónde ni cuándo ocurrió. Tenemos constancia del momento por las historias de Sócrates. Las más bellas obras de arte del Renacimiento lo plasmaron. Percibimos su energía en ciernes, sus fuertes músculos y su angustia en la clásica cantata de Bach. Si en 1776 John Adams se hubiese salido con la suya, Hércules en la encrucijada habría sido inmortalizado en el sello oficial de los recién fundados Estados Unidos.

Y es que allí, antes de que el héroe adquiriese su fama inmortal, antes de los doce trabajos, antes de que cambiase el mundo, Hércules se enfrentó a una crisis tan transformadora y genuina como la que podríamos haber sufrido cualquiera de nosotros.

¿Adónde se dirigía? ¿Adónde quería ir? Ese es el meollo de la historia. Solo, anónimo, inseguro, Hércules, como muchos otros, no lo sabía.

Donde el camino se bifurcaba se encontró con una diosa que le ofreció todas las tentaciones que pudiera imaginar. Engalanada con ropas elegantes, le prometió una vida desahogada. Le juró que nunca conocería la necesidad ni la desdicha, el miedo ni el dolor. Si la seguía, dijo, todos sus deseos serían satisfechos.

En el otro sendero había una diosa más severa ataviada con una inmaculada túnica blanca. Esa diosa le hizo una invitación más discreta. No le prometió más recompensas que las derivadas de su esfuerzo. La travesía sería larga, dijo. Debería sacrificarse. En algunos momentos tendría miedo. Pero era un viaje para un dios. Lo convertiría en la persona que sus antepasados querían que fuese.

¿Fue un episodio real? ¿Ocurrió de verdad?

Y en caso de que solo sea una leyenda, ¿acaso importa?

Sí, porque es una historia sobre nosotros.

Sobre nuestro dilema. Sobre nuestra encrucijada.

Para Hércules, el dilema consistió en elegir entre el vicio y la virtud, la vía fácil o la difícil, el sendero trillado o el camino menos transitado. Todos nos enfrentamos a esa elección.

Tras vacilar un instante, Hércules escogió la que lo cambiaba todo.

Eligió la virtud.

La palabra «virtud» puede parecer anticuada. Sin embargo, virtud —arete— se traduce en algo muy sencillo y eterno: excelencia. Moral. Física. Mental.

Antiguamente, la virtud constaba de cuatro elementos clave:

Coraje.

Templanza.

Justicia.

Sabiduría.

Los «fundamentos de la bondad», los llamó el rey filósofo Marco Aurelio. Millones de personas las conocen como las virtudes cardinales, cuatro ideales casi universales adoptados por el cristianismo y la mayor parte de la filosofía occidental, pero igual de valorados en el budismo, el hinduismo y en casi cualquier filosofía que se te ocurra. Se llaman «cardinales», apuntó C. S. Lewis, no porque procedan de autoridades eclesiásticas, sino porque tienen su origen en el latín cardo, «bisagra».

Son elementos fundamentales. Y sobre ellos gira la puerta de la buena vida.

También son el tema de este libro y de esta serie.

Cuatro libros.[1] Cuatro virtudes.

Un objetivo: ayudarte a elegir…

Coraje, valor, fortaleza, honor, sacrificio…

Templanza, autocontrol, moderación, compostura, equilibrio…

Justicia, imparcialidad, servicio, hermandad, bondad, gentileza…

Sabiduría, conocimiento, educación, verdad, introspección, paz…

Estos valores son la clave de una vida de honor, de gloria, de excelencia en todos los sentidos. Son rasgos de personalidad que John Steinbeck describió a la perfección como «agradables y deseables para quien los posee y que le hacen realizar actos de los que puede sentirse orgulloso y con los que puede estar contento». Esta descripción es extensible a toda la humanidad. En Roma no existía una versión femenina de la palabra virtus. La virtud no era masculina ni femenina, solo era.

Y lo sigue siendo. No importa si eres hombre o mujer. No importa si eres fuerte o muy tímido, si eres un genio o si tienes una inteligencia media. La virtud es un imperativo universal.

