Hola, mamá:
Soy yo.
Soy ese hijo que solamente te atreviste a imaginar en un par de noches de insomnio, cuando no sabías «qué más hacer conmigo» y, sin darte cuenta, te rendiste a confiar.
Sí, soy ese adulto feliz que, con lágrimas en los ojos, dibujaste para consolarte del mal día que te hice pasar en aquel cumpleaños de la abuela.
Soy ese hombre cariñoso, tranquilo y maduro por el que rezaste muy bajito la tarde en la que me escapé a casa del vecino y estuvisteis horas buscándome.
Lo siento. Siento no haber sido un niño fácil, pero es que la vida me tenía preparada mucha vida. Necesitaba lo mejor de ti. Necesitaba una apuesta a ciegas por tu parte, que rompieras todos tus esquemas, que te lanzaras al vacío conmigo. Necesitaba una prueba de seguridad, pero no hacia mí, sino hacia ti misma.
Necesitaba que fueras consciente de todo el amor que tú eres, ¡y vaya si lo conseguí! ¿Crees que, si hubiera sido fácil, habrías podido crecer conmigo? ¿Crees que habrías podido darte cuenta de tu luz si yo no hubiera insistido en dejarnos a oscuras?
Nada de lo que pasó fue un error, mamá; todas nuestras discusiones, nuestros gritos y nuestros portazos formaban parte de la coreografía de un despertar mutuo. Hicimos mucho ruido porque los dos vibramos fuerte, mamá, porque nos necesitábamos para construirnos un nuevo camino.
Soy todo lo que te atreviste a ver en mí cuando yo no sabía aún cómo pedirte lo que necesitaba, cuando el mundo nos decía que querernos pasaba por enfrentarnos, cuando no nos acordábamos de que hablábamos el mismo idioma. Soy todo lo que te negaste a renunciar cuando yo crecí, poniendo así en duda tus expectativas.
Con aquellos «Tu hijo va a acabar mal, María», a los que tú respondías «Todos estamos aprendiendo…», comprendí que eras la primera que no se lo ponía fácil al mundo, que sin saberlo ibas cada día transformando la culpa en lecciones de fortaleza para mí. Fuimos una revolución de compasión, y ahora entiendo que no era yo a quien te referías con tu respuesta.
Soy, y siempre fui, ese hijo que en todo momento mereciste. Solamente necesitaba tener tiempo para disfrutar de tu ejemplo. Solo necesitabas ser consciente de que tu mirada fue mucho más que magia para mí y de que me estabas enseñando la forma en que tú retabas al mundo con cada «Lo conseguiremos, hijo mío».
Y ¿sabes qué es lo más importante? Como tú me quisiste tanto, a pesar de los miedos, a pesar de las miradas torcidas y de los juicios ajenos, yo he mantenido mi guiño de payaso, mi gesto de sorpresa cuando me cuentan algo y mi hoyuelo cuando estoy enfadado.
Me trajiste de la mano a este hombre agradecido, sin perder al niño por el camino.
Gracias, mamá
INTRODUCCIÓN
Pretender escribir un libro «práctico» sobre educación sería, en mi caso, como intentar redactar un diccionario del viento o un manual de instrucciones de los besos. Sería una tarea para valientes o personas altamente creativas, mucho más que yo, porque la idea misma de «educación» es, para mí, solamente eso, una idea. Es un proceso vivo que se materializa de forma única en cada individuo y que evoluciona con sus circunstancias.
Según lo que he podido averiguar, a través de años de observación y estudio, las personas «educadas» son aquellas que han tenido la posibilidad de aprender los códigos de comportamiento de su entorno, de manera que han sido capaces de crecer a nivel individual, nutriéndose del grupo y nutriéndolo al mismo tiempo con su presencia. Son personas que han encontrado su lugar en la familia y en la sociedad, y que aportan vivencias de manera significativa en sus círculos de referencia; que han tenido acceso a experiencias de conexión, de conflicto, de incomodidad, de cooperación, de exclusión y de adaptación. Son personas que no han tenido más remedio que aprender del entorno o crear un método propio sobre cómo encontrar ese lugar que las sitúa en el mundo.
Intuyo que estarás pensando que por eso hay tanta gente que parece «perdida»: estamos en una época de déficit de experiencias sociales significativas.
Pero no te preocupes, porque realmente lo que trato de decirte es que, si lo piensas bien, no tenemos que hacer nada para educar a nuestras hijas y a nuestros hijos, de la misma forma que no tenemos que enseñarles a hablar.
Acompañar a nuestras hijas y a nuestros hijos en su desarrollo debería ser un proceso natural, sin más metodología que compartir el camino con ellas y ellos. La cuestión es: ¿qué camino?
Por ejemplo, si queremos que desarrollen su capacidad innata para comunicarse con sus semejantes, solo debemos comunicarnos con ellas y ellos.
No es necesario nada más que interactuar y establecer conexiones significativas. Incluso en los casos en los que se presenta algún tipo de diversidad respecto a las formas «normotípicas» de comunicación, se cumple esta misma ecuación.
