PRÓLOGO
Este libro tiene su origen en un encargo poco frecuente. En 2017 me invitaron a dar una charla sobre la justicia y la política en el libro de los Salmos como parte de un festival de canto coral en Utrecht en el que cuatro coros iban a cantar versiones musicales de los ciento cincuenta salmos. Mi conferencia estaba programada para una pausa entre dos actuaciones. Aparte de lo que casi todo el mundo conoce sobre los Salmos —«el Señor es mi pastor» y «aunque camine por cañadas oscuras»—, yo apenas sabía nada de ellos, pero acepté el encargo diciéndome que tenía tiempo de estudiarlos, lo que hice durante un verano, a partir de la versión oficial anglicana de la Biblia del rey Jacobo (1611). Leí las traducciones de Robert Alter del hebreo y di la conferencia. Después, mi mujer, Zsuzsanna, y yo nos sentamos con el resto del público, durante un sábado y un domingo, a escuchar los coros, mientras el texto de los salmos se proyectaba en holandés e inglés por encima del escenario. La música era hermosa; las palabras, resonantes, y la experiencia me produjo un efecto catártico que he tratado de entender desde entonces. Fui a pronunciar una conferencia sobre justicia y política, pero encontré consuelo: en las palabras, la música y las lágrimas de reconocimiento del público.
Así es como empezó este proyecto: tratando de entender el impacto de los Salmos en mí y en el resto de los presentes en la sala de conciertos de Utrecht. ¿Cómo era posible que el antiguo lenguaje religioso nos hubiera hechizado de tal modo, en especial a un no creyente como yo? ¿Y qué significaba exactamente ser consolado?
A medida que fui avanzando en el proyecto durante los cuatro años siguientes, se me hizo cada vez más apasionante, pero también más difícil. Tenía la sensación de navegar a contracorriente al dedicarme a un tema que desconcertaba a amigos y colegas, que a menudo me preguntaban: «¿Por qué el consuelo? ¿Por qué ahora?».
Luego, en marzo de 2020, la COVID-19 nos mantuvo a todos confinados de forma intermitente durante un año o más. En el mundo en línea que se convirtió en nuestro denominador común global, hubo una verdadera explosión de intentos de proporcionar consuelo, de dar sentido a nuestros sentimientos compartidos de desorientación, miedo, soledad y sufrimiento agudo, a medida que la cifra de muertes pasaba de casi increíble a resignadamente aceptada. Artistas, escritores, cantantes, músicos y pensadores trataron de estar a la altura de las circunstancias y reconfortar a quienes los rodeaban. Zsuzsanna y yo, por ejemplo, nos unimos a miles de personas en internet para escuchar a los músicos de una orquesta de Rotterdam que, al no poder tocar juntos, interpretaron el «Himno a la alegría» de Beethoven en Zoom, cada cual en su casa, coordinándose con los auriculares puestos. Un pianista, Igor Levit, tocaba las sonatas de Beethoven cada noche desde su piso de Berlín; Simon Rattle acompañaba al piano a Magdalena Kožená mientras esta cantaba Lieder de Brahms; los poetas recitaban poemas de consuelo desde sus dormitorios; la gente leía en voz alta sus ejemplares de La peste de Camus o del Diario del año de la peste de Defoe; los raperos rapeaban; los cantantes cantaban; los intelectuales declamaban.
Toda esta agitación me reafirmó en mi impulso de buscar consejo en los grandes hombres y mujeres que vivieron tiempos más desolados que los nuestros y que encontraron consuelo en obras de arte, filosóficas y religiosas que siguen a nuestro alcance para ayudarnos cuando necesitemos que vuelvan a cumplir su antiguo cometido.
A pesar de que no trata de sufrimientos particulares, este libro es un proyecto profundamente personal. La forma que ha adoptado —retratos de hombres y mujeres concretos de la historia que se afanan por encontrar consuelo— hace especial hincapié en cómo las ideas y los significados se forjan en el crisol de experiencias singulares y, al mismo tiempo, universales en su significado.
En busca de consuelo supone mi retorno a la historia del pensamiento después de The Needs of Strangers (1984). Mis ideas acerca de Hume, Condorcet y Marx que figuran en este libro se formaron durante mi estancia en el King's College de Cambridge, entre 1978 y 1984, como codirector de un proyecto sobre la historia de la economía política clásica. En esa época, el rector de la universidad era el filósofo Bernard Williams; Gareth Stedman Jones y John Dunn sirvieron de inspiración y guía del proyecto; y mi codirector fue un académico incomparable, István Hont, cuya muerte en 2013, a los sesenta y cinco años, fue una dolorosa pérdida para todos los que le conocieron.
En los doce años durante los que traté a Isaiah Berlin y trabajé en su biografía, nunca hablé con él de la consolación, ya que era una de esas personas de un optimismo incurable que no parecían necesitarla para nada. Pero mi visión de Anna Ajmátova, que se consolaba con la esperanza de que su poesía constituyera un testimonio imperecedero del Terror de Stalin, se debe en parte al recuerdo de Berlin de su encuentro con ella en Leningrado en 1945.
A medida que escribía este libro, me sentía cada vez más en deuda con las tradiciones académicas que han hecho posible mi trabajo. La mera existencia de algunos de estos textos —el libro de Job, los Salmos, las epístolas de Pablo, las Meditaciones de Marco Aurelio, las cartas de Cicerón, por ejemplo— es un testimonio de la fidelidad multisecular de estudiosos, copistas, escribas y traductores anónimos que los salvaron de los ratones, del fuego y la peste, y de la indiferencia humana. Mis contemporáneos son fieles herederos de estas tradiciones. Me gustaría dar las gracias a algunas personas que me ayudaron a dar forma a este proyecto. Yoeri Albrecht cursó la invitación original para dar la conferencia en el festival de Utrecht. Agradezco a Robert Alter su magnífica traducción de la Biblia hebrea y su lectura de Job y los Salmos como obras literarias; a Nicholas Wright, su interpretación de Pablo y su crítica mordaz a la mía; a Christian Brouwer, su trabajo sobre Boecio; a Arthur Applbaum, su conocimiento del hebreo y sus escritos sobre Montaigne. Doy las gracias a Moshe Halbertal por compartir conmigo su visión del libro de Job y su ensayo «Job, the Mourner» (‘Job, el doliente’); a Leon Wieseltier, por sus agudas sugerencias editoriales; a Sarah Schroth, por su estudio sobre el Greco, publicado hace más de cuarenta años; a Emma Rothschild, por sus conocimientos sobre Condorcet; a Gareth Stedman Jones, por su biografía de Marx; a Adam Gopnik, por su libro sobre Lincoln; al musicólogo y director de orquesta Leon Botstein, por sus conocimientos de Mahler; a Karol Berger, por compartir conmigo sus ideas acerca de Wagner y Nietzsche; a Lisa Appignanesi, por los años de diálogo sobre Freud y otros asuntos tanto serios como frívolos; a Tim Crane, por reflexionar conmigo sobre si tenemos derecho al consuelo de la religión si no compartimos la fe religiosa; a János Kis, por sus reflexiones sobre la relación entre el consuelo y el estar en paz con el destino; a Maria Kronfeldner, por sus comentarios a mi visión de la «esperanza» en Primo Levi; a Carlo Ginzburg, por su lectura cercana y crítica de mis opiniones sobre Primo Levi; a Mark Lilla, por su lectura de Camus; a Michael Zantovsky, Jacques Rupnik y al traductor ejemplar de Havel, Paul Wilson, por compartir su amistad y sus ideas acerca de Václav Havel; a Győző