Las virtudes están interrelacionadas y son inseparables, aunque se diferencian unas de otras. Hacer lo correcto casi siempre requiere coraje, del mismo modo que la disciplina es imposible sin la sabiduría para saber elegir. ¿De qué sirve el coraje si no se aplica a la justicia? ¿De qué sirve la sabiduría si no nos hace más humildes?

Norte, sur, este, oeste: las cuatro virtudes son una suerte de brújula —por algo las cuatro direcciones de una brújula se llaman «puntos cardinales»—. Nos guían. Nos muestran dónde estamos y qué es verdad.

Aristóteles describió la virtud como una especie de oficio, algo a lo que aspirar, como uno aspira al dominio de una profesión o una habilidad. «Los hombres se convierten en constructores construyendo y los citaristas, tocando la cítara —escribe—. Pues bien, del mismo modo nos convertimos en personas justas al realizar acciones justas y valientes».

La virtud es algo que hacemos.

Es algo que elegimos.

Y en más de una ocasión, ya que la encrucijada de Hércules no fue un episodio aislado. Es un reto diario al que nos enfrentamos no una sola vez sino continuamente, en repetidas ocasiones. ¿Seremos egoístas o desinteresados? ¿Valientes o temerosos? ¿Fuertes o débiles? ¿Sabios o tontos? ¿Adquiriremos una buena costumbre o una mala? ¿El coraje o la cobardía? ¿La felicidad de la ignorancia o el reto de una nueva idea?

¿Seguir como siempre… o evolucionar?

¿El camino fácil o el correcto?

Introducción

Introducción

No hay proeza en esta vida que no puedas llevar a cabo. Deberías vivir tu vida como una proeza heroica.

LEV TOLSTÓI

No hay nada que valoremos más que el coraje, aunque no hay bien más escaso.

¿Ahí está la clave? ¿Valoramos aquello que es raro?

Es posible.

Sin embargo, el coraje —la primera de las cuatro virtudes cardinales— no es una piedra preciosa. No es un diamante, el resultado de un proceso de miles de años. No es petróleo, que se debe extraer de la tierra. No ofrece recursos finitos, repartidos por la fortuna azarosamente o accesibles solo a unos pocos.

No. Es mucho más simple. Es renovable. Está en cada uno de nosotros, en todas partes. Es algo de lo que somos capaces en cualquier momento. En asuntos importantes y menores. Físico. Moral.

Disponemos de oportunidades ilimitadas, incluso diarias, para experimentarlo: en el trabajo, en casa, en todas partes.

Y, sin embargo, sigue siendo algo muy raro.

¿Por qué?

Porque tenemos miedo. Porque es más fácil no implicarse. Porque estamos liados en otras tareas y este no es un buen momento. «No soy un soldado», decimos, como si luchar en el campo de batalla fuese la única forma de coraje que el mundo necesita.

Preferimos seguir con lo que no entraña peligro. ¿Yo? ¿Heroico? Nos parece egoísta, absurdo. Se lo dejamos a otro, a alguien más cualificado, mejor preparado, con menos que perder.

Es comprensible, incluso lógico.

Pero si todo el mundo piensa así, ¿qué nos queda?

«¿Habrá que recordar que desde la más remota Antigüedad la pérdida de coraje se ha considerado el principio del fin?», dijo el escritor y disidente soviético Alexander Solzhenitsin.

En cambio, los momentos más destacados de la historia de la humanidad —ya sea llegar a la Luna o luchar por los derechos civiles, la batalla de las Termópilas o las obras de arte del Renacimiento— comparten un elemento: el valor de hombres y mujeres corrientes. Personas que hicieron lo que debían. Personas que dijeron: «Si no lo hago yo, entonces ¿quién?».

Coraje solo hay uno

Durante mucho tiempo se ha sostenido que existen dos tipos de coraje: físico y moral.

El coraje físico es un caballero que entra en combate al galope. Es un bombero que corre hacia el edificio en llamas. Es un explorador que parte al Ártico desafiando a los elementos.

El coraje moral es un denunciante de una práctica ilegal que se enfrenta a grandes intereses. Es quien cuenta la verdad que nadie está dispuesto a contar. Es el emprendedor que monta un negocio por su cuenta a pesar de los obstáculos.

