INTRODUCCIÓN
LA CONQUISTA DE LO INVEROSÍMIL
Si en cierto modo puede hablarse de Jules Verne como el autor con que cientos de lectores adolescentes se han adentrado en la lectura y en la literatura, cabe señalar que, en contraste a lo que sucede con la obra de otros autores que se mueven en una onda semejante, leer a Verne es un encuentro que no se desvanece con el paso de los años, sino que permanece y retorna una y otra vez a lo largo de cualquier biografía lectora. Hay un misterio Verne: el misterio de una literatura tan pegada como pocas a las circunstancias históricas que la vieron nacer y, en paralelo, tan intemporal en su disfrute y tan enigmática en sus interpretaciones, a pesar de la aparente transparencia de su pulso narrativo. La vigencia del autor de Un capitán de quince años o de Escuela de robinsones parece avisarnos de que sus sueños siguen siendo nuestros sueños y de que sus temores siguen ocupando un lugar de relieve en el repertorio de nuestros miedos. No es La isla misteriosa, al menos en comparación con otros títulos, su novela más popular ni la que más favores ha despertado en el ámbito de la literatura juvenil, pero es sin duda, de entre todas sus novelas, aquella que más atención ha recibido por parte de críticos, escritores o estudiosos. Autores tan profundamente interesados en desentrañar las claves de lo literario como Robert Louis Stevenson, Joseph Conrad, H. G. Wells, Antonio Gramsci, Maurice Blanchot, Miguel Salabert, Roland Barthes, Pierre Macherey o Edward G. Said han volcado su interés en ella intentando descubrir las claves que den razón del especial atractivo intelectual que la novela plantea. La isla misteriosa, haciendo honor a su título, ha dado lugar a interpretaciones de muy variado signo que enriquecen su lectura sin llegar a agotarla. Acaso en esa cualidad poliédrica resida gran parte de la seducción que provoca. La ocasión de esta nueva reedición podrá ser feliz circunstancia para que nuevos o viejos lectores asistan, inquietos, atentos y fascinados, a esa aventura de la inteligencia que sus páginas encierran.
Cuando más me entusiasmaba a favor de la vida marinera era cuando describía los momentos más terribles de sufrimiento y desesperación. Mis visiones predilectas eran las de los naufragios y las del hambre, las de la muerte o cautividad entre hordas bárbaras; las de una vida arrastrada entre penas y lágrimas, sobre una gris y desolada roca en pleno océano inaccesible y desconocido.
EDGAR ALLAN POE,
La narración de Arthur Gordon Pym
Una isla, según nos dice la geografía, es una extensión de tierra rodeada de agua por todas partes. La literatura no niega esta definición aunque a veces la desplace simbólicamente hacia cualquier espacio incomunicado o alejado —aislado— de la civilización, pero lleva años y novelas insistiendo en que es también, desde una óptica literaria, otra cosa: un escenario narrativo privilegiado. Si hacemos un pequeño inventario, la hipótesis se confirma: Utopía de Tomás Moro, Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift, Robinson Crusoe de Daniel Defoe, La isla del tesoro de Robert L. Stevenson, La isla de coral de Robert M. Ballantyne, La isla de los pingüinos de Anatole France, La isla del Doctor Moureau de H. G. Wells, El señor de las moscas de William Golding, La isla de cemento de J. G. Ballard. La isla como polo de atracción narrativo. Un náufrago, según el diccionario de la RAE, es aquel que ha padecido naufragio, y aplica a naufragio el concepto de pérdida o ruina de la embarcación en el mar o en río o lago navegables. También la literatura nos avisa de que la definición va más allá. El naufragio como soledad, como destierro, como exilio. Baste recordar los libros citados y sumar la Odisea de Homero, La tempestad de William Shakespeare, El lobo de mar de Jack London, El canto de la tripulación de Pierre Marc Orlan, Relato de un náufrago de Gabriel García Márquez, El naufragio de la Medusa de Corread y Savigny, Foe de Coetzee, o Vida de Pi de Yann Martel. El náufrago como el ser que renace de las aguas. El naufragio como final y principio, como página en blanco. Como muerte y como resurrección.
