El rey Lear (edición bilingüe)

William Shakespeare

Fragmento

cap

INTRODUCCIÓN

Lear wants to enact the false tragic, the solemn, the complete. Shakespeare forces him to enact the true tragic, the absurd, the incomplete.[1]

IRIS MURDOCH, «Salvation by words»,

Existentialists and Mystics

Mucho más que otras tragedias, El rey Lear ha ido adquiriendo, sobre todo a lo largo del siglo XX, una centralidad en la constelación dramática de nuestra cultura —y no solo en el canon shakesperiano— que obedece al alcance radical de sus elementos trágicos, capaces de despertar con el tiempo un significado que está latente en sus personajes, prefigurando siempre algo que aún no ha llegado del todo, que no vemos todavía con claridad pero que Shakespeare adelantó, legándonos la obligación de interpretarlo y aguantarlo. No por casualidad Emily Dickinson decía que Shakespeare es nuestro futuro.

Más allá incluso de los límites del teatro isabelino, El rey Lear es la tragedia más insoportable. El doctor Samuel Johnson, en su magna edición de 1765, admitió que nunca hubiera vuelto a leer las escenas finales si no se hubiera visto obligado a ello por su trabajo. De hecho, la obra, tras sus primeras escenificaciones en vida de Shakespeare, no volvió a representarse en su versión íntegra hasta 1845, cuando Samuel Phelps se atrevió a restaurar —siguiendo los pasos de Edmund Kean en 1826— todas las alteraciones que se venían aceptando desde que en 1681 Nahum Tate había practicado varias mutilaciones, entre ellas un happy ending en el que Cordelia sobrevivía y se casaba con Edgar.

De alguna manera, Lear apareció fugazmente en su tiempo para apagarse luego y renacer poco a poco, ya en plena época moderna, segregando cada vez con mayor intensidad un significado siempre problemático y proteico, indomable. Sacralizada por los románticos, incómoda para los victorianos, detestada por Tolstói, la tragedia nunca terminaba de asumirse, desestimada a menudo por irrepresentable, como sostenía, entre otros, Charles Lamb. No fue hasta la segunda mitad del siglo XX cuando la obra empezó a gozar de mayor aceptación, interpretándose con frecuencia —fueron de algún modo inaugurales los montajes de Laurence Olivier en el Old Vic, en 1946; el de John Gielgud en Stratford, en 1950, y el de Paul Scofield, también en Stratford, en 1962— incorporándose con mayor naturalidad al imaginario común.

No puede ser casual que El rey Lear, con sus intimaciones apocalípticas, empezara a tolerarse entre el público —y a configurarse críticamente—, justo después de la Segunda Guerra Mundial, tras el exterminio judío y la destrucción de Europa. El grito final de Lear, con su hija muerta en brazos, tuvo de pronto más espacio para retumbar. Era, de hecho, un grito nuestro. Y lo sigue siendo, pues más allá de la investigación acerca del dolor, quizá la más seria que jamás se haya llevado a cabo, la pregunta que en esta obra se formula —en su dimensión tanto poética como dramática— sigue avanzando por delante de nosotros, en los comienzos del siglo XXI.

 

El rey Lear es una obra tardía de Shakespeare. Cuando la escribió (seguramente a finales de 1605 o principios de 1606) había cumplido ya cuarenta años —una edad considerable entonces— y quizá empezaba a ser juzgado como un autor de otro momento, a punto de ser relevado por los más jóvenes, como él hizo con su contemporáneo, el precoz y malogrado Christopher Marlowe. De hecho, Shakespeare pertenecía a otra época, la isabelina, que había terminado con la muerte de la reina virgen en 1603 y el ascenso difícil al trono de Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia. El joven aprendiz de dramaturgo había llegado a Londres a finales de la década de 1580 y había escrito el cuerpo principal de su obra —sus mejores comedias y dramas históricos, sus tragedias incipientes— durante las décadas finales del reinado de Isabel I. Al principio había sido un trágico mediocre —ahí está la hiperbólica Tito Andrónico (1593) para demostrarlo—, un brillante e instintivo comediógrafo y un esforzado autor de dramas históricos, género en el que fue ensayando, cada vez con mayor fortuna, el tono grave que se le resistía, a diferencia de Marlowe —su obsesivo modelo en aquellos años de juventud—, que brilló desde el principio en ese campo con una seguridad y una ambición que libraron al teatro inglés del provincianismo.[2]

Hay algo en El rey Lear que supone la depuración de todo su aprendizaje. La obra se sitúa en el centro del gran período trágico que empieza con Hamlet (1600-1601) y termina con Coriolano (1607-1608) y donde se encuentran también Otelo (1604), Macbeth (1606) y Antonio y Cleopatra (1606). Para nosotros resulta casi inexplicable que en tan pocos años Shakespeare pudiera componer esa secuencia, porque la hemos recibido convertida en arte, pero el teatro era para él un trabajo, un oficio sujeto a exigencias empresariales muy concretas y urgentes. Y la experiencia del tiempo era en su época muy otra. Shakespeare no puede reducirse, como a menudo se ha querido hacer, al esoterismo del genio. En su trayectoria se trasluce una evolución muy clara, unas obsesiones que se matizan, se complican y se contagian de una pieza a otra, entre géneros distintos. La prueba más incontestable de la autenticidad de su autoría está en la acumulación e intensificación de su obra. Su natural virtuosismo dramático y lírico alzó el vuelo en las primeras comedias de enredos, de gusto italianizante, como La comedia de los errores (1593) o La doma de la fiera (1593-1594), donde aprendió a coreografiar personajes y a contrastar voces, y donde empezó a sondear la cuestión de la duplicidad como manifestación y esencia del problema humano, primero de una forma inocente y luego de una manera cada vez más compleja. El juego cómico de la confusión de identidades y de sexos, en esas comedias tempranas, se fue interiorizando en los dramas históricos hasta estallar en las grandes tragedias y codificarse finalmente en los romances últimos. En ese sentido, El rey Lear supone, como veremos, una culminación.

La comedia fue el primer género que Shakespeare llevó al agotamiento y donde su talento se organizó con mayor rotundidad. De Los dos caballeros de Verona (1592-1593) a Como les guste (1599) hay una evolución muy nítida —y muy radical— en la que todos los asuntos abordados —los procesos del enamoramiento, la expresión de las emociones, el sentido de la experiencia, la tensión entre el poder y el descubrimiento de la vida interior— se ahondan hasta un punto en que piden una mayor seriedad. La comedia fue el clima de su juventud. De ahí que los dramas históricos fueran para Shakespeare una escuela de aprendizaje de lo trágico con los que pudo aprovecharse de su genio cómico para tantear lo grave, mientras cambiaba de piel. La trilogía de Enrique VI (1589-91) es algo pesada y muy esquemática, obra de quien todavía no se toma demasiado a pecho la vida y se ve obligado a impostar los asuntos elevados. Algo parecido ocurre en Ricardo III (1592-1593), que si bien supone un esfuerzo notable, sobre todo por la creación del diabólico rey jorobado, está escrita aún bajo el influjo evidente de Marlowe, una sombra que también se proyecta en Ricardo II (1595) —de la que el Eduardo II de aquel fue seguramente el modelo— pero ya con más serenidad. Uno intuye que después de escribir Sueño de noche de verano (1595-1596), una de sus comedias más perfectas y la condensación de todo su imaginario primitivo, quiso explorar el lado oscuro de esa inocencia en Romeo y Julieta (1595-1596), una tragedia convincente pero prematura.