El coraje marcial del soldado y el coraje mental del científico.

Pero no hace falta ser un filósofo para ver que en realidad hablamos de lo mismo.

No hay dos tipos de coraje. Solo uno. El que te empuja a jugarte el pellejo. En algunos casos en sentido literal, hasta fatal. En otros en sentido figurado, o económico.

El coraje es riesgo.

Es sacrificio…

… compromiso.

… perseverancia.

… verdad.

… determinación.

Cuando haces lo que otros no pueden o no quieren hacer. Cuando haces lo que la gente cree que no deberías o no puedes hacer. De lo contrario, no es coraje. Tienes que enfrentarte a algo o a alguien.

Con todo, sigue siendo difícil definir el coraje. Lo reconocemos al verlo, pero cuesta decir qué es. Por lo tanto, el objetivo de este libro no es dar definiciones. Más raro que una piedra preciosa, el coraje es algo que debemos examinar desde distintos ángulos. Solo al fijarnos en sus distintas partes y tallas, perfecciones y defectos, podremos entender el valor del conjunto. Cada una de esas perspectivas nos permite conocerlo un poco mejor.

Sin embargo, no lo hacemos para comprender la virtud en abstracto. Cada uno de nosotros nos enfrentamos a nuestra propia encrucijada hercúlea. Puede que ocupemos un cargo público. Puede que hayamos presenciado un comportamiento poco ético en el trabajo. Quizá seamos unos padres que quieren educar bien a sus hijos en un mundo aterrador lleno de tentaciones. Quizá seamos un científico que investiga una idea polémica o poco ortodoxa. Quizá tengamos un proyecto para un nuevo negocio. Quizá seamos un soldado raso de infantería la víspera de una batalla. O un atleta a punto de superar los límites de la capacidad humana.

Todas estas situaciones requieren coraje. En términos reales. Ahora. ¿Lo tendremos? ¿Cogeremos el teléfono que está sonando?

«A todos les llega un momento especial en la vida en el que, en sentido figurado, les dan una palmadita en el hombro y les ofrecen la oportunidad de hacer algo muy especial —dijo Winston Churchill—, exclusivo para ellos y a la medida de sus aptitudes. Qué tragedia si ese instante los sorprende sin la preparación o la formación necesaria para el que podría haber sido su momento de gloria».

Es más acertado decir que la vida tiene muchos de esos momentos, muchas de esas palmaditas en el hombro.

Churchill tuvo que bregar con una dura infancia y unos padres poco cariñosos. Necesitó coraje para no creer a los profesores que pensaban que era tonto. Y también para marcharse como corresponsal de guerra de joven, y luego, cuando lo hicieron prisionero y se dio a la fuga. Hacen falta agallas para presentarse a un cargo oficial. Necesitó coraje cada vez que publicó como escritor. Después para cambiar de partido político. Para alistarse en la Primera Guerra Mundial. Para enfrentarse a los terribles años de vacío político en los que la opinión pública se volvió contra él. Más tarde llegó el ascenso de Hitler, y se enfrentó en solitario al nazismo en su momento de mayor gloria. Pero también tuvo el coraje de seguir adelante cuando volvieron a expulsarlo de la vida política, haciendo gala de una tremenda ingratitud, y el coraje de regresar una vez más. El coraje de retomar la pintura en la vejez y mostrar su obra al público. De enfrentarse a Stalin y al telón de acero, etc.

¿Le faltó coraje en algún momento? ¿Cometió errores? ¿Perdió oportunidades? Sin duda. Pero pensemos en los momentos de coraje y aprendamos de ellos en vez de centrarnos en los defectos de otra persona como una forma de disculpar los propios.

En la vida de todos los grandes de la historia hallamos los mismos temas. Hay un momento decisivo de coraje, pero también otros menos destacados. El día que Rosa Parks se negó a ceder su asiento a un hombre blanco es un ejemplo de coraje… pero también lo son sus cuarenta y dos años de vida en el Sur como mujer negra sin perder la esperanza ni ceder a la amargura. Su coraje para entablar acciones legales contra la segregación solo fue una prolongación del que necesitó en 1943 para ingresar en la NAACP (Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color, por sus siglas en inglés) y para trabajar allí de secretaria, y aún más en 1945, cuando consiguió inscribirse en el censo electoral para votar en Alabama.