Comunicando se aprende a comunicar.
Si queremos «educar» a las infancias que acompañamos, tenemos que relacionarnos con ellas como queremos que ellas se relacionen consigo mismas y con los demás.
Tenemos que practicar con nuestras hijas y nuestros hijos los códigos, traducirlos al idioma del juego. Debemos desplegar frente a ellas y ellos todo nuestro «catálogo» de virtudes humanas para que, sencillamente, «hablen» a través de estas. Tenemos que ejercer de personas, ser modelos de aprendizaje y crecimiento desde el agradecimiento y la curiosidad.
Entendiendo que el ser humano tiene entre sus capacidades innatas el aprendizaje basado en la observación y en la práctica por ensayo-error, educar podría ser sinónimo de vivir una vida plena al lado de nuestras hijas y nuestros hijos.
Ya somos todo lo que, con nuestra idea fragmentada y vertical de la vida, pretendemos enseñar.
Por eso, creo que ni hay ni debería existir un «manual de instrucciones» del ser humano. El día que lo haya, probablemente habremos dejado de serlo.
Además, sería una incoherencia difundir una metodología que defiende los procesos por encima de los resultados, las herramientas de «sembrado» y de acompañamiento sin expectativas y la educación desde el respeto y desde la esencia, y luego escribir un listado de indicaciones concretas, del tipo: «Si pasa esto, haz esto». Para eso ya tenemos el conductismo, ¿no?
En este libro vamos a seguir profundizando en los procesos que atraviesa la infancia, para comprender de qué manera podemos acompañar a nuestras hijas y nuestros hijos preservando y celebrando todas las capacidades humanas que las personas adultas no somos capaces de distinguir en momentos intensos o situaciones que se salen de nuestros «planes perfectos».
Vamos a construir pilares sobre los que poder sentirnos estables, y por eso voy a compartir los conceptos que me han ayudado a escribir mi historia familiar con el idioma de la confianza plena, desde una posición de seguridad, mucho más allá de mis experiencias o mis conocimientos.
El propósito de este texto es muy ambicioso. Me gustaría que, al terminar de leerlo, jamás volvieras a dudar de tu capacidad para educar, ni de la capacidad de tus hijas e hijos para alcanzar todas aquellas metas que han venido a conquistar.
Me encantaría que este libro fuera, para ti, más que un manual sobre educación, la última página del cuaderno de bitácora de ese náufrago que finalmente encuentra tierra firme. Y también, el último capítulo en tu búsqueda de un salvavidas y el primer mandamiento de tu nueva vida, sin necesidad de sentir que tienes que ser rescatada de tu maternidad.
Para todo, aunque aún no lo entiendas, te propongo una apuesta segura, la única «metodología» educativa que no pretende serlo: Confianza cien, expectativa cero.
BLOQUE I
La vida tiene todos los argumentos para que le devolvamos nuestra confianza sin dudar ni un momento, para que le entreguemos las riendas del metro cuadrado que habitamos y nos pongamos en sus manos.
El problema es que, a veces, la vida tiene que gritar muy fuerte para que la escuchemos.
El truco está en no alejarse demasiado de la vida mientras la vas recorriendo, para que así pueda enseñarte de cerca, para que no la obligues a ir a buscarte, para que pueda mostrarte el camino susurrándote al oído.
Tenía diecinueve años, estaba en mi primer año de carrera y en el quinto curso de conservatorio, y mi abuela acababa de fallecer. Recogí mis cosas y me fui muy lejos. No era capaz de soportar todo lo que en esos momentos parecía que quería romperme desde dentro. Justo cuando iba a emprender el vuelo, el mundo se estremecía con los atentados del 11S, así que mi aventura comenzó teniendo que decidir si volaba a Londres cinco días después de aquella tragedia o me quedaba en una vida sin mí.
Al parecer, en ese momento aún no habíamos normalizado el miedo, así que volé. Me fui convencida de que «era mayor» para dar ese paso.
El plan era llegar y buscar trabajo. Me había rendido frente al sistema educativo a nivel global y, después de una trayectoria de notas impecables que me costaron un colon irritable, no quería ver un libro. Ni siquiera estaba entre mis propósitos aprender el idioma. Solo necesitaba escapar. Ahora lo recuerdo y entiendo lo que significa decidir desde ahí, desde la necesidad de huir.
Encontré trabajo en una fábrica de componentes electrónicos que estaba en la zona 6. Yo vivía en la zona 1.
Una mañana no pude llegar a tiempo al autobús que nos recogía y tuve que ir por mis propios medios a la fábrica. Nos habían dado una tarjeta con instrucciones para poder llegar por nuestra cuenta.
Hace poco descubrí que tengo discalculia, que es como la dislexia, pero con los números. Tardé treinta años en darme cuenta de que no era culpa mía vivir perdida, y, mientras tanto, me he sentido muy idiota bastantes veces.
No me gusta hablar de cifras o fechas, ni cuando la cajera te dice: «Si me das siete, te devuelvo justo». Te