El tránsito hacia la madurez empieza a detectarse en Enrique IV (1596-1598), una obra que, en sus dos partes, describe todo su aprendizaje, integrando, para despedirlo, el mundo de la comedia —representado por la taberna en la que oficia sir John Falstaff— y acercándose al ámbito de la tragedia, anticipado en el espacio de la corte y, sobre todo, en la relación entre el viejo rey Enrique y el príncipe Hal. La esencial duplicidad que encarnan Falstaff y Hal —arrancándose cada uno lo peor y lo mejor de sí mismos— preludia el desgarro interior de Hamlet, cuya obra, más que una tragedia, supone un definitivo desplazamiento hacia lo trágico, pues ahí Shakespeare se enfrenta por primera vez a la muerte sin distracciones ni aplazamientos. El suicidio de Ofelia constituye la destrucción de una forma de estar en la vida, aquella que habían protagonizado los encantadores personajes femeninos de sus primeras comedias. No sorprende que, después de Hamlet (1600-1601), Shakespeare ya no fuera capaz de escribir más comedias. Bien está todo lo que bien acaba (1602-1603) y Medida por medida (1604), habitualmente clasificadas como comedias sombrías u obras problemáticas, demuestran los cambios que se habían operado en su espíritu. Intenta ahí escribir aún comedias, pero ya no le salen. Su visión del mundo y del hombre se tiñe de pronto de amargura y cinismo, consecuencia sin duda de su intimidad con la tragedia. El problema del enamoramiento —que había sido central en las comedias— se cambia por el del deseo y el sexo, abordados con cierta sordidez, extenuando la revisión de los tópicos amorosos medievales que venía llevando a cabo tanto en el teatro como en la lírica.

Cuando escribe Hamlet, Shakespeare es un hombre distinto. La vida, parece decirnos, va cada vez más en serio. Se ha despojado de varias capas y avanza hacia la desnudez. En su familiaridad con lo trágico podemos intuir la influencia de una de las escasas evidencias biográficas que nos han quedado, en este caso la muerte, a los once años, de su hijo Hamnet —uno de los dos gemelos que tuvo; Judith se llamó la niña, Susanna la primogénita—, enterrado en Stratford en agosto de 1596. Hay ahí un dolor secreto que atraviesa todo el período trágico, dramatizado primero en la relación entre Hamlet y su padre, y descrito para siempre con el aullido final de Lear.

 

El rey Lear es una obra jacobina, en tanto que refleja algunas de las turbulencias políticas que se vivieron en aquellos años decisivos, cuando Isabel I murió sin descendencia y el trono de Inglaterra quedó en manos de un extranjero y primo lejano de la difunta reina, el escocés Jacobo, que fue rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda entre 1603 y 1625. La cuestión sucesoria había sido uno de los asuntos políticos más comentados de la época, perceptible en algunos dramas históricos, como Enrique IV. Tanto el pueblo como la corte temían que a la muerte de la reina se desencadenara una guerra civil e incluso una invasión española. Pero nada de eso ocurrió. Jacobo fue un rey sensato, culto y pacificador, si bien algo arrogante y poco dispuesto a aceptar lecciones del Parlamento, preludio de los conflictos que llevarían al cadalso a su hijo Carlos I. Su gran obsesión fue ser rey de Gran Bretaña, un reino unido por cuya consolidación trabajó sin descanso, impulsando una campaña de ciudadanía común —«the union of hearts and minds» («la unión de mentes y almas»)—, acuñando una nueva moneda en la que se proclamaba rey de todos los británicos y donde se leía la cita bíblica: «faciam eos in gentem unam» («haré de ellos una sola nación») y tratando de unir sin éxito los dos parlamentos. Inglaterra y Escocia siguieron siendo, de hecho, dos estados independientes con un solo monarca hasta 1707, cuando por fin se cumplió el sueño de Jacobo y se promulgó la «Act of Union»; disuelta, por cierto, mediante el referéndum sobre la autonomía escocesa que impulsó Tony Blair en 1997.

En su primer discurso ante el Parlamento, Jacobo había hecho una firme defensa en favor de la unión, conjurando algunos de los miedos que subyacen en la trama política de El rey Lear:

 

What God hath conjoined then, let no man separate. I am the husband, and all the whole isle is my lawful wife. I am the head, and it is my body. I am the shepherd, and it is my flock. I hope therefore no man will be so unreasonable as to think that I that am a Christian king under the Gospel, should be a polygamist and husband to two wives.[3]

El rey Jacobo, por influencia de su esposa, la reina Ana, se aficionó al teatro y resultó ser un gobernante muy favorable a Shakespeare y sus colegas. En 1603 dio patente real a su compañía, los Chamberlain’s Men, convirtiéndola en The King’s Men, con permiso de actuar tanto en el Globe (el teatro del pueblo londinense, progresivamente desplazado en aquella época por el Blackfriars, una sala techada cuya arquitectura determinó algunos aspectos formales de los romances últimos) como en la corte y en provincias. Gracias a esa dignidad, Shakespeare —junto a sus colegas— fue nombrado, a título honorífico, Groom of the Chamber, algo así como ayuda de cámara. Y en esa compañía terminó su carrera, hacia 1613, después de escribir sus últimas obras en colaboración con John Fletcher.

 

El rey Lear es, por muchas razones, una tragedia singular, diferenciada de las demás. Cronológicamente está entre Otelo —que es un estudio sobre el odio, más que sobre los celos— y Macbeth, la más espectacular y nocturna. Hay indicios para pensar que Timón de Atenas, habitualmente fechada hacia 1607, fue escrita justo antes de Lear, pues parece un esbozo —incluso desde el punto de vista formal, ya que el estilo es muy deslavazado— de algunos de los problemas abordados luego. De algún modo, el progresivo despojamiento del rico ateniense arruinado y abandonado por sus amigos, corroído por la cólera y la misantropía, contiene, in nuce, la furia y el exilio interior del viejo rey. Como tantas otras veces, Shakespeare fue redondeando y afinando una serie de obsesiones a las que venía dando vueltas desde hacía muchos años y que volcó en un molde viejo, como solía. Con la excepción, probablemente, de La tempestad (1611) y Sueño de noche de verano, Shakespeare nunca inventó un argumento, sino que siempre reelaboró antiguas historias y obras de repertorio. Lo hizo con Hamlet y lo haría también con Lear, cuya fuente, además de la Historia Regum Britanniae de Geoffrey de Monmouth y las Crónicas de Holinshed, es una pieza anterior y anónima titulada The True Chronicle History of King Leir and his three daughters, publicada en 1605 pero representada, seguramente con mucho éxito, a finales de la década de 1590. Esta primera versión incluía ya un happy ending, aunque distinto del que el pobre Nahum Tate le impondría a la de Shakespeare. Y hay muchas otras diferencias significativas, como la ambientación cristiana, que sería sustituida por el paganismo. Importa notar, sobre todo, que Shakespeare utilizaba tramas y personajes populares para dedicarse con tranquilidad a lo que le interesaba investigar, despreciando las convenciones, los preceptos, las exigencias de verosimilitud e incluso la propia historia, sin dejar por ello de entretener al personal. Nunca fue un gran narrador. Su mirada y su oído se pierden en otro ámbito. Es posible que ayudara el hecho de que el teatro isabelino no tuviera un modelo —apenas las moralidades medievales y algo de Séneca— y se levantara sobre un caos del que solo alguien como Shakespeare —y en menor medida, Marlowe— pudo beneficiarse, pues su talento, como observó W. H. Auden, se acordaba mejor con la anarquía.

