Prólogo
MATAR (DE RISA) AL PADRE, O CÓMO ACABAR DE UNA VEZ POR TODAS CON LA SOLA IDEA DE LO BIOGRÁFICO ENTENDIDO COMO ALGO ENGREÍDA Y RIDÍCULAMENTE SAGRADO CON UN (GUAU) PERRO
o así se hizo el canónico Flush, y así era el absurdo según la Gran Dama del Posmodernismo en la Modernidad, Virginia Woolf
Es un día de fin de año. El año que se acaba es 1932. Virginia Woolf tiene cincuenta años y es ya una escritora famosa. Famosísima. Es la respetadísima autora de la mutante, en lo que a su especialidad se refiere, es decir, en lo que al ingobernable flujo de conciencia se refiere, Las olas, y de una cumbre del (proto) Posmodernismo en plena Modernidad, o el narrador múltiple entendido como, también, un tipo de flujo de conciencia colectivo, esto es, La señora Dalloway, y del sin duda pariente más cercano, y lúdico, y desacralizador y rebelde de la novela que tiene usted en la mano, la pionera y deliciosamente imposible Orlando, también subtitulada, como ésta misma, y no casualmente, Una biografía. Vive, la autora, en el número 52 de Tavistock Square. Oh, está, otra vez, en el corazón de Bloomsbury. Pasó un tiempo en la campiña. Pero ha vuelto a la gran ciudad. A la casa que arderá hasta los cimientos en el futuro. La casa que dejará de existir y que sin embargo contemplará para siempre un busto de la autora —un busto que parece, a todas luces, poseído— que se instalará, en un futuro aún más lejano, en un parque cercano. Pero ese futuro aún no ha llegado. Es un día de fin de año, y el año que se acaba es 1932, y Woolf está, imaginemos, sentada en algún tipo de cómodo sillón. O en algún tipo de cómoda silla. Tiene un cuaderno sobre las piernas y un lápiz en la mano. Escribe. Así era como lo hacía. Así era como desaparecía. Oh, los escritores desaparecen cuando escriben. Aún puedes verlos si los miras pero no están exactamente ahí. A veces les basta un lápiz y un cuaderno para hacerlo. O una pluma. Una buena pluma y tinta de corteza de roble. A Virginia Woolf le gustaba la tinta de corteza de roble. A lo mejor ese día, con toda probabilidad, escribía con pluma, y usaba tinta de corteza de roble. Era con tinta de corteza de roble con lo que Johann Sebastian Bach anotaba sus composiciones, y con lo que Leonardo da Vinci dibujaba. Y con esa misma tinta que a menudo escribía Virginia Woolf. «¿Cuántas veces habrá alguien empuñado una pluma o un pincel porque no se atrevía a apretar el gatillo?», se dice que dijo en una ocasión la hija del sesudísimo novelista, historiador, ensayista, montañista, y, aquí viene lo que verdaderamente importa, respetado hasta el aburrimiento (BIÓGRAFO) sir Leslie Stephen, ¿y acaso puede alguien llevarle la contraria?
Oh, no. Pero ésa no es la cuestión. Al menos, no lo es aquí, no lo es por el momento. La cuestión es que ese día, el 31 de diciembre de 1932, Virginia Woolf escribió en su diario —su brillante autobiografía en marcha, tan palpitante que es capaz de hacerte viajar en el tiempo hasta el centro mismo de su siempre exigente, feroz, juguetón y malévolamente salvaje cerebro— que iba a tomarse el día libre, porque había pasado demasiado tiempo hasta entonces en aquella otra parte, Wimpole Street, ¡había escrito hasta diez páginas diarias!, de aquélla, su novela más pequeña en apariencia, la, sin embargo, altamente corrosiva, y brillantemente absurda, algo que había dado en llamar Flush. Ajá, el libro que sostiene usted, y que, fíjese, apunta y dispara desde el título, puesto que flush es a la vez —significa a la vez, literalmente— lo que ocurre cuando uno se ruboriza, y lo que ocurre cuando se tira de la cadena, es decir, aquello que no importa, o debe hacerse desaparecer, y algún tipo de motivo de vergüenza. Y, por supuesto, y por encima de todo, es el nombre del protagonista de la historia que este libro contiene, el del biografiado cocker spaniel de la poeta Elizabeth Barrett Browning. ¿Un cocker spaniel? Ajá, en opinión de la voz narradora, una voz pretendidamente altiva, la voz de un biógrafo o, mejor, una biógrafa, risueñamente despiadada, un cocker spaniel capaz de «captar las emociones humanas», cuya temprana descripción —«tenía ese matiz especial marrón oscuro que reluce al sol “como el oro”», «sus ojos eran “unos ojos atónitos color avellana”», «las largas orejas “le enmarcaban la cabeza como una capota”»— no es desgraciadamente de fiar, en realidad, lo es «poco» porque, dice, «nos ha llegado a través de la poesía».
He aquí un apetitoso ejemplo del lúdico embate que Woolf mantiene con toda idea de lo literario establecido dentro del texto. Un texto que se tiene a sí mismo como intermediario entre lo humano y lo animal entendido lo animal no tanto como el perro protagonista en cuestión, es decir, no tanto como lo estrictamente animal, sino como el ojo que ve, el ojo que juzga aquello que ve, un algo externo, un algo no humano, una alteridad ante la que la propia idea de lo humano se despliega, y con ella, el inevitable (ABSURDO) de toda existencia, de su concreta existencia. Resueltamente divertida examina, Woolf, desde su atalaya, el par de ojos de su biografiado, su cerebro de can bonachón y por completo sujeto a sus impulsos —impulsos que se atenúan con el tiempo, y el peso de la historia, su propia y atribulada, y por momentos, terrorífica, ¡oh, todos esos raptos!, ¡los malvados de Whitechapel!, historia—, a su propia especie, entendida ésta, también, como la especie escritora, puesto que la coprotagonista —la dueña de Flush, la señorita Barrett— es, claramente y pese a todo, un reflejo de sí misma, alguien que pasa los días en la cama, o en el sillón, no haciendo otra cosa que sujetar lo que Flush tiene por «un palito», esto es, la propia pluma, aquello que está haciendo, en ese preciso instante, la propia autora. Y al hacerlo, desde el suelo, y a través de los despreocupados, entusiastas, ingenuos, felices ojos de un perro, acostumbrado a ser servido por aquéllos que lo rodean, y a los que no entiende, ni pretende entender, que le traen, en realidad, y hasta cierto punto, sin cuidado, la empequeñece, la aligera, ridícula y afortunadamente, y aligera así la propia condición del ser humano, sujeto éste también a sus impulsos, y no únicamente a éstos, porque el paralelismo de la vida perra de Flush —su despertar ante la idea de la clase social, oh, el resto de perros, ¿qué demonios son? ¿Por qué no parecen perros como él? ¿Cómo pueden mezclarse como lo hacen en Italia? ¡Oh, cómo ama Flush Italia, y su festín de olores! ¡Su color! ¡Y cómo aborrece Londres!— con el de su dueña evidencia de qué forma el automatismo social sustituye, en su especie, la nuestra, a cualquier tipo de deseo, lo ordena, lo domestica, lo apaga.
Concebida como un alto en el camino, un divertimento batallante con el que alejarse de Las olas —el más desestabilizante descenso a algún tipo de infierno multiplicado que se había imaginado jamás hasta entonces, la inmersión en seis cabezas, una polifonía de laberínticos y atormentados flujos de conciencia abandonados a su propia búsqueda, perdidos por completo en ella—, Flush es, en primer lugar, un curioso, un peculiar guiño a Orlando, su, hasta entonces, novela más popular, también concebida inicialmente como un divertimento, como, dijo literalmente Woolf, «unas vacaciones» de la tormentosa Al faro. No en vano, aquélla, Orlando, también adquiría la forma de una biografía imposible, capaz de relatar la vida de un alguien cambiante durante cuatrocientos años, un alguien que era el mundo, y a la vez, un único yo creciente y abismal, en realidad, una idea de la humanidad, o la humanidad decidida a no detenerse, a adaptarse y vivir como un deseable amasijo de inacabables contradicciones. Ocurre en Flush lo contrario. El tiempo se minimiza —¡Oh, la vida de un perro es minúscula! ¡Apenas doce años! ¿Y de qué forma puede el mundo cambiar en esos doce años? ¿Lo hace, siquiera?— pero no el experimento, que si no tiene el alcance social de aquélla es porque no pretende agigantar el yo, como aquél, sino destruirlo, burlarse de él, burlándose a la vez del género, de lo biográfico entendido como algo engreída y ridículamente sagrado. Al hacerlo, inevitablemente, está matando al padre, está matando a sir Stephen, el (BIÓGRAFO), y a su corte de aduladores, corte que, a buen seguro, no había desarrollado el infinito conocimiento, el exquisito gusto sin complejos —¿o no es Flush una muestra de todos esos no complejos?— por lo biográfico que había desarrollado ella. Era, la escritora, la mejor crítica de tan pomposo género de su época, y puede que no sólo de su época, y podría explicarse su obsesión por el flujo de conciencia —el yo