Cuando isla y naufragio se unen, la fuerza metafórica de ambos motivos da lugar a una verdadera institución literaria que tiene, sin duda, en el Robinson Crusoe de Defoe su centro de gravedad y, flotando a su alrededor, toda una galaxia narrativa. Una institución que se remonta a la antigüedad clásica —recordemos las aventuras de Ulises o de Simbad el Marino—, y que encuentra un primer momento propicio en esa etapa de la expansión española hacia las Américas del que da buena cuenta literaria el excelente libro Naufragios y comentarios, de Alvar Núñez de Vaca, va a desarrollarse en plenitud durante el transcurso histórico donde se abrazan el desarrollo del género narrativo y la avalancha comercial e imperialista del colonialismo europeo hacia África, Asia y las remotas islas de la Polinesia. Desde mediados del siglo XVIII hasta bien avanzado el siguiente, colonización, exploración, comercio y literatura parecen embarcarse en una misma singladura, dando lugar a la aparición de muchos de esos títulos en los que el naufragio y la isla, en conjunción complementaria con el mar y el viaje, son ingredientes constantes. Unos elementos narrativos dotados con una capacidad estructural tan fértil y eficaz desde el punto de vista de lo narrativo que facilitan y explican su permanencia y uso literario más allá del marco histórico en que se constituyen, prolongando así su presencia hasta nuestros tiempos, ya con tintes simbólicos, ya epigonales o ya adaptándose hacia escenarios de la modernidad. Llegue con recordar la inteligente utilización narrativa que de tales materiales se encuentra en obras como La cuarentena de J.-M. Le Clézio, su decisiva aportación en novelas claves de nuestra contemporaneidad como Foe de Coetzee o Viernes de Michel Tournier, o su capacidad mutante para reconvertirse con éxito en santo y seña de realizaciones tan representativas de la posmodernidad como la serie de televisión Perdidos. La visualización, nada casual, en una de las escenas de esta famosa serie televisiva, de la portada de la novela La invención de Morel, del escritor argentino Adolfo Bioy Casares, que uno de los personajes aparece leyendo, puede y debe ser entendida ya no como un guiño cómplice hacia ese título concreto, sino como un homenaje de reconocimiento a toda la estirpe de novelas a las que nos hemos venido refiriendo.
Desde ciertas concepciones formalistas se ha propuesto una concepción de la literatura en la que predomina su contemplación como un juego de influencias, préstamos, repeticiones o rechazos, mediante el cual las obras literarias a lo largo de la serie histórica construyen su pertinencia, sus señas de identidad, su individualidad. La literatura es vista así como un espacio intraliterario generado por el diálogo, en armonía o en discrepancia, entre lo ya dado, literariamente hablando, y lo nuevo, entendiendo por tal la respuesta innovadora que surge de esa interlocución e interrelación continua entre obras y autores de toda la serie literaria. Esta visión, aun cuando nos parezca que descansa sobre la vana pretensión de separar las formas de los contenidos y reduzca, en buena medida, la dimensión social y cultural que actúa sobre la propia entidad de lo literario, expresa de manera significativa las relaciones que se establecen, de modo consciente o inconsciente por parte de sus autores, entre obras literarias pertenecientes a un mismo género o familia, y ayuda así a su entendimiento e interpretación, máxime si las obras comparten una misma «vocación de sentido», se alzan sobre un núcleo de representación semejante y combinan unos ingredientes simbólicos o materiales retóricamente próximos.
Que La isla misteriosa de Verne contiene una voluntad de dialogar con el Robinson Crusoe de Daniel Defoe es uno de los rasgos que la crítica literaria ha venido señalando con reiteración. Un diálogo en el que Verne participa desde una posición de claro acatamiento de la incuestionable jerarquía que el Robinson ocupa en el territorio literario en el que Verne se introduce. Un acatamiento reconocible en el mero hecho de seleccionar la isla y el naufragio como elementos compositivos básicos de su novela, sin que esto impida que el autor de El Chancellor, otra novela de mar y naufragio, proponga su obra como un diálogo hasta cierto punto antagónico. Si, como se ha dicho, Robinson Crusoe ocupa, por méritos de antigüedad y calidad literaria, el centro de la galaxia narrativa anteriormente definida y de la que debe ser considerado como núcleo germinador, La isla misteriosa, aun sin entrar en disputas de jerarquía, más allá de las innegables influencias y ecos, puede entenderse, hasta cierto punto o, mejor, al menos hasta un cierto momento dentro de la narración que luego explicitaremos, como una obra que cuestiona, si no su potestad, sí su autoridad patriarcal en tanto dominio que impide la emancipación y autonomía de sus herederos. Desde esta óptica, Pierre Macherey ve La isla misteriosa como la «contestación» o réplica a un personaje simbólico, Robinson, y la considera, pues, «una novela sobre una novela» en la que «el otro Robinson, el de Defoe, aparece entre todas las líneas del libro de Julio Verne, abrumado, negado». Por otro lado, y ya de forma explícita, en Los hijos del capitán Grant, la obra que junto con Veinte mil leguas de viaje submarino y La isla misteriosa completa la llamada trilogía del capitán Nemo, tal relación de acatamiento y rebeldía se hace manifiesta de forma directa:
—Querido señor Paganel —respondió Lady Helena—, de allí de nuevo su imaginación que lo transporta a los campos de la fantasía. Pero creo que la realidad es bien distinta del sueño. ¡Usted no piensa sino en esos Robinsones imaginarios, cuidadosamente lanzados en una isla bien escogida y a quienes la naturaleza trata como niños consentidos! ¡Usted no ve sino el lado hermoso de las cosas!