El rey Lear se abre con una conversación entre Gloster y Kent que preludia las dos líneas argumentales. Por un lado, Kent comenta que creía que el rey tenía más aprecio por el duque de Albany que por Cornwall, anunciando la cuestión de la división del reino. Y por otro, Gloster le presenta a Edmund, su hijo bastardo, diciendo que le quiere más que a Edgar, su hijo legítimo, adelantando la discordia que acabará con él. Como siempre, Shakespeare concentra en la primera escena todo el problema de la obra. Recordemos el preludio de Hamlet, con ese diálogo en staccato —un resto quizá de la stycomithia clásica— en las almenas del castillo y que en pocos segundos nos pone en situación. En esta primera escena de Lear, basta un rápido y vulgar intercambio de palabras —aquí en prosa— para situarnos en una atmósfera de tensión. Luego enseguida aparece el rey, con toda la pompa, precedido por un sirviente que lleva una corona y seguido por sus hijas:

Entretanto expondremos

nuestra resolución más oscura.

Poned ahí el mapa. Sabed

que hemos partido en tres nuestro reino

y que es nuestra inmediata intención

sacudir los cuidados y faenas

de nuestra edad sobre fuerzas más jóvenes

para reptar sin peso hacia la muerte.

Cornwall, hijo, y tú, Albany, no menos querido

hijo nuestro, es la hora de hacer públicas

las numerosas dotes de nuestras hijas

y obviar futuras querellas. Los príncipes,

France y Burgundy, grandes rivales en amar

a la más joven de nuestras hijas, larga han hecho

su amorosa estancia en nuestra corte y ahora

serán recompensados. Decid, hijas mías,

(ya que nos despojamos del gobierno

y de la propiedad o los asuntos de Estado)

cuál de vosotras más nos ama

para que llegue nuestra generosidad

donde naturaleza con mérito compite. Goneril,

primogénita nuestra, tú primero. [I.1.32-53]

En su primer monólogo —pronunciado aún con el plural mayestático—, Lear expone todos los grandes asuntos que van a estallar en la tragedia. En primer lugar se refiere a su «darker purpose», a su «resolución más oscura», un silencio que se contrapone al inminente de Cordelia y donde late ya el impending doom, la gestación de la desgracia. ¿A qué se refiere? Sabemos, por la conversación entre Gloster y Kent, que su intención de dividir el reino es pública. Goneril y Regan están casadas con sus duques y probablemente su pedazo de territorio está ya decidido y delimitado. Cordelia es aún soltera y tanto France como Burgundy han pedido su mano. Es muy posible que Lear reserve para su hija pequeña y favorita la mejor parte, quizá la central del país (aunque no se nombra, uno inevitablemente imagina Gran Bretaña), dejando a Albany y Cornwall el norte y el sur, pues el genitivo solar de sus ducados apunta a esa geografía. Lear habla de «obviar futuras querellas», justo lo contrario de lo que va a provocar. También se refiere a su deseo de sacudirse el peso de la responsabilidad —un propósito que tendrá su más negro reverso al final— y al hecho de despojarse del gobierno, la propiedad y el poder político. A cambio de ello Lear exige amor, es decir, vende su poder para obtener el amor más grande, en una competición propia del mito y el cuento. La mercantilización del afecto recuerda también, como ya se ha apuntado, a la relación establecida en Timón de Atenas entre el dinero y la amistad, una falsedad que empuja al ateniense a un proceso de humillación y desnudez parecido al que está a punto de vivir el anciano rey.

¿Qué está haciendo el monarca? ¿Convertir su reino en una triarquía? A la luz de lo que dice más tarde, cuando ya ha estallado su furia, podemos inferir que no se trata tanto de una abdicación como de una cesión de su poder ejecutivo y secular. Lear cede, por decirlo en términos teológicos, la oikonomia, la administración de la tierra, pero se reserva el nombre y los atributos de un rey, refugiándose en un espacio sagrado que con su gesto pretende salvar, segregándolo, pero que, a ojos de sus herederas, deja inmediatamente de tener efecto, destruido por la donación en vida. El poder de los reyes era entonces —estamos en el siglo VIII a. C.— de origen divino, pero incluso Isabel II, ya en una sólida monarquía parlamentaria, justo en el momento de su coronación —la primera en la historia en ser televisada— fue ocultada por los obispos para no profanar la unción. Lear, como rey, utiliza por última vez ese influjo religioso para desacralizar su persona, dejando un vacío, allá donde antes había operado lo sacro, en el que se crea un nuevo ámbito intangible e inapreciable, invisible y efímero, del que a su vez emana un nuevo sistema moral, averiguado duramente por todos los personajes a lo largo de la tragedia.

Con ello, Shakespeare está además pronunciándose a favor del desplazamiento de lo fatídico por lo accidental. Lear, ya no como rey sino como simple anciano, va a ser responsable de las consecuencias de sus actos. Al vincular, en los últimos versos de este primer monólogo, su generosidad con una naturaleza de mérito está introduciendo de rondón otro de los grandes problemas de la obra, el de lo natural en lo humano, que no es sino una consecuencia de su propio gesto. La venta de su aura divina disloca el lugar de la naturaleza para siempre y obliga a todos los personajes a volverse sobre sí mismos.

Tras las huecas zalamerías de Goneril y Regan, le llega el turno a Cordelia, que, a la pregunta de su padre, contesta con un escueto «nada»:

CORDELIA    Nada, mi señor.

LEAR    ¿Nada?

CORDELIA    Nada.

LEAR    Nada saldrá de nada. Habla otra vez.

CORDELIA    Infeliz como soy, no puedo

sacar el corazón por esta boca.

A vuestra majestad amo según mis lazos,

ni más ni menos.

LEAR    Pero ¿cómo, Cordelia? Cuida un poco tu lengua

no vayas a arruinar tu fortuna.

CORDELIA                                      Bien, mi señor.

Me habéis dado vida, amor y alimento.

Y os correspondo como bien se debe,

obedezco, os amo y mucho os honro.

¿Por qué tienen mis hermanas maridos,

si aseguran que os aman tan solo a vos?

