Título original: A Tale of Two Cities
Traducción: Nuria González Esteban
1.ª edición: octubre, 2016
© Ediciones B, S. A., 2016
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-553-1
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Diseño de portada e interior: Donagh I Matulich
Maquetación ebook: emicaurina@gmail.com
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Historia de dos ciudades se publicó por entregas semanales en la revista de Dickens All the Year Round del 30 de abril al 26 de noviembre de 1859. Ese mismo año fue publicada también en forma de libro (Chapman & Hall, Londres).
Esta historia está dedicada
a lord John Russell, en recuerdo
de muchos servicios públicos
y amabilidades privadas.
Contenido
Portadilla
Créditos
Comentario
Dedicatoria
Prólogo
Libro Primero
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Libro Segundo
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Libro Tercero
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
PRÓLOGO
Cuando representaba, con mis hijos y amigos, la obra de Wilkie Collins Profundidades heladas, le di forma por primera vez a la idea central de esta historia. Sentí un gran deseo de personificarla en mí mismo; y tracé en mi imaginación, con particular interés y cuidado, el estado de ánimo que requeriría su exposición ante un espectador atento.
A medida que fui familiarizándome con la idea, esta adquirió su forma actual. A lo largo de toda su ejecución, se apoderó completamente de mí; he verificado hasta hoy lo que se hace y se sufre en estas páginas, y por cierto que también yo lo he hecho y sufrido.
Cualquier referencia, por pequeña que sea, a las condiciones del pueblo francés antes o durante la Revolución es verdadera, y se basa en testimonios fidedignos. He tenido la esperanza de aportar algo a la visión popular y pintoresca de aquella época terrible, a pesar de que nadie puede pretender aportarle nada a la filosofía del magnífico libro del señor Carlyle.
Libro Primero
RESUCITADO
Capítulo I
La época
Eran los mejores tiempos, eran los peores tiempos; era el siglo de la locura y el siglo de la razón; era la edad de la fe y de la incredulidad; era la época de la luz, era la época de las tinieblas; era la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación; lo teníamos todo, no teníamos nada; íbamos directo al Cielo y de cabeza al Infierno: era, en una palabra, un siglo tan diferente del nuestro que, en opinión de autoridades muy respetables, solo se puede hablar de él en grado superlativo, tanto para bien como para mal.
Reinaban en aquel tiempo en Inglaterra un rey de robustas mandíbulas y una reina de cara muy fea, mientras que en el trono de Francia se sentaban un rey provisto de unas mandíbulas no menos robustas y una reina de cara muy linda. Estaba más claro que el agua para todos los grandes del Estado que en uno y otro país se renovaba diariamente el milagro de la multiplicación de los panes, y que no cambiaría jamás el orden de cosas establecido.
Era el año de Nuestro Señor de 1775. Entonces, como hoy, se le habían concedido a Gran Bretaña revelaciones espirituales. Un profeta, que no era más que un guardia de corps, había anunciado que el día en que la señora Southcott cumpliera veinticinco años, un abismo, preparado ya para abrirse, se tragaría Londres y Westminster.
Apenas habían transcurrido doce años desde que el espíritu de Cock Lane hablara por medio de las sillas y las mesas, del mismo modo que nuestros modernos espíritus, lo cual es un argumento poco favorable para la originalidad de nuestro siglo. Se habían recibido en Inglaterra noticias de un orden menos espiritual relativas a cierto congreso formado en América por súbditos de la Gran Bretaña, y estas noticias adquirieron más importancia para los humanos que todas las comunicaciones transmitidas por las gallinas de Cock Lane.
Francia, menos favorecida en materia de espíritus que su hermana del escudo y el tridente, se deslizaba suavemente por una senda sembrada de flores, cantos y carcajadas, abrojos, llantos y gemidos; fabricaba papel moneda que se apresuraba en gastar. Bajo la guía de sus pastores cristianos, se divertía con actos de humanidad, como, por ejemplo, quemar vivo a un joven, después de cortarle ambas manos y arrancarle la lengua, por no haberse arrodillado, mientras llovía, al pasar una sucia procesión de monjes, a una distancia de cincuenta o sesenta metros.