La historia está escrita con sangre, sudor y lágrimas, y grabada para la posteridad por la resistencia silenciosa de personas valientes.

Personas que se levantaron (o se sentaron)…

Personas que lucharon…

Personas que se arriesgaron…

Personas que no se quedaron calladas…

Personas que probaron…

Personas que dominaron sus miedos, actuaron con coraje y, en ocasiones, alcanzaron brevemente ese plano superior de existencia que les permitió entrar en el panteón de los héroes.

El coraje nos llama a cada uno de un modo distinto, en momentos distintos y de formas distintas. Pero la llamada siempre viene de dentro.

Primero, nos llama a superar el miedo y la cobardía. Luego nos llama a ser valientes, a imponernos a los elementos, a la adversidad, a nuestras limitaciones. Por último, nos llama al heroísmo, tal vez por un solo instante de esplendor, cuando nos llama a hacer algo por alguien que no somos nosotros.

Sea cual sea la llamada que oigas ahora, lo importante es que respondas. Lo importante es que acudas a ella.

En un mundo feo, el coraje es bonito. Gracias a él existen cosas bonitas.

¿Quién dice que tenga que ser algo raro?

Has elegido este libro porque sabes que no tiene por qué serlo.

Primera parte. Miedo

PRIMERA PARTE

Miedo

Más allá de este lugar de cólera y lágrimas

donde yace el Horror de la sombra,

la amenaza de los años

me encuentra y me encontrará sin miedo.

WILLIAM ERNEST HENLEY

Qué fuerzas ponen trabas al coraje? ¿Qué hace que algo tan valioso sea tan raro? ¿Qué nos impide hacer lo que podemos y debemos hacer? ¿Cuál es la fuente de la cobardía? El miedo. Phobos. Es imposible vencer a un enemigo que no entiendes, y el miedo —en todas sus formas, del terror a la apatía, pasando por el odio y la falta de ambición— es el enemigo del coraje. Estamos librando una batalla contra el miedo; por tanto, debemos estudiarlo, familiarizarnos con él, luchar contra sus causas y sus síntomas. Por ese motivo los espartanos construyeron templos al miedo. Para tenerlo cerca. Para ver su poder. Para protegerse de él. Los valientes no están exentos de miedo; ningún humano lo está. Antes bien, su capacidad para superarlo y dominarlo es lo que los convierte en seres extraordinarios. De hecho, hay que decir que la grandeza es imposible si eso no se consigue. En cambio, sobre los cobardes no se escribe nada. No se recuerda nada. No se admira nada. Di una sola cosa buena que no requiera como mínimo unos segundos de coraje. Así pues, si deseamos ser grandes, primero debemos aprender a conquistar el miedo, o al menos a superarlo en los momentos decisivos.

La llamada que tememos...

La llamada que tememos...

Antes de tener uso de razón, Florence Nightingale ya era intrépida. En un pequeño dibujo realizado durante su más tierna infancia, su tía representó a la niña andando con su madre y su hermana cuando debía de tener unos cuatro años.

La hermana mayor se agarra a la mano de la madre. En cambio Florence «anda dando tumbos a su aire» con esa maravillosa seguridad que tienen algunos niños. No necesitaba sentirse a salvo. Le daba igual lo que pensasen los demás. Había mucho que ver. Mucho que explorar.

Por desgracia, esa independencia no duraría.

Tal vez alguien le dijo que el mundo era un sitio peligroso. Tal vez fue la presión imperceptible pero aplastante de la época que dictaba que las niñas debían comportarse de una determinada manera. Tal vez fue el lujo inherente a pertenecer a una clase privilegiada lo que minó su conciencia de lo que era capaz.

Cada uno de nosotros ha recibido una versión de ese diálogo cuando un adulto, independientemente de sus intenciones, comete la cruel injusticia de destruir nuestras esperanzas. Creen que nos preparan para el futuro, pero en realidad solo nos están imponiendo sus miedos y limitaciones.