Quizás cuando me case, el caballero

cuya mano contraiga mi compromiso

con él se lleve la mitad de mi amor,

mi cuidado y deber. No haré como mis hermanas,

casarme para amar solo a mi padre. [I.1.93-112]

La «nada» en boca de Cordelia es el detonante de toda la tragedia. Esa palabra destruye la seguridad del mito en que la historia parecía desenvolverse. Mientras escucha hablar a sus hermanas, la pequeña ya ha advertido que va a amar en silencio. Pero ¿a qué obedece ese silencio? Seguramente hay que vincularlo con la «resolución más oscura» de su padre, que está tramando algo imposible: entregar la mano de su hija y a la vez quedarse con ella. Cordelia se niega a participar en la subasta por el amor de su padre y le contesta con lo que más podría dolerle, haciendo referencia al caballero —su futuro marido— que se va a llevar la mitad de su amor. De algún modo, es lo que en realidad Lear quiere oír, pues sabe que es inevitable. Su ataque de furia está preñado en la oscuridad de su propósito. Cordelia apuntala su «nada» alegando que le ama simplemente «according to my bond», de acuerdo con los lazos que les unen, recordándole, con calculada insolencia, que es su hija. Más adelante, ante las protestas del leal conde de Kent, Lear confiesa: «La amé tanto y pensaba en confiar mi retiro | a su tierno cuidado». [I.1.134-135] Había imaginado su retiro junto a ella, pero sabía que antes tenía que casarla y que tendría que compartirla con alguien. Sin necesidad de forzar groseramente la interpretación, probablemente es lícito admitir ciertas pulsiones incestuosas, que más adelante, por cierto, el propio Lear libera en un monólogo desesperado. Son constantes en la obra las referencias al sexo como un acto oscuro, algo innombrado que, sin embargo, se irá descubriendo cada vez con mayor crudeza. Al final, el propio Lear, como se verá, hace una encendida y casi cómica apología de la cópula. Sea como fuere, Cordelia desafía la resolución de su padre con su propio silencio, que es, para seguir con el juego, su clearer purpose, su resolución más clara y pública. Y, como su padre, también será responsable de las consecuencias de su decisión. No es casual que ante ello, por otra parte, Lear reaccione abdicando su paternidad, es decir, renunciando a los lazos a los que había aludido Cordelia para justificar su respuesta:

Muy bien, que tu verdad sea tu dote,

pues, por el sacro resplandor del sol,

los misterios de Hécate y la noche,

por toda la mecánica astral

que nos da vida y luego nos extingue,

renuncio aquí a todo cuidado paterno,

parentesco y dominio de sangre

y extraña a mí y a mi alma seas

con esto para siempre. El salvaje

escita o el que hace de su progenie

guisos para saciar su hambre

habrán de ser en mi pecho tan acogidos,

apiadados y mimados

como tú que mi hija fuiste alguna vez. [I.1.117-130]

Lear repudia a Cordelia en nombre de unas divinidades —de una naturaleza— que son ya inoperantes. Invoca lo natural para renunciar a lo natural. A diferencia de lo que ocurre en otras tragedias, como Hamlet o Macbeth, donde lo sobrenatural desencadena un problema que luego el protagonista tiene que resolver por su cuenta, abandonado a un mundo sin trascendencia, en El rey Lear los dioses ya no contestan, por obra además del propio Lear —por ese proceso de desacralización al que antes aludíamos—, quien, sin embargo, sigue apelando a ellos mientras se encamina hacia otro orden que todavía no es capaz de ver, cegado por la ira.

El destierro de Cordelia provoca una primera reconfiguración del lugar que ocupan los distintos personajes. Goneril y Regan, con sus respectivos maridos, se hacen con el reino y se comprometen a hospedar alternadamente a su padre. Por su parte, Kent paga su lealtad con el exilio. Y France se apiada de Cordelia y decide casarse con ella, aunque se haya quedado sin dote. Al mismo tiempo se va gestando la subtrama de la obra, el conflicto entre Gloster y sus hijos, que funciona como un espejo de la causa mayor de Lear, un contrapunto en el que se van replicando los motivos del drama. En la escena segunda del primer acto, aparece Edmund, pronunciando toda una declaración de intenciones:

Tú eres, Natura, la diosa a cuya ley

mis servicios se abrazan.

¿Debo sufrir la peste social y dejar

que me despojen las minucias de este mundo

por ser tan solo doce o trece lunas más joven

que un hermano? ¿Por qué bastardo?

¿Por qué vil si mi planta es tan lucida,

mi mente tan aguda

y mi presencia tan auténtica

como el retoño de una dama honesta?

¿Por qué nos marcan como viles?

¿Por qué vileza y bastardía

cuando en el sótano lascivo

de la naturaleza hemos tomado

más compostura y fuerte carácter

que esa tropa de burros

creados en un lecho triste, muerto

y rancio entre el sueño y la vigilia?

Bien, legítimo Edgar, conseguiré tu tierra.

Tiene amor nuestro padre tanto

para Edmund el bastardo como para el legítimo.

Buena palabra, «legítimo».

Bien, legítimo mío, si esta carta

corre y mi trama funciona, el vil Edmund

superará al legítimo. Maduro. Prospero.

Ahora, dioses, ahijad a los bastardos. [I.2.1-26]

Edmund es un cínico, un personaje muy parecido a Yago en Otelo, que además funge también de director de escena, construyendo un argumento —su particular darker purpose— al que tratará de someter a todos los demás, con la única intención de legitimarse y hacerse con la herencia de su padre. Lo legítimo, como lo natural, es otra de las categorías que Shakespeare pone aquí en tela de juicio, analizando su significado, probando su resistencia. No hay —ni aquí ni en toda su obra— ninguna idea recibida que no sea interrogada y puesta en duda. Edmund es un hijo natural que aspira a obtener los beneficios de la ley. Cordelia ha sido por su parte desnaturalizada y al mismo tiempo ilegalizada por su padre. Ya hemos visto cómo Lear se ha desnaturalizado a sí mismo, perdiendo además su filiación divina. Muy pronto, Edmund conseguirá que Edgar sea también ilegalizado y desterrado. Todos los personajes están poco a poco abandonando su lugar, desplazándose. Edmund se proclama hijo de la naturaleza, a la que llama, con evidente irreverencia, su diosa. Lo natural es en su boca lo primario y sexual —su padre se refiere en la primera escena al placer furtivo con que lo engendró y él mismo habla aquí de la rutinaria tristeza de la intimidad matrimonial y legal—, lo que está fuera de lo civilizado. Edmund encarna además una nueva visión del mundo —a la que se encaminaba, por cierto, aquella época con el desarrollo del pensamiento científico— determinada por la razón, incrédula, antropocéntrica. Cuando constata la discordia que empieza a instalarse en el país, su padre, Gloster, dice:

Estos últimos eclipses de sol y luna no nos traen nada bueno. Aunque la sabiduría natural puede razonarlo de esta y otra manera, aun así la Naturaleza se ve azotada por los consecuentes efectos. El amor se enfría, la amistad decae, los hermanos se separan. En las ciudades, motines, discordia entre países, traición en los palacios y el lazo entre padres e hijos, roto. Este villano mío forma parte del presagio, hijo contra padre. El rey se ha desviado de su naturaleza, padre contra hijo. Hemos visto muchas cosas en esta larga vida. Intrigas, mentiras, traiciones y demás desórdenes devastadores nos acompañan inquietos a la tumba. [I.2.100-112]

Es una forma de pensamiento de la que Edmund enseguida se burla:

Tan extraordinaria es la majadería del mundo que cuando caemos en desgracia, a menudo por excesos de comportamiento, echamos la culpa de nuestros desastres al sol, la luna y las estrellas, como si fuéramos villanos por fuerza, idiotas por compulsión celestial, borrachos, mentirosos y adúlteros por una inducida obediencia de influencia planetaria. Como si todo lo que tenemos de malvados, fuera por impulso divino. Admirable evasión del putero, que atribuye sus libidinosas tendencias a un lucero. Mi padre yació con mi madre bajo la Cola del Dragón y mi nacimiento se produjo bajo la Osa Mayor y de eso se deduce que soy basto y lascivo. ¡Bah! Sería el que soy, aunque la más pura de las estrellas hubiera tintineado en el firmamento cuando nací bastardo. [I.2.113-125]

Para Gloster, la naturaleza es todavía el orden divino que invoca Lear, un orden en que las convulsiones que sufre el hombre son un reflejo del cosmos. Edmund se sitúa ya, con arrogancia, fuera de ese hogar, reclamando para su mundo una explicación exclusivamente empírica que prescinde de cualquier distancia y afirma un dominio absoluto. Como veremos, la sutilidad de Shakespeare es en este asunto extrema y difícil de entender, pues no se limita a describir el tránsito entre dos maneras de pensar, sino que muestra cómo todos los personajes están mudando hacia una forma de ser que ninguno intuye, cegado cada uno por su particular creencia.

Mientras Edmund trata de imponer su argumento, Lear se dispone a disfrutar de su alterada jubilación, acogido, con sus cien caballeros, por sus dos hijas mayores. Su nueva condición de rey que reina pero no gobierna —una idea política que empezó a formularse en el siglo XVI— hace que, mientras él se sitúa en un limbo, el resto se organice a su alrededor en dos grandes grupos. Por una parte están Goneril y Regan —y todos los que van con ellas—, para quienes su padre es solo un pobre viejo, caprichoso, pesado e incómodo. Como ya tienen lo que les interesaba —las tierras y el gobierno—, no ven en el rey más que a un simple pensionista del que no saben cómo desembarazarse. Y por otra están los leales, que se ven obligados, debido a la ceguera que la furia ha provocado en Lear, a camuflarse para poder seguir cuidando a su señor. El primero de ellos es el conde de Kent, que ha sido desterrado pero decide quedarse junto al rey, disfrazándose:

Si consigo imitar también otros acentos

que puedan mi habla camuflar,

mis buenas intenciones

bien pueden alcanzar el cometido

por el que me afeité las apariencias.

Ahora, desterrado Kent,

si sirves donde has sido condenado

quizás tu amo, a quien tanto quieres,

te reconozca todas tus virtudes. [I.4.1-9]

Kent es el primero en sufrir una especie de metamorfosis, convirtiéndose en el sirviente Cayo. Dice en estos versos que se afeita las apariencias y que camufla su habla. El oído es en esta obra —y se trata de una de las razones por las que resulta tan difícil de representar— un órgano de conocimiento que sustituye a la vista. La legalidad de las apariencias va siendo progresivamente impugnada por la clandestinidad de lo acústico, que es siempre el reino de lo sagrado, aunque aquí Shakespeare lo convierta en caja de resonancia de otra experiencia que ya no es estrictamente religiosa pero que no deja de participar de la trascendencia, propiciando al final otras visiones. Kent es el que primero utiliza una máscara acústica —el término es de Elias Canetti—, para poder preservar el amor por su amo, un sentimiento que ya no es la lealtad que le profesaba siendo conde, en el ámbito cívico de palacio, sino algo nuevo que empieza ahora a averiguarse.

El primer encuentro entre este nuevo Kent y Lear es en este sentido muy elocuente. Kent decide ofrecer sus servicios al rey con estas palabras:

LEAR    ¿Quién eres tú?

KENT    Un tipo de corazón honesto y tan pobre como el rey.

LEAR    Si como súbdito eres tan pobre como lo es él en tanto que rey, entonces sois bastante pobre. ¿Qué se te ofrece?

KENT    Servir.

LEAR    ¿A quién quieres servir?

KENT    A vos.

LEAR    ¿Acaso me conoces, amigo?

KENT    No, señor, pero hay algo en vuestra presencia que me incita a llamaros amo.

LEAR    ¿Y qué es?

KENT    Autoridad. [I.4.18-29]

Este diálogo, impensable antes de la división del reino, cuando no era necesario nombrar lo que simplemente se veía y se acataba, demuestra que algo fundamental se está modificando. La autoridad aparece aquí como un concepto que ha sido desquiciado y desposeído de su naturaleza inviolable y que alguien como Kent, con las apariencias y el habla cambiadas, se ve ahora en la necesidad de reconocer, asumiendo con ello que ya no es aceptado por toda la comunidad. Kent —como luego el bufón, Edgar, Cordelia, Gloster y al final Albany— ve en Lear un aura que se está apagando. La autoridad ya no podrá ser restituida sino tan solo escoltada por unos pocos durante su crepúsculo, la hora en la que se encienden las grandes preguntas. Como tantas veces, Shakespeare adelanta un problema que será constitutivo de la modernidad, cuando se liquide un orden teocéntrico en el que el hombre va a ocupar una posición de dominio que nunca ha dejado de ser inestable e incómoda. Lo que Kent, con la máscara de Cayo, ve en un Lear sin poder pero aún con majestad es el problema de la construcción moderna del juicio. La autoridad invocada se parece mucho al concepto de auctoritas latino, según el dictum de Cicerón: «cum potestas in populo auctoritas in senatu sit»,[4] pero con la diferencia de que aquí la potestas —el poder cedido a las hijas y los yernos— ya no reconoce a la auctoritas, cuyo efecto depende solo del reconocimiento de los individuos, ciudadanos de un mundo de pronto trastornado. Se trata de un problema que empieza siendo religioso, se contagia luego a toda la esfera política y que se recoge finalmente en la filosofía y en la hermenéutica.

Poco después de la metamorfosis de Kent, aparece el bufón, otro de los compañeros de Lear en su descenso. Es un personaje muy misterioso. Cuando Lear reclama su presencia, alguien dice que, desde que Cordelia se ha marchado, está muy triste. Cordelia y el bufón no coinciden nunca en escena. Solo al final, ante el cadáver de su hija, Lear los vincula con la extraña frase: «y mi pequeña bufón ahorcada» [V.3.372]. Algunos historiadores pretenden solucionar la cuestión alegando que quizá el mismo actor interpretó los dos papeles, pero la teoría no acaba de convencer. Es además improbable, puesto que en la época los personajes femeninos eran interpretados por chicos adolescentes —los boy actors— y es muy posible que el bufón fuera un papel escrito para Robert Armin, sucesor de Will Kempe en los Kings’s Men como clown de la comparsa. Arriesgando un poco, cabría ver al bufón como la máscara acústica de Cordelia, su particular y necesaria metamorfosis para poder seguir cuidando a su padre. Cordelia y el bufón, lo mismo que Kent, son los únicos que le dicen la verdad al rey:

BUFÓN    No, a fe mía, grandes hombres y señores no me dejan. Si tuviera el monopolio, su parte pedirían. Y también las señoras, no me dejarían quedarme con toda la bufonería. Me la robarían. Tito, dame un huevo y te daré dos coronas.

LEAR    ¿Qué dos coronas serán?

BUFÓN    Bien, tras haber cortado el huevo por la mitad y habérmelo comido, las dos coronas del huevo. Cuando partiste tu corona por la mitad y regalaste ambas partes, te echaste el burro a la espalda para cruzar el fango. Te quedaba poco seso en la corona calva cuando regalaste la de oro. Si en esto hablo como lo que soy, azota al primero que lo diga.

(Cantando.)     Cuánta gracia han perdido los bufones,

pues los sabios tan burros se han vuelto

que no saben ya cómo usar sus dones

y son sus modos en verdad simiescos.

LEAR    ¿Desde cuándo sabéis tantas canciones, caballero?

BUFÓN    Las he empezado a cantar, Tito, desde que hiciste a tus hijas tus madres, pues cuando les diste el cetro y te bajaste los calzones,

(Cantando.)    lloraron tanto de dicha,

y yo de pena cantaba

que un gran rey como una cría

al bufón feliz jugaba.

Te lo ruego, Tito, llama a un maestro que pueda enseñar a tu bufón a mentir. Quisiera aprender a mentir. [I.4.135-159]

La «nada» en boca de Cordelia ha tenido otra consecuencia que afecta al lenguaje. Su detonación acaba con una forma de nombrar el mundo, con un uso de la lengua que era el trasunto natural de un orden religioso, político y familiar. Poco antes, Lear y el bufón replican el diálogo inicial de Cordelia:

KENT    Eso no es nada, bufón.

BUFÓN    Entonces es como el aliento de un abogado sin paga... no me diste nada por ello. (A LEAR.) ¿No puedes hacer nada con nada, Tito?

LEAR    Bueno, no, chico. Nada se puede hacer con nada.

[I.4.112-116]

La mayoría de los personajes, a lo largo de la obra, mudan su habla, estableciendo una nueva relación con las palabras. En este sentido, el idiolecto del bufón es el reverso del silencio de Cordelia. El bufón dice que quiere aprender a mentir —como Goneril y Regan, se entiende—, no deja de recordarle a Lear sus errores, burlándose de él y tratándolo de bufón. Su humor se ha teñido además de amargura. Hay un síntoma muy claro de ello, cuando Lear advierte que de pronto el bufón canta. En tiempos de armonía quizá se limitaba a declamar sus ripios y ahora, en cambio, suele cantar, como expresión de su tristeza y de su incomodidad en el nuevo estado de las cosas, otra de las ocultas transformaciones que se producen en el ámbito de lo acústico y en las que Lear empieza a oír algo antes de entenderlo.

En el personaje de Lear, Shakespeare volcó una serie de problemas que venía estudiando desde muy joven. Imitando a Marlowe, cuyos Tamerlán o Eduardo II debieron de suponer para él un primer modelo de figuras del poder, creó personajes como Ricardo III, que tienen todavía mucho de caricatura marloviana, de malo de la película, para entendernos. Pero al final de esa obra, cuando al rey deforme se le aparecen los espectros de todos los que ha matado, se abre un espacio en la conciencia del gobernante que no va a dejar de ampliarse y complicarse. En Ricardo II, por ejemplo, el caso del monarca incapaz y paralizado, dudoso y cobarde, frente a la valentía y la decisión de Bolingbroke, que acaba por quitarle la corona y convertirse en Enrique IV, supone ya un grado mayor de complejidad. El miedo de Ricardo II frente a su propia autoridad descubre un turbado «estado del hombre» —un expresión que Shakespeare repite en varias obras—, en donde empieza a manifestarse qué hay fuera de los límites marcados por el destino, la Historia y el mando. Cuando finalmente abdica a favor de Bolingbroke, Ricardo dice: «puedes deponer mi gloria y mi potestad | pero mis dolores no; sobre ellos todavía reino». Su enemigo puede arrebatarle con la corona su auctoritas y su potestas, pero no puede usurparle esa humanidad temblorosa, pero viva, que él se atreve a blandir frente a la violencia, en un gesto que de hecho deroga las leyes del drama histórico.

En las dos partes de Enrique IV, Shakespeare dejará al descubierto la humanidad del propio Bolingbroke, convertido en un rey intachable, guerrero y adusto que tiene la desgracia de contar con un heredero, el príncipe Hal, que frecuenta malas compañías y se pasa las noches en la taberna, el santuario de sir John Falstaff, un caballero gordo como un niño, mentiroso, borracho y putero que es para Hal la contrafigura de su padre. Las tensiones que en la obra se establecen entre la irresponsabilidad del príncipe heredero frente a su destino, la efusiva facundia y la oronda libertad de Falstaff y el rigor de un Enrique IV ya viejo y enfermo constituyen la elaboración del mismo problema, estudiado ahora con más hondura y construido con una mayor matización. El monólogo de un Enrique IV insomne, atrapado en la conciencia de su propia muerte, constatando el reino de su dolor y luego el diálogo en el lecho de muerte con su hijo, preludio de su reconciliación y de la definitiva asunción por parte de Hal de sus obligaciones con el destino, junto al consecuente destierro de Falstaff, en cuyo obeso cadáver quedan sepultadas para siempre la juventud y la «pérdida de tiempo» del que fuera disoluto príncipe heredero —la posibilidad de huir del destino, lo que queda fuera del Estado como sofocador de un inútil estado del hombre—, sirvieron a Shakespeare como ensayo para abordar sin miedo la misma cuestión en la tragedia.

En Julio César (1599) manejó también parecidas obsesiones, añadiéndoles el sacrificio del gobernante, un asesinato en torno al que orbitan Bruto y Casio, por un lado, como servidores del bien común y de la Historia, y por otro Marco Antonio, que finge lealtad al difunto César pero que en realidad actúa solo en provecho propio. Más que Marco Antonio —cuya particular existencia descarriada, Shakespeare, como vengándose, examinó más tarde en Antonio y Cleopatra—, aquí el personaje más interesante —el protagonista, de hecho, de la obra— es Bruto, cuyas vacilaciones entre su amor por César y su deber con la ciudad, no son sino un anticipo de lo que en Hamlet, aprovechando también lo que había averiguado en los dramas históricos, se singulariza en la conciencia y las máscaras verbales del príncipe de Dinamarca, cuya tragedia consiste, precisamente, en no ser capaz de acatar su destino, obedecer a su padre, matar a su tío y seguir con la rueda del poder y sus abstracciones.

El personaje del rey Lear es de algún modo la conclusión de todo ese trayecto de investigación y prueba. El desgarro entre conciencia y poder, por decirlo en palabras de Bruto que Hamlet reelabora y adensa en su célebre monólogo, se encarna ahora en la persona del viejo rey, que se inflige a sí mismo la violencia de la desposesión para experimentar, todavía con mayor intensidad, desesperación y desamparo que los personajes precedentes, el mismo conocimiento de la vida. Cuando Lear constata el desafecto y la displicencia, primero, de Goneril, empieza a verse desde afuera:

LEAR    ¿Hay alguien que me conozca? Este no es Lear.

¿Anda así Lear? ¿Habla así? ¿Dónde están sus ojos?

O pierde la cabeza o sus sentidos

están aletargados. ¿Despierto? No es verdad.

¿Hay alguien aquí que pueda decirme quién soy?