—¿Qué? ¿Señora, no piensa usted que se puede ser feliz en una isla solitaria?
—No lo creo. El hombre está hecho para la sociedad, no para el aislamiento. La soledad no puede engendrar sino la desesperanza. Es una cuestión de tiempo. Es posible que al comienzo las preocupaciones de la vida material, las necesidades de la existencia, distraigan al infeliz apenas salvado de las aguas, que las necesidades del presente le oculten las amenazas del futuro. Pero luego, cuando se siente solo, lejos de sus semejantes, sin esperanza de volver a ver su tierra y a quienes ama, ¿qué debe de pensar, cuánto debe de sufrir? El islote es el mundo entero.
La condición humana como social, sociable, frente a la versión robinsoniana del hombre como individualidad autosuficiente, se nos va a ofrecer, por el simple hecho de haber seleccionado como protagonistas a una comunidad de náufragos rompiendo el topos del náufrago solitario, como la principal línea de discrepancia que la novela de Verne opone a la novela de Defoe. La historia de Ayrton y de la degradación humana que le ha causado su aislamiento es más que una réplica anecdótica a la versión idílica que Defoe propuso en su novela. Pero el juego de espejos entre una y otra obra es constante y abarca muy diversos campos y temas. Aun antes de que el naufragio tenga lugar, la novela de Verne ya anuncia que se va a mover en un territorio «moral» radicalmente distinto, pues, si en la novela de Defoe el protagonismo recae sobre quien no deja de ser «un comerciante», alguien que se lanza al riesgo y la aventura en su afán de enriquecerse —y culpable, por tanto, de haberse dejado arrastrar por una ambición, dudosa desde el punto de vista moral, que va a actuar como primera y remota causa de las desgracias que le sobrevienen—, en el texto de Verne la acción narrativa va a descansar sobre una pluralidad de protagonistas, cada uno con su peculiar relevancia, que deben ser caracterizados por su condición de víctimas accidentales, sin responsabilidad moral alguna sobre la situación en que se hallan, pues si en todo naufragio las causas materiales provienen de elementos del azar (tempestades, extravíos, accidentes), el sentido del «viaje», ingrediente propio del género, marcará narrativamente una de las posibles líneas de interpretación presente, más allá de la aventura por la aventura, en la historia que cada una de las novela desarrolle. Robinson es culpable, y así nos lo hace ver al iniciar su narración con los reproches que su padre le hace cuando le anuncia su deseo de abandonar el horizonte de su hogar y su apacible condición social: «sólo los hombres desesperados, o los que tenían una enorme ambición, iban en busca de aventuras al extranjero». Cierto que su culpabilidad parece provenir (y representar) más de una culpa «de época» que de la esfera de lo personal. Al fin y al cabo, su deseo de abandonar «lo conocido» se corresponde con el momento de expansión colonialista que la actividad comercial de las metrópolis europeas ha puesto en marcha. Pero sea cual sea el grado de simbolización que esa culpa conlleva, es evidente que la historia de Robinson se plantea como una expiación personal y, en consecuencia y como tal, habrá de sufrirla en soledad. Que en la novela de Verne «el viaje» tenga su origen en el deseo de libertad de unos personajes que sufren cautiverio por haber defendido la causa antiesclavista durante la guerra de Secesión norteamericana introduce, ya de inicio, otro horizonte moral a su aventura. Que en ella la travesía fatal tenga como embarcación un globo aéreo ingobernable y sujeto en su singladura al mero azar de los vientos huracanados descarta, en principio, cualquier presunción de responsabilidad o culpa personal en origen, alejándose de nuevo de la lectura robinsoniana del naufragio como castigo en razón ya de una desmedida ambición personal, ya de una simbólica y depredadora expansión colonial. El Robinson culpable encontrará en su isla el espacio apropiado para cumplir su penitencia en soledad, con dolor de corazón y propósito de la enmienda. Su ora et labora —la función de sus lecturas de la Biblia es sumamente expresiva al respecto— subraya sus relaciones con la Providencia y con la naturaleza. Nada extraño, por tanto, que la textura narrativa del Robinson sea la propia de alguien que se confiesa. Una confesión que de modo coherente reclama el uso de un narrador en primera persona. Una elección «formal» ésta que nada tiene de formalista dada su imbricación directa con la construcción del sentido.
