INTRODUCCIÓN
1. PERFILES DE LA ÉPOCA
A Miguel de Cervantes le tocó vivir, pues nació a mediados del XVI y murió en 1616, la España de Felipe II y Felipe III: uno de los períodos más controvertibles —con la grandeza imperial a la espalda— de nuestra historia, a la vez que, paradójicamente, el más resplandeciente de nuestra literatura. Más concretamente, el autor desarrolla su actividad literaria, mutatis mutandis, en los cincuenta años centrales de lo que solemos denominar «Siglos de Oro»: en los últimos veinte años del siglo XVI y en los dieciséis primeros del XVII; justamente a caballo entre el Renacimiento y el Barroco o, lo que es lo mismo, en el eje central tanto de la decadencia imperialista como del máximo esplendor de nuestra literatura clásica. Pero no es sólo que le tocase asumir biográfica y estéticamente tal coyuntura histórica y cultural, sino que, además, la vida y la obra de Cervantes se alzan como el mejor exponente de uno y de otro extremo: acaso, uno de los hombres más desafortunados y controvertidos de su época; con absoluta seguridad, nuestro mayor escritor de todos los tiempos y el mejor novelista universal.
Desde el punto de vista histórico y político, en efecto, durante el período en cuestión, la España Imperial, con todo su esplendor, es conducida hasta su desmoronamiento definitivo: en los últimos años de Felipe II merma alarmantemente la hegemonía exterior (Armada Invencible); luego, con Felipe III, arrecia el resquebrajamiento interior y, en fin, con el cuarto Felipe cuaja la ruina más absoluta (separación de Portugal, independencia de Holanda, etc.); la Paz de Westfalia (1648) daría la puntilla a un Imperio decadente desde hacía tantos y tantos años. Las incesantes guerras exteriores —ya expansionistas, ya religiosas—, el endeudamiento y la presión de los banqueros extranjeros, la emigración a las Indias y el retorno muchas veces fracasado, la despoblación y el abandono del campo, las pestes, la inexorable expulsión de los moriscos…, sumieron ciertamente a la España áurea en una insalvable penuria económica, luego agravada por el gobierno veleidoso de los grandes validos y privados (el duque de Lerma o el condeduque de Olivares servirán de muestra inequívoca).
Al mismo tiempo y compás, el humanismo renacentista, tan abierto de miras y tan impregnado de las ideas reformistas de cariz erasmiano, queda soterrado por las intransigencias contrarreformistas hispanas. Los españoles seguirán inmersos en su obsesión casticista de cuño religioso, con sus distingos entre cristianos viejos y nuevos (judíos y moros convertidos recientemente al catolicismo), según marcan los consabidos estatutos de limpieza de sangre, atizando así vivamente el malestar social (comercio de títulos seudonobiliarios, represión inquisitorial convertida en espectáculo público mediante los Autos de Fe, expulsión masiva de los moriscos, etc.) y obstaculizando catastróficamente el desarrollo económico (exención de tributos a los nobles, desprecio del trabajo manual, condena de la actividad financiera, etc.). La decadencia histórica estaba garantizada desde todos los frentes: militar, político, económico, social, religioso…, pero de ella germinaría la Edad Dorada de nuestra literatura clásica.
Afortunadamente, en contraste frontal con la crisis generalizada, durante los años que nos ocupan escriben nuestros autores más sobresalientes (Fray Luis, San Juan, Alemán, Cervantes, Lope, Góngora, Quevedo, etc.) y, como consecuencia, ven la luz las obras clásicas por excelencia de nuestra historia literaria (el Guzmán de Alfarache, Fuenteovejuna, las Soledades, el Buscón… y, claro está, el Quijote), a la vez que se perfilan poco a poco sus grandes géneros: la novela moderna, el teatro clásico y la poesía lírica; o lo que tanto monta, Cervantes, Lope y Góngora. Gracias a tan frenética y fructífera actividad creativa, el legado renacentista, de ascendente italiano, se aclimata definitivamente a la cultura hispana impuesta por las circunstancias históricas antes reseñadas: la literatura adquiere el cuño «áureo» del Barroco y, en consecuencia, las grandes ficciones idealistas del quinientos ceden su espacio a una cosmovisión desilusionada y pesimista, donde parecen imperar sólo el engaño y el desengaño; en la misma línea, los perfiles rectilíneos y heroicos del XVI se ven suplantados por un canon artístico cifrado en el extremismo y la desproporción, sin más objetivos que el retorcimiento y la distorsión; y, por el mismo camino, el «escribo como hablo», tenido por ideal estilístico desde Valdés, deja paso al conceptismo y al culteranismo, encaminados a potenciar y complicar hasta el delirio las posibilidades ya semánticas, ya estéticas, del lenguaje.
Pero mucho más relevante que todo eso, por lo que aquí interesa, es notar que Cervantes se desenvolvió en el cogollo mismo de esa coyuntura histórico-cultural; y no sólo eso, sino que la protagonizó, la sufrió y rentabilizó como ningún otro: la protagonizó encarnando biográficamente el viejo ideal de la conjunción entre armas y letras que, si de un lado, lo animaría a alistarse como soldado y participar, no sin orgullo imperialista, en Lepanto, de otro lo arrojaría a competir literariamente, aunque con muy desigual fortuna, en los tres grandes géneros a partir siempre de una formación claramente renacentista; la sufrió —decimos—, pagando sus ínfulas de grandeza imperial con un cautiverio seguido de un penoso cargo de recaudador de abastos, a la vez que teniendo que ceder terreno creativo ante el empuje de Lope de Vega en teatro y ante los grandes poetas del tiempo en el arte de las musas; y, en fin, la rentabilizó —queremos sostener—, concibiendo una literatura sin parangón, siempre apegada a la realidad de su tiempo y siempre comprometida con el experimentalismo estético, que lo convertiría en el escritor inmortal que es. Sin duda alguna, en la trayectoria que va de La Galatea (1585) al Persiles (1617), pasando por el Quijote y las Ejemplares, se plasma, mejor que en la obra completa de ningún otro escritor, el proceso que va del Renacimiento al Barroco, pasando en este caso por el Manierismo. Claro que Cervantes es Cervantes, ni más ni menos: aun alzándolo como exponente inconfundible de su tiempo y de la literatura de su época, sus creaciones quizá no sean definibles ni como renacentistas, ni como manieristas ni como barrocas; al menos, trascendieron con mucho a su tiempo y desde hace mucho son y seguirán siendo, simplemente, cervantinas. Ello porque la obra literaria de Cervantes es tan hija de su tiempo como capaz de definir y engrandecer su época.
2. CRONOLOGÍA
AÑO |
AUTOR-OBRA |
HECHOS HISTÓRICOS |
HECHOS CULTURALES |
1547 |
Bautizo, el 9 de octubre, en Santa María la Mayor (Alcalá de Henares). Quizá nació el 29 de septiembre, día de San Miguel. |
Batalla de Mühlberg. |
J. Fernández: Don Belianís de Grecia (1547-1579). |
1551 |
Traslado de los Cervantes a Valladolid, a la Corte, y encarcelamiento del padre por deudas. |
1553 |
Regreso de la familia a Alcalá y comienzo del deambular por el Sur. |
1554 |
El futuro Felipe II, hijo de Carlos V, casa con María Tudor y es nombrado rey de Nápoles. |
Aparecen las cuatro primeras ediciones del Lazarillo de Tormes. |
1555 |
Paz de Augsburgo. |
D. Ortúñez de Calahorra: El caballero del Febo. |
1556 |
Abdicación de Carlos V y coronación de Felipe II. |
M. de Ortega: Felixmarte de Hircania. |
1558 |
Mueren Carlos V y M.ª
Tudor. |
1559 |
Paz de Cateau-
Cambrésis. |
J. de Montemayor: La Diana. |
1561 |
La Corte se traslada a Madrid, capital del reino. |
Historia del Abencerraje y de la hermosa Jarifa. |
1563 |
Comienzo de El Escorial. Fin del Concilio de Trento. |
Pedro de Luján: El caballero de la Cruz (II). |
1564 |
Su padre en Sevilla, de nuevo metido en deudas. Miguel pudo asistir al colegio de los jesuitas. |
Fracaso turco ante Orán. |
G. Gil Polo: La Diana enamorada. A. de Torquemada: Don Olivante de Laura. |
1565 |
Su hermana Luisa ingresa en el convento carmelita de Alcalá, del que sería priora (Luisa de Belén). |
Fracaso turco ante Malta. Revuelta de los Países Bajos. |
J. de Contreras: Selva de aventuras. J. de Timoneda: El Patrañuelo. |
1566 |
Los Cervantes en Madrid, donde el escritor escribe sus primeras poesías con la ayuda de Alonso Getino de Guzmán. |
Compromiso de Breda. |
L. de Zapata: Carlo famoso. |
1568 |
Discípulo de López de Hoyos, quien le encarga unos poemas laudatorios para las exequias de Isabel de Valois. |
Mueren el príncipe Carlos e Isabel de Valois. Sublevación de los moriscos de Granada en las Alpujarras. |
B. Díaz del Castillo: Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. |
1569 |
Se traslada a Roma, por haber herido a Antonio de Sigura, donde sirve de camarero al futuro cardenal Acquaviva. |
A. de Ercilla: La Araucana. J. de Timoneda: Sobremesa y alivio de caminantes. |
1570 |
Inicia su carrera militar, luego compartida con su hermano Rodrigo en la compañía de Diego de Urbina. |
Los turcos ocupan Chipre. Felipe II casa con Ana de Austria. Se organiza la Liga Santa. |
A. de Torquemada: Jardín de flores curiosas. |
1571 |
Desde el esquife de la galera Marquesa, combate en la batalla de Lepanto. Es herido en el pecho y en la mano izquierda («El manco de Lepanto»). |
Batalla de Lepanto. Fin de la guerra de las Alpujarras. |
1572 |
Aún tullido de la mano izquierda, sigue en la milicia y participa, como «soldado aventajado» en varias campañas: Navarino, Túnez, La Goleta, etc. |
Fr. Luis de León es encarcelado por la Inquisición. |
L. de Camoens: Los Lusiadas. |
1573 |
Don Juan de Austria toma Túnez y La Goleta. Mateo Vázquez secretario de Felipe II. |
J. Huarte de San Juan: Examen de ingenios. |
1574 |
M. de Santa Cruz: Floresta española. Fundación del Corral de La Pacheca en Madrid. |
1575 |
Embarca en Nápoles, rumbo a Barcelona, cuando es apresado por Arnaut Mamí y llevado cautivo a Argel por cinco años. |
Segunda bancarrota de Felipe II. |
1576 |
Primer intento de fuga fallido. |
Don Juan de Austria, regente de los Países Bajos. Fr. Luis de León es liberado. |
1577 |
Segundo intento, también fallido, por delación de El Dorador. Se declara único responsable. |
Hasán Bajá rey de Argel. |
San Juan de la Cruz es apresado. |
1578 |
Tercer intento, otra vez frustrado. Condenado a recibir dos mil palos. |
Asesinato de J. de Escobedo. Proceso contra A. Pérez. Muere Juan de Austria. Nace el futuro Felipe III. |
A. de Ercilla: Segunda parte de La Araucana. |
1579 |
Cuarto intento, junto con sesenta cautivos, abortado por Juan Blanco de Paz. |
Caída de Antonio Pérez. |
Se inauguran los primeros teatros madrileños. |
1580 |
Es rescatado por los trinitarios Fr. Juan Gil y Fr. Antón de la Bella cuando estaba a punto de partir a Constantinopla. El 27 de octubre desembarca en Denia. |
Felipe II es nombrado rey de Portugal. |
P. de Padilla: Tesoro de varias poesías. F. de Herrera: Anotaciones a las obras de Garcilaso. T. Tasso: La Jerusalén liberada. |
1581 |
Procura rentabilizar su hoja militar, sin conseguir más que una oscura misión en Orán, desde donde viaja a Lisboa para dar cuentas a Felipe II. |
Independencia de los Países Bajos. |
1582 |
Solicita a Antonio de Eraso, secretario del Consejo de Indias, ir a América. Se integra en las camarillas literarias, se dedica al teatro y a redactar La Galatea. |
F. de Herrera: Poesías. L. Gálvez de Montalvo: El pastor de Fílida. |
1583 |
El Romancero de Padilla lleva al frente un soneto de Cervantes. |
Lope de Vega participa en la expedición a la isla Terceira. P. de Padilla: Romancero. J. de la Cueva: Comedias y tragedias. Fr. L. de León: De los nombres de Cristo. |
1584 |
Tiene una hija, Isabel de Saavedra, con Ana Franca de Rojas, pero se casa con Catalina de Salazar. |
Felipe II se traslada a El Escorial. |
J. Rufo: La Austriada. |
1585 |
Se dedica al teatro (El trato de Argel y La Numancia), a la poesía y a la novela. Logra publicar La Galatea. |
P. de Padilla: Jardín espiritual. San Juan de la Cruz: Cántico espiritual. Santa Teresa: Camino de perfección. |
1586 |
Se dedica a viajar, sobre todo a Sevilla; desde allí regresa para recibir la dote de Catalina de Salazar. |
L. Barahona de Soto: Las lágrimas de Angélica. López Maldonado: Cancionero. |
1587 |
Sevilla, comisario de abastos en la Armada Invencible. Excomuniones, denuncias y algún encarcelamiento. |
Comienzan los preparativos para la Armada Invencible. |
C. de Virués: El Monserrate. B. González de Bobadilla: Las ninfas y pastores de Henares. |
1588 |
Fracaso de la Armada Invencible. |
El Greco: El entierro del conde de Orgaz. Santa Teresa: Libro de la vida y Las Moradas. |
1590 |
Poemas y novelas cortas: El cautivo, El celoso extremeño, Rinconete y Cortadillo, etc. |
Antonio Pérez se fuga a Aragón. |
A. de Villalta: Flor de varios y nuevos romances. B. de Vega: El pastor de Iberia. |
1591 |
Prosigue por Jaén, Úbeda, Estepa, etc. |
Revuelta de Aragón. |
1592 |
Encarcelado en Écija por venta ilegal de trigo. Se compromete a entregar a Rodrigo Osorio seis comedias. |
Cortes de Tarazona. Clemente VIII, Papa. |
S. Vélez de Guevara: Flor de romances (4.ª y 5.ª partes). |
1593 |
Últimas labores como comisario de abastos. Escribe el romance de La casa de los celos. |
1594 |
Como ex comisario, se hace cargo de la recaudación de las tasas atrasadas en Granada, con tan mala fortuna que quiebra el banquero, Simón Freire, donde deposita el dinero y vuelve a ser encarcelado. |
1595 |
Gana las justas poéticas dedicadas a la canonización de San Jacinto. |
Advenimiento de Felipe IV de Francia. |
G. Pérez de Hita: Guerras civiles de Granada. |
1596 |
Escribe un soneto satírico al saco de Cádiz. |
Saco de Cádiz por los ingleses, al mando de Howard y Essex. |
A. López Pinciano: Philosophía antigua poética. J. Rufo: Las seiscientas apotegmas. |
1598 |
Muere Ana Franca. Compone el soneto Al túmulo de Felipe II. |
Paz de Vervins con Francia. Muere Felipe II. Felipe III, rey. Gobierno del duque de Lerma. |
Se decreta el cierre de los teatros. Lope de Vega: La Arcadia y La Dragontea. |
1599 |
Su hija Isabel entra al servicio de su tía Magdalena bajo el nombre de Isabel de Saavedra. |
Epidemia de peste en España. Felipe III casa con Margarita de Austria. |
Mateo Alemán: Guzmán de Alfarache (I). Lope de Vega: El Isidro. |
1600 |
Cervantes abandona Sevilla y debe de andar dedicado de lleno al Quijote. |
Se abren los teatros. Nace Calderón de la Barca. Romancero general de 1600. |
1601 |
La Corte se traslada a Valladolid. |
J. de Mariana: Historia de España. |
1603 |
El matrimonio Cervantes se instala en Valladolid, en el suburbio del Rastro de los Carneros. |
Muere Isabel de Inglaterra. |
A. de Rojas: El viaje entretenido. F. de Quevedo redacta El Buscón. |
1604 |
El Quijote en imprenta. Surgen las primeras alusiones al mismo. |
Toma de Ostende. |
M. Alemán: Guzmán de Alfarache (II). Lope de Vega: Primera parte de Comedias y El peregrino en su patria. |
1605 |
Se publica con éxito El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, en Madrid, en la imprenta de Juan de la Cuesta, a costa de Francisco de Robles. Hay varias ediciones piratas. Otro encarcelamiento del escritor por el asesinato de Gaspar de Ezpeleta, debido a la mala fama de la familia. |
Nacimiento del futuro Felipe IV. Embajada de lord Howard. |
F. López de Úbeda: La pícara Justina. |
1606 |
Otra vez tras la Corte, se muda a Madrid, donde luego se instalará en el barrio de Atocha. |
La Corte vuelve a trasladarse a Madrid. |
1607 |
Nueva bancarrota en España. |
J. de Jáuregui: Aminta. |
1609 |
Ingresa en la Congregación de los Esclavos del Santísimo Sacramento del Olivar. |
Tregua de los Doce Años en los Países Bajos. Se decreta la expulsión de los moriscos. |
Lope de Vega: Arte nuevo de hacer comedias. |
1610 |
Intento fallido de acompañar al conde de Lemos a Nápoles, por el rechazo de Argensola, a cargo de la comitiva. |
El conde de Lemos virrey de Nápoles. Toma de Larache. Enrique IV es asesinado en Francia. |
1612 |
El matrimonio Cervantes se traslada a la calle Huertas. Asiste a las academias de moda (la del conde de Saldaña, en Atocha). El Quijote es traducido al inglés por Thomas Shelton. |
D. de Haedo: Topographía e historia general de Argel. J. de Salas Barbadillo: La hija de Celestina. Lope de Vega: Tercera parte de comedias y Los pastores de Belén. |
1613 |
Ingresa en la Orden Tercera de S. Francisco, en Alcalá. Novelas ejemplares, editadas por Juan de la Cuesta en Madrid. |
L. de Góngora: Primera Soledad y El Polifemo. |
1614 |
Segunda parte del Quijote. Sale el apócrifo de Avellaneda. Viaje del Parnaso, en Madrid, por la viuda de A. Martín. |
César Oudin: primer Quijote al francés. A. Fdez. de Avellaneda: Segunda parte del Quijote. Lope de Vega: Rimas sacras. |
1615 |
Se muda a la calle de Francos. Publica en Madrid sus Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados. Aparece la Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, en Madrid, editada por Juan de la Cuesta, en casa de Francisco de Robles. |
Luis XIII de Francia casa con Ana de Austria, hija de Felipe III. Isabel de Borbón, futura reina, llega a España. |
1616 |
Enfermo de hidropesía, el 22 de abril, una semana después que Shakespeare, el autor del Quijote fallece y es enterrado al día siguiente, con el sayal franciscano, en el convento de las Trinitarias Descalzas de la actual calle de Lope de Vega (Madrid). Al año siguiente, su viuda publica Los trabajos de Persiles y Sigismunda. |
Muere Shakespeare. |
3. VIDA Y OBRA DE MIGUEL DE CERVANTES
3.1. Vida
Cervantes fue bautizado, el 9 de octubre de 1547, en la parroquia de Santa María la Mayor, de Alcalá de Henares, con el nombre de Miguel, por lo que se ha supuesto que pudo haber nacido el 29 de septiembre, día del Santo. Era el cuarto hijo del matrimonio formado por Rodrigo y Leonor, sin más posibles que el oficio de «médico cirujano» del padre, lo que debió de acarrearle una infancia llena de privaciones y quizá de vagabundeos familiares (Córdoba y Sevilla) en busca de mejor suerte. El caso es que desde 1566 la pareja está instalada en Madrid y el joven Cervantes estudiando con Juan López de Hoyos, bajo cuyo amparo se estrena poéticamente con unas composiciones dedicadas a la muerte de Isabel de Valois.
Tres años después lo hallamos en Roma al servicio del cardenal Acquaviva, sin que sepamos cómo ni por qué —acaso por algún altercado con Antonio de Sigura—, y, en seguida, convertido en soldado, junto con su hermano Rodrigo, y embarcado en la galera Marquesa para participar en la batalla de Lepanto (1571) —reputada por él como «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros»— con notable valor, lo que le acarrearía dos arcabuzazos en el pecho y uno en la mano izquierda que se la dejaría tullida. Así y todo, sigue unos años en la milicia hasta que en 1575 decide regresar a España con cartas de recomendación del duque de Sessa y del mismísimo don Juan de Austria, sin duda con la esperanza de obtener algún cargo oficial como recompensa a su hoja de servicios. Pero, fatídicamente, la galera que lo traía, El Sol, es apresada por los corsarios berberiscos y nuestro soldado aventajado hecho cautivo en Argel, donde permanecería durante cinco largos años, no sin volver a dar muestras de su valor al intentar fugarse, asumiendo toda la responsabilidad, hasta cuatro veces, bien que sin lograrlo y, sorprendentemente, sin que lo ejecutasen por ello. Tendría que esperar a septiembre de 1580 para que lo rescatasen los padres trinitarios y poder pisar la tierra patria un mes después, cuando desembarcase en Valencia. Por si no bastase de miserias, a su llegada a la Corte comprobaría que sus méritos militares no serían recompensados nunca; ni siquiera con alguna vacante en Indias, a la que aspiró y se le denegó sistemáticamente.
Pero el valeroso «manco» había aprendido a «tener paciencia en la adversidad» y, pese a tan desalentadora suerte, éstos son para él tiempos relativamente felices y aun triunfales: con la euforia del regreso y el orgullo imperialista sin desmoronarse, se dedica de lleno a las letras. Se integra bien en el ambiente literario de la Corte, mantiene relaciones amistosas con los poetas más destacados y se dedica a redactar La Galatea, que vería la luz en Alcalá de Henares, en 1585. Simultáneamente, sigue de cerca la evolución del teatro, acelerada por el nacimiento de los corrales de comedias, llevando a cabo una actividad dramática —si nos fiamos de su palabra— muy fecunda y exitosa («compuse en este tiempo hasta veinte comedias o treinta, que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza»), aunque tan sólo se nos han conservado dos piezas (El trato de Argel y La Numancia) y algún contrato referente a títulos no conservados.
Entretanto, saca tiempo para relacionarse con Ana Franca de Rojas (esposa de Alonso Rodríguez), de quien nacería, en 1584, su única hija: Isabel. Sin embargo, muy pronto viaja a Esquivias, donde conoce a Catalina de Salazar, de diecinueve años, con quien contrae matrimonio, cuando él rondaba los treinta y ocho, ese mismo año. De momento, se instala con su mujer en Esquivias, pero los viajes continuos irán en aumento y, pasados tres años, el recién casado abandonará a su esposa para no reunirse con ella definitivamente hasta principios del XVII.
En 1587 reaparece instalado en Sevilla, donde, al fin, obtiene el cargo de comisario real de abastos para la Armada Invencible; años después sería encargado de recaudar las tasas atrasadas en Granada, habiéndole denegado una vez más el oficio en Indias («Busque por acá en qué se le haga merced») que volvería a solicitar en 1590. Tan miserables empleos lo arrastrarían a soportar, hasta finales de siglo, un continuo vagabundeo mercantilista por el sur (Écija, Castro del Río, Úbeda, etc.), sin lograr más que excomuniones, denuncias y algún encarcelamiento (Castro del Río, en 1592, y Sevilla, en 1597), al parecer siempre turbios y nunca demasiado largos. Como contrapartida, el viajero entraría en contacto directo con las gentes de a pie, y aun con los bajos fondos, adquiriendo una experiencia humana magistralmente literaturizada en sus obras.
Tan largo período administrativo, lleno de sinsabores, lo aparta del quehacer literario: «Tuve otras cosas en que ocuparme, dejé la pluma y las comedias» —diría él mismo—, pero sólo relativamente. El escritor se mantiene en activo: como poeta, sigue cantando algunos de los sucesos más sonados (odas al fracaso de la Invencible, soneto al saqueo de Cádiz o «Al túmulo de Felipe II» y numerosas composiciones sueltas aparecidas en obras de otros autores amigos); como dramaturgo, se compromete en 1592 con Rodrigo Osorio a entregarle seis comedias, entre las cuales han de contarse varias de las incluidas en el tomo de Ocho comedias y ocho entremeses (1615); como novelista, redacta varias novelas cortas (El cautivo, Rinconete y Cortadillo, El celoso extremeño, etc.) y, mucho más importante, esboza nada menos que la primera parte del Quijote y, quizá, el comienzo del Persiles. En esta etapa se cimenta, por tanto, el grueso de su creación futura, que no vería la luz hasta los últimos años de su vida.
Con el comienzo del siglo, Cervantes se despide de Sevilla y sólo sabemos de él que anda dedicado al Quijote de lleno, seguramente espoleado por el éxito alcanzado por Mateo Alemán con el Guzmán de Alfarache (1599-1604). Lo seguro es que en 1603 el matrimonio Cervantes está en Valladolid, nueva sede de la Corte con Felipe III, conviviendo con la parentela femenina: sus hermanas Andrea y Magdalena, su sobrina Costanza, hija de la primera, su propia hija Isabel y, por añadidura, una criada, María de Ceballos. Todas estaban bien experimentadas en desengaños amorosos, aunque debidamente cobrados, lo que les valió el mal nombre de «Las Cervantas», pero nuestro desventurado soldado y recaudador, ahora empeñado en imponerse como novelista, sin oficio ni beneficio, no tenía dónde caerse muerto y no podía sino refugiarse al arrimo de sus parientas…
Por fin, casi al filo de los sesenta años, la fortuna le daría un respiro al viejo excautivo y, a principios de 1605, de forma un tanto precipitada, ve la luz El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, en la imprenta madrileña de Juan de la Cuesta, con un éxito inmediato y varias ediciones piratas. Aunque la alegría del éxito se vería turbada en seguida por un nuevo y breve encarcelamiento, también injusto, motivado por el asesinato de Gaspar de Ezpeleta a las puertas de los Cervantes, la suerte de nuestro escritor estaba echada y la gloria de nuestro novelista era ya imparable. ¡Le rondaba en la cabeza tanta literatura por perfilar y dar a la imprenta…!
Otra vez al arrimo de la Corte, se traslada a Madrid en 1606, para dedicarse exclusivamente a escribir, sin mayor impedimento que alguna que otra mudanza (Atocha, Huertas, Francos) y el ingreso en alguna orden religiosa (Orden Tercera de San Francisco), pues la edad no andaba ya «para burlarse con la otra vida» (aunque no le faltaron ganas de integrarse en la camarilla literaria que acompañó al conde de Lemos a Nápoles, de la que sería excluido por Argensola). Amparado en su prestigio como novelista, se centra pacientemente en su oficio de escritor y va redactando gran parte de su producción literaria, aprovechando títulos y proyectos viejos. Así, tras ocho años de silencio editorial desde la publicación de la novela que lo inmortalizaría, da a la luz una verdadera avalancha literaria: Novelas ejemplares (1613), Viaje del Parnaso (1614), Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados (1615) y Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (1615). La lista se cerraría, póstumamente, con la aparición, gestionada por su viuda, de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia setentrional (1617).
Pero tan febril actividad creativa no se iba a imponer a la edad, que rondaba ya casi los setenta años, y el genial escritor arrastraba una grave hidropesía que acabaría con su vida en 1616: el 18 de abril recibe los últimos sacramentos; el 19 redacta, «puesto ya el pie en el estribo», su último escrito: la sobrecogedora dedicatoria del Persiles; el 22, poco más de una semana después que Shakespeare, el autor del Quijote fallece y es enterrado, al día siguiente, con el sayal franciscano, en el convento de las Trinitarias Descalzas de la actual calle de Lope de Vega. Nada se sabe del paradero de sus restos mortales.
3.2. La obra
Ante una andadura biográfica tan sobrada de calamidades y penurias, bien cabría esperar una literatura acompasadamente sombría y resentida… Pues nunca tan al revés: se nos manifiesta resplandeciente, humanamente grandiosa y estéticamente radiante; en cabal contraste con su peripecia vital, la trayectoria literaria cervantina evoluciona desde los buceos experimentales en los tres grandes géneros (poesía, prosa y teatro), hasta la consolidación de una factura inconfundiblemente personal en cada uno de ellos; irrepetiblemente cervantina en el caso de la novela y definitivamente acabada si se trata del Quijote. Su mayor logro estriba en ser el primero —a su decir— que noveló en lengua castellana y en habernos legado lo que denominamos «la primera novela moderna»: el Quijote. Pero ello no anulará sus permanentes desvelos poéticos y teatrales.
La producción poética cervantina ocupa un espacio nada despreciable en el conjunto de sus obras completas: se halla diseminada a lo largo y ancho de sus escritos y recorre su biografía desde los inicios literarios hasta el Persiles. Viene alentada por una vocación profunda, de raigambre entre garcilacista y manierista, cultivada ininterrumpidamente (aunque no siempre con la inspiración necesaria) y no carente de aciertos, como bien se demuestra en algún soneto satírico-burlesco («Vimos en julio otra Semana Santa» y «¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza!») o en el largo poema menipeo titulado Viaje del Parnaso (1614), donde narra autobiográficamente, en ocho capítulos, un viaje fantástico al monte Parnaso, a bordo de una galera capitaneada por Mercurio, emprendido por muchos poetas buenos con el fin de defenderlo contra la plaga de poetastros que azota el panorama de la época. Más allá de la alegoría, la primera persona responde a un planteamiento claramente seudoautobiográfico, imbuido de evocaciones relacionadas con la vida del autor, gracias a las cuales el Viaje termina convertido en un verdadero testamento literario y espiritual donde se despliegan los mejores recursos literarios cervantinos: humor, ironía, perspectivismo, etc.
Al igual que la poesía, el teatro fue cultivado por Cervantes con asiduidad y empeño vocacionales: apuesta por él —decidido a medirse con Lope de Vega— desde sus más tempranos inicios literarios, recién vuelto del cautiverio, hasta sus últimos años, de modo que la cronología de sus piezas abarca desde comienzos de los ochenta hasta 1615, dejando escasos períodos inactivos. Al margen de las periodizaciones establecidas por la crítica, de las vacilaciones de orientación (más o menos próxima ya a los preceptos clásicos, ya a las recetas del arte nuevo), y del fracaso en los corrales que confinaría el grueso de su producción a la imprenta, el hecho es que las piezas conservadas ofrecen un ramillete interesantísimo de experimentos dramáticos donde figuran cuantas modalidades puedan imaginarse: la tragedia (La Numancia), la tragicomedia (El trato de Argel) y la comedia; y dentro de la última, de cautivos (Los baños de Argel, La gran sultana, El gallardo español), de santos (El rufián dichoso), caballerescas (La casa de los celos), de capa y espada (El laberinto de amor, La entretenida), y aun alguna inclasificable si no es como «cervantina» (Pedro de Urdemalas), etc. Y eso, olvidando los supuestos títulos perdidos (El trato de Constantinopla y muerte de Selim, La confusa, La gran turquesca, La batalla naval, La Jerusalén, La Amaranta o la del mayo, El bosque amoroso, La Única, La bizarra Arsinda y El engaño a los ojos), bajo los que podrían esconderse realidades tan tangibles como el reciente descubrimiento de La conquista de Jerusalén.
Mención aparte inexcusable merecen los ocho entremeses, aunque tampoco fueran representados nunca. La obsesión por las «reglas» clásicas al margen, Cervantes los aborda en absoluta libertad, tanto formal como ideológica, desplegando por entero su genialidad creativa para ofrecernos auténticas joyitas escénicas, cuya calidad artística nadie les ha regateado jamás. Logra diseñar ocho «juguetes cómicos», protagonizados por los tipos ridículos de siempre (bobos, rufianes, vizcaínos, estudiantes, soldados, vejetes, etc.) y basados en las situaciones bufas convencionales, pero enriquecidos y dignificados con lo más fino de su genio creativo, de modo que salen potenciados hasta alcanzar cotas magistrales de trascendencia inalcanzable. Entre burlas y veras, el Manco de Lepanto no deja de poner en solfa los más sólidos fundamentos de la mentalidad áurea: las relaciones maritales (El juez de los divorcios), las armas y las letras (La guarda cuidadosa), los celos (El viejo celoso), la justicia (La elección de los alcaldes de Daganzo), los casticismos más recalcitrantes (Retablo de las maravillas), etc.
Pero sin duda —como anticipamos— es en el terreno novelesco donde Cervantes logra imponerse a sus contemporáneos y donde obtiene logros capitales e imperecederos que le valdrían el título de creador de la novela moderna y aun de más grande novelista universal. En este género, sin acotar por las poéticas, encontraría el espacio suficiente para plasmar literariamente su compleja visión de las cosas, acertando de lleno en la elaboración de una fórmula literaria magistral, ya reconocida por sus contemporáneos y admirada por los mejores novelistas mundiales de todos los tiempos. En ella cuajarían sus mejores títulos: tras la concesión a la moda pastoril de La Galatea (1585), El ingenioso hidalgo (1605), las Novelas ejemplares (1613), la Segunda parte del ingenioso caballero (1615) y, póstumamente, la Historia de los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617). El genial escritor había hallado, ¡por fin!, su acomodo intelectual y, consciente de ello, renovó todos los géneros narrativos de su tiempo (caballeresca, pastoril, bizantina, picaresca, cortesana, etc.), atreviéndose, incluso, a «competir con Heliodoro», el novelista griego por antonomasia.
Y, sorprendentemente, para llevar a cabo tan descomunal empresa no contaba con más guía que su genio creativo, pues la novela se entendía por entonces a la italiana, como relato breve, y no estaba contemplada teóricamente en las retóricas. La fórmula novelesca aplicada hay que ir a buscarla a sus propias obras, y no pasa de unas cuantas claves un tanto desdibujadas: verismo poético de los hechos, admiración de los casos, verosimilitud de los planteamientos, ejemplaridad moral, decoro lingüístico, etc. Son los mismos principios, por otro lado, que rigen el resto de sus creaciones, siempre situadas en esa franja mágica que queda a caballo entre la vida y la literatura, la verdad y la ficción, la moral y la libertad… Sin más recursos, Cervantes alumbra un realismo fascinante, bautizado como «prismático» por muchos, donde sólo se salvaguarda el perspectivismo y la libertad de enfoque de quien habla, para mayor asombro y convencimiento de los que escuchamos.
La Galatea responde ya a ese universo creativo, aunque, obra primeriza, lo ofrece sólo en esbozo. En buena medida, supone una concesión al género de moda —los «libros de pastores»— con el que el escritor andaría a vueltas durante toda su vida: en varios pasajes del Quijote (Grisóstomo y Marcela, I, XI-XIV o la «Arcadia fingida», II-lVIII), cuyo protagonista moriría con las ganas de convertirse en el pastor Quijotiz, en La casa de los celos o en El coloquio de los perros. La novela entera gira en torno a la pastora Galatea, de cuya hermosura y honestidad están enamorados dos amigos, Elicio y Erastro, sin que ninguno de ellos pase de manifestarle su admiración a lo largo de toda la obra, hasta que, al final, su padre decide casarla con un portugués y el más favorecido, Elicio, se muestra dispuesto a impedirlo por la fuerza. Ese argumento, estático y antinovelesco donde los haya, se rellena con multitud de peripecias incorporadas por los muchos personajes que van llegando al escenario bucólico, cada uno de los cuales relata su peripecia vital (Lisandro-Leonida, ArtidoroTeolinda, Timbrio-Nísida, etc.). Además, se completa con un largo debate filosófico sobre el amor, mantenido por Tirsi y Lenio (IV), donde se airea la filosofía del amor propia del humanismo renacentista imperante, y con el «Canto de Calíope» (VI), especie de censo actualizado de los poetas españoles distribuido por regiones (Castilla, Andalucía, Aragón, Valencia, etc.). Por supuesto, el conjunto se agranda y adorna con el «cancionero», de corte marcadamente garcilasista y petrarquista, que constituyen las cerca de noventa composiciones poéticas recitadas por los personajes, y con la égloga incluida en el libro III. Obviamente, poesía, teatro y novela se dan ya la mano en el primer título de Cervantes.
Los «doce cuentos» incluidos en el tomo de las Novelas ejemplares, de 1613, recogen una tarea narrativa que arranca muy de atrás; al menos algunos de ellos, Rinconete y Cortadillo y El celoso extremeño, estaban ya escritos hacia 1600, pues andaban ya en manos de algún ventero del Quijote. Pero el Cervantes que los agrupa, retoca y completa, cuatro años antes de su muerte, es ya el autor del Quijote y, bien seguro de su talla como prosista de entretenimiento, despliega en ellos un muestreo novelesco de lo más variopinto, donde se recrea y se pasa revista a la práctica totalidad de las modalidades propias de la tradición italiana de la novella: bizantina, picaresca, gnómica, cortesana, lucianesca, etc. Bien que todos salen renovados y dignificados, pues, sin esquivar las situaciones moralmente comprometidas inherentes a tal corriente, se plantean y resuelven siempre de manera «ejemplar». Claro que —es innegable— se trata de una «ejemplaridad» muy peculiarmente cervantina: La Gitanilla, El amante liberal, La española inglesa y La ilustre fregona subliman el verdadero amor, ajeno a conveniencias, intereses y apetitos rastreros, para ponerlo muy por encima de convenciones clasistas y de creencias religiosas: se alza como única verdad interior humana. La fuerza de la sangre, Las dos doncellas, El celoso extremeño y La señora Cornelia, por su parte, abordan el mismo tema desde la óptica contraria: se denuncian las traiciones, las infidelidades o los abusos pasionales, sin que resulten menos aleccionadores a la vista de los desenlaces. El licenciado Vidriera aborda, en solitario, el caso del loco-cuerdo: aplaudido cuando demente y menospreciado cuando lúcido. En fin, en Rinconete y Cortadillo se arremete abiertamente contra la poética del género picaresco, puesto de moda por el Lazarillo, el Guzmán o el Buscón: frente al determinismo derivado del origen vil y al dogmatismo impuesto por el punto de vista único, Cervantes opta por el diálogo festivo mantenido por dos picaruelos, Rincón y Cortado, en ventas y caminos hasta integrarse en el mundo del hampa sevillana que rige Monipodio. Y, en la misma línea, El coloquio de los perros se ve enmarcado en El casamiento engañoso, para ejemplificar los contras del género bribiático: su desarrollo dialogístico se utiliza para erradicar de la novela las digresiones satírico-morales que saturaban al Guzmán.
Aunque publicados póstumamente (1617), Los trabajos de Persiles y Sigismunda bien pudieran ser empresa novelesca iniciada por Cervantes en la última década del XVI. En todo caso, la novela se cierra en el lecho de muerte, «puesto ya el pie en el estribo, / con las ansias de la muerte», lo que significa que está acabada por quien se sabe y autoestima como el primer novelista de su tiempo; tanto, que no vacila en medirse con Heliodoro, el autor de Las Etiópicas o la «novela» por excelencia. Ideado, pues, a la zaga de la novela griega, se destina a relatar la azarosa peregrinación llevada a cabo por Persiles y Sigismunda: dos príncipes nórdicos enamorados que, haciéndose pasar por hermanos bajo los nombres de Periandro y Auristela, emprenden un largo viaje desde el Septentrión hasta Roma con el objetivo de perfeccionar su fe cristiana antes de contraer matrimonio. Como era de esperar, el viaje está entretejido de multitud de «trabajos» (raptos, cautiverios, traiciones, accidentes, reencuentros, etc.), enriquecidos y complicados hasta el delirio por las historias de los personajes secundarios que van apareciendo en el trayecto (Policarpo, Sinforosa, Arnaldo, Clodio, Rosamunda, Antonio, Ricla, Mauricio, Soldino, etc.) y por las jugosas descripciones de los escenarios —particularmente de los nórdicos— geográficos.
4. DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Naturalmente, no hará falta señalar que el Quijote ocupa un lugar central en ese universo literario, como máxima plasmación y culminación que es de la poética que lo rige, situándose a cien años luz de la poesía, del teatro e incluso de las otras novelas largas, La Galatea y Persiles incluidas. Aunque su creador gustara de ofrecérnoslo como «la historia de un hijo seco y avellanado», acaso concebida en la «cárcel», representa la más alta cima «que vieron los siglos pasados y esperan ver los venideros…». Entre bromas y veras, entre descalabros cómicos y reflexiones irónicas, Alonso Quijano logra vivir literariamente, al modo caballeresco, los últimos años de su hidalguía, una vez convertido, por voluntad propia, en Don Quijote de la Mancha. Y Cervantes aprovecha tan ridículo empeño, calamitoso a más no poder, para erigir una grandiosa atalaya, ética y estética, cuajada de logros definitivos e imperecederos: identidad de vida y literatura, equilibrio entre admiración y verosimilitud, perspectivismo y polifonía narrativa, libertad como eje moral y creativo, decoro lingüístico polifónico, etc. Como resultado, lograría posiblemente el mayor homenaje literario hecho nunca a la miseria humana, otorgándole graciosamente al hombre el derecho divino de hacer realidad sus sueños y aun de saber morir renunciando a los mismos.
Y no se crea que para ello se idean tramas altisonantes o alegorías sobrenaturales; antes al revés, todo arranca y discurre bien a ras de tierra, casi ramplonamente: un viejo hidalgo manchego, enloquecido por las continuadas lecturas caballerescas, da en convertirse en caballero andante, bajo el nombre de Don Quijote de la Mancha, y, acompañado de su escudero Sancho Panza, sale varias veces de su aldea en búsqueda de aventuras —auténticos disparates siempre—, hasta que, desengañado de sus desvaríos caballerescos y agotado por los encontronazos con la realidad, regresa a su lugar, enferma y recobra el juicio. No hacía falta más para conjugar brillantemente la aplastante y prosaica realidad padecida día a día por el recaudador de abastos con el fantasmagórico y descomunal mundo de los caballeros andantes, para fundir inseparablemente vida y literatura, o literatura y vida, en una alianza tan admirable como verosímil, capaz de borrar las fronteras entre lo uno y lo otro. Así de tontamente, sin más preceptos retóricos, ni poéticas clásicas ni imitaciones reglamentadas, se ideaba un universo deslumbrante, que estaba llamado, aunque habitado por hidalgos lugareños enloquecidos, por destripaterrones zafios, por labradoras mostrencas, por una canalla sin escrúpulos…, a sentar los fundamentos más sólidos de la novela moderna.
Y se hacía entre diseños titubeantes, acaso imitados de algún celebrado Entremés de los romances —sin mayores expectativas que la novela corta—, que culminarían en los cincuenta y dos capítulos de la primera parte, para luego ser ampliados en otra no menos extensa segunda parte, y apuestas tan decididas como recias y arriesgadas: así el abandono de la propia responsabilidad narrativa en manos de moros mendaces, de traductores poco atenidos a la letra, de encantadores trampistas o de imitadores de poca monta; así la elección del espacio lugareño como foco rector de toda la historia, sin mayores desviaciones que las decididas, a su entero pensar, por Rocinante; así la alteración de los tiempos por encima de las leyes naturales, aun a costa de resucitar a Babiecas y de enterrar al mismo protagonista; así la intercalación enojosa de historias secundarias, vinieran o no a cuento con la trama principal y aunque hubiera que arrepentirse luego; así el cultivo de un registro lingüístico irreductible a receta estilística alguna; así…, en definitiva, la apuesta mantenida con pulso firme por la libertad como razón de ser única y sola de la vida y de la literatura.
Por eso el Quijote —ideado sin punto de vista cerrado, sin espacio fijo y sin tiempo precisable— nacía abandonado de por siempre, en su agridulce grandeza ética y estética, a los designios individuales de todos y cada uno de sus lectores que nunca nos cansaremos de seguir vapuleándolo. Y «tú, lector, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere»…
4.1. Configuración novelesca
Bien sabido es que no hay nada anterior, y quizá tampoco posterior, ni remotamente parangonable con la historia del viejo hidalgo: «lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno» (I, prólogo). De modo que para idearla no valía echar mano de tal o cual modelo —como en la Galatea o el Persiles—, ni tampoco atenerse a la preceptiva literaria, pues la «novela» no venía codificada en ninguna. Había que partir de cero y todo induce a pensar que el diseño emerge de la vida misma: los planteamientos son fruto, básicamente, de las cavilaciones del viejo comisario de abastos, desilusionado, cansado, fracasado... con las fuerzas justas para apostar por un mundo de ensueño, pero bien consciente de que «los sueños, sueños son». Pero se imponía apostar, ya asumido el fracaso en poesía y en teatro, con arrojo y entereza: la novela era el único territorio en el que cabía imponerse, el Quijote la última oportunidad de alzarse con la monarquía narrativa, como Lope de Vega se había alzado con la cómica. Y, milagrosamente, así ocurrió, sin más amparo que las propias cavilaciones teóricas, diseminadas sin orden ni concierto —como nos enseñó Riley— a lo largo y ancho de sus escritos.
Así, Cervantes concibe la novela como historia poética: sin necesidad de atenerse estrictamente a la verdad de los hechos, bastará con no rebasar nunca la verosimilitud; se trata de referir «lo que pudo ser», por disparatado que parezca, de modo que produzca admiración, sin dejar nunca de lado el consabido precepto horaciano del prodesse et delectare: «Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de suerte que, facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan, de modo que anden a un mismo paso la admiración y la alegría juntas; y todas estas cosas no podrá hacer el que huyere de la verisimilitud y de la imitación, en quien consiste la perfeción de lo que se escribe» (Quijote, I-XLVII). Y eso es casi todo si le sumamos el respeto a la organicidad del conjunto, entendido desde el principio barroco de la unidad en la variedad, y al decoro lingüístico del habla.
Esos, y nada más que esos, son los pilares que sustentan el grandioso monumento literario cervantino y, especialmente, el Quijote que, bien mirado, no es mucho más ni mucho menos: la historia ficticia y disparatada, a la vez que divertidísima y aleccionadora, de un viejo hidalgo lugareño empeñado en resucitar a la vieja «caballería andantesca» en tierras manchegas, pero, lógicamente —y, por ello, verosímil—, después de haber enloquecido leyendo sus relatos.
4.2. Estructura: génesis y ampliaciones
Por eso, el Quijote ofrece, en su conjunto, una anécdota sencilla, unitaria y bien trabada que se vertebra en las tres salidas de la aldea, en búsqueda de aventuras, llevadas a cabo por el redivivo caballero andante, hasta que regresa a su casa, enferma y recobra el juicio. Sin embargo, el conjunto de la trama no está trazado de un tirón, sino que responde a un largo proceso creativo, de unos veinte años, un tanto sinuoso y accidentado: cabe la posibilidad de que Cervantes ni siquiera imaginara en los inicios —como tanto se ha repetido— cuál sería el resultado final; incluso, podría ser que inicialmente pensase sólo en escribir una «novela corta», al modo de las Ejemplares, luego ampliada al compás de su propia elaboración literaria: «Ahora digo —dijo don Quijote— que no ha sido sabio el autor de mi historia, sino algún ignorante hablador, que, a tiento y sin algún discurso, se puso a escribirla, salga lo que saliere, como hacía Orbaneja» (II-III). Si fue así, ese «plan primitivo» se desarrolló a tientas para desembocar en la novela larga de 1605, a la que diez años más tarde se le añadió una segunda parte no prevista en la primera.
El proceso creativo, más allá de su desaliño, pasa por tres momentos claramente diferenciables:
1. Novela corta (I, I-VII), inspirada en el Entremés de los romances, donde un labrador, Bartolo, enloquece de tanto leer romances.
2. El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (I, VIII-LII), desarrollada (gracias a la incorporación de Sancho, del manuscrito árabe y de la invención de Cide Hamete) en forma de sarta de locuras quijotescas repartidas en dos salidas (1. I-VII; 2. VIII-LII) y en cuatro partes: 1. (I-VIII), 2. (IX-XIV), 3. (XV-XXVII) y 4. (XXVIII-LII). La ampliación obedece a dos directrices básicas: a) nuevas aventuras organizadas en sarta (VIII-XXII: molinos de viento, vizcaíno, rebaños, batanes, yelmo de Mambrino, galeotes, etc.), y b) ampliación concéntrica en torno a la venta (XXIII-XLVII: Cardenio y Luscinda, don Fernando y Dorotea, El curioso impertinente, El cautivo, etc.), perfectamente enlazadas por la estancia en Sierra Morena.
3. Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (II, I-LXXIV), añadida de forma postiza, pues el Quijote no estaba concebido como primera parte, aunque magistralmente suturada como tercera salida, sin perder nunca de vista el trazado del primer tomo: a) nuevas aventuras en sarta (VIII-XXIX: encantamiento de Dulcinea, Cortes de la Muerte, caballero del Bosque, caballero del Verde Gabán, bodas de Camacho, Cueva de Montesinos, Maese Pedro, etc.), y b) ensanchamiento circular con los duques (XXX-LVII: dueña Dolorida, Altisidora, doña Rodríguez, etc.).
Aquí habría que añadir el cambio de rumbo hacia Barcelona y las aventuras (LIX-LXXIV: Roque Guinart, caballero de la Blanca Luna, con los duques, don Álvaro Tarfe, etc.) que provocan la aparición del Quijote apócrifo de Avellaneda en 1614.
Y, naturalmente, un proceso organizativo tan largo como vacilante no podía estar exento de desajustes —según analizó Stagg—: inconsecuencia de algunos epígrafes (I-X), desplazamiento de la historia de Grisóstomo y Marcela (de I-XXV a XI-XIV) con la subsiguiente desaparición de los pasajes dedicados al robo del rucio de Sancho, desvinculación de alguna novela intercalada (Curioso impertinente), etc. Pero lo importante y admirable es la increíble capacidad cervantina para atenerse a la letra del plan previo sin alterarlo ni un ápice por más elementos, salidas, partes o continuaciones que se le vayan sumando. De este modo, si el punto de partida contenía ya, en suma, todo el universo quijotesco (Sancho, Dulcinea, Cura, Barbero, Rocinante, rucio, locura, entorno caballeresco, encantadores, romances, aldea en la Mancha, etc.), que perdurará tal cual hasta la muerte del protagonista, la segunda parte se fundamenta, ante todo, en el hecho de que la primera haya sido ya publicada. De resultas, el conjunto queda perfectamente homogeneizado y, asombrosamente, Alonso Quijano el Bueno acaba muriendo al final de la segunda parte en el mismo «lugar de la Mancha» del que partió al comienzo de la primera, después de haber trazado un periplo vital tan disparatado como coherente.
4.3. Sentido: parodia, locura y realismo
Si el Quijote no se viene abajo, entre tantas vacilaciones genéticas y compositivas, posiblemente sea porque cuenta con un soporte intencional férreo, capaz de sustentarlo más allá de su desarrollo anecdótico o de sus quiebras organizativas: se trata de la parodia de los libros de caballerías, gestionada por una concepción de la locura sólo imaginable por nuestro genial creador. Si nos fiamos de sus declaraciones, el libro fue concebido como invectiva contra los libros de caballerías y estaba destinado a erradicarlos: «pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que, por las de mi verdadero don Quijote, van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna» (II-LXXIV). Con declaraciones como ésas, el manco de Lepanto se inscribía en la corriente culta de protestas contra la «mal fundada máquina» de los disparates caballerescos, con la diferencia de que su magistral parodia sí terminaría desterrándolos del panorama literario, pese a la ingente difusión que los Amadises, Palmerines, Belianises y demás caterva habían alcanzado durante el siglo XVI.
Para lograrlo, pergeña un diseño paródico deslumbrante, basado en la locura de su protagonista: resulta que ésta ha sido provocada por la lectura de los libros en cuestión, precisamente el objeto de la parodia. Ello, sumado a las denuncias de moda, lo inscribe en la abundante literatura renacentista sobre la locura (Erasmo, Elogio de la locura; Huarte, Examen de ingenios; Ariosto, Orlando furioso, etc.). Así, en un principio, don Quijote está rematadamente loco: «se le secó el celebro, de manera que vino a perder el juicio» (I-I), si bien no se trata de una esquizofrenia general, sino más bien de una monomanía tocante al mundo caballeresco («En los que escuchado le habían sobrevino nueva lástima de ver que hombre que, al parecer, tenía buen entendimiento y buen discurso en todas las cosas que trataba, le hubiese perdido tan rematadamente, en tratándole de su negra y pizmienta caballería», I-XXXVIII), que deja amplio y lúcido espacio para la cordura: «no le sacarán del borrador de su locura cuantos médicos y buenos escribanos tiene el mundo: él es un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos» (I-XVIII).
Quiérese decir que Cervantes se ha cuidado muy mucho, ilustrándose en los tratados médicos de la época, de matizar perfectamente la falta de cordura de don Quijote, a fin de utilizarla como mejor le viene a cuento: como el recurso novelesco crucial de todo el libro (la novela empieza cuando Alonso Quijano enloquece y acaba cuando Alonso Quijano recobra el juicio). El pobre hidalgo, colérico donde los haya, tiene su «imaginativa» trastornada por la lectura de los libros de caballerías y comete dos errores garrafales: cree en la verdad de cuantos disparates caballerescos ha leído y piensa que en su época puede resucitarse la caballería andante: «aquel don Quijote de la Mancha, digo, que de nuevo y con mayores ventajas que en los pasados siglos ha resucitado en los presentes la ya olvidada andante caballería» (II-XXIII). Ello lo convierte, antes que en caballero, en todo un «anacronismo andante», cuyo atuendo y figura no deja de ser objeto de mofa: «pusiéronle el balandrán, y en las espaldas, sin que lo viese, le cosieron un pergamino, donde le escribieron con letras grandes: Éste es don Quijote de la Mancha» (II-LXII).
Pero su inteligente creador perfiló milimétricamente, muy por encima de las burlas, cada matiz de ese enloquecimiento, para exprimirlo y rentabilizarlo novelescamente de forma irrepetible. No se trata de una situación estática, sino de un proceso complicadísimo, que no deja de entrañar —según se explicó siempre— un proyecto de vida conscientemente asumido: la empresa caballeresca se planifica detenidamente y se asume con decisión («Yo sé quién soy —respondió don Quijote—; y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los Nueve de la Fama», I-V); tramada casi racionalmente, la supuesta locura evoluciona de forma lógica (primera salida: se desfigura la realidad; segunda salida: la realidad se acomoda al mundo caballeresco; tercera salida: se asume un mundo encantado por los demás); en fin, la demencia no deja de ofrecer perfiles de simple juego socarrón (cuando razona a quién imitar en Sierra Morena o cuando se mofa de lo caballeresco en la Cueva de Montesinos), como su creador desvela al final del libro: «Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda priesa; déjense burlas aparte» (II-LXXIV).
De resultas, más que de un caso de locura, parece tratarse de un procedimiento creativo tendente a ilustrar literariamente el problema de la realidad y de la ficción. De hecho, Cervantes plantea con exquisito cuidado cada uno de los acercamientos de don Quijote a la realidad de Alonso Quijano, de modo que sus continuos equívocos no dependen necesariamente de la demencia (sí en el caso de la primera venta o de los frailes benitos); al contrario, suelen caer frecuentemente dentro de la más prosaica y lógica verosimilitud: son las circunstancias (el viento, cuando los molinos; el sol y la lluvia, en el caso del yelmo; la falta de visibilidad y el estruendo, la vez de los rebaños; la oscuridad y el ruido, si pensamos en los batanes; etc.), el contexto caballeresco (retablo de maese Pedro, caballero del Bosque, estancia con los duques), las malas mañas de los demás (encantamiento de Dulcinea, Clavileño) o el sueño (Cueva de Montesinos) los que traicionan la percepción quijotesca de su entorno, espoleando sus delirios heroicos.
Incluso, mucho más clara y asombrosamente, es tratada la realidad por el narrador de una forma ilusionista, prismática, como si estuviera contagiado de la misma locura del personaje, de modo que el pobre hidalgo, aquejado de su delirio caballeresco, es una constante víctima, no más demente que nosotros mismos. Por eso, ante una realidad tan oscilante y escurridiza, no tiene por menos que engañarse, como lo hacemos los propios lectores en ocasiones (batanes) y como lo hace sistemáticamente Sancho Panza (Micomicona, cueros de vino, Barataria). La locura, en consecuencia, es realmente una estrategia de acercamiento a la realidad: un modo muy original de realismo idealista que aproxima perfecta y peligrosamente lo más prosaico a lo más disparatado, otorgando a lo segundo carta de naturaleza novelesca en la realidad cotidiana, mediante un juego de espejos, entre paródico, cómico e irónico, donde las imágenes habrán de ser fijadas por cada uno de los lectores.
4.4. Punto de vista, lengua y estilo
Semejante entramado paródico y enloquecedor de acercamientos a la realidad no habría sido posible sin un juego de voces inagotable, desde las que se logra, en multitudinaria polifonía, dotar de absoluto relativismo y libertad incluso a la morfología de la novela misma, como siempre puso de relieve la crítica (Castro, Avalle, Hatzfeld, Rosenblat, Lázaro Carreter, etc.)
Efectivamente, son incontables las voces que intervienen en la configuración de la historia quijotesca, imponiendo un punto de vista multitudinario e inimaginable en el marco de la tercera persona: novelista, narrador, Cide Hamete, traductor, personajes, Avellaneda, lectores, etc. El resultado no podía ser menos llamativo: un personaje, don Quijote, imagina cómo será la versión literaria de su vida caballeresca redactada por algún sabio encantador, mientras la estamos leyendo como traducción de una historia arcaica escrita por un moro embustero.
Pero es que, además, ello ocurre en un mundo presidido enteramente por la libertad («la libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres», II-LVIII) que no deja de trascender incluso a la morfología del relato en todos sus planos: el escritor llega a desentenderse de su propia creación, los personajes no cuentan con atadura alguna (carecen de nombre fijo, pueden elegir su propia identidad, se inventan a los demás, carecen de pasado y tienen que decidir la realidad que los envuelve), la misma literatura llega a identificarse y confundirse con la vida (los personajes conviven con seres reales, o sacados de otras obras, que incluso han leído el cuento de sus aventuras), los lectores de dentro de la novela han de salir de ella para enjuiciarla y el lector real ha de meterse dentro de ella para tomar partido («Tú, lector, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere», II-XXIV).
Y, en fin —decíamos— tan cuajada forma de realismo no podía dejar de repercutir, si no es generada por su manejo, en la lengua y el estilo, habitualmente cifrados en el «escribo como hablo» valdesiano, en la línea de La Celestina, el Lazarillo o Santa Teresa: «la discreción es la gramática del buen lenguaje, que se acompaña con el uso. Yo, señores, por mis pecados, he estudiado Cánones en Salamanca, y pícome algún tanto de decir mi razón con palabras claras, llanas y significantes» (II-XIX). Pero el mérito más notable no radica en la llaneza, sino —como explicó Lázaro Carreter— en la superación del discurso «monológico», propio de la novela idealista anterior, en beneficio del «heterológico», dando así lugar a la primera novela «polifónica» del mundo. En su marco hallan acomodo cuantos géneros y modalidades del discurso podamos recordar (caballeresco, pastoril, dialogístico, cronístico, oratorio, sentimental, etc.), siempre acoplados con esmerado decoro a la condición y maneras del hablante en cuestión (arcaísmos caballerescos en boca de don Quijote, galimatías del vizcaíno, prevaricaciones de Sancho Panza, etc.).
Si la apuesta, según planteamos de salida, era incierta y temeraria, los resultados, queremos dejar bien sentado de llegada, son tan certeros como perdurables de por siempre: el Quijote.
5. OPINIONES SOBRE LA OBRA
Textos, vida y obra
Es ya un lugar común afirmar que el Quijote está lleno de incorrecciones y descuidos, y que Cervantes lo escribió con precipitación y desaliño, sin la imprescindible lima o el tan recomendado pulimento final […].
Y sobre la pobre obra cayó una caterva de comentaristas, editores y correctores —«profanadores» se les ha llamado— que la han dejado más maltrecha que a su héroe los ejércitos del emperador Alifanfarón y del rey Pentapolín del Arremangado Brazo […].
Casi todas las faltas que se le han atribuido se deben a conocimiento insuficiente de la lengua clásica, a nimiedad gramatical o a incomprensión de los recursos expresivos de la lengua, sobre todo de la lengua del Quijote, con sus juegos variados y sorprendentes.
(Ángel Rosenblat, «Las “incorrecciones” del Quijote»,
La lengua del «Quijote»,
Madrid, Gredos, 1978, pp. 243-45)
Cervantes entregó los originales manuscritos de sus obras a las imprentas de Juan Gracián, de Juan de la Cuesta y de la viuda de Alonso Martín, cuyos cajistas, únicos conocedores de los auténticos textos cervantinos, establecieron sus «copias», marcando en ellas, mientras no medien hallazgos manuscritos, el non plus ultra de las futuras ediciones. Atreverse a traspasar sus límites, amparándonos en nuestro saber filológico —según se ha venido haciendo—, o esgrimiendo principios científicos —como se quiere hacer ahora—, entraña un riesgo demasiado peligroso que, a buen seguro, no querrá correr ningún aficionado a la literatura: enmendar la plana a Miguel de Cervantes Saavedra.
(Florencio Sevilla Arroyo, «La edición de las obras
de Miguel de Cervantes. I», Cervantes,
Alcalá de Henares, C.E.C., 1995, p. 80)
Recuperar el hilo de una existencia, más allá de las estampas consagradas por la posteridad: ése ha sido, desde hace dos siglos, el propósito mayor de cuantos han chocado en este enigma. […] Pero ¡cuántas oscuridades todavía! No sabemos nada, o casi nada, de los años de infancia y adolescencia del escritor; en varias ocasiones, durante meses, incluso durante años, entre el final de sus comisiones andaluzas y su instalación definitiva en Madrid, perdemos su rastro. Ignoramos todo sobre las motivaciones subyacentes a la mayoría de sus decisiones: su partida para Italia; su embarque en las galeras de don Juan de Austria; su matrimonio con una joven veinte años menor que él; su abandono del domicilio conyugal, tras tres años de vida en común; su retorno a las letras, al término de un silencio de casi veinte años. Hemos perdido buen número de sus escritos; dudamos de la autenticidad de los que después le han sido atribuidos; en cuanto a los que conservamos y que constituyen su gloria, no tenemos más que indicaciones sucintas sobre su génesis. Los autógrafos que nos han llegado se reducen a actas notariales, apuntes de cuentas y dos o tres cartas. Finalmente, ninguno de sus presuntos retratos es digno de fe, empezando por el que aparece en la cubierta de este libro.
(Jean Canavaggio, Cervantes. En busca del perfil perdido,
Madrid, Espasa-Calpe, 1992 [2.ª], pp. 9-10)
Tradición e invención
El que Cervantes haya capacitado a Alonso Quijano para manejar con soltura los lugares comunes de la literatura caballeresca y recomponerlos a su antojo en cualquier momento influye de modo determinante, según todos sabemos, en la historia de don Quijote. En estos lugares comunes se inspira el de la Triste Figura para tejer la trama de su vida amoldándose al esquema de las biografías heroicas que se le presentan en sus libros. Pero por lo mismo que son tópicos el ritual de la investidura de armas, la elección de un escudero fiel, el amor a una dama de belleza sin par, los combates contra enemigos desconocidos, las maquinaciones urdidas por encantadores malintencionados, no se les puede asignar a casi ninguno de ellos, cuando aparecen en la obra cervantina, una fuente precisa o un precedente seguro en las narraciones leídas por el hidalgo manchego. Los motivos de la literatura caballeresca reutilizados a cada paso en el Quijote jamás proceden directa y sencillamente de uno de los textos que quiso imitar su cándido protagonista y parodió su escurridizo e irónico autor: siempre son fruto de reminiscencias múltiples que Cervantes combina a su manera, elaborando su propia variante del tema y dándole ese sesgo humorístico que es propio de su ingenio.
[…] En él [el Quijote] los de caballerías han servido, junto con otros muchos, de material de construcción para que Cervantes levantara un edificio nuevo inventando arquitecturas narrativas que la novelística anterior no había descubierto.
(Sylvia Roubaud, «Los libros de caballerías»,
Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha,
ed. de F. Rico, Barcelona, Crítica, 1998, vol. I,
pp. CXXII-XXIII)
Cuando Jerónimo de Pasamonte leyó la primera parte del Quijote cervantino, se vio cruelmente retratado en ella bajo la apariencia de Ginés de Pasamonte, lo que sin duda tuvo que ser un duro golpe contra la propia imagen que tenía de sí mismo un hombre que se pintaba como extremadamente honrado y devoto. Además, Pasamonte comprobó que Cervantes había imitado en la novela del Capitán cautivo los episodios militares escritos en su Vida. Por entonces, Jerónimo de Pasamonte había culminado su autobiografía, pero la aparición de la primera parte del Quijote cervantino le desanimó, si es que pensaba hacerlo, a publicarla, pues los lectores le identificarían inmediatamente con el galeote Ginés de Pasamonte que aparecía en una obra tan exitosa. Por eso, herido en su amor propio e imposibilitado de darse a conocer públicamente, respondió a la ofensa cervantina ocultándose bajo el nombre fingido de Alonso Fernández de Avellaneda para componer el Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. […]
Cuando Cervantes leyó el manuscrito del Quijote apócrifo, que llegó a sus manos antes de comenzar a escribir la segunda parte del Quijote, sin duda reconoció fácilmente a su autor, y decidió dar una respuesta inmediata.
(A. Martín Jiménez, El «Quijote» de Cervantes
«y el Quijote» de Pasamonte: una imitación recíproca,
Alcalá de Henares, C.E.C., 2001, pp. 426-29)
Composición y significado
El Quijote es una novela de múltiples perspectivas. Cervantes observa el mundo por él creado desde los puntos de vista de los personajes y del lector en igual medida que desde el punto de vista del autor. Es como si estuviera jugando con espejos o con prismas […]. Lo que desde un punto de vista es «ficción», es, desde otro, «hecho histórico» o «vida». Cervantes finge, mediante la invención del cronista Benengeli, que su ficción es histórica […]. En esta historia se insertan ficciones de varias clases […]. La visión irónica de Cervantes le permite introducir en las páginas del Quijote cosas que por lo general se hallan automáticamente fuera de los libros y, al mismo tiempo, manejar la narración de forma que los personajes principales se sientan plenamente conscientes del mundo que existe más allá de las cubiertas del libro.
(Edward O. Riley, Teoría de la novela en Cervantes,
vers. cast. de Carlos Sahagún, Madrid, Taurus, 1981
[3.ª], pp. 71-74)
El «romance» ponía ante los ojos de los lectores un universo radicalmente distinto al de la realidad cotidiana, el universo de lo maravilloso, y exigía de ellos, para que la ficción funcionase, una permanente suspensión de la «experiencia» de la realidad. En la novela la relación que se le demanda al lector hacia lo que se le está contando es ya de otra naturaleza. La novela no anula nunca la «experiencia» de lo real, pero tampoco elimina lo bizarro, lo raro y extraordinario. El universo que la novela ofrece a sus lectores funciona a partir de las mismas leyes que los lectores reconocen en la realidad, y lo maravilloso, cuando hace acto de presencia, reclama del narrador, primero, y del lector, luego, una interpretación que permita su integración en dichas leyes. Es decir, ya no es maravilloso (sustancia de un mundo al margen de lo real), sino extraordinario (es decir, explicable a partir de las leyes de la «experiencia», aunque todavía no haya recibido explicación). Este esfuerzo de la narrativa cervantina para extender los dominios de la realidad, a partir de la integración de materiales procedentes del espacio de lo maravilloso, da idea de la dimensión epistemológica, que subyace a la empresa de creación de la novela.
(Javier Blasco, Cervantes, raro inventor, México,
Universidad de Guanajuato, 1998, pp. 210-11)
[…] al hablar de «pensamiento» en Cervantes me refiero ahora a la función expresivo-valorativa de ese pensamiento, y no a su dimensión lógica. La España de 1600 está regida totalmente por la opinión, por las decisiones de la masa opinante, del vulgo irresponsable contra el cual una y otra vez arremete nuestro autor, porque sus decisiones afectaban a si uno era católico o hereje, o si tenía o no tenía honra, o si escribía bien o mal, etc. Frente a esa opinión, monstruosa y avasalladora, Cervantes opuso una visión suya del mundo, fundada en opiniones, en las de los altos y los bajos, en las de los cuerdos y las de quienes andaban mal de la cabeza. En lugar del es admitido e inapelable, Cervantes se lanzó a organizar una visión de su mundo fundada en pareceres, en circunstancias de vida, no de unívocas objetividades. En lugar de motivar la existencia de sus figuras desde fuera de ellas, de moldearlas al hilo de la opinión según acontecía en el teatro de Lope de Vega, y agradaba al vulgo, Cervantes las concibió como un hacerse desde dentro de ellas, y las estructuró como unidades de vida itinerante, que se trazaban su curso a medida que se lo iban buscando.
(Américo Castro, El pensamiento de Cervantes,
nueva ed. con notas de J. Rodríguez Puértolas,
Barcelona-Madrid, Noguer, 1980 [2.ª], p. 85)
La presencia de Erasmo y el humanismo cristiano en Cervantes resulta, desde luego, primordial y probablemente decisiva dentro de su mapa intelectual. Parece, en cambio, dudoso que pueda ser caracterizada como un gravitar continuo y sin alternativa, porque su sentido, en aquel momento español, era liberador y coincidente con la idea de un pensamiento no dogmático: venía así a abrir perspectivas y no a constreñirlas. Por lo demás, lo que a Cervantes le interesaba era la dimensión humana y relativa de los problemas, y no las soluciones de orden doctrinal, con las que nadie ha podido hacer buenas novelas. […]
El pensamiento de Cervantes ofrece una amplia coherencia, pero no rigideces. En realidad, la familiarización de Cervantes con Erasmo debió ser un irreconstruible proceso de lecturas aisladas, no exhaustivas ni cronológicas, paralelo a todo el curso de su vida. Proceso por definición abundante en lagunas e interregnos propicios tanto a olvidos y metamorfosis como a la reflexión crítica, cambios de foco y fluctuaciones estimativas.
(Francisco Márquez Villanueva, Trabajos y días cervantinos,
Alcalá de Henares, C.E.C., 1995, pp. 76-77)
Lengua y estilo
El diálogo es en el Quijote uno de los mayores aciertos estilísticos. Cervantes hace hablar a sus personajes con tal verismo que ello constituye un tópico al tratar de la gran novela […].
Los personajes principales que hablan en el Quijote quedan perfectamente individualizados por su modo de hablar: Ginés de Pasamonte, con su orgullo, acritud y jerga; doña Rodríguez, revelando a cada paso su inconmensurable tontería; el Primo que acompaña a don Quijote a la cueva de Montesinos, poniendo de manifiesto su chifladura erudita; los Duques, con dignidad, si bien ella revela en un momento determinado (II-XLVIII) su bajeza; el canónigo aparece como un discreto opinante en materias literarias. El vizcaíno queda perfectamente retratado con su simpática intemperancia y con su divertida «mala lengua castellana y peor vizcaína» (I-VIII), y el cabrero Pedro y Sancho Panza, con sus constantes prevaricaciones idiomáticas.
(Martín de Riquer, Nueva aproximación al «Quijote»,
Barcelona, Teide, 1993 [8.ª], p. 160)
El idioma que, en los usos sociales hablados o escritos, se halla enormemente diversificado, se uniforma convencionalmente: en el siglo XVI, todas las novelas caballerescas, sentimentales, pastoriles o moriscas hablan una propia pero casi única lengua: la de su género […]. Son esos relatos como largos soliloquios del narrador, y bien pueden llamarse monológicos […]. Pero, con ella [una lengua alejada de la realidad], resulta imposible hablar de arrieros, mendigos, mozas de partido, barberos, rufianes o berceras y, sobre todo, hacerles hablar.
Y he aquí que, en cierto momento, esto importó mucho. Interesó el pintoresco o dramático fluir de lo cotidiano, con su fauna social, sus problemas y, claro es, su plurilingüismo. En este punto sitúa Bajtin la genialidad de Cervantes: él habría sido el primero en abrir el relato a los múltiples tipos de discursos, cada uno con su propia retórica, que pululan en la calle, en los mercados, en los templos, en los palacios y, sobre todo, en los libros. Habría transformado el lenguaje narrativo, de monológico que era, en dialógico o, como quiere Todorov, con un término menos ambiguo, heterológico. Lo habría hecho capaz de traer a la novela el universo circundante, mezclándolo.
Cervantes compone así la primera novela polifónica del mundo.
(Fernando Lázaro Carreter, «La prosa del Quijote»,
Lecciones cervantinas, coord. Aurora Egido, Zaragoza,
Caja de Ahorros, 1985, p. 116)
6. BIBLIOGRAFÍA ESENCIAL
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7. LA EDICIÓN
La presente edición, concebida con la proyección de lectura expuesta en su pórtico, no alienta otro objetivo crítico que reproducir, con la mayor fidelidad posible, los originales de la primera edición del Quijote: Madrid, Juan de la Cuesta, 1605 y 1615 para la primera y la segunda parte respectivamente. Originales que se han tratado, empero, con todo rigor filológico, a la vista de otros testimonios textuales relevantes de la época (Madrid, Juan de la Cuesta, 1605 [2.ª]) y de la práctica totalidad de las ediciones publicadas hasta el momento: Clemencín, Schevill-Bonilla, Rodríguez Marín, Riquer, Murillo, Allen, Avalle-Arce, Basanta, Gaos… y, por supuesto, Sevilla-Rey. De resultas, corregimos la príncipe cuantas veces nos parece errada, pero siempre con suma cautela, procurando no abusar de la «enmienda ingeniosa» que podría desfigurar el Quijote.
Ofrecemos, pues, un texto depurado filológicamente respecto a sus originales de acuerdo con los criterios de modernización propios de las ediciones más recientes: actualizamos sólo los usos ortográficos sin valor fónico, la puntuación, la acentuación, el uso de mayúsculas, la división en párrafos…, respetando cuantas peculiaridades (léxicas, morfológicas, sintácticas, fónicas…) son propias del español clásico y, desde luego, de la lengua del Quijote: concordancias anómalas, anacolutos, arcaísmos, registros lingüísticos específicos, etc.
Éste es, pues, un texto canónico del Quijote de Cervantes, tal y como se nos ha transmitido en sus primeras ediciones, más allá de «correctismos» academicistas y de respetos «cervánticos» a la letra impresa, siempre expuestos, unos y otros, al albur de las discusiones eruditas, tan nimias cuando se comparan con la grandeza de la inmortal novela.
El ingenioso hidalgo
don Quijote de la Mancha
TASA1
Yo, Juan Gallo de Andrada, escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de los que residen en su Consejo, certifico y doy fe que, habiendo visto por los señores dél un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha, compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, tasaron cada pliego del dicho libro a tres maravedís y medio; el cual tiene ochenta y tres pliegos, que al dicho precio monta el dicho libro docientos y noventa maravedís y medio, en que se ha de vender en papel; y dieron licencia para que a este precio se pueda vender, y mandaron que esta tasa se ponga al principio del dicho libro, y no se pueda vender sin ella.
Y para que dello conste, di la presente en Valladolid, a veinte días del mes de deciembre de mil y seiscientos y cuatro años.
JUAN GALLO DE ANDRADA
TESTIMONIO DE LAS ERRATAS2
Este libro no tiene cosa digna3 que no corresponda a su original; en testimonio de lo haber correcto,4 di esta FEE. En el Colegio de la Madre de Dios de los Teólogos de la Universidad de Alcalá, en primero de diciembre de 1604 años.
EL LICENCIADO FRANCISCO MURCIA DE LA LLANA
EL REY5
Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes, nos fue fecha relación que habíades compuesto un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha, el cual os había costado mucho trabajo y era muy útil y provechoso, nos pedistes y suplicastes os mandásemos dar licencia y facultad para le poder imprimir, y previlegio por el tiempo que fuésemos servidos, o como la nuestra merced fuese; lo cual visto por los del nuestro Consejo, por cuanto en el dicho libro se hicieron las diligencias que la premática6 últimamente por nos fecha sobre la impresión de los libros dispone, fue acordado que debíamos mandar dar esta nuestra cédula para vos, en la dicha razón; y nos tuvímoslo por bien. Por la cual, por os hacer bien y merced, os damos licencia y facultad para que vos, o la persona que vuestro poder hubiere, y no otra alguna, podáis imprimir el dicho libro, intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha, que desuso7 se hace mención, en todos estos nuestros reinos de Castilla, por tiempo y espacio de diez años, que corran y se cuenten desde el dicho día de la data desta nuestra cédula; so pena que la persona o personas que, sin tener vuestro poder,8 lo imprimiere o vendiere, o hiciere imprimir o vender, por el mesmo caso pierda la impresión que hiciere, con los moldes y aparejos della; y más, incurra en pena de cincuenta mil maravedís cada vez que lo contrario hiciere. La cual dicha pena sea la tercia parte para la persona que lo acusare, y la otratercia parte para nuestra Cámara, y la otra tercia parte para el juez que lo sentenciare. Con tanto que todas las veces que hubiéredes de hacer imprimir el dicho libro, durante el tiempo de los dichos diez años, le traigáis al nuestro Consejo, juntamente con el original que en él fue visto, que va rubricado cada plana y firmado al fin dél de Juan Gallo de Andrada, nuestro Escribano de Cámara, de los que en él residen, para saber si la dicha impresión está conforme el original; o traigáis fe en pública forma de cómo por corretor nombrado por nuestro mandado, se vio y corrigió la dicha impresión por el original, y se imprimió conforme a él, y quedan impresas las erratas por él apuntadas, para cada un libro de los que así fueren impresos, para que se tase el precio que por cada volumen hubiéredes de haber. Y mandamos al impresor que así imprimiere el dicho libro, no imprima el principio ni el primer pliego dél, ni entregue más de un solo libro con el original al autor, o persona a cuya costa lo imprimiere, ni otro alguno, para efeto de la dicha correción y tasa, hasta que antes y primero el dicho libro esté corregido y tasado por los del nuestro Consejo; y, estando hecho, y no de otra manera, pueda imprimir el dicho principio y primer pliego, y sucesivamente ponga esta nuestra cédula y la aprobación, tasa y erratas, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas en las leyes y premáticas destos nuestros reinos. Y mandamos a los del nuestro Consejo, y a otras cualesquier justicias dellos, guarden y cumplan esta nuestra cédula y lo en ella contenido.
Fecha en Valladolid, a veinte y seis días del mes de setiembre de mil y seiscientos y cuatro años.
Yo, el Rey.
Por mandado del Rey nuestro señor:
JUAN DE AMÉZQUETA
AL DUQUE DE BÉJAR,9
marqués de Gibraleón, conde de Benalcázar y Bañares,
vizconde de La Puebla de Alcocer, señor de las villas de Capilla,
Curiel y Burguillos
En fe del buen acogimiento y honra que hace Vuestra Excelencia a toda suerte de libros, como príncipe tan inclinado a favorecer las buenas artes, mayormente las que por su nobleza no se abaten al servicio y granjerías10 del vulgo, he determinado de sacar a luz11 al Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, al abrigo del clarísimo12 nombre de Vuestra Excelencia, a quien, con el acatamiento que debo a tanta grandeza, suplico le reciba agradablemente en su protección, para que a su sombra, aunque desnudo de aquel precioso ornamento de elegancia y erudición de que suelen andar vestidas las obras que se componen en las casas de los hombres que saben, ose parecer seguramente13 en el juicio de algunos que, continiéndose en los límites de su ignorancia, suelen condenar con más rigor y menos justicia los trabajos ajenos; que, poniendo los ojos la prudencia de Vuestra Excelencia en mi buen deseo, fío que no desdeñará la cortedad de tan humilde servicio.
MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA
PRÓLOGO
Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir al orden de naturaleza; que en ella cada cosa engendra su semejante. Y así, ¿qué podrá engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado,14 antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel,15 donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación?16 El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu son grande parte para que las musas más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que le colmen de maravilla y de contento. Acontece tener un padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el amor que le tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas, antes las juzga por discreciones y lindezas y las cuenta a sus amigos por agudezas y donaires. Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de Don Quijote,17 no quiero irme con la corriente del uso, ni suplicarte, casi con las lágrimas en los ojos, como otros hacen, lector carísimo, que perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres; y ni eres su pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más pintado, y estás en tu casa, donde eres señor della, como el rey de sus alcabalas,18 y sabes lo que comúnmente se dice: que debajo de mi manto, al rey mato. Todo lo cual te esenta19 y hace libre de todo respecto y obligación; y así, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor que te calunien20 por el mal ni te premien por el bien que dijeres della.
Sólo quisiera dártela monda y desnuda, sin el ornato de prólogo, ni de la inumerabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al principio de los libros suelen ponerse. Porque te sé decir que, aunque me costó algún trabajo componerla, ninguno tuve por mayor que hacer esta prefación21 que vas leyendo. Muchas veces tomé la pluma para escribille y muchas la dejé, por no saber lo que escribiría; y, estando una suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría, entró a deshora22 un amigo23 mío, gracioso y bien entendido, el cual, viéndome tan imaginativo, me preguntó la causa; y, no encubriéndosela yo, le dije que pensaba en el prólogo que había de hacer a la historia de don Quijote, y que me tenía de suerte que ni quería hacerle, ni menos sacar a luz las hazañas de tan noble caballero.
—Porque, ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años24 a cuestas, con una leyenda25 seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de concetos y falta de toda erudición y doctrina; sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos, que admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes? ¿Pues qué, cuando citan la Divina Escritura? No dirán sino que son unos santos Tomases y otros doctores de la Iglesia; guardando en esto un decoro tan ingenioso, que en un renglón han pintado un enamorado destraído y en otro hacen un sermoncico cristiano, que es un contento y un regalo oílle o leelle. De todo esto ha de carecer mi libro, porque ni tengo qué acotar en el margen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores sigo en él, para ponerlos al principio, como hacen todos, por las letras del A B C, comenzando en Aristóteles y acabando en Xenofonte26 y en Zoilo o Zeuxis,27 aunque fue maldiciente el uno y pintor el otro. También ha de carecer mi libro de sonetos al principio, a lo menos de sonetos cuyos autores sean duques, marqueses, condes, obispos, damas o poetas celebérrimos; aunque, si yo los pidiese a dos o tres oficiales28 amigos, yo sé que me los darían, y tales, que no les igualasen los de aquellos que tienen más nombre en nuestra España. En fin, señor y amigo mío —proseguí—, yo determino que el señor don Quijote se quede sepultado en sus archivos en la Mancha, hasta que el cielo depare quien le adorne de tantas cosas como le faltan; porque yo me hallo incapaz de remediarlas, por mi insuficiencia y pocas letras, y porque naturalmente29 soy poltrón30 y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos. De aquí nace la suspensión y elevamiento,31 amigo, en que me hallastes; bastante causa para ponerme en ella la que de mí habéis oído.
Oyendo lo cual mi amigo, dándose una palmada en la frente y disparando en una carga de risa, me dijo:
—Por Dios, hermano, que agora32 me acabo de desengañar de un engaño en que he estado todo el mucho tiempo que ha que os conozco, en el cual siempre os he tenido por discreto y prudente en todas vuestras aciones. Pero agora veo que estáis tan lejos de serlo como lo está el cielo de la tierra. ¿Cómo que es posible que cosas de tan poco momento33 y tan fáciles de remediar puedan tener fuerzas de suspender y absortar un ingenio tan maduro como el vuestro, y tan hecho a romper y atropellar por otras dificultades mayores? A la fe,34 esto no nace de falta de habilidad, sino de sobra de pereza y penuria de discurso. ¿Queréis ver si es verdad lo que digo? Pues estadme atento y veréis cómo, en un abrir y cerrar de ojos, confundo todas vuestras dificultades y remedio todas las faltas que decís que os suspenden y acobardan para dejar de sacar a la luz del mundo la historia de vuestro famoso don Quijote, luz y espejo de toda la caballería andante.
—Decid —le repliqué yo, oyendo lo que me decía—: ¿de qué modo pensáis llenar el vacío de mi temor y reducir a claridad el caos de mi confusión?
A lo cual él dijo:
—Lo primero en que reparáis de los sonetos, epigramas o elogios que os faltan para el principio, y que sean de personajes graves y de título, se puede remediar en que vos mesmo toméis algún trabajo en hacerlos, y después los podéis bautizar y poner el nombre que quisiéredes, ahijándolos al Preste Juan de las Indias o al Emperador de Trapisonda,35 de quien36 yo sé que hay noticia que fueron famosos poetas; y cuando no lo hayan sido y hubiere algunos pedantes y bachilleres que por detrás os muerdan y murmuren desta verdad, no se os dé dos maravedís;37 porque, ya que38 os averigüen la mentira, no os han de cortar la mano con que lo escribistes.
»En lo de citar en las márgenes los libros y autores de donde sacáredes las sentencias y dichos que pusiéredes en vuestra historia, no hay más sino hacer, de manera que venga a pelo, algunas sentencias o latines que vos sepáis de memoria, o, a lo menos, que os cuesten poco trabajo el buscalle;39 como será poner, tratando de libertad y cautiverio:
Non bene pro toto libertas venditur auro.40
»Y luego, en el margen, citar a Horacio o a quien lo dijo. Si tratáredes del poder de la muerte, acudir luego con:
Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas,
regumque turres.41
»Si de la amistad y amor que Dios manda que se tenga al enemigo, entraros luego al punto por la Escritura Divina, que lo podéis hacer con tantico de curiosidad, y decir las palabras, por lo menos, del mismo Dios: Ego autem dico vobis: diligite inimicos vestros.42 Si tratáredes de malos pensamientos, acudid con el Evangelio: De corde exeunt cogitationes malae.43 Si de la instabilidad de los amigos, ahí está Catón, que os dará su dístico:
Donec eris felix, multos numerabis amicos, tempora si fuerint nubila, solus eris.44
»Y con estos latinicos y otros tales os tendrán siquiera por gramático, que el serlo no es de poca honra y provecho el día de hoy.
»En lo que toca el poner anotaciones al fin del libro, seguramente lo podéis hacer desta manera: si nombráis algún gigante en vuestro libro, hacelde que sea el gigante Golías, y con sólo esto, que os costará casi nada, tenéis una grande anotación, pues podéis poner: El gigante Golías, o Goliat, fue un filisteo a quien el pastor David mató de una gran pedrada en el valle de Terebinto, según se cuenta en el Libro de los Reyes, en el capítulo45 que vos halláredes que se escribe. Tras esto, para mostraros hombre erudito en letras humanas y cosmógrafo, haced de modo como en vuestra historia se nombre el río Tajo, y veréisos46 luego con otra famosa anotación,47 poniendo: El río Tajo fue así dicho por un rey de las Españas; tiene su nacimiento en tal lugar y muere en el mar océano, besando los muros de la famosa ciudad de Lisboa; y es opinión que tiene las arenas de oro, etc. Si tratáredes de ladrones, yo os diré la historia de Caco,48 que la sé de coro;49 si de mujeres rameras, ahí está el obispo de Mondoñedo,50 que os prestará a Lamia, Laida y Flora, cuya anotación os dará gran crédito; si de crueles, Ovidio51 os entregará a Medea; si de encantadores y hechiceras, Homero tiene a Calipso, y Virgilio a Circe; si de capitanes valerosos, el mesmo Julio César os prestará a sí mismo en sus Comentarios, y Plutarco os dará mil Alejandros. Si tratáredes de amores, con dos onzas52 que sepáis de la lengua toscana,53 toparéis con León Hebreo,54 que os hincha las medidas.55 Y si no queréis andaros por tierras extrañas, en vuestra casa tenéis a Fonseca,56 Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos y el más ingenioso acertare a desear en tal materia. En resolución, no hay más sino que vos procuréis nombrar estos nombres, o tocar estas historias en la vuestra, que aquí he dicho, y dejadme a mí el cargo de poner las anotaciones y acotaciones; que yo os voto a tal57 de llenaros las márgenes y de gastar cuatro pliegos en el fin del libro.
»Vengamos ahora a la citación de los autores que los otros libros tienen, que en el vuestro os faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil, porque no habéis de hacer otra cosa que buscar un libro que los acote todos, desde la A hasta la Z, como vos decís. Pues ese mismo abecedario pondréis vos en vuestro libro; que, puesto que58 a la clara se vea la mentira, por la poca necesidad que vos teníades de aprovecharos dellos, no importa nada; y quizá alguno habrá tan simple, que crea que de todos os habéis aprovechado en la simple y sencilla historia vuestra; y, cuando no sirva de otra cosa, por lo menos servirá aquel largo catálogo de autores a dar de improviso autoridad al libro. Y más, que no habrá quien se ponga a averiguar si los seguistes o no los seguistes, no yéndole nada en ello. Cuanto más que, si bien caigo en la cuenta, este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de aquellas que vos decís que le falta, porque todo él es una invectiva contra los libros de caballerías, de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón; ni caen debajo de la cuenta de sus fabulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni las observaciones de la astrología; ni le son de importancia las medidas geométricas, ni la confutación59 de los argumentos de quien se sirve la retórica; ni tiene para qué predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino,60 que es un género de mezcla61 de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento. Sólo tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo; que, cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere. Y, pues esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo; pintando, en todo lo que alcanzáredes y fuere posible, vuestra intención, dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos. Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina62 mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más; que si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco.
Con silencio grande estuve escuchando lo que mi amigo me decía, y de tal manera se imprimieron en mí sus razones que, sin ponerlas en disputa, las aprobé por buenas y de ellas mismas quise hacer este prólogo; en el cual verás, lector suave, la discreción de mi amigo, la buena ventura mía en hallar en tiempo tan necesitado tal consejero, y el alivio tuyo en hallar tan sincera y tan sin revueltas la historia del famoso don Quijote de la Mancha, de quien hay opinión, por todos los habitadores del distrito del Campo de Montiel,63 que fue el más casto enamorado y el más valiente caballero que de muchos años a esta parte se vio en aquellos contornos. Yo no quiero encarecerte el servicio que te hago en darte a conocer tan noble y tan honrado caballero, pero quiero que me agradezcas el conocimiento que tendrás del famoso Sancho Panza, su escudero, en quien, a mi parecer, te doy cifradas todas las gracias escuderiles que en la caterva de los libros vanos de caballerías están esparcidas.
Y con esto, Dios te dé salud y a mí no olvide. Vale.64
Al libro de don Quijote de la Mancha, Urganda65 la desconocida
Si de llegarte a los bue-,
libro, fueres con letu-,
no te dirá el boquirru-
que no pones bien los de-.
Mas si el pan no se te cue-
por ir a manos de idio-,
verás de manos a bo-,
aun no dar una en el cla-,
si bien se comen las ma-
por mostrar que son curio-.66
Y, pues la espiriencia ense-
que el que a buen árbol se arri-
buena sombra le cobi-,
en Béjar tu buena estre-
un árbol real67 te ofre-
que da príncipes por fru-,
en el cual floreció un du-
que es nuevo Alejandro Ma-:68
llega a su sombra, que a osa-
favorece la fortu-.69
De un noble hidalgo manche-
contarás las aventu-,
a quien ociosas letu-,
trastornaron la cabe-:
damas, armas, caballe-,70
le provocaron de mo-,
que, cual Orlando furio-,
templado a lo enamora-,
alcanzó a fuerza de bra-71
a Dulcinea del Tobo-.
No indiscretos hieroglí-
estampes en el escu-,72
que, cuando es todo figu-,
con ruines puntos se envi-.73
Si en la dirección74 te humi-,
no dirá, mofante, algu-:
«¡Qué don Álvaro de Lu-,75
qué Anibal el de Carta-,
qué rey Francisco en Espa-
se queja de la Fortu-!».
Pues al cielo no le plu-
que salieses tan ladi-
como el negro Juan Lati-,76
hablar latines rehú-.
No me despuntes de agu-,77
ni me alegues con filó-,
porque, torciendo la bo-,
dirá el que entiende la le-,
no un palmo de las ore-:
«¿Para qué conmigo flo-?»78
No te metas en dibu-,
ni en saber vidas aje-,
que, en lo que no va ni vie-,
pasar de largo es cordu-.
Que suelen en caperu-
darles79 a los que grace-;
mas tú quémate las ce-
sólo en cobrar buena fa-;
que el que imprime neceda-
dalas a censo perpe-.80
Advierte que es desati-,
siendo de vidrio el teja-,
tomar piedras en las ma-
para tirar al veci-.
Deja que el hombre de jui-,
en las obras que compo-,
se vaya con pies de plo-;
que el que saca a luz pape-
para entretener donce-
escribe a tontas y a lo-.81
Amadís de Gaula a don Quijote de la Mancha
Soneto
Tú, que imitaste la llorosa vida
que tuve, ausente y desdeñado sobre
el gran ribazo de la Peña Pobre,82
de alegre a penitencia reducida;
tú, a quien los ojos dieron la bebida
de abundante licor, aunque salobre,
y alzándote83 la plata, estaño y cobre,
te dio la tierra en tierra la comida,
vive seguro de que eternamente,
en tanto, al menos, que en la cuarta esfera,84
sus caballos aguije el rubio Apolo,
tendrás claro renombre de valiente;
tu patria85 será en todas la primera;
tu sabio autor, al mundo único y solo.86
Don Belianís de Grecia87 a don Quijote de la Mancha
Soneto
Rompí, corté, abollé, y dije y hice
más que en el orbe caballero andante;
fui diestro,88 fui valiente, fui arrogante;
mil agravios vengué, cien mil deshice.
Hazañas di a la Fama que eternice;
fui comedido y regalado amante;
fue enano para mí todo gigante,
y al duelo en cualquier punto satisfice.
Tuve a mis pies postrada la Fortuna,89
y trajo del copete mi cordura
a la calva Ocasión90 al estricote.91
Mas, aunque sobre el cuerno de la luna
siempre se vio encumbrada mi ventura,
tus proezas envidio, ¡oh gran Quijote!
La señora Oriana92 a Dulcinea del Toboso
Soneto
¡Oh, quién tuviera, hermosa Dulcinea,
por más comodidad y más reposo,
a Miraflores93 puesto en el Toboso,
y trocara sus Londres con tu aldea!
¡Oh, quién de tus deseos y librea94
alma y cuerpo adornara, y del famoso
caballero que hiciste venturoso
mirara alguna desigual pelea!
¡Oh, quién tan castamente se escapara
del señor Amadís como tú hiciste
del comedido hidalgo don Quijote!
Que así envidiada fuera, y no envidiara,
y fuera alegre el tiempo que fue triste,
y gozara los gustos sin escote.95
Gandalín, escudero de Amadís de Gaula,
a Sancho Panza, escudero de don Quijote
Soneto
Salve, varón famoso, a quien Fortuna,
cuando en el trato escuderil te puso,
tan blanda y cuerdamente lo dispuso,
que lo pasaste sin desgracia alguna.
Ya la azada o la hoz poco repugna
al andante ejercicio; ya está en uso
la llaneza escudera, con que acuso
al soberbio que intenta hollar la luna.
Envidio a tu jumento y a tu nombre,
y a tus alforjas igualmente invidio,
que mostraron tu cuerda providencia.
Salve otra vez, ¡oh Sancho!, tan buen hombre,
que a sólo tú nuestro español Ovidio96
con buzcorona97 te hace reverencia.
Del Donoso,98 poeta entreverado, a Sancho Panza y Rocinante
Soy Sancho Panza, escude-
del manchego don Quijo-.
Puse pies en polvoro-,
por vivir a lo discre-;
que el tácito Villadie-
toda su razón de esta-
cifró en una retira-,
según siente Celesti-,99
libro, en mi opinión, divi-
si encubriera más lo huma-.
A Rocinante
Soy Rocinante, el famo-
bisnieto del gran Babie-.
Por pecados de flaque-,
fui a poder de un don Quijo-.
Parejas corrí a lo flo-;100
mas, por uña de caba-,
no se me escapó ceba-;
que esto saqué a Lazari-
cuando, para hurtar el vi-
al ciego,101 le di la pa-.
Orlando furioso a don Quijote de la Mancha
Soneto
Si no eres par,102 tampoco le has tenido:
que par pudieras ser entre mil pares;
ni puede haberle donde tú te hallares,
invito vencedor, jamás vencido.
Orlando soy, Quijote, que, perdido
por Angélica,103 vi remotos mares,
ofreciendo a la Fama en sus altares
aquel valor que respetó el olvido.
No puedo ser tu igual; que este decoro
se debe a tus proezas y a tu fama,
puesto que, como yo, perdiste el seso.104
Mas serlo has mío, si al soberbio moro
y cita105 fiero domas, que hoy nos llama
iguales en amor con mal suceso.106
El Caballero del Febo107 a don Quijote de la Mancha
Soneto
A vuestra espada no igualó la mía,
Febo español, curioso108 cortesano,
ni a la alta gloria de valor mi mano,
que rayo fue do109 nace y muere el día.
Imperios desprecié; la monarquía
que me ofreció el Oriente rojo en vano
dejé, por ver el rostro soberano
de Claridiana, aurora hermosa mía.
Améla por milagro único y raro,
y, ausente en su desgracia, el propio infierno
temió mi brazo, que domó su rabia.
Mas vos, godo110 Quijote, ilustre y claro,
por Dulcinea sois al mundo eterno,
y ella, por vos, famosa, honesta y sabia.
De Solisdán111 a don Quijote de la Mancha
Soneto
Maguer, señor Quijote, que sandeces
vos tengan el cerbelo derrumbado,
nunca seréis de alguno reprochado
por home de obras viles y soeces.
Serán vuesas fazañas los joeces,
pues tuertos desfaciendo habéis andado,
siendo vegadas mil apaleado
por follones cautivos y raheces.
Y si la vuesa linda Dulcinea
desaguisado contra vos comete,
ni a vuesas cuitas muestra buen talante,
en tal desmán, vueso conorte sea
que Sancho Panza fue mal alcagüete,
necio él, dura ella, y vos no amante.
Diálogo entre Babieca y Rocinante
Soneto
B. ¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?
R. Porque nunca se come, y se trabaja.
B. Pues, ¿qué es de la cebada y de la paja?
R. No me deja mi amo ni un bocado.
B. Andá,112 señor, que estáis muy mal criado,
pues vuestra lengua de asno al amo ultraja.
R. Asno se es de la cuna a la mortaja.
Queréislo ver? Miraldo enamorado.
B. ¿Es necedad amar? R. No es gran prudencia.
B. Metafísico estáis. R. Es que no como.
B. Quejaos del escudero. R. No es bastante.
¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,
si el amo y escudero o mayordomo
son tan rocines como Rocinante?
PRIMERA PARTE113 DEL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA
CAPÍTULO PRIMERO
Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo
don Quijote de la Mancha
En un lugar114 de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero,115 adarga116 antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero,117 salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes118 de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino.119 Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben; aunque, por conjeturas verosímiles, se deja entender que se llamaba Quejana. Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda. Y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas120 de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva,121 porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura. Y también cuando leía: Los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas122 que don Belianís daba y recebía, porque se imaginaba que, por grandes maestros123 que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra, como allí se promete;124 y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con125 ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar —que era hombre docto, graduado en Sigüenza—,126 sobre cuál había sido mejor caballero:127 Palmerín de Ingalaterra o Amadís de Gaula; mas maese128 Nicolás, barbero del mesmo pueblo, decía que ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano,129 y que en lo de la valentía no le iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro,130 de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas sonadas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el Caballero de la Ardiente Espada,131 que de sólo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio,132 porque en Roncesvalles había muerto a Roldán, el encantado, valiéndose de la industria133 de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos.134 Decía mucho bien del gigante Morgante,135 porque, con ser de aquella generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado. Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos de Montalbán,136 y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en allende137 robó aquel ídolo de Mahoma que era todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar una mano138 de coces al traidor de Galalón,139 al ama que tenía y aun a su sobrina de añadidura.
En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más estraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo; y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones140 y peligros donde, acabándolos,141 cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos, del imperio de Trapisonda;142 y así, con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño143 gusto que en ellos sentía, se dio priesa a poner en efeto lo que deseaba.
Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo, pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que, encajada con el morrión, hacían una apariencia de celada entera.144 Es verdad que para probar si era fuerte y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y, por asegurarse deste peligro, la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera que él quedó satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia della, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje.
Fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía más cuartos145 que un real y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa fuit,146 le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; porque, según se decía él a sí mesmo, no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y ansí, procuraba acomodársele de manera que declarase quién había sido, antes que fuese de caballero andante, y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón que, mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba. Y así, después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante:147 nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo.
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don Quijote; de donde —como queda dicho— tomaron ocasión los autores desta tan verdadera historia que, sin duda, se debía de llamar Quijada, y no Quesada, como otros quisieron decir. Pero, acordándose que el valeroso Amadís no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por Hepila148 famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse don Quijote de la Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.
Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma. Decíase él:
—Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o, finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle presentado149 y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y rendido: «Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro,150 señor de la ínsula151 Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante?».
¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo, ni le dio cata152 dello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y, buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso, porque era natural del Toboso; nombre, a su parecer, músico y peregrino153 y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.
CAPÍTULO II
Que trata de la primera salida que de su tierra
hizo el ingenioso don Quijote
Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efeto su pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía154 en el mundo su tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos155 que enderezar, sinrazones que emendar, y abusos que mejorar y deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de su intención, y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó156 su adarga, tomó su lanza y, por la puerta falsa de un corral, salió al campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo. Mas, apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no era armado caballero y que, conforme a ley de caballería, ni podía ni debía tomar armas con ningún caballero; y, puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas,157 como novel caballero, sin empresa158 en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas, pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un armiño; y con esto se quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras.
Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mesmo y diciendo:
—¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, desta manera?: «Apenas había el rubicundo159 Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados160 pajarillos con sus arpadas161 lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido,162 por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas,163 subió sobre su famoso caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel».
Y era la verdad que por él caminaba. Y añadió diciendo:
—Dichosa edad y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista164 desta peregrina historia, ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras!165
Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado:
—¡Oh princesa Dulcinea, señora deste cautivo corazón!, mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece.166
Con éstos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto, caminaba tan despacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera.
Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba, porque quisiera topar luego luego167 con quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo. Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino168 fue la del Puerto Lápice;169 otros dicen que la de los molinos de viento; pero, lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los Anales de la Mancha, es que él anduvo todo aquel día y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre; y que, mirando a todas partes por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del camino por donde iba, una venta, que fue como si viera una estrella que, no a los portales, sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Diose priesa a caminar y llegó a ella a tiempo que anochecía.
Estaban acaso170 a la puerta dos mujeres mozas, destas que llaman del partido,171 las cuales iban a Sevilla con unos arrieros que en la venta aquella noche acertaron a hacer jornada;172 y, como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído, luego que vio la venta, se le representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadiza y honda cava, con todos aquellos adherentes que semejantes castillos se pintan. Fuese llegando a la venta, que a él le parecía castillo, y a poco trecho della detuvo las riendas a Rocinante, esperando que algún enano se pusiese entre las almenas a dar señal con alguna trompeta de que llegaba caballero al castillo. Pero, como vio que se tardaban y que Rocinante se daba priesa por llegar a la caballeriza, se llegó a la puerta de la venta, y vio a las dos destraídas173 mozas que allí estaban, que a él le parecieron dos hermosas doncellas o dos graciosas174 damas que delante de la puerta del castillo se estaban solazando. En esto, sucedió acaso que un porquero que andaba recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos —que, sin perdón, así se llaman— tocó un cuerno, a cuya señal ellos se recogen, y al instante se le representó a don Quijote lo que deseaba, que era que algún enano hacía señal de su venida; y así, con estraño contento, llegó a la venta y a las damas, las cuales, como vieron venir un hombre de aquella suerte, armado y con lanza y adarga, llenas de miedo, se iban a entrar en la venta; pero don Quijote, coligiendo por su huida su miedo, alzándose la visera de papelón y descubriendo su seco y polvoroso rostro, con gentil talante y voz reposada, les dijo:
—No fuyan las vuestras mercedes ni teman desaguisado alguno; ca a la orden de caballería que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas doncellas como vuestras presencias demuestran.175
Mirábanle las mozas y andaban con los ojos buscándole el rostro, que la mala visera le encubría; mas, como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener176 la risa, y fue de manera que don Quijote vino a correrse177 y a decirles:
—Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez además la risa que de leve causa procede; pero no vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante; que el mío non es de ál178 que de serviros.
El lenguaje, no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro caballero acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo; y pasara muy adelante si a aquel punto no saliera el ventero, hombre que, por ser muy gordo, era muy pacífico, el cual, viendo aquella figura contrahecha,179 armada de armas tan desiguales180 como eran la brida, lanza, adarga y coselete, no estuvo en nada en acompañar a las doncellas en las muestras de su contento. Mas, en efeto, temiendo la máquina de tantos pertrechos, determinó de hablarle comedidamente; y así, le dijo:
—Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén181 del lecho (porque en esta venta no hay ninguno), todo lo demás se hallará en ella en mucha abundancia.
Viendo don Quijote la humildad del alcaide182 de la fortaleza, que tal le pareció a él el ventero y la venta, respondió:
—Para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta, porque
mis arreos son las armas,
mi descanso el pelear, etc.183
Pensó el huésped184 que el haberle llamado castellano había sido por haberle parecido de los sanos de Castilla, aunque él era andaluz y de los de la playa de Sanlúcar,185 no menos ladrón que Caco, ni menos maleante que estudiantado paje; y así, le respondió:
—Según eso, las camas de vuestra merced serán duras peñas, y su dormir, siempre velar; y siendo así, bien se puede apear, con seguridad de hallar en esta choza ocasión y ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto más en una noche.
Y, diciendo esto, fue a tener el estribo a don Quijote, el cual se apeó con mucha dificultad y trabajo, como aquel que en todo aquel día no se había desayunado.
Dijo luego al huésped que le tuviese mucho cuidado de su caballo, porque era la mejor pieza que comía pan en el mundo. Miróle el ventero, y no le pareció tan bueno como don Quijote decía, ni aun la mitad; y, acomodándole en la caballeriza, volvió a ver lo que su huésped mandaba, al cual estaban desarmando las doncellas, que ya se habían reconciliado con él; las cuales, aunque le habían quitado el peto y el espaldar, jamás supieron ni pudieron desencajarle la gola, ni quitalle la contrahecha celada,186 que traía atada con unas cintas verdes, y era menester cortarlas, por no poderse quitar los ñudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna manera, y así, se quedó toda aquella noche con la celada puesta, que era la más graciosa y estraña figura que se pudiera pensar; y, al desarmarle, como él se imaginaba que aquellas traídas y llevadas187 que le desarmaban eran algunas principales señoras y damas de aquel castillo, les dijo con mucho donaire:
—Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera don Quijote
cuando de su aldea vino:
doncellas curaban188 dél;
princesas, del su rocino,189
o Rocinante, que éste es el nombre, señoras mías, de mi caballo, y don Quijote de la Mancha el mío; que, puesto que no quisiera descubrirme fasta que las fazañas fechas en vuestro servicio y pro me descubrieran, la fuerza de acomodar al propósito presente este romance viejo de Lanzarote ha sido causa que sepáis mi nombre antes de toda sazón; pero, tiempo vendrá en que las vuestras señorías me manden y yo obedezca, y el valor de mi brazo descubra el deseo que tengo de serviros.
Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondían palabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna cosa. —Cualquiera yantaría190 yo —respondió don Quijote—, porque, a lo que entiendo, me haría mucho al caso.
A dicha,191 acertó a ser viernes aquel día, y no había en toda la venta sino unas raciones de un pescado que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía bacallao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela.192 Preguntáronle si por ventura comería su merced truchuela, que no había otro pescado que dalle a comer.
—Como haya muchas truchuelas —respondió don Quijote—, podrán servir de una trucha, porque eso se me da193 que me den ocho reales en sencillos194 que en una pieza de a ocho. Cuanto más, que podría ser que fuesen estas truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón. Pero, sea lo que fuere, venga luego, que el trabajo y peso de las armas no se puede llevar sin el gobierno195 de las tripas.
Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y trújole el huésped una porción del mal remojado y peor cocido bacallao, y un pan tan negro y mugriento como sus armas; pero era materia de grande risa verle comer, porque, como tenía puesta la celada y alzada la visera,196 no podía poner nada en la boca con sus manos si otro no se lo daba y ponía; y ansí, una de aquellas señoras servía deste menester. Mas, al darle de beber, no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una caña, y puesto el un cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino; y todo esto lo recebía en paciencia, a trueco de197 no romper las cintas de la celada.
Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de puercos; y, así como llegó, sonó su silbato de cañas198 cuatro o cinco veces, con lo cual acabó de confirmar don Quijote que estaba en algún famoso castillo, y que le servían con música, y que el abadejo eran truchas; el pan, candeal;199 y las rameras, damas; y el ventero, castellano del castillo, y con esto daba por bien empleada su determinación y salida. Mas lo que más le fatigaba era el no verse armado caballero, por parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura alguna sin recebir la orden de caballería.
CAPÍTULO III
Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote
en armarse caballero
Y así, fatigado deste pensamiento, abrevió su venteril y limitada cena; la cual acabada, llamó al ventero y, encerrándose con él en la caballeriza, se hincó de rodillas ante él, diciéndole:
—No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, fasta que la vuestra cortesía me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en pro del género humano.
El ventero, que vio a su huésped a sus pies y oyó semejantes razones, estaba confuso mirándole, sin saber qué hacerse ni decirle, y porfiaba con él que se levantase, y jamás quiso, hasta que le hubo de decir que él le otorgaba el don que le pedía.
—No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío —respondió don Quijote—; y así, os digo que el don que os he pedido, y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado, es que mañana en aquel día200 me habéis de armar caballero, y esta noche en la capilla deste vuestro castillo velaré las armas; y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes del mundo201 buscando las aventuras, en pro de los menesterosos, como está a cargo de la caballería y de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es inclinado.
El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oírle semejantes razones, y, por tener qué reír aquella noche, determinó de seguirle el humor; y así, le dijo que andaba muy acertado en lo que deseaba y pedía, y que tal prosupuesto202 era propio y natural de los caballeros tan principales como él parecía y como su gallarda presencia mostraba; y que él, ansimesmo, en los años de su mocedad, se había dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Riarán, Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de Granada, Playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo203 y otras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies, sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando204 muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos pupilos y, finalmente, dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda España; y que, a lo último, se había venido a recoger a aquel su castillo, donde vivía con su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los caballeros andantes, de cualquiera calidad y condición que fuesen, sólo por la mucha afición que les tenía y porque partiesen con él de sus haberes, en pago de su buen deseo.
Díjole también que en aquel su castillo no había capilla alguna donde poder velar las armas, porque estaba derribada para hacerla de nuevo;205 pero que, en caso de necesidad, él sabía que se podían velar dondequiera, y que aquella noche las podría velar en un patio del castillo; que a la mañana, siendo Dios servido, se harían las debidas ceremonias, de manera que él quedase armado caballero, y tan caballero que no pudiese ser más en el mundo.
Preguntóle si traía dineros; respondió don Quijote que no traía blanca,206 porque él nunca había leído en las historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese traído. A esto dijo el ventero que se engañaba; que, puesto caso que en las historias no se escribía, por haberles parecido a los autores dellas que no era menester escrebir una cosa tan clara y tan necesaria de traerse como eran dineros y camisas limpias, no por eso se había de creer que no los trujeron; y así, tuviese por cierto y averiguado que todos los caballeros andantes, de que tantos libros están llenos y atestados, llevaban bien herradas207 las bolsas, por lo que pudiese sucederles; y que asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de ungüentos para curar las heridas que recebían, porque no todas veces en los campos y desiertos donde se combatían y salían heridos había quien los curase, si ya no era que tenían algún sabio encantador por amigo, que luego los socorría, trayendo por el aire, en alguna nube, alguna doncella o enano con alguna redoma de agua de tal virtud que, en gustando alguna gota della, luego al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno hubiesen tenido. Mas que, en tanto que esto no hubiese, tuvieron los pasados caballeros por cosa acertada que sus escuderos fuesen proveídos de dineros y de otras cosas necesarias, como eran hilas208 y ungüentos para curarse; y, cuando sucedía que los tales caballeros no tenían escuderos, que eran pocas y raras veces, ellos mesmos lo llevaban todo en unas alforjas muy sutiles, que casi no se parecían,209 a las ancas del caballo, como que era otra cosa de más importancia; porque, no siendo por ocasión semejante, esto de llevar alforjas no fue muy admitido entre los caballeros andantes; y por esto le daba por consejo, pues aún se lo podía mandar como a su ahijado, que tan presto lo había de ser, que no caminase de allí adelante sin dineros y sin las prevenciones referidas, y que vería cuán bien se hallaba con ellas cuando menos se pensase.
Prometióle don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba con toda puntualidad; y así, se dio luego orden como velase las armas en un corral grande que a un lado de la venta estaba; y, recogiéndolas don Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba y, embrazando su adarga, asió de su lanza y con gentil continente se comenzó a pasear delante de la pila; y cuando comenzó el paseo comenzaba a cerrar la noche.
Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta la locura de su huésped, la vela de las armas y la armazón de caballería que esperaba. Admiráronse de tan estraño género de locura y fuéronselo a mirar desde lejos, y vieron que, con sosegado ademán, unas veces se paseaba; otras, arrimado a su lanza, ponía los ojos en las armas, sin quitarlos por un buen espacio dellas. Acabó de cerrar la noche, pero con tanta claridad de la luna, que podía competir con el que se la prestaba, de manera que cuanto el novel caballero hacía era bien visto de todos. Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas de don Quijote, que estaban sobre la pila; el cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo:
—¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más valeroso andante210 que jamás se ciñó espada!, mira lo que haces y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento.
No se curó211 el arriero destas razones (y fuera mejor que se curara, porque fuera curarse en salud); antes, trabando de las correas, las arrojó gran trecho de sí. Lo cual visto por don Quijote, alzó los ojos al cielo y, puesto el pensamiento —a lo que pareció— en su señora Dulcinea, dijo:
—Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca en este primero trance vuestro favor y amparo.
Y, diciendo estas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos y dio con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo, tan maltrecho que, si segundara con otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho esto, recogió sus armas y tornó a pasearse con el mismo reposo que primero.212 Desde allí a poco, sin saberse lo que había pasado (porque aún estaba aturdido el arriero), llegó otro con la mesma intención de dar agua a sus mulos; y, llegando a quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quijote palabra y sin pedir favor a nadie, soltó otra vez la adarga y alzó otra vez la lanza y, sin hacerla pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque se la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto don Quijote, embrazó su adarga y, puesta mano a su espada, dijo:
—¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío! Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaña aventura está atendiendo.
Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo, que si le acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el pie atrás. Los compañeros de los heridos, que tales los vieron, comenzaron desde lejos a llover piedras sobre don Quijote, el cual, lo mejor que podía, se reparaba213 con su adarga, y no se osaba apartar de la pila por no desamparar las armas. El ventero daba voces que le dejasen, porque ya les había dicho como era loco, y que por loco se libraría, aunque los matase a todos. También don Quijote las daba, mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y que el señor del castillo era un follón214 y mal nacido caballero, pues de tal manera consentía que se tratasen los andantes caballeros; y que si él hubiera recebido la orden de caballería, que él le diera a entender su alevosía:
—Pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid y ofendedme en cuanto pudiéredes, que vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra sandez y demasía.215
Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió un terrible temor en los que le acometían; y, así por esto como por las persuasiones del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó retirar a los heridos y tornó a la vela de sus armas con la misma quietud y sosiego que primero.
No le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y determinó abreviar y darle la negra216 orden de caballería luego, antes que otra insolencia que aquella gente baja con él había usado, sin que él supiese cosa alguna; pero que bien castigados quedaban de su atrevimiento. Díjole cómo ya le había dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba de hacer tampoco era necesaria; que todo el toque de quedar armado caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo,217 según él tenía noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se podía hacer, y que ya había cumplido con lo que tocaba al velar de las armas, que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más, que él había estado más de cuatro. Todo se lo creyó don Quijote, y dijo que él estaba allí pronto para obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad que pudiese; porque si fuese otra vez acometido y se viese armado caballero, no pensaba dejar persona viva en el castillo, eceto218 aquellas que él le mandase, a quien por su respeto dejaría.
Advertido y medroso desto el castellano, trujo luego un libro donde asentaba219 la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino adonde don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas; y, leyendo en su manual,220 como que decía alguna devota oración, en mitad de la leyenda alzó la mano y diole sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su mesma espada, un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre dientes, como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción, porque no fue menester poca para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las proezas que ya habían visto del novel caballero les tenía la risa a raya. Al ceñirle la espada, dijo la buena señora:
—Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé ventura en lides.
Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, porque él supiese de allí adelante a quién quedaba obligado por la merced recebida; porque pensaba darle alguna parte de la honra que alcanzase por el valor de su brazo. Ella respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un remendón natural de Toledo que vivía a las tendillas de Sancho Bienaya,221 y que dondequiera que ella estuviese le serviría y le tendría por señor. Don Quijote le replicó que, por su amor, le hiciese merced que de allí adelante se pusiese don y se llamase doña Tolosa. Ella se lo prometió, y la otra le calzó la espuela, con la cual le pasó casi el mismo coloquio que con la de la espada: preguntóle su nombre, y dijo que se llamaba la Molinera, y que era hija de un honrado molinero de Antequera; a la cual también rogó don Quijote que se pusiese don y se llamase doña Molinera, ofreciéndole nuevos servicios y mercedes.
Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora don Quijote de verse a caballo y salir buscando las aventuras; y, ensillando luego a Rocinante, subió en él y, abrazando a su huésped, le dijo cosas tan estrañas, agradeciéndole la merced de haberle armado caballero, que no es posible acertar a referirlas. El ventero, por verle ya fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves palabras, respondió a las suyas y, sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir a la buen hora.222
CAPÍTULO IV
De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta
La del alba223 sería cuando don Quijote salió de la venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo. Mas, viniéndole a la memoria los consejos de su huésped cerca224 de las prevenciones tan necesarias que había de llevar consigo, especial225 la de los dineros y camisas, determinó volver a su casa y acomodarse226 de todo, y de un