BUFÓN    La sombra de Lear. [I.4.208-213]

La respuesta del bufón, concisa y exacta, anticipa la lenta efusión del otro lado de Lear, que efectivamente va a empezar a vivir una forma de ser opuesta a la que hasta ahora había experimentado y que hasta entonces le devolvían, como un espejo, tanto las palabras como las miradas de sus hijas y de sus sirvientes.

Su primer enfrentamiento con Goneril termina con uno de los monólogos más crudos que pronuncia en la obra, en puridad una maldición:

Oye, Natura, amada Diosa, escucha:

detén ese propósito si en verdad querías

que esta criatura fuera fecunda.

Haz estéril su vientre,

resécale los órganos de gestación

y de su desahuciado cuerpo nunca extraigas

un bebé que la honre. Y si va a parir

hazle un hijo de bilis, que viva para ser

un grosero patán contra natura.

Que le abra arrugas en su joven frente,

con lágrimas agriete sus mejillas

y haga de los dolores

y la alegría de una madre

burla y desprecio, para que así sepa

cuánto más venenoso que un diente de ofidio

puede ser concebir un hijo ingrato. [I.4.263-278]

Después de haber renegado de la paternidad de Cordelia, Lear lleva un punto más allá su ira e invoca a la diosa naturaleza para ordenarle que esterilice a su hija o que incluso interrumpa un embarazo quizá en curso o que al menos le haga parir una especie de monstruo. Al creerse abandonado por ella, debido a la ingratitud de sus hijas, Lear se sitúa contra la naturaleza. En Macbeth ocurre algo parecido cuando lady Macbeth, en su macabro monólogo, tras conocer que a su marido las brujas le han anunciado que será rey, pide a los espíritus que la despojen de su sexo («unsex me here»), de su feminidad y llenen su capacidad reproductora de crueldad y hiel, para ayudar en su empresa a su timorato esposo. Se trata en realidad de una gestación invertida, de un parto de tiniebla que Lear preludia aquí, tratando, por otra parte, de ejercer un poder que no tiene. La idea de naturaleza ha sido hasta tal punto dislocada que aparece como una fuerza ominosa, contraria a los hombres tanto en el cosmos como en el reino, en la familia y ahora también en la pura fisicidad, en la fisiología.

Mientras el bufón trata de distraerle y consolarle del disgusto que acaba de tener con Goneril, a Lear se le escapa algo:

BUFÓN    Verás como tu otra hija te trata con dulzura, pues se parece tanto a esta como un rábano a una manzana, aunque digo lo que digo.

LEAR    ¿Y bien, qué es lo que dices, chico?

BUFÓN    Que su sabor será como el de esta, tal como un rábano sabe a rábano. ¿A que no sabes por qué la nariz está en medio de la cara?

LEAR    No.

BUFÓN    Pues para tener los ojos a cada lado de la nariz y así lo que el hombre no puede oler lo puede escudriñar.

LEAR    Le hice daño... [I.5.10-19]

Ajeno a los juegos de palabras del bufón, Lear, abstraído, toma por primera vez conciencia de su responsabilidad moral: «I did her wrong», «Le hice daño». Pensando seguramente en Cordelia, ya no se expresa aquí con el plural mayestático sino que utiliza una primera persona que de pronto —y casi inconscientemente— juzga el conflicto como un enfrentamiento entre un «yo» y un «ella». Y aunque todavía tardará en darse cuenta del verdadero alcance de sus actos, describe su acción como «wrong», un concepto, el del mal, que, al igual que el bien, adquiere en la obra un nuevo significado, fruto de una nueva vivencia. El bien y el mal no son ya, como por ejemplo en la tragedia griega, nociones sujetas a un orden superior y por tanto inevitable en el que la muerte y la guerra, el amor y la felicidad, dependían del hombre solo en la medida en que era capaz de conocer sus límites, las fronteras de lo humano. Al renunciar con su cesión a su dignidad y por tanto al vicariato divino, Lear altera el sistema de relaciones morales, propiciando, en primer lugar, que la propia legalidad de esos conceptos —en cualquier época y en cualquier momento— sea puesta en duda e interrogada, sin aceptar nunca una respuesta categórica, dogmática. De ahí que alguien como T. S. Eliot, de mentalidad ortodoxa, se sintiera siempre desconcertado ante Shakespeare, a quien uno no puede identificar nunca, por mucho que lo intente, con una determinada corriente filosófica o espiritual. Sus obras siempre están en movimiento, sin tolerar ninguna imposición de sentido.

Al mismo tiempo que Lear va descubriendo la verdad acerca de sus hijas mayores, la subtrama de Gloster avanza hacia un parecido desastre. Edmund se sale con la suya y logra que Edgar, su hermanastro legítimo, caiga en desgracia a ojos de su padre. Desterrado y perseguido, Edgar sufre también una metamorfosis y muda tanto su apariencia como su habla, convirtiéndose en Pobre Tom:

Oí me pregonaban

y por el venturoso hueco de un árbol

escapé de la caza.

No hay puerto libre, no hay lugar sin guardia

ni insólita custodia que no busque

mi captura. Mientras pueda huir,

me cuidaré y estoy dispuesto

a tomar la apariencia más vil y paupérrima

que jamás la penuria, con su desdén del hombre,

ha tenido en su afán de acercarlo a la bestia.

La cara me untaré de mugre,

me cubriré los lomos, me trenzaré el cabello

con nudos de elfo y con expuesta desnudez

arrostraré los vientos y acosos del cielo.

Se ven en el país casos y ejemplos

de mendigos de Bedlam

que con sus estruendosas voces

en sus entumecidos y mortificados

brazos desnudos clavan alfileres,

astillas, tachas, brotes de romero,

y con ese espantoso aspecto, desde granjas

humildes, miserables pueblos,

corrales y molinos,

a veces con lunáticos perjuros,

con ruegos otras veces, llaman a caridad.

Pobre Turlygod, pobre Tom,

eso es algo aún, Edgar ya no soy. [II.3.1-27]

A partir de aquí, Edgar abandona su habla legítima —el verso— y empieza a utilizar una prosa alucinada, como de poseído, una máscara acústica con la que se unirá al coro de fieles que escoltan al rey en su descenso, sobre todo a partir del tercer acto, cuando Lear sea definitivamente expulsado de su casa. Su nuevo nombre, Pobre Tom, era como se conocía en la época a los locos huidos del hospital Bedlam y que vagaban mendigando por pueblos y ciudades. Se trata por tanto de un nombre sin identidad, de alguien que está fuera de la protección de la polis y del derecho, la encarnación de la nuda vida.

Desairado por Goneril, Lear acude en brazos de Regan, que le trata con la misma impertinencia, tratando de explicarle —con bastante sensatez, todo sea dicho— que sus exigencias de mantener cien caballeros a su cargo son un capricho incómodo, impropio de su nuevo estatus. Como no podía ser de otra manera, Lear reacciona renegando también de ella y despidiéndose con un monólogo en el que ya retumba el tercer acto:

¡Oh, la necesidad razón no atiende!

Nuestros más ínfimos mendigos

tienen algo superfluo en sus pobres enseres.

A la naturaleza dadle solo lo justo,

será la bestia igual que el hombre.

En tanto que señora,

si solo ir abrigada fuera distinguido,

no necesitaría la naturaleza

la distinción que vistes

y que apenas te da calor.

De verdad necesito...

¡Oh, cielos, dadme esa paciencia,

paciencia necesito!

Aquí tenéis, oh, dioses,

un pobre viejo tan lleno de penas

como de años, por unas y otros acosado.

Si sois vosotros quienes enardecéis

los corazones de mis hijas

contra su padre, no me confundáis al punto

de soportarlo mansamente,

dotadme con una ira noble

y no dejéis que femeninas armas,

las gotas de agua,

me manchen las mejillas de hombre.

No, brujas inhumanas,

me vengaré de tal manera de vosotras

que el mundo entero... De verdad lo haré...

¡No sé qué aún, mas será

el terror de la tierra! Creéis que voy a llorar,

no, no pienso llorar.

Tormenta y tempestad.

Muchas razones hay para llorar,

pero este corazón estallará

en mil añicos antes de que llore.

Ay bufón, voy a volverme loco. [II.4.305-338]

Lear, al límite de sus fuerzas, vuelve a abordar la relación entre la naturaleza y lo humano, aludiendo a ese margen superfluo que separa al hombre de la bestia. De algún modo sabe además que su poder no funciona y que sus amenazas son ridículas. Aquí es ya un pobre viejo, un viejo cualquiera, apenas secundado por unos cuantos delincuentes. Esta pelea consuma por otra parte su definitivo desahucio. Las últimas palabras de Regan, antes de perderle aliviada de vista, lo dejan claro: «Esta casa es pequeña | no se puede alojar bien al viejo y su gente» [II.4.340-341]. Lear ya no tiene casa porque la ha destruido con la división de su reino. Las casas de sus hijas son pequeñas en un amplio sentido. A partir de ahora será un paria en su propia tierra. Shakespeare, con perfecta sincronía, hace sonar el primer trueno, anuncio de la tormenta del tercer acto, justo en el momento en que Lear, al borde las lágrimas, asegura que no va a llorar. El rostro simbólico ha sido ya definitivamente desfigurado por el dolor interno.

El tercer acto se desarrolla en el páramo durante una terrible tormenta que todo lo transforma, desde el lenguaje hasta las relaciones paternofiliales y el vínculo del hombre con su mundo, que de pronto se rompe para mostrar la inestabilidad y la ilusión de cualquier conocimiento de la naturaleza. Por eso El rey Lear, a medida que han pasado los siglos y se ha ido agravando el desahucio del hombre, ha sabido acoger en su lectura, como ninguna otra tragedia y gracias sobre todo a este tercer acto, las vivencias más extremas que hemos ido experimentando, con una labilidad que no es fruto de ninguna presciencia sino de la radicalidad de sus preguntas. En el páramo, Shakespeare construye un espacio de vacío y suspensión —el trasunto de la «nada» en boca de Cordelia— en el que se dramatiza el tránsito hacia una nueva forma de habitar. Lear —y con él Edgar, Kent, el bufón y luego Gloster— está aquí fuera de la Historia, que por otra parte sigue su curso en la trama de Edmund, confundida con la de Goneril y Regan en un lío de ambición, seducción y celos. En este desierto, opuesto a la seguridad de la ciudad y la corte —la casa que Lear ha perdido—, Shakespeare perfeccionó y complicó una idea que venía ensayando desde los inicios de su carrera, pues no otra cosa es el bosque a las afueras de Atenas en Sueño de noche de verano, el de Arden en Como les guste, el campamento a las afueras de la corte en Trabajos de amor en vano (1594-1595) o la caverna en Timón de Atenas, un escenario especular de purga y averiguación que tendrá su metáfora más acabada —ya muy cerca de un mito nuevo— en la isla de Próspero.

Como antes el bosque, el páramo es aquí el lugar extremo, un límite, la expresión del origen y de lo primitivo, que además Shakespeare concentra intuitivamente en el fragor de la tormenta, en la reverberación acústica de la lluvia y los truenos, recuerdo del primer pánico que sintió el hombre, de aquel panikós cuya etimología griega remite a la cueva de Pan, una divinidad asociada a los sonidos de la naturaleza y al principio de la música, un arte que todavía custodia nuestro primer hogar y en cuyo ámbito se produjeron seguramente las intuiciones primigenias de lo trascendente. Este acto resulta particularmente difícil de escenificar debido a que se representa en el plano del oído, desplazando lo visual hacia la incertidumbre de lo imaginado y temido. Todos los personajes se reducen a la elocución de sus voces, a las palabras, que se alternan con los espasmos de la tormenta, obsesivamente anotados por Shakespeare con ese repetitivo y conciso «Still storm» («Tormenta todavía») que va marcando, casi como un tempo orquestal, la sucesión de las escenas.

Al principio, encontramos a Lear vomitando su rabia contra los elementos:

¡Soplad, vientos, rajad vuestros carrillos!

¡Bramad, soplad! ¡Cascadas y diluvios

manad hasta calar los campanarios,

hundid los gallos! ¡Sulfurosas llamas

ejecutoras de la mente,

vanguardia de los rayos parte robles,

quemad mi blanca testa! ¡Y tú, convulso trueno,

el rotundo grosor del mundo aplasta,

rompe los moldes naturales,

sacude ya los gérmenes

que hacen al hombre ingrato! [III.2.1-11]

Le está gritando a la naturaleza que se deshaga del hombre en tanto que hijo suyo, clamando para que lo natural —como un eco de su repudio de Cordelia y de la maldición a Goneril— interrumpa su curso. Cuando le pide al trueno que aplaste el «rotundo grosor del mundo» asocia lo esférico del globo —y en general la extraña recurrencia de esa forma en toda la creación— con el embarazo y la maternidad. No es casual, por parte de Shakespeare, que Lear sea un padre viudo de tres hijas. No hay aquí intromisión posible de la madre, como tampoco la había en la relación entre Enrique IV y Hal ni entre Hamlet y su padre, pues Gertrude, como madre, queda anulada por su delito de adulterio, incluso de incesto, pues como tal se consideraba en la época isabelina la transgresión de acostarse con el hermano del marido. También Próspero, en La tempestad, educará a Miranda en la viudez. Shakespeare acierta a concentrar así, con una complejidad inigualada, el problema de la paternidad como un vínculo artificioso y mental, muy diferenciado de la natural relación entre una madre y sus hijos, que constituye, de raíz, una pertenencia física, por mucho que luego, por supuesto, pueda complicarse y alterarse. La naturalidad del padre está sostenida por una serie de leyes que Lear siente vulneradas y cuya injusticia, equivocando el origen incierto, dudoso y aun violento de la figura paterna, extiende a toda la naturaleza, acusándola de secuaz en las maldades de sus dos hijas:

¡Que rujan tus entrañas! ¡Que sople el fuego, llueva!

Ni la lluvia ni el viento ni el fuego ni el trueno

son hijas mías. Oh elementos,

no os culparé de ingratitud,

nunca os di un reino ni os llamé hijos,

no me debéis lealtad. Que se haga pues

vuestra terrible voluntad.

Aquí está vuestro esclavo,

un pobre, enfermo, débil y despreciado viejo.

Y sin embargo os llamo ministros serviles

que con dos hijas ruines forman

batallones en lo alto concebidos

contra esta vieja y blanca testa.

¡Ay, qué locura! [III.2.16-29]

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