Si el mar en la novela de aventuras es el espacio de lo ignoto, lo impredecible, y es la frontera entre lo dado y lo desconocido, límite de la tierra firme, metáfora en última instancia del más allá, el universo de lo aéreo que Verne escoge para el viaje de sus náufragos está en estrecha correspondencia con una apertura hacia lo fantástico: el deseo de volar. Ya no el afán de conocer o pisar nuevas tierras y culturas, sino el deseo de mutar, de ir más lejos de lo que la propia naturaleza humana tiene de límite. Hay en el vuelo un resto del sueño de Ícaro. Y de su soberbia. Una soberbia ajena en principio a la elección del globo como medio de fuga que los protagonistas realizan, pero que va a atravesar, como un hilo rojo y subterráneo, toda su peripecia novelesca. Porque el pecado con que ese náufrago colectivo, caído de los cielos, arriba a la isla es el pecado que da carácter a la sociedad que los ha modelado y que ellos representan: la soberbia, el «exagerado envanecimiento por la contemplación de las propias prendas o capacidades». La soberbia como pecado colectivo y la necesidad, por tanto, de un protagonista plural y representativo de esa sociedad que el naufragio aéreo deposita, del mismo modo que un investigador sitúa su muestra bajo la lente del microscopio, sobre la superficie de una isla llamada a cumplir el necesario papel de aséptico y hermético laboratorio. La fuerte e innegable influencia que la ciencia experimental, encarnada en las teorías del científico francés Claude Bernard, ha ejercido sobre la novela realista del siglo XIX se ha visualizado en el análisis literario de la obra de autores como Flaubert, Maupassant o, muy especialmente, Émile Zola, rigurosamente contemporáneas de Jules Verne. También en él, como hijo de su tiempo, las relaciones entre la ciencia y la narrativa son manifiestas y dejan su impronta, pues no sin razón se le considera el progenitor de la moderna epopeya científica y claro precursor de la narrativa de ciencia ficción. El propio Verne manifiesta a su histórico editor, el famoso Hetzel, que La isla misteriosa ha de ser «la novela de la química», y si bien y en buena parte cumple ese papel hasta extremos casi enciclopédicos, no podemos dejar de advertir que además de canto a la química la novela se va a construir como un juicio moral sobre una sociedad que, con fe ciega en el «Progreso», muestra unos niveles de autoconfianza en su destino sobre los que cabe preguntarse —y eso se pregunta la novela— si se asientan o no en principios suficientemente razonables, verosímiles o convenientes, o son un delirio narcisista propio de una burguesía capitalista que siente que el mundo está en sus manos. Contemplada desde esta perspectiva, la novela de Verne cobra entonces una dimensión ética y política inesperada que, al sentar en el banquillo narrativo a la representación de esa sociedad, adquiere la condición fingida de pieza testimonial o elemento de prueba dentro de un juicio civil o penal que va a tener lugar, en este caso, en el ámbito de un tribunal literario. De ahí, y en coherencia con esa condición de testimonio que se aporta, que el relato se nos ofrezca en tercera persona y por boca de un narrador impersonal. Si Robinson es la historia de una culpabilidad asumida y expiada por el propio protagonista y pide del lector compasión, comprensión y empatía, la narración de Verne va a dejar en manos del lector la argumentación, la emisión y el contenido de la sentencia.
Robert Louis Stevenson, el autor de La isla del tesoro, señala con acierto que los personajes que protagonizan el relato apenas tienen entidad propia y merecen la consideración de simples muñecos narrativos, aunque también subraya cómo, a pesar de esta condición, «es realmente instructivo ver cómo hace con ellos juegos de prestidigitador». Los personajes que Verne construye en La isla misteriosa son arquetipos rígidos, carentes de esa complejidad psicológica o humana que según E. M. Forster distingue a los personajes «redondos» de los personajes «planos». La caracterización interna y externa de los cinco náufragos, a la contra de aquel Crusoe que atravesará por muy distintos estados de ánimo e irá sufriendo profundas alteraciones en su entendimiento y comprensión del mundo, permanece inalterable a lo largo de los años en que transcurre su existencia en la isla. No se entienda esto como un reproche literario. Verne no busca, como ya se ha dicho, la caracterización psicológica de los protagonistas. Quiere de ellos lo que tienen de representación de la sociedad, y para esto no necesita ahondar ni en su corazón ni en sus subjetividades. Sólo requiere, y aquí el autor muestra su magisterio, que como conjunto contengan fuerza alegórica suficiente. Y a eso atiende: Cyrus Smith es el ingeniero que domina las ciencias aplicadas, «un sabio de primer orden»; Gedeon Spilett es periodista, un intelectual pragmático, «verdadero héroe de la curiosidad, de la información, de lo inédito, de lo desconocido, de lo imposible»; Nab, fiel y mañoso sirviente de Cyrus, de raza negra, «siempre sonriente, bueno y servicial»; Pencroff, experimentado marinero, diligente y diestro en los oficios manuales, «tan capaz de atreverse a todo como de no sorprenderse por nada», y Harbert Brown, hijo adoptivo del anterior, de quince años de edad, «valeroso». Un conjunto de personajes que serán el retrato de una sociedad donde rige la división del trabajo, jerarquizada en función de ese reparto de funciones. La llamativa ausencia del género femenino en ese retrato habla bien a las claras tanto del patriarcalismo de Verne como de los valores de la sociedad de aquel tiempo. Con esos cinco protagonistas se establece una configuración que no va a verse cuestionada a lo largo de la acción narrativa y en la que la posición dominante se adjudica de forma natural al personaje, Cyrus Smith, que detenta los conocimientos técnicos propios de una cultura industrial. El equipaje de conocimientos y saberes prácticos que aporta cada uno de los náufragos al conjunto demostrará su valía y suficiencia para acometer sus tareas: la garantía de la supervivencia y el control y dominio de una naturaleza que se presenta como materia prima, como dispensadora de aquellos recursos que, con la intervención de la ciencia, les permitirán reconvertir lo salvaje, la isla, en un espacio civilizado, es decir, y con palabras de los propios náufragos, «en un nuevo territorio que sumar a los dominios de la recordada patria». De este modo y como si de un «auto sacramental materialista» se tratase, la novela irá dando cuenta de un proceso civilizador que encierra y repite la historia de la Humanidad: desde la edad de la piedra hasta la era de la electricidad pasando por el neolítico, la edad de los metales, la energía hidráulica o la máquina de vapor. Un resumen llevado a cabo con la sola ayuda del conocimiento científico-técnico. Para estos náufragos la civilización constituye una herencia inmaterial que pueden usufructuar, en principio, sin ayuda previa alguna, pues —nueva relación especular—, al contrario «de los héroes imaginarios de Daniel Defoe», inician su estancia en la isla absolutamente despojados y totalmente desarmados frente a la naturaleza: «De nada, les era necesario llegar a todo». Ése es el trayecto que nos cuenta la novela al menos hasta que con la llegada de un oportuno cajón, gira sobre sí misma, abandona su carácter de epopeya científica, olvida su diálogo con el Robinson, se reviste con los hábitos propios de la novela de aventuras —intriga, suspense, misterio— y se adentra descaradamente en su razón de ser: la conquista de lo inverosímil.
El género novela es más sabio que cualquier novelista. Tiene conciencia de sus propios límites, conoce sus reglas y leyes, reconoce sus necesidades, es consciente de sus peligros, ha evitado las tentaciones al suicidio y ha generado sus particulares anticuerpos contra enfermedades, virus e infecciones. Ha resistido mil y un desahucios, ha superado innumerables declaraciones de quiebra, ha resucitado tras cientos de muertes anunciadas y sabe que si el autor propone, es la narrativa, finalmente, quien dispone.
MARTÍN LÓPEZ NAVIA,
La magia de la novela
Porque La isla misteriosa no es sólo un juicio o una novela sobre otra novela, ni se limita a ser un canto narrativo al progreso y al desarrollo de la ciencia y de la técnica. Es también, y sobre todo, una novela, es decir, una historia que quiere ser escuchada. Y al servicio de esa meta Jules Verne pone todo su talento para llevar al lector a los territorios de lo inverosímil sin abandonar el suelo firme de lo posible. Todo un reto literario. Paso a paso, capítulo a capítulo, el relato va sembrando la semilla de lo misterioso, ese recurso narrativo en el que se funden la intriga y el suspense, el ¿qué está pasando? con el ¿qué va a pasar? Es entonces cuando el autor despliega todo su arte narrativo, su perfecto sentido de la medida, el cuidadoso oído rítmico. Con el talento del mago que mientras nos obliga a fijar la mirada sobre el sombrero de copa guarda en su manga la sorpresa inesperada. Un arte sólo al alcance de los grandes narradores y sobre el que descansa en buena parte la explicación de su vigencia como escritor. Nos engañaríamos si pensásemos que el misterio Verne proviene de sus dotes proféticas acerca de los avances de la ciencia, pues, aun reconociendo que encuentra en ella temas, motivos y horizontes novedosos, no es sobre su cualidad de inventor donde edifica su atractivo, sino sobre su alta capacidad para mantenernos a la espera de lo inesperado, para hacernos creer en lo increíble, para defraudar nuestras expectativas ofreciendo a cambio el encuentro con lo desconocido. Cyrus Smith desaparece en el momento del naufragio, pero milagrosamente el perro que les acompaña en su fuga acude en busca de socorro al lugar donde sus compañeros se han refugiado; en otro momento, el noble animal es salvado de modo inexplicable de ser devorado en las aguas del lago; una y otra vez el instinto del animal le hace agitarse y ladrar ante una presencia que nunca se materializa; alguien muerde un perdigón cuyo origen en medio de una isla inhabitada resulta imposible razonar; un cajón que almacena armas y utensilios arriba misteriosamente; luego será el episodio del mensaje en una botella, las señales de humo que marcan la ruta de salvación, el hundimiento de la nave de los piratas, y más tarde la irrupción de un telegrama con remite inesperado. Lenta y progresivamente, lo inverosímil se va apoderando de la narración. Si la llegada de los piratas dispara la trama y refuerza la inseguridad de los náufragos obligándoles a cercar sus posesiones y a encerrarse en su refugio, al tiempo, como la doble hoja de unas tijeras que se separan, la novela va abriéndose hacia nuevos misterios y perplejidades. Un doble movimiento, cerrar y abrir, que va a dar estructura a todo el bloque final de la novela hasta que el misterio se hace carne literaria: el capitán Nemo, lo sin nombre. Ya nada queda de aquel proyecto de novelar la química, las glorias de la civilización occidental o la conquista de la naturaleza como resultado de la voluntad humana. La novela encuentra en sí misma la razón de su aventura. Como si Verne, seguro ya de su propia autoridad literaria, abandonase el reflejo de Robinson y se atreviese a mirarse en el espejo de su propia obra. Si hasta entonces la novela había venido desplegando narrativamente las razones para la soberbia de una sociedad que encuentra en el progreso científico la palanca de su orgullo, ahora la soberbia se encuentra con otra soberbia mayor, Nemo, y el orgullo de quienes han venido domeñando la naturaleza salvaje de la isla tropieza con la figura final del Superhombre: aquel que creyó, por venganza, poder ser el amo ya no de una isla, sino del mundo entero.
Y es, en última instancia, el fracaso de la aventura de Nemo lo que obliga a sus protagonistas a poner en cuestión la novela que hasta ese momento habían venido escribiendo con sus actos. Es entonces cuando su soberbia recibe su castigo al manifestarse como vanidad inútil. El hombre como pasión inútil, que dirá más tarde el buen lector de Verne que fue Jean-Paul Sartre. Nada permanece, todo se desvanece, mobilis in mobili, todo es movimiento. La soberbia que Nemo transformó en máquina, el Nautilus, será su propia sepultura al hundirse en las aguas de la gruta donde el inolvidable personaje encuentra su último refugio. El despliegue subterráneo de aquella soberbia con que la novela ha venido tejiendo su textura acabará encontrando su propio abismo. Y por si fuera necesario recordar lo que la narración tiene de aviso, la acción narrativa redobla su advertencia: la isla, lo que en algún momento sintieron como propiedad domesticada, se viene abajo. La naturaleza muestra sus poderes y humilla a la ciencia haciendo naufragar de nuevo sus vidas. El volcán gime y la isla estalla. No hay arca de Noé donde refugiarse. Encaramados a lo alto de un solitario e inverosímil peñasco, en medio del océano, sobreviven sin esperanza. Náufragos agarrados a los restos de un naufragio. Pero una nueva y acaso más poderosa fuerza vendrá en su ayuda: la literatura. Allá por el horizonte asoma una nueva novela, son los protagonistas de Los hijos del capitán Grant los que ahora hacen acto de presencia. El conejo brota de nuevo del azar y les salva. Nos salva. Si alguna vez pasan cerca de ese punto geográfico que en la novela se detalla, asómense por la borda: en medio de las aguas aflora todavía, tozudo y sólido, ese peñasco que Jules Verne levantó como monumento a lo inverosímil, ese toque retórico sin el que la verdad de las novelas no tendría consistencia.
CONSTANTINO BÉRTOLO
2009
CRONOLOGÍA
1828El 8 de febrero nace en Nantes Jules Verne, hijo de Pierre Verne, procurador de la ciudad, y Sophie Allotte de la Fuye. Su querido hermano Paul nace en 1829 y posteriormente sus tres hermanas. La ascendencia de Jules es lionesa por parte de padre y angevina por parte de madre (aunque tiene también un lejano antepasado escocés, arquero). Su abuelo y su bisabuelo también habían pertenecido al mundo judicial. Su tío Chateaubourg, pintor, está casado con la hermana mayor de Chateaubriand, parentesco que le abrirá a Verne algunos salones de París.
1833-46Asiste a la institución de la señora Sambin, viuda de un capitán de altura desaparecido en el mar, cuyo regreso todavía espera, y más tarde a la escuela Saint-Stanislas, el seminario menor de Saint-Donatien y el Lycée Royal. Es buen alumno. A partir de 1840 reside con sus padres en la isla Feydeau, el viejo barrio de los armadores, cerca de los muelles y el puerto.
1839Desde Chantenay, cerca de Nantes, donde la familia posee una segunda residencia, se fuga en un barco del servicio postal, el Coralie, rumbo a las Indias. Su padre le da alcance en Paimboeuf.
1846Obtiene sin dificultades el bachillerato, y para complacer a su padre, cuyo deseo es legarle su bufete, acepta cursar la carrera de derecho. Su hermano Paul será oficial de marina.
1847En abril viaja a París para presentarse a los exámenes de derecho, sobre todo porque su familia desea alejarlo de Nantes, donde se ha casado su prima, Caroline Tronson, de quien llevaba mucho tiempo enamorado. Aprueba los exámenes de primer año de derecho.
1848Su padre le permite continuar sus estudios en París, donde vive con modestia en el número 24 de la rue de l’Ancienne Comédie. Gracias a su tío Chateaubourg accede a diversos salones literarios y políticos, en especial los de las señoras Jomini, Mariani y Barrère. Traba amistad con Alexandre Dumas. A partir de entonces se siente mucho más atraído por la literatura, sobre todo el teatro, que por el derecho.
1849Se licencia en derecho. Ya ha escrito tragedias en cinco actos y algunos vodeviles.
1850El 21 de junio logra que se estrene Pailles rompues, comedia en un acto, gracias a la ayuda de Dumas hijo, quien en 1849 ha inaugurado el Théâtre Historique. Se representan doce funciones, con las que gana quince francos. Traba amistad con el músico Hignard, también de Nantes, para quien escribe un libreto, La mille et deuxième nuit. Es el principio de una larga colaboración. Se niega a regresar a su ciudad natal.
1851El 21 de noviembre Édouard Seveste inaugura el Théâtre Lyrique, del que Verne se convierte en secretario, muy mal pagado, si es que cobra. Se vuelve asiduo del salón musical del pianista Talexy, y publica su primer artículo en Musée des familles con el apoyo de su director, Pitre-Chevalier: «Un drama en México». Se trata a todos los efectos de un relato. Traba amistad con François Arago, viajero y hermano del astrónomo, y gracias a él conoce a exploradores y científicos.
1852Publica otro relato en la misma revista, «Martín Paz», y el libreto de una ópera cómica de Hignard, Les compagnons de la Marjolaine. Se niega definitivamente a suceder a su padre: «¡La literatura ante todo!».
1853Inicia su colaboración con Wallut en comedias de escaso éxito.
1854Fracasa en su proyecto de casarse con Laurence Janmare. Su padre cede su bufete. La muerte de Seveste libera a Verne de un trabajo que no le interesa. Publica un relato fantástico en Musée des familles: «El maestro Zacarías». Empiezan las neuralgias faciales que le aquejarán hasta el final de su vida.
1855Publica «Una invernada entre los hielos» en Musée des familles, el relato que mejor anuncia sus futuras obras. Se interpreta en el Gymnase, con el apoyo de Dumas hijo, Les heureux du jour, una comedia más satírica que las anteriores.
1856En la boda de un amigo en Amiens conoce a Honorine de Viane, viuda y con dos hijas, cuyo hermano es agente de bolsa; piensa que él puede ganarse así la vida. Pese a algunas reticencias, su padre le presta el dinero necesario para adquirir una participación en la agencia Eggly de París, sobre todo cuando Jules le manifiesta su intención de casarse con la joven viuda.
1857El 10 de enero tiene lugar una boda muy sencilla. Trabaja de forma regular, pero obtiene pocos ingresos. El matrimonio vive en París y cambia a menudo de vivienda, siempre modesta.
1859Gracias al padre de Hignard, agente de una naviera, que les regala los billetes, los dos amigos viajan por Escocia, país del que Verne quedará enamorado para siempre. Se casa su hermano Paul, tras dejar su puesto de oficial de marina.
1861Viaja por Noruega y Escandinavia, gracias de nuevo a Hignard, quien lo acompaña. Durante su ausencia nace su único hijo, Michel.
1862Dumas hijo, probablemente el primer lector del manuscrito de una novela titulada en ese momento Voyage en ballon (inspirada en el interés general por el globo aerostático, «el más ligero que el aire», así como en el hecho de haber conocido a Nadar, defensor a ultranza de ese medio de transporte), contacta a Verne con el novelista Brichet, quien le presenta a su vez al editor P.-J. Hetzel. Nacido en 1814, librero, editor y escritor, miembro del Partido Republicano, jefe del gabinete de Asuntos Exteriores para Lamartine en 1848 y miembro más tarde del ministerio de Cavaignac, Hetzel se exilia en 1852, vuelve a París gracias a la amnistía y revive la editorial fundada por él mismo en 1843, con el doble propósito de comercializar ediciones baratas de grandes escritores (Hugo, Sand, etc.) y literatura específicamente juvenil. Da algunos consejos a Verne y le pide que le traiga otra vez el manuscrito en quince días. Finalmente es aceptada como Cinco semanas en globo, y Hetzel se hace con la colaboración del escritor para la revista juvenil que está preparando, Magasin d’éducation et de récréation. El contrato estipula la entrega de tres libros al año, a razón de 1.925 francos por volumen (algunas novelas ocupan dos tomos). Verne tiene la esperanza de vivir por fin de su pluma, algo que siempre agradecerá al editor, amén de sus consejos y correcciones. Prepara un artículo sobre Poe, a quien lee desde 1861.
1863Sale a la venta Cinco semanas en globo, cuyo éxito entre los adultos se beneficia de la construcción del globo de Nadar, Le Géant, que efectúa su primer vuelo el 4 de octubre. Verne es uno de los dos censores de la Société d’encouragement pour la locomotion aérienne au moyen d’appareils plus lourds que l’air, cuya sede se encuentra cerca del estudio de Nadar. La aeronave, o el artefacto «más pesado que el aire», no aparecerá en su obra hasta mucho más tarde, en Robur el conquistador. Elogia los proyectos de Nadar en un artículo para Musée des familles, «A propos du Géant».
1864Cierra un nuevo contrato con Hetzel para el segundo título, dos volúmenes en los que lleva trabajando desde 1863 y que al principio se titulaban Les anglais au pôle nord y Le désert de glace. En mayo de 1866, fecha de su publicación en tomo, el título general será Aventuras del capitán Hatteras. Es la primera novela que se incluye en el lanzamiento del Magasin d’éducation et de récréation de Hetzel, donde aparece por entregas (más largas que las de folletín). Publica en Musée des familles una novela histórica, El conde de Chanteleine (escrita entre 1852 y 1861), y el artículo elogioso sobre Edgar Allan Poe. Escribe Viaje al centro de la Tierra, enviada a la imprenta en agosto y publicada en un volumen el 25 de noviembre. Se establece en Auteuil en una casa con todas las comodidades, y liquida, aunque con gran dificultad, su cargo de agente de bolsa.
1865A partir de septiembre publica por entregas De la Tierra a la Luna en el Journal des débats. Presenta en Musée des familles la novela Los forzadores del bloqueo, que trata sobre la guerra de Secesión (y sobre el uso del cañón, base para el proyecto de los militares retirados del Gun-Club). Trabaja en Grant y le habla a Hetzel de un Robinson con el que sueña superar a sus predecesores. Las pocas páginas que ha escrito son rechazadas con bastante dureza por Hetzel. Verne abandona el proyecto provisionalmente, aunque lo retomará en La isla misteriosa. Un nuevo contrato le reportará hasta tres mil francos por volumen. Se reúne con su hermano en Burdeos, haciendo en barco tanto el viaje de ida como el de regreso, y vive una tormenta que lo deja fascinado. Anuncia la preparación de un Voyage sous les eaux, cuyo primer volumen ya estará planeado en enero de 1866 (es el futuro Veinte mil leguas de viaje submarino).
1866Se instala en Crotoy, aunque con un pied-à-terre en París. En este puerto del Somme, bastante próximo a Amiens, ha estado ya de vacaciones. Aborda la continuación para Hetzel de la Géographie illustrée de la France et de ses colonies, empezada por Lavallée.
1867Acaba la Géographie. Entre marzo y abril viaja a Estados Unidos a bordo del Great Eastern; visita Nueva York y las cataratas del Niágara. Hay muy mala mar en la ida. El relato del viaje, proyectado ya en aquel entonces, acabará siendo Una ciudad flotante (1871). En mayo empieza a publicarse Los hijos del capitán Grant. Trabaja en el Voyage sous les eaux, cuyo manuscrito entrega a Hetzel en agosto, y da pie a muchas discusiones. Prepara al mismo tiempo Alrededor de la Luna.
1868Empieza la Historia de los grandes viajes y los grandes viajeros y reescribe el segundo volumen de Voyage sous les eaux. Viaja a Londres. Compra su primer barco, el Saint-Michel I.
1869Envía el manuscrito de Alrededor de la Luna, cuyos cálculos han sido revisados por Henri Garcet, primo y colaborador de Bertrand, secretario perpetuo de la Académie des Sciences (ya hizo lo propio en De la Tierra a la Luna). Todos estos manuscritos y galeradas van y vienen de Verne a Hetzel, que los corrige o sugiere modificaciones. Veinte mil leguas de viaje submarino se publica en marzo en el Magasin, «fraccionado», para gran disgusto del autor, mientras que Alrededor de la Luna lo hace en el Journal des débats. Se instala en Crotoy, alquila un pied-à-terre en Amiens y se desprende de la casa de Auteuil.
1870Aparece en un solo volumen Alrededor de la Luna. Publica El descubrimiento de la Tierra, primer tomo de la Historia de los grandes viajes. En agosto, a propuesta de Ferdinand de Lesseps, y con la ayuda de un crítico influyente, Weiss, recibe la cruz de la Legión de Honor en uno de los últimos actos del gobierno de Napoleón III. Vuelve a trabajar en el Robinson. En mayo envía las pruebas de Una ciudad flotante. Remonta el Sena en el Saint-Michel I, la resistente embarcación de pesca reacondicionada que compró dos años antes. Durante la guerra es guardia nacional en Crotoy y se lamenta por la falta de armas, mientras su mujer se refugia en Amiens con sus hijos.
1871V