Oh, qué caro nos sale ese equívoco. Y de cuánto coraje priva al mundo.

Como estuvo a punto de pasar con Florence Nightingale.

El 7 de febrero de 1837, a los dieciséis años, sintió lo que más adelante denominó la «llamada».

¿A qué? ¿Adónde? ¿Y cómo?

Solo fue consciente de que había un mundo misterioso en lo alto que le transmitía la idea de que se esperaba algo de ella, de que tenía que prestar un servicio, comprometerse con algo que no fuese la vida de su rica e indolente familia, ajeno a los restrictivos e insoportables roles reservados a las mujeres de su época.

«Oímos una voz en nuestro interior… —dijo Pat Tillman cuando se planteó dejar el fútbol americano profesional para ingresar en los rangers del ejército de Estados Unidos—. Esa voz nos dirige hacia la persona en la que queremos convertirnos, pero seguirla o no es nuestra elección. La mayoría de las veces nos encaminamos en una dirección predecible, recta y en apariencia positiva. Sin embargo, a veces tomamos otro camino».

Cabría pensar que una chica valiente como Florence Nightingale estaría dispuesta a escuchar esa voz, pero, como muchos de nosotros, había interiorizado las creencias de su época y se había convertido en una joven temerosa que no se atrevía a imaginar un camino que no fuese el de sus padres.

«Tenían una amplia casa en Derbyshire y otra en New Forest —escribió Lytton Strachey en su clásica obra Victorianos eminentes—. Había también una residencia en Mayfair para la temporada londinense que incluía las mejores fiestas, viajes por Europa con una dosis mayor a la habitual de óperas italianas y de ocasiones para atisbar a las grandes celebridades parisinas. Criada en medio de tantas ventajas, era natural suponer que Florence mostraría su agradecimiento al cumplir los deberes que exigía su estado y condición, es decir, contrayendo matrimonio, después de un número apropiado de bailes y cenas, con un caballero adecuado, para luego vivir felices y comer perdices».

Durante ocho años esa llamada permaneció oculta en lo más recóndito de la mente de Florence como un tabú. Mientras, ella tenía la ligera impresión de que no todo iba bien en el mundo victoriano. Cuando nació, la esperanza de vida era de apenas cuarenta años. En muchas ciudades, la mortalidad era mayor entre los pacientes tratados en hospitales que fuera de ellos. En la guerra de Crimea, en la que Nightingale destacaría más adelante, solo mil ochocientos hombres de unos cien mil soldados murieron por heridas. Más de dieciséis mil murieron por enfermedad, y trece mil quedaron incapacitados para el servicio. Incluso en tiempos de paz las condiciones eran terribles, y el mero hecho de alistarse entrañaba riesgo de muerte. «Era como sacar a mil cien hombres a la llanura de Salisbury y dispararles», dijo Nightingale a los oficiales en una ocasión.

Sin embargo, a pesar de lo urgente de la crisis —agravada por la rapidez con la que crecía el altar de hombres muertos—, el miedo era aún mayor.

«Había que cuidar de la vajilla», escribió Strachey. Su padre esperaba que ella le leyese. Debía encontrar a alguien con quien casarse. Corrían rumores de los que hablar. No había nada que hacer, y eso era lo único que le permitían a una mujer con recursos: nada.

Desbordada por esa presión banal, Florence desatendió la llamada para no molestar a la alta sociedad. Sí, ayudaba a algún que otro vecino enfermo. Leía. Conoció a gente interesante como Elizabeth Blackwell, la primera mujer que se licenció en Medicina y ejerció como doctora. Aun así, a los veinticinco años, cuando le ofrecieron la oportunidad de trabajar como voluntaria en el hospital de Salisbury, dejó que su madre tomara la decisión por ella. ¿Trabajar en un hospital? ¡Ni hablar, preferirían que fuera prostituta!

