Un bienhumorado capítulo navideño

Fragmento

cap-4

UN BIENHUMORADO CAPÍTULO NAVIDEÑO, CONTENIENDO EL RELATO DE UNA BODA, ADEMÁS DE ALGUNAS OTRAS DIVERSIONES, QUE AUN SIENDO, A SU MANERA, TAN BUENAS COSTUMBRES COMO EL MISMO MATRIMONIO, NO SE OBSERVAN TAN RELIGIOSAMENTE EN ESTOS TIEMPOS DEGENERADOS

Diligentes como las abejas, aunque no del todo tan ligeros como las hadas, los cuatro pickwickianos se reunieron en la mañana del veintidós de diciembre[1] del año de gracia en que se emprendieron y realizaron estas aventuras fielmente relatadas. La Navidad se acercaba, con toda su franca y honrada alegría; era la época de la hospitalidad, del júbilo y del ánimo abierto; el Año Viejo se preparaba, como un filósofo antiguo, para congregar en torno de él a sus amigos, y fallecer, tranquilo y suave, entre el ruido de las fiestas y los banquetes. Alegre y jubiloso era el momento; y muy alegres y jubilosos estaban por lo menos cuatro de los numerosos corazones que se regocijaban con su llegada.

¡Qué numerosos son los corazones a los que la Navidad trae una breve temporada de felicidad y goce! ¡Cuántas familias, cuyos miembros se han dispersado y desparramado en las agitadas batallas de la vida, se reúnen entonces y vuelven a encontrarse en el feliz estado de compañerismo y buena voluntad mutua que es fuente de placer tan puro y sin mancha; tan incompatible con las preocupaciones y tristezas del mundo, que las creencias religiosas de las naciones más civilizadas, así como las tradiciones más rudas de los más primitivos salvajes, la cuentan igualmente entre los primeros goces de una futura situación de la existencia, reservada para los buenos y los elegidos! ¡Cuántos recuerdos antiguos y cuántas simpatías medio olvidadas despierta el tiempo de Navidad!

Escribimos ahora estas palabras, a muchas millas de distancia del lugar donde, año tras año, nos reuníamos aquel día en círculo alegre y jubiloso. Muchos corazones que entonces palpitaban con tanto ánimo ahora han dejado de latir; muchos ojos que entonces brillaban tan claros ahora han dejado de refulgir; las manos que estrechábamos se han enfriado; las miradas que buscábamos han ocultado su resplandor en la tumba; y sin embargo, la vieja casa, el cuarto, las voces alegres y las caras sonrientes, la broma, la risa, las circunstancias más menudas y triviales en relación con esas felices reuniones, se agolpan en nuestra mente cada vez que vuelve esa época, como si hubiéramos estado juntos ayer mismo. ¡Feliz, feliz Navidad, que puede devolvernos la ilusión de nuestros días infantiles; que puede evocar al anciano los placeres de la juventud; que puede transportar al marino y al viajero a miles de millas, otra vez a su hogar, junto al fuego!

Pero estamos tan absorbidos y ocupados con las buenas cualidades de esta piadosa Navidad, que tenemos al señor Pickwick y a sus amigos esperando a la intemperie, en la imperial de la diligencia de Muggleton, que acaban de tomar bien envueltos en gabanes, mantas y bufandas. Las maletas y portamantas están a salvo, y Sam Weller y el guarda intentan meter en la caja de delante un enorme bacalao varias tallas mayor que el receptáculo y hábilmente empaquetado en un largo cesto pardo, con una capa de paja por encima, y que se ha dejado para lo último con el fin de que pueda descansar a salvo sobre media docena de barriles de ostras auténticas, todo ello propiedad del señor Pickwick, dispuesto en buen orden en el fondo del vehículo. El interés reflejado en el rostro del señor Pickwick es muy intenso, mientras Sam y el postillón tratan de estrujar al bacalao en el portaequipajes, primero con la cabeza por delante, luego con la cola por delante, luego boca arriba, luego boca abajo, luego a lo largo, luego a lo ancho, artificios que el implacable bacalao resiste firmemente, hasta que el postillón, por casualidad, le da un golpe en medio del cesto, con lo que desaparece súbitamente en el portaequipajes, llevándose consigo la cabeza y los hombros del propio postillón, que, no contando con tan súbito cese de la resistencia pasiva del bacalao, experimenta un golpe inesperado, con inagotable deleite de todos los mozos de carga y circunstantes. Ante esto, el señor Pickwick sonríe con muy buen humor, y sacando un chelín del bolsillo del chaleco dice al postillón, cuando sale del portaequipajes, que beba a su salud un vaso de aguardiente con agua caliente; el postillón sonríe, y los señores Snodgrass, Winkle y Tupman sonríen también. El postillón y Sam desaparecen durante cinco minutos, muy probablemente para buscar el aguardiente, pues al volver huelen fuerte; el cochero sube al pescante, Sam monta detrás de un salto, los pickwickianos se ciñen los abrigos en torno a las piernas y las bufandas por la cabeza, los ayudantes quitan las mantas a los caballos, el cochero grita alegremente:

—Está bien. —Y allá que van.

Traquetean por las calles y saltan por las piedras, hasta que al fin alcanzan el campo ancho y abierto. Las ruedas resbalan por el suelo helado y duro; y los caballos, lanzados al galope a un seco restallar del látigo, avanzan por el camino como si la carga que llevan detrás —diligencia, pasajeros, bacalao, barriles de ostras y todo— no fuera más que una pluma en sus cascos. Bajan por una suave pendiente y entran en un llano, compacto y seco como un bloque macizo de mármol, de dos millas de largo. Otro resbalar del látigo, y los caballos se apresuran a un buen galope, agitando las cabezas y haciendo tintinear las campanillas, como de alegría por la rapidez de la marcha; mientras el cochero, con el látigo y las riendas en una mano, se quita el sombrero con la otra y, dejándolo en las rodillas, saca el pañuelo y se frota la cabeza, en parte porque acostumbra a hacerlo y en parte porque quiere demostrar a los pas

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