Crecían entretanto en los grandes bosques de Francia y de Noruega árboles que el Leñador —el Destino— había marcado para ser talados con la idea de construir con sus tablas un nuevo tipo de cadalso, provisto de una cuchilla y un saco, del cual debía conservar la historia un espantoso recuerdo. También en aquellos días se albergaban, bajo los cobertizos de algunos de los labradores que cultivaban las tierras de las cercanías de París, toscos carros cubiertos de lodo, olfateados por los cerdos, que servían de cama a las gallinas, y que el Granjero —la Muerte— había elegido para convertirlos en proveedores del hacha revolucionaria. Pero el Leñador y el Granjero trabajaban en silencio y nadie oía el sordo rumor de sus pasos, aunque es verdad que bastaba con sospechar sus preparativos para confesarse culpable de traición y ateísmo.
En Inglaterra apenas había orden o seguridad suficientes para justificar la jactancia nacional. No pasaba una noche sin robos a mano armada y audaces asaltos en medio de la calle hasta en la misma capital; se habían puesto avisos en los parajes públicos para advertir que nadie saliese de la ciudad sin depositar sus muebles en el almacén de un tapicero para tener más seguridad de encontrarlos a su regreso; el ladrón nocturno se transformaba de día en mercader de la City, y cuando era reconocido y acusado por uno de los comerciantes a quienes asaltaba en su carácter de capitán, le disparaba atrevidamente un tiro en la cabeza y huía a todo galope. El correo caía en emboscadas en las que lo esperaban siete bandidos; tres de estos morían a manos del guarda que acompañaba la diligencia de correos y que, agotando sus municiones, era asesinado por los demás asaltantes, los cuales saqueaban el coche sin mayor obstáculo. El lord corregidor de Londres, a pesar de ser un poderoso potentado, se veía obligado a obedecer a un audaz aventurero que le exigía la bolsa o la vida, y que despojaba al ilustre personaje en medio de sus numerosos lacayos. Los rateros robaban los broches de diamantes del pecho de los nobles lores hasta en los salones de la corte; los mosqueteros iban al barrio de Saint Giles a apoderarse de las mercancías de contrabando; el populacho hacía fuego contra los mosqueteros y estos contra la turba, y nadie se extrañaba de estos hechos que eran propios de la vida común. En tanto, el verdugo estaba muy atareado y trabajaba sin pausa. Ya colgaba en largas hileras a criminales de toda especie, ya estrangulaba el sábado al ratero preso el martes anterior; por la mañana marcaba a fuego en la prisión de Newgate la mano de docenas de personas, y por la noche ardían los libelos en la puerta de Westminster; hoy quitaba la vida a un horrible asesino, y mañana, a un miserable que había robado dos peniques al hijo de un campesino.
Todas estas cosas, y mil más por el estilo, sucedían en Francia y en Inglaterra en el bendito año de 1775; y mientras el Leñador y el Granjero trabajaban sin que nadie los viera, los dos monarcas de robustas mandíbulas y las dos reinas, la una fea y la otra bonita, marchaban con estruendo, llevando con mano levantada y firme su derecho divino. De este modo conducía el año 1775 a sus majestades, y a millares de criaturas insignificantes —las criaturas de esta crónica, principalmente—, por los caminos que se abrían ante ellas.
Capítulo II
El correo
Un viernes por la noche, a finales de noviembre, la carretera de Dover se extendía delante del primer personaje con quien hemos de trabar conocimiento en esta historia. Entre nuestro personaje y el horizonte se hallaba el coche del correo, que subía penosamente la escarpada pendiente del monte Shooter. Había tanto lodo en el camino, los caballos estaban tan cansados, la subida era tan rápida, la correspondencia abultaba tanto y eran tan hondos los carriles, que los pobres animales se habían parado ya tres veces con el propósito insurgente de volverse a las caballerizas. Sin embargo, la acción combinada de las riendas, el látigo, el guardia y el cochero se opusieron en virtud de las leyes de la guerra a tan rebelde designio, y los caballos, lo cual prueba que los irracionales no están desprovistos de razón, se vieron obligados a capitular y a cumplir de nuevo con su deber.
Los cuatro escuálidos caballos se hundían en el lodo con la cabeza baja, y, dando sonoros resoplidos, resbalaban, caían y sudaban como quien lleva una carga superior a sus fuerzas. Cada vez que, después de una parada prudente, el conductor los obligaba a continuar la marcha, el caballo delantero, más amenazado por el látigo, sacudía violentamente la cabeza y parecía negar la posibilidad de que el coche llegase a la cima de la cuesta. Cada negativa de estas hacía estremecer a nuestro viajero y lo llenaba de dolorosa inquietud.
Una densa niebla cubría el valle, se arrastraba por la colina como un alma en pena que busca el descanso, se alzaba con lentitud y empujaba denodadamente en el aire sus frías y espesas ondas. La luz proyectada por los faroles del coche, aprisionada en un círculo de niebla, alumbraba apenas algunos palmos del camino, y el vapor que exhalaban los sudorosos caballos se confundía con la neblina que los rodeaba.
Había, además de este viajero, otros dos que subían caminando lentamente la cuesta al lado del coche. Cubiertos hasta las cejas y calzados con botas hasta los muslos, ninguno de estos tres hombres, a juzgar por lo que llevaban descubierto, habría podido decir qué cara tenía su vecino, y lo que pensaba cada cual estaba tan oculto al pensamiento de los otros dos como sus rasgos físicos a los ojos de sus compañeros. En aquel tiempo era forzoso desconfiar de las personas que se encontraban en el camino, pues podían ser con mucha probabilidad bandidos o, por lo menos, cómplices de alguna cuadrilla de ladrones, y era muy común encontrar en cada casa situada al borde de las carreteras, posada o taberna, desde el maestro de postas hasta el mozo de caballos, a algún pícaro a sueldo de un capitán de bandoleros. En esto pensaba el guarda que acompañaba la diligencia de Dover aquella noche del mes de noviembre de 1775 mientras, de pie en la banqueta trasera del coche, y abrigado hasta los tobillos con la paja que le servía de alfombra, sujetaba, sin perderla de vista, una caja en la que un trabuco cargado descansaba sobre seis u ocho pistolas cargadas, todo ello sobre un lecho de armas blancas.
La diligencia de Dover se comportaba como era habitual, es decir, el guarda sospechaba de los viajeros, los viajeros sospechaban unos de otros, así como del guarda, todos sospechaban de todos, y el cochero solo se fiaba de sus caballos, aunque habría jurado en conciencia sobre los dos Testamentos que los pobres animales no podían arrastrar tanto peso.
—¡Caballos! —gritó el cochero—, un esfuerzo más y acabarán sus penas. Arre, ¡perezosos! —Y añadió volviendo el rostro—: ¿Qué hora es, Joe?
—Las once y diez minutos —respondió el guarda.
—¡Piedad! —exclamó el cochero con impaciencia—. Las once y diez, y aún no hemos subido la cuesta. ¡Arre, cobardes!
El caballo delantero, sorprendido por un violento latigazo en medio de sus más enérgicas negativas, hizo un nuevo esfuerzo, arrastró a sus tres compañeros, y la diligencia de Dover continuó a marcha forzada, mientras los tres viajeros se hundían en el barro, se detenían cuando se detenía el coche y se separaban unos de otros lo menos posible. Si alguno de ellos hubiera tenido la audacia de proponer a su vecino adelantarse algunos pasos en medio de la niebla y de la oscuridad, habría pasado por un ladrón y se habría expuesto a recibir un balazo.
Llegaron por fin a lo alto del cerro, los caballos tomaron aliento, y el guarda dejó su asiento para trabar el coche para el descenso y abrir la portezuela a los pasajeros para que subieran al carruaje.
—Joe, ¿qué ruido es ese? —dijo el cochero desde el pescante.
—¿Qué dices, Tom?
Los dos aguzaron el oído.
—Es un caballo que sube la cuesta al trote, Joe.
—Al galope, Tom —dijo el guarda, dejando de sujetar la portezuela y volviendo a su sitio—. Caballeros, en nombre del rey, reclamo su auxilio.
Con esta improvisada súplica, amartilló el trabuco y se puso a la defensiva.
El viajero que forma parte de esta historia iba a entrar en el coche, adonde se disponían a seguirlo sus dos compañeros, y se quedó con el pie en el estribo mientras los otros dos se paraban detrás de él en el camino. Los viajeros miraron al guarda y al cochero. Este volvió la cabeza, y el caballo reticente enderezó las orejas mirando de reojo con cierta inquietud.
La inmovilidad que siguió de pronto a la penosa marcha del coche aumentó el silencio y la calma fúnebre de la noche, y el aliento entrecortado de los caballos contagiaba al vehículo una especie de estremecimiento, y tal vez el corazón de los tres compañeros de viaje latía con suficiente fuerza para poder contar sus latidos. En todo caso, era el silencio de unos individuos fatigados que no se atreven a respirar y cuyos latidos precipitaban el temor y la incertidumbre.
Un caballo subía la cuesta a todo galope y se acercaba al carruaje.
—¡Alto! —gritó el guarda con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Alto, o hago fuego!
Fue obedecido inmediatamente y del fondo de la niebla se oyó una voz ronca que gritaba:
—¿Es la diligencia de Dover?
—¿Y a usted qué le importa? —replicó el guarda.
—¿Es la diligencia de Dover?
—¿Por qué lo pregunta?
—Necesito hablar con un viajero.
—¿Cómo se llama ese viajero?
—Señor Jarvis Lorry.
El individuo que estaba con el pie en el estribo del coche hizo un movimiento, y pareció decir que era él aquel viajero, pero el conductor, el guarda y los otros dos lo miraron con desconfianza.
—No dé un paso o es hombre muerto —respondió el guarda a la voz que salía de la niebla—. Viajero llamado Lorry, ¿quiere hablar?
—¿Quién me llama? —preguntó este con voz suave y vibrante—. ¿Quién necesita hablarme? ¿Es usted, Jerry?
—Sí, señor Lorry, le traigo una carta de Tellsone.
(«No me gusta la voz de ese Jerry, si es que se llama Jerry —murmuró el guarda entre dientes—: su ronquera me parece sospechosa».)
—Conozco a este hombre —dijo el viajero, dirigiéndose al guarda y saltando a tierra, ayudado, con mayor precipitación que cortesía, por los otros dos pasajeros, los cuales se apresuraron inmediatamente a subir al coche, cerrar la portezuela y levantar los cristales—. Puede permitirle que se acerque —continuó el señor Lorry—; nada debe temer.
«Es posible, pero eso no convencería a una nación entera», se dijo el guarda, en irritado soliloquio.
—¡Hola!
—¡Hola! —respondió Jerry, con la voz aún más ronca.
—¡Acérquese lentamente! ¿Me oye? Y, si lleva pistolas, no apoye la mano en las fundas, porque le advierto que tengo malas pulgas, y que, antes de que pueda hacer uso de las armas, tendrá una bala en el cuerpo. Ahora que está avisado, veámonos las caras.
La silueta de un caballo y de su jinete se dibujó vagamente a través de la niebla y se acercó al coche. Cuando el mensajero llegó al lado del señor Lorry, paró el caballo y entregó un papel al viajero.
El animal respiraba con dificultad, y los dos estaban cubiertos de lodo desde los cascos del caballo hasta el sombrero del jinete.
—Guarda —añadió el viajero con calma—, le repito que no debe temer nada. Pertenezco a la Banca Tellsone, una de las más conocidas de Londres, y voy a París por negocios. ¿Tengo tiempo para leer esta carta? Habrá una corona de propina.
—Eso depende de lo que la carta diga… Si no es muy larga…
El señor Lorry se acercó al farol del coche, abrió la carta que tenía en la mano y leyó en voz alta la siguiente frase:
—«Espere a la señorita en Dover.» Ya ve que no es muy larga —dijo el señor Lorry al guarda. Y añadió dirigiéndose al emisario—: Dígale al remitente que mi respuesta es: «Resucitado».
—¡Qué respuesta tan particular! —exclamó Jerry con su voz más ronca.
—Lleve esa respuesta a esos señores y se convencerán de que he recibido su carta. Buenas noches, Jerry; vuelva a casa lo antes posible.
Y, después de pronunciar estas palabras, el caballero abrió la portezuela y entró en el coche. Sus compañeros de viaje habían ocultado rápidamente sus bolsas y relojes en sus anchas botas y fingían estar sumidos en el más profundo sueño. Cerrada la portezuela, el coche continuó su marcha, y al bajar por la pendiente se envolvió en una niebla cada vez más densa.
El guarda dijo en voz baja al cochero:
—Tom, ¿has oído esa respuesta?
—Sí.
—¿Qué te parece?
—No sé qué decirte; no la entiendo.
—Yo tampoco —respondió el guarda, sorprendido de la coincidencia de opinión con el cochero.
Cuando Jerry se quedó solo en medio de las tinieblas, desmontó para aliviar al caballo de su peso, para limpiarse el barro de la cara y sacudir el sombrero, en cuyas alas podían haberse depositado cerca de dos litros de agua.
Tras esta doble maniobra, se volvió rumbo a Londres y empezó a bajar la pendiente llevando al caballo de las riendas.
—Después de lo que hemos corrido —le dijo al animal—, no me fiaré de tus cuatro patas hasta que estemos en Temple Bar. —Y, tras una pausa, añadió—: ¡«Resucitado»! ¡Qué respuesta tan extraña! ¿Qué sería de ti, pobre Jerry, si resucitasen los muertos? ¡Qué cuentas tan complicadas tendrías que arreglar con algunos de ellos!
Capítulo III
Las sombras de la noche
Para quien se toma el trabajo de reflexionar sobre este punto, es muy sorprendente que los hombres estén hechos de tal modo que constituyen un misterio insondable los unos para los otros. Cuando entro en una ciudad populosa por la noche, pienso que cada una de las casas hacinadas en la sombra tiene secretos que le pertenecen, que cada una de sus habitaciones tiene su propio secreto, y que cada uno de los corazones que laten en el pecho de sus miles de habitantes es un secreto para el corazón que está a su lado y que le es más querido. Hay en este misterio algo más terrible y desgarrador que la Muerte. No podré volver más las hojas de ese libro amado que esperaba, inútilmente, leer hasta el fin; ni escrutaré más con la mirada esa agua profunda donde a la luz de los relámpagos vislumbré un tesoro. Estaba escrito que el libro se cerraría para siempre tan pronto como hubiera descifrado la primera hoja; estaba escrito que el agua en la que hundía mis ávidos ojos se cubriría con un hielo eterno en el momento en que la luz se reflejara en su superficie, y que me quedaría en la orilla, ignorando las riquezas que ocultaba. Mi vecino, mi amigo, ha muerto; la que amaba, la que era la alegría y la dicha de mi corazón, ha dejado de vivir, y su muerte es la inexorable continuidad del secreto que hubo siempre en el fondo de su alma, como hay uno en mí que me llevaré a la tumba. ¿Hay en alguno de los cementerios de esta ciudad por la que paso un durmiente más inescrutable de lo que sus habitantes, en su más íntima personalidad, son para mí, o yo para ellos?
En este asunto, su herencia natural e inalienable, el mensajero tenía exactamente las mismas prerrogativas que el rey, que el primer ministro o que el más rico comerciante de la capital. También cada uno de los tres viajeros encerrados en la diligencia de correos de Dover era para los otros dos un misterio tan completo como si entre ellos se extendiera el territorio de todo un condado.
El bueno de Jerry trotaba entretanto rumbo a Londres, parándose en casi todas las tabernas, pero sentándose en un rincón sin pronunciar palabra y calándose el sombrero hasta los ojos, los cuales, por otra parte, estaban en completa armonía con estas precauciones. En efecto, sus ojos, negros en la superficie, pero sin profundidad alguna, se acercaban uno a otro como si temieran que, separándose, cada cual por su lado pudiera ser sorprendido en alguna actividad culpable; y las ojeadas que lanzaba por debajo de las alas de un sombrero de tres picos que era como una escupidera triangular, y por encima de la inmensa manta que cubría el cuerpo del emisario desde las narices hasta las rodillas, tenían una expresión siniestra. Cuando quería beber, Jerry se descubría la boca con la mano izquierda, arrojaba en ella el licor con la mano derecha y volvía a taparse apenas terminada la operación.
«No, Jerry, no —decía para sí, mientras trotaba por la carretera rumiando la respuesta que llevaba a aquellos señores—, nada tiene que ver contigo un negocio tan diabólico. ¡“Resucitado”! Por mi vida, casi diría, y Dios me perdone, que el buen señor estaba borracho.»
Esta respuesta lo sumía en tanta incertidumbre que varias veces se quitó el sombrero para rascarse la cabeza. A excepción de en la parte superior del cráneo, calva y rasa como la palma de la mano, el mensajero tenía cabello negro y áspero como un cepillo, repartido de modo irregular y disperso en todas direcciones desde la base del occipucio hasta cerca de la raíz de su nariz ancha y chata.
Mientras regresaba con la respuesta que le debía dar al portero de noche en su garita a la puerta de la Banca Tellsone, al llegar a Temple Bar, las sombras de la noche formaron a sus ojos extraños contornos, suscitados por el mensaje que había recibido; y a los de su caballo, ciertas formas que nacían de sus temores y alarmas, muy abundantes a juzgar por los desvíos que hacía para alejarse de los fantasmas que veía en el camino.
Al mismo tiempo, el coche correo de Dover rodaba lentamente, rechinaba, chillaba, saltaba y agitaba con su traqueteo a los tres individuos misteriosos que llevaba en su interior. Es probable que las sombras de la noche se revelaran a estos señores, como al emisario y a su caballo, bajo la forma que les sugerían sus recelos y sus párpados hinchados por el sueño.
Entre las sombras que se cernían sobre el coche estaba la Banca Tellsone. El señor Lorry, con un brazo sujeto a la correa que le impedía caerse sobre su vecino, y lo retenía en su puesto cuando el carruaje daba un salto demasiado brusco, se inclinaba hacia delante y balanceaba la cabeza con los ojos medio cerrados. Los faroles que centelleaban pálidamente a través de los cristales empañados y el cuerpo del viajero que estaba sentado enfrente de él se transformaron poco a poco en una institución bancaria e hicieron un número prodigioso de transacciones. Las campanillas de los caballos se convirtieron en el ruido metálico de las monedas, y en menos de cinco minutos se pagaron más letras de cambio de las que la Banca Tellsone, a pesar de sus inmensas relaciones, pagaba en todo un día. Se abrieron después ante los ojos del señor Lorry los subterráneos del banco, llenos de valores y secretos importantes, que él conocía muy bien, y los recorrió con una vela en una mano y en la otra un manojo de llaves enormes, encontrándolos precisamente en el mismo estado que en su última inspección.
Pero, aunque continuaba en el edificio de los Tellsone y no había salido aún del coche, cuya presencia sentía vagamente como el dolor bajo el efecto del opio, no dejó de tener en toda la noche la impresión de que iba a París para desenterrar a un muerto y sacarlo del sepulcro.
Entre aquella multitud de caras lívidas que se alzaban en torno a él, ¿cuál era la del fantasma que iba a desenterrar? Las sombras de la noche no se lo indicaban. Todas aquellas caras eran las de un hombre de cuarenta y cinco años, y no se diferenciaban unas de otras más que por las pasiones que expresaban y el aire siniestro de sus facciones envejecidas y abrumadas. El orgullo, el desdén, la ira, el recelo, la tenacidad, la estupidez, la debilidad y la desesperación pasaban ante sus ojos, así como una variedad de mejillas huesudas, de tintes cadavéricos, de manos flacas y de esqueletos secos; pero en el fondo se veía siempre la misma figura, la misma cabeza prematuramente encanecida.
Por centésima vez dirigió nuestro viajero la siguiente pregunta al espectro:
—¿Cuántos años hace que está enterrado?
—Dieciocho —respondió el espectro que cien veces le había dado la misma respuesta.
—¿Había renunciado a la esperanza de volver al mundo?
—Hace mucho tiempo.
—¿Sabe que va a volver a la vida?
—Eso me han dicho.
—¿Está contento de volver a vivir?
—No lo sé.
—¿Tengo que traérsela o vendrá a buscarla?
Las respuestas que daba el espectro a esta pregunta eran contradictorias. Unas veces murmuraba con voz entrecortada: «Hay que esperar; su presencia me mataría si la trajese muy pronto.» Otras veces decía entre lágrimas: «Lléveme a su lado.» O bien exclamaba con acento delirante: «¿Qué quiere decir? No conozco a nadie; no lo entiendo.»
Después de este diálogo imaginario, el señor Lorry cavaba, cavaba, cavaba la tierra, ya con una azada, ya con una enorme llave, ora con las uñas, para desenterrar al desgraciado que debía volver a la vida. El espectro salía por fin con los cabellos y el rostro cubiertos de tierra, y volvía a caer de pronto reducido a cenizas.
El viajero se despertaba estremecido y bajaba el cristal para volver a la realidad al contacto con la lluvia y la niebla que le humedecían la frente y las mejillas. Pero, hasta con los ojos abiertos hacia el cielo encapotado o hacia el resplandor trémulo que los faroles trazaban en el camino, veía las mismas formas que lo perseguían dentro del coche. La Banca Tellsone real, los negocios reales del día anterior, los túneles reales del edificio, la cédula real que había recibido y la respuesta real que había dado a Jerry… estaba todo ahí fuera. Y entre la niebla se alzaba un lívido espectro a quien volvía a preguntar:
—¿Cuántos años hace que está enterrado?
—Dieciocho.
—¿Está contento de volver a vivir?
—No lo sé.
Y cavaba, cavaba, cavaba la tierra hasta que uno de los viajeros, impaciente, le dijo con enojo:
—Cierre esa ventanilla.
Y, sujetando otra vez el brazo a la correa, se preguntaba quiénes podrían ser sus compañeros de viaje, y de conjetura en conjetura volvía a encontrar, en los dos bultos dormidos, la Banca Tellsone y el espectro de ojos hundidos, y preguntaba:
—¿Cuántos años hace que está enterrado?
—Dieciocho.
—¿Ha renunciado a la esperanza de volver al mundo?
—Hace mucho tiempo.
Estas últimas palabras vibraban aún en sus oídos, tan claramente como las palabras mejor pronunciadas que le hubieran dicho jamás, cuando se despertó de pronto y vio huir las sombras de la noche, espantadas por la primera luz del día.
Se asomó a la ventanilla y miró el resplandor que aparecía en el este. Llamó su atención un surco donde el labrador había dejado el arado, y algunos pasos más allá, un arbolillo cuyas ramas conservaban muchas hojas de un rojo encendido y de un amarillo de oro. La tierra estaba húmeda y fría, pero el cielo estaba sereno y el sol derramaba su luz fecunda y brillante.
—¡Dieciocho años! —murmuró el señor Lorry de cara al sol—. ¡Divino creador de la luz! ¡Enterrado vivo dieciocho años!
Capítulo IV
Los preparativos
Cuando la diligencia llegó por la tarde, sin tropiezos, al final de su recorrido, el primer mozo de la Posada del Rey Jorge abrió la portezuela con cierto respeto, porque en aquellos tiempos se consideraba un acto heroico venir de Londres en invierno con la diligencia y se felicitaba al viajero que tenía suficiente arrojo para atreverse a acometer tal empresa.
De nuestros tres personajes, uno solo debía recibir las felicitaciones por su audacia, pues los otros dos se habían bajado ya en la carretera para dirigirse a sus respectivos destinos. El interior del coche, con su paja húmeda, su mal olor y su oscuridad, parecía la casucha de un perro, y su ocupante, envuelto en una capa peluda, cubierto con una gorra de enormes orejas y lleno de lodo hasta el cogote, se parecía bastante a un perro grande.
—Mozo —preguntó el señor Lorry—, ¿sale mañana algún buque para Calais?
—Sí, señor; si el tiempo continúa así y no hay viento en contra, la marea será favorable y la aprovecharán a las dos de la tarde. ¿Debo preparar una cama?
—No me acostaré aún, pero deme un cuarto y envíe a buscar un barbero.
—Muy bien. Venga por aquí, caballero. Acompaña al señor a la Concordia, y sube la maleta y agua caliente. Encontrará encendida la chimenea en la Concordia, caballero. Acompaña al señor y quítale las botas. Corre a buscar al barbero y hazle subir a la Concordia.
El cuarto llamado la Concordia, que se destinaba siempre a los viajeros que llegaban en el coche del correo, tapados hasta las orejas como iban, ofrecía la particularidad de que se veía entrar en él solo a un tipo de individuo, pero de él salían después los tipos más distintos. Así pues, otro mozo, dos muchachas, varias criadas y el ama de la posada iban y venían de la cocina y del cuarto de la ropa blanca al dormitorio de la Concordia cuando salió de allí, dirigiéndose al comedor, un hombre de unos sesenta años vestido con un traje completo de paño de color marrón, un poco usado pero muy limpio, de excelente confección y a la moda.
El comedor estaba desierto. Cerca de la chimenea había una mesita preparada, sin duda para el viajero del traje de color marrón, el cual se acercó a ella y se sentó junto al fuego en una inmovilidad tan completa como si fuera a ser retratado.
Era un hombre metódico y acicalado, o al menos lo parecía; con una mano en cada rodilla, como si prestase atento oído al tictac sonoro del grueso reloj que debajo de su chaleco medía la fuga del tiempo, parecía oponer su edad y su gravedad a los caprichos y al carácter efímero de las llamas. Tenía las piernas bien formadas y los pies pequeños y elegantes, de lo cual, según creo, estaba orgulloso, porque sus medias de seda eran finas, nuevas y estaban tirantes sobre la piel, y sus zapatos indicaban igual esmero, pues, si bien las hebillas no eran de mucho valor, tenían en cambio una forma elegante; la camisa, aunque no de una finura equiparable a la riqueza de las medias, podía competir en blancura con la espuma de las olas. Cubría su cabeza una peluca rubia, rizada, lustrosa y bien ajustada que pretendía representar cabellos que se hubieran tomado por seda o cristal hilado. Debajo de la graciosa peluca asomaba un rostro hábilmente impasible, pero animado por dos ojos brillantes y vivos, que probablemente en otro tiempo requirieron de su dueño gran energía y fuerza de voluntad para darles la calma y la reserva exigidas por la Banca Tellsone. Las mejillas tenían el tinte rosado de la salud, y el resto de la cara, aunque con algunas arrugas, no delataba indicio alguno de pasiones violentas. Tal vez los viejos solterones, empleados de confianza de la Banca Tellsone, no tenían los disgustos de los demás, y es posible que las preocupaciones de segunda mano, como la ropa de segunda mano, no fuesen muy duraderas.
Para completar su semejanza con un hombre que posa para un retrato, el señor Lorry cerró los párpados y se quedó dormido. Se despertó cuando le trajeron la comida, y le dijo al mozo volviéndose hacia la mesa:
—Que se hagan todos los preparativos para recibir a una joven que vendrá esta noche. Preguntará por el señor Jarvis Lorry o tal vez por el agente de la Banca Tellsone, y usted me pasará el recado al momento.
—Está bien. ¿De la Banca Tellsone de Londres?
—Sí.
—No lo olvidaré. Tenemos con frecuencia el honor de tratar con esos señores cuando van o vienen de Londres a París, porque se viaja mucho en la Banca Tellsone.
—Tenemos en Francia un establecimiento tan importante como el de Inglaterra.
—Usted viaja poco, pues me parece que no he tenido el honor de verlo con tanta frecuencia como a los demás señores.
—En efecto, han pasado quince años desde mi último viaje a Francia.
—¡Quince años! En aquella época no estaba aún aquí; desde entonces la posada ha cambiado de manos.
—Lo creo.
—Pero apostaría cualquier cosa, caballero, a que la Banca Tellsone estaba ya en auge, no digo hace quince años, sino hace cincuenta.
—Podría triplicar el número, poner más de un siglo y medio, y no acercarse todavía a la verdad.
El mozo abrió desmesuradamente la boca y los ojos, dio un paso atrás, se puso en el brazo izquierdo la servilleta que tenía en la mano derecha y miró al viajero mientras comía y bebía como si se hallara en lo alto de una torre o de un observatorio.
Cuando el señor Lorry acabó de comer,