Después de resistirse durante ocho años, recibió otra llamada. La voz le preguntó, en aquella ocasión de una forma más directa: «¿Dejarás que la reputación te impida servir a los demás?». Ese era su miedo: ¿qué pensaría la gente? ¿Podría romper con la familia que deseaba tenerla a su lado? ¿Pasar de ser una debutante de la alta sociedad a convertirse en enfermera? ¿Podría dedicarse a una vocación de la que no sabía casi nada y que apenas existía en el siglo XIX? ¿Podría hacer lo que se suponía que las mujeres no debían hacer? ¿Podría lograrlo?

El miedo era intenso, como le ocurre a cualquier persona cuando se plantea navegar por aguas inexploradas o considera hacer saltar su vida por los aires para dedicarse a algo nuevo. Cuando todo el mundo te dice que fracasarás, que te equivocas, ¿cómo no vas a hacerles caso? Es una paradoja terrible: tendrías que estar loco para no hacerles caso cuando te dicen que estás loco.

¿Y cuando intentan que te sientas culpable? ¿Cuando tratan de castigarte? ¿Y si te da miedo decepcionar a los demás? A eso se enfrentó Nightingale. A unos padres que interpretaron la ambición de su hija como una crítica a su propia falta de ambición. Su madre lamentó que quisiera «deshonrarse», mientras que su padre se puso como una fiera con ella por ser una malcriada y una desagradecida.

Esas reacciones eran mentiras que ella interiorizó. «Doctor Howe —se atrevió a preguntar una vez a Samuel Gridley Howe, médico y marido de Julia Ward Howe, autora del «Himno de batalla de la República»—, ¿cree usted que sería impropio e indecoroso para una joven inglesa consagrarse a obras de caridad en hospitales? ¿Cree que sería algo terrible?». Sus preguntas estaban llenas de ideas preconcebidas. «Impropio». «Indecoroso». «Terrible».

Se sentía indecisa: ¿buscaba permiso para cumplir su sueño o para todo lo contrario? «Mi querida señorita Florence —contestó Howe—, sería una decisión insólita, y en Inglaterra lo insólito se considera impropio; pero le recomiendo que siga adelante. Si tiene vocación por ese estilo de vida, haga lo que le inspire su corazón y descubrirá que no hay nada indecoroso ni indigno en una dama que cumpla con su deber por el bien de los demás. Elija y siga firme, adondequiera que le lleve».

Sin embargo, no perdió el miedo a portarse de forma insólita, el miedo a más chantajes emocionales y amenazas. Todo estaba planeado para que se quedase en casa, para que no se saliese de los límites establecidos. Y como suele ocurrir, dio resultado, a pesar del claro apoyo de alguien a quien ella admiraba.

«¿Cómo se me ocurre perturbar su felicidad? —escribiría Florence en su diario—. ¿Qué soy para que su vida no me sirva?». Su familia apenas le dirigía la palabra, como ella relató: «Me trataban como si hubiese cometido un crimen». Durante años, esas tácticas funcionaron. «Ella tenía la capacidad de imponerse —escribió su biógrafo Cecil Woodham-Smith—, pero no lo hizo. Las cadenas que la ataban eran de paja, pero ella no las rompió».

Nightingale no fue una excepción ni en la década de 1840 ni hoy. De hecho, en el mito del viaje del héroe, ¿qué viene después de la «llamada a la aventura» en la mayoría de los casos? El rechazo. Es muy difícil y da miedo, deben de haberse equivocado de persona. Esa es la conversación que Nightingale mantuvo consigo misma, pero no duró un rato, sino dieciséis años.

Es lo que consigue el miedo. Nos aleja de nuestro destino. Nos retiene. Nos paraliza. Nos da un millón de motivos para alguna cosa. O para la contraria.

«Qué poco se puede hacer bajo el influjo del miedo», escribiría Nightingale más adelante. Gran parte de las tres primeras décadas de su vida lo probaban. Pero también sabía que por un breve instante no tuvo miedo. Debía recobrar esa fuerza interior para escapar y aceptar la llamada que se le había concedido oír.

Era un paso aterrador. Abandonar una vida cómoda. Oponerse a la convención. El coro de dudas y exigencias. Cómo no iba a detenerla… Nos detiene a muchos. Pero a Nightingale no. Dos semanas más tarde, dio el paso.

«No debo esperar compasión ni ayuda de ellos —escribió respecto a su decisión de escap

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos