El regalo de Miranda

Luján Argüelles
Luján Argüelles

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

Decir que tener un hijo te cambia la vida es una obviedad y, además, se queda corto. Por otro lado, son muchas las vivencias —y más los relatos— que se han hecho y se harán ante un episodio tan «sobrenatural» —entendiendo por ello, y en clave metafórica, que dar a luz una vida es algo mágico—. Cada uno de nosotros podemos dar fe, solo atendiendo a nuestro entorno, de la multitud de experiencias sobre la maternidad que hemos escuchado. Por eso, repetiré en varias ocasiones a lo largo de estas páginas que todo lo que escribo es sobre mi experiencia, mi manera de enfocarla, de encajarla, de abordarla y de exprimirla. No hay una única manera de ser madre o padre. Aquí está recogida la mía.

Podría decir, como gran titular, que fue un auténtico tsunami. Sin duda, un gran cataclismo emocional, personal y laboral no comparable con nada de lo que había vivido hasta ese momento ni de lo que he experimentado después. Lo calificaría como el gran aprendizaje, la mayor responsabilidad a la que me he enfrentado y el gran desafío que me ha planteado la vida. Y, fundamentalmente, el gran regalo que me ha hecho. Sin embargo, al principio no fui capaz de verlo ni entenderlo así. Para expresarme y que se comprendan con más profundidad las cosas que quiero exponer, utilizaré a menudo muchas frases que se han convertido en mantras y que me resultan muy útiles en el día a día. Lanzo algunas muy certeras:

«La vida la vives hoy para entenderla mañana». Fue lo que pasó.

«El alma necesita crecimiento, como crecen las plantas o el pelo. No puede estar estancada». Y eso era lo que iba a ocurrir.

«Cada momento de la vida es un milagro y un misterio». Estaba justo ahí, ante el misterio de por qué mi vida me colocaba ante ese escenario sin quererlo y ante el milagro que suponía la llegada de Miranda.

Pero empecemos por el gran día, porque se acumulan un montón de cosas que debería contar.

Nunca antes había pensado ni programado cómo sería la Luján madre ni en qué momento tomaría la decisión de traer una vida al mundo. De hecho, no tenía ni la menor idea de si iba a hacerlo algún día porque no estaba convencida de desear formar una familia ni había sentido la llamada de tener descendencia. Creo que, como muchas de mi generación, estaba educada en lo importante de ser independiente, desarrollar una carrera profesional sólida y aprovechar las ventajas de estar en un momento histórico en el que las mujeres «tienen voz y voto», así que, vivía enfrascada en esa vorágine sin pensamientos relacionados con churumbeles y hogares. Ya tendremos tiempo de analizar cuánto nos limitan o posibilitan las grandes verdades provenientes de nuestro entorno más cercano, y cuánto de ese entorno es artífice de las decisiones que vamos tomando con vistas al futuro… Ahora trato de explicarte y compartir cómo analizo hoy en día el porqué de lo que sentí o viví.

Lo cierto y verdad es que llegó por sorpresa y de sopetón. No había intención ni hoja de ruta y tampoco había un escenario donde encajar esa bienvenida. Se había convertido en un problema de Estado.

Pero llegó y se confirmó. Recuerdo que ni tan siquiera sospeché que estaba embarazada hasta que una sastra de la televisión hizo un comentario que, por otro lado, me molestó.

—A esta chica le ha cambiado el cuerpo, tiene las caderas más anchas —le dijo a mi estilista—. ¿Está embarazada?

—Qué cosas dices, Lara. Habrá cogido unos kilos. Tengo una relación de amistad con Luján. Si estuviera embarazada, yo lo sabría —contestó airado Antonio.

La sastra no se equivocaba. Yo no tenía ni idea de la buena nueva, puesto que llevaba años sin prestar atención al calendario de fertilidad. Posiblemente porque en mi subconsciente se había instalado la idea de la imposibilidad y porque no tenía ninguna intención de encontrar los días óptimos para darle continuidad a la especie. Cuando pienso en todo aquello, siento una enorme culpa por mi actitud. O más bien, vergüenza por mi inconsciencia. Reflexiono sobre la cantidad de mujeres que, en estos momentos, sufren el paso de los años y ven mermadas sus posibilidades —con la frustración de tener claro que desean ser madres y no conseguirlo—.

Pero también es cierto que cada uno de nosotros tenemos nuestra biografía, nuestra historia de vida y siempre hay un porqué, un por algo, un significado. Es recomendable, a una determinada edad, ser consciente de ello y encajar todos los interrogantes. Si no es así, tengo la sensación, después de todo lo que he vivido, de que no encontramos el sentido de la vida en su máxima expresión. De cualquier manera, hablar de este tipo de cuestiones sería objeto de otro libro.

Sigo con lo que estaba. Luján madre. Al salir de aquella prueba de vestuario para un programa que estábamos preparando, mi estilista me comentó el suceso. Repito que me contrarió el comentario. «¿Más ancha o más gorda? GRACIAS». Sin embargo, algo en mi cabeza me recomendó cerciorarme sobre la hipótesis de un embarazo.

—Mientras grabo en el plató hazme un favor, Antonio. Vete a la farmacia que está enfrente y compra un aparato de esos.

—Anda, no te obsesiones que te vuelves loca con cualquier cosa —me contestó.

—No, de verdad, vete porque el fin de semana pasado, un amigo bromeó con este tema y me estoy empezando a agobiar.

Atención a la palabra: agobiar. Eso era lo que me generaba tan solo el pensarlo. Entendamos que, si no está en los planes la llegada de un hijo a tu vida, solo la idea agobia.

Por resumir, esa misma noche se confirmó. Y lo cierto es que no lo acepté. No lo comenté con nadie, no compartí el resultado y las dos rayitas me parecieron un error o una broma que me estaba gastando la farmacéutica, así que, al día siguiente por la mañana repetí la prueba. Paseo a la farmacia, compra del dispositivo y volvemos a la carga. Dos rayitas. No había error, nada de bromas, Miranda era una realidad.

A partir de ese momento Luján empezó a cambiar. De hecho, lo sigo haciendo y es, precisamente, el gran motivo por el que escribo este libro.

Durante meses, encajar esa situación supuso mucha desazón. Personalmente, insisto, no tenía un deseo irrefrenable por convertirme en madre, no sabía si la persona con la que compartía mi vida era el gran compañero de viaje que me gustaría; profesionalmente estaba en un momento álgido y necesitaba prestarle mucha dedicación a eso; aún no había agotado todas las posibilidades que me brindaba la treintena; quería seguir acumulando experiencias y necesitaba libertad de movimiento; la casa en la que vivía era espectacular y cumplía todos los requisitos de una mujer independiente y expansiva que organizaba reuniones y fiestas con mucho networking, y donde un bebé estaría muy desubicado —era una construcción muy moderna y nada operativa para un niño—. Etcétera, etcétera.

¿QUÉ HAGO CON ESTO?

¿CÓMO LO ENFOCO?

¿CÓMO LO ASUMO, CÓMO LO ACEPTO, CÓMO LO GESTIONO, CÓMO LO COLOCO?

¿¿¿CÓMO PUEDE SER???

Ahora mismo, escribiendo sobre todos los interrogantes que me asaltaron en aquel momento, sigo sorprendiéndome del giro de guion que supuso la llegada de un retoño. Sigo maravillada por cómo he evolucionado en todos estos años; me quedo pasmada cuando me paro a pensar en cómo lo he interiorizado, y maravillada con el mundo que se abrió paso ante mí.

De hecho, he tomado unas notas de lo que significa Miranda en mi vida a día de hoy. Siento pudor al escribirlo, pero es tal cual lo he reflejado en el papel. Ahí va:

«He descubierto la grandiosidad y la belleza de la vida. Miranda es la portadora de conocimiento continuo y, sin lugar a dudas, la maestra que impartió mis primeras clases sobre la verdadera sabiduría».

¡Pero no lo sabía! La vida estaba haciéndome su mayor regalo y yo estaba ciega ante él. ¡Qué ignorante era y qué afortunada fui!

Tardé un tiempo en hacer el descubrimiento, en darme cuenta del camino de transformación que estaba haciendo y de la cantidad de regalos que iba a traerme. A veces ocurre que no nos percatamos del enorme potencial de los acontecimientos que nos tocan vivir y los analizamos desde las verdades absolutas del momento sin dar paso a nuevos análisis y perspectivas que son los que en realidad nos llevan a un nuevo crecimiento. Y ese es el sentido de estar aquí: crecer, avanzar y conquistar un nuevo «yo» a medida que pasa el tiempo.

Hablaba en un párrafo anterior de mi educación. Querría reflexionar sobre ello porque ¿hasta qué punto la historia de un país, de una sociedad, de un pueblo, puede influir en las decisiones individuales de sus miembros? Siendo más concreta, me gustaría saber con precisión cuánto impactó en mi forma de ver las cosas y en mi biografía ser hija de una generación marcada por la limitación de libertades para las mujeres. Me explico porque no quiero hacer un discurso político, solo entender que la educación que damos a nuestros retoños será la semilla sobre la que se desarrolle su vida —qué gran responsabilidad—.

En mi caso, y en el caso de las mujeres de mi quinta, fuimos guiadas por unas madres, desde las más progresistas hasta las más frustradas con el rol social impuesto, que volcaron sus esfuerzos en recordarnos cada día lo importante que era ser independiente y libre, poder decidir y ser autónoma, formarse en la universidad y ejercer una profesión, dar prioridad a lo académico para luego tener el control de nuestras decisiones y la batuta de nuestra economía. Ellas fueron mujeres que no pudieron salir de la cocina, que descubrieron la democracia de adultas tras una dictadura y accedieron al voto después de mucho batallar. Señoras que asistieron a la aprobación del divorcio en nuestro país como consecuencia de lo anterior.

No pretendo lanzar aquí soflamas feministas ni alegatos contra el machismo imperante, solo intento recordar cómo fui educada, cómo era aquella Luján que se abría paso en la vida y por qué tomaba sus decisiones. Además, no es buena idea generalizar o dogmatizar.

Sin embargo, tampoco es buena idea olvidar sin aprender de lo vivido. Me he encontrado con demasiadas «señoras» de mi edad —ya tenemos unas cuantas arrugas— que comparten este mismo pensamiento. Tal fue el hincapié que se hizo en que entendiéramos el mundo de posibilidades que teníamos a nivel individual que muchas olvidamos la importancia de lo colectivo —pareja, familia, descendencia—. Empeñadas en realizarnos y tener casa y coche, iban pasado los años sin pensar en los óvulos.

(Si no estás de acuerdo con lo que acabas de leer, lo entiendo. Hay ocho mil millones de personas en el mundo y ocho mil millones de maneras de ver una misma realidad. Solo comparto aquí una de las hipótesis que me ha convencido del porqué llegué a los —casi— cuarenta sin plantearme una vida familiar. Es un problemón el bajo índice de natalidad que tenemos —no es una hipótesis, es una realidad—. Ahora pienso que hubiera sido maravilloso haber disfrutado de la maternidad mucho antes, pero estaba programada para alcanzar otras metas). Desde que fui madre se desencadenó en mí una necesidad de reconocerme y encontrarme, un deseo ardiente de volver a leer mi libro de instrucciones y sintonizar bien los canales. Sentía que estaba en otro mood, en otro pentagrama, en un escalón diferente y había llegado la hora de la metamorfosis. Estaba dentro de la crisálida y en plena transformación para convertirme en una mariposa. Al igual que ellas, los seres humanos vivimos nuestra metamorfosis de forma diferente —el tiempo de conversión depende del tipo de insecto o de las condiciones de temperatura—. En mi caso, estuve casi cuarenta años siendo una oruga y metida en el huevo de mis verdades limitantes. Pero se hizo la luz y di a luz a Miranda y a mí misma —es muy ñoño, diría que ridículo, lo que acabo de escribir, pero así fue—.

Cierto es también que durante este tiempo han cambiado muchas cosas en mi vida que me han llevado adonde estoy —siendo, a priori, grandes catástrofes emocionales—. Separarme del padre mi hija me supuso otro gran mazazo. La historia de una familia perfecta se rompió y los inconvenientes que ello conlleva son muchos. Entender que no era posible ser un triángulo perfecto pero sí un triángulo indivisible ha sido otro grandísimo nudo que hemos ido deshaciendo con el tiempo con el objetivo de caminar juntos pero no revueltos para acompañar a Miranda en su crianza y desarrollo.

Es muy difícil convenir desde el desamor, pero se hace más sencillo cuando lo haces desde el desapego. Cuando no permites que tus emociones más destructivas se impongan y dejas paso a las que suman y aportan —a las que tienen que ver con la impresionante tarea de contemplar a un ser humano avanzar libre y sin bloqueos externos— eres mucho más capaz de perdonar y perdonarte por no haber conseguido ser un modelo perfecto. Te permite aprender y ser muy consciente de que no responder a las expectativas de un entorno tradicional no te convierte en un fracasado, un inmaduro o un inestable. Descubres un camino diferente de entendimiento y de avance que también es mágico porque te obliga a desarrollar la paciencia y a olvidarte del «yo» para priorizar el producto del «tú y yo» —que no es otro que tu hijo—. Parece un trabalenguas ¡y así es en muchas ocasiones en tu cerebro! Pero es crucial recordárselo en multitud de momentos para salir del bucle de tu intransigencia sumada a la intransigencia del otro.

Estamos asistiendo a una oleada de rupturas familiares que necesitan urgentemente asimilar el nuevo escenario que se abre. De no hacerlo, nuestros hijos son los verdaderos náufragos del tsunami que ello conlleva. Y es posible —y muy sanador para nosotros, los padres— hacerlo mejor, con más responsabilidad y amor. Recuerdo y subrayo el mantra que me guía por si puede servir en algo:

«Somos un triángulo indivisible por mucho que nos hayamos convertido en un triángulo imposible. Mi hija es tu hija y es un cincuenta por ciento de ti más lo mismo de mí».

No convivimos, no nos amamos, no nos acompañamos en nuestra biografía futura, pero hemos escrito el capítulo más bonito juntos, por y para siempre. ¿El resultado? El precioso diamante al que ambos tenemos que dar forma para que brille con toda su fortaleza y en todas sus caras.

Para concluir, llevo nueve años al lado de Miranda en modo apertura y aprendizaje. A través de ella y su proceso de maduración, vuelvo a colocar las piezas y a observarlas desde la madurez y la serenidad que me ha traído este momento. Sin olvidarme de la importancia de acompañarla con la mayor sabiduría que pueda, despojándome de todas las capas que se fueron creando a lo largo de mi trayectoria que no me permitieron ver con claridad la inmensidad de mi «yo» y de mi papel en esta locura llamada mundo. Ese mundo es un disparate fascinante que me divierte profundamente y del que no paro de absorber enseñanzas; y ha dejado de ser, por fin, un entorno opresor donde el ritmo está impuesto sin opción de salida. Es más, tengo la certeza de que estoy ante un videojuego en el que debo pasar pantallas con cada vez más nivel de dificultad. Si quieres avanzar, tienes que alcanzar una determinada puntuación, si no, te quedas atrapado en ese nivel.

Y con esa interpretación, intento que Miranda sea una experta gamer, al nivel de Ibai Llanos o Mikecrack, para que no pare de sumar puntos y nunca se quede anclada. Me gustaría que no tuviera que esperar tantos años como yo para descubrir todos los trucos del juego, así que se los voy chivando. Siempre a sabiendas de que algunos van a servirle y otros no funcionarán en su pantalla porque así es este dichoso entretenimiento en el que estamos. Nunca despejas todas las incógnitas y cada uno de nosotros tenemos que descubrir individualmente si nos funcionan las mismas estratagemas que al de al lado. Solo hay una norma común y eficaz: esta partida la ganas si te concentras en ser tu mejor versión, y esa siempre es el resultado de muchas pantallas anteriores —algunas cargadas de marcianitos a los que tienes que exterminar y otras con muchos comodines—.

Entramos ahora en la parte donde hablo de todo lo que aprendo con ella y de ella. Todos los pensamientos y reflexiones a los que me empuja. La gran cantidad de incógnitas que me plantea. Los innumerables escenarios sin respuesta que pone encima de la mesa. El sinfín de situaciones en las que me lleva a cuestionarme mis verdades absolutas.

En resumen, cómo me lleva sin proponérselo a encontrar la verdadera sabiduría de la vida: cuál es mi propósito y en qué medida puedo orientarla a encontrar el suyo.

Antes de eso, me gustaría agradecer a la editorial que haya considerado que mis vivencias y la forma en la que acompaño a mi hija en su desarrollo pueden ser interesantes. Debo confesar que, cuando me lo plantearon a raíz de una entrevista en la que comentaba el gran regalo que supuso Miranda para mí, me generó algunas dudas puesto que no soy ninguna autoridad en el mundo educativo, el coaching o el ámbito de la psicología. Sin embargo, después de varias reuniones, entendí que su deseo no era publicar un tratado sobre la nueva forma de educar o un estudio sobre educación responsable. Simplemente pretendían que volcara en unas páginas mis pensamientos sobre este momento de mi vida que había sido tan peculiar y tan constructivo. Entiendo que les sorprendía el cambio de paradigma que planteaba y cómo había pasado de ser una mujer exitosa pero que se confesaba perdida, a convertirme en una señora segura y apasionada con todo como consecuencia de un «problema de Estado» llamado Miranda.

Siguiendo esas directrices, arranqué a escribir capítulos recogiendo momentos, ideas, reflexiones o dudas que me van asaltando en mi faceta de mamá. Es un relato muy personal y seguro que muchas de las cosas que cuento no se alinean con tus teorías. ¡Fantástico! Todos estamos aprendiendo a protagonizar ese papel de progenitores, así que somos compañeros en esta tarea. Es de enorme utilidad que compartamos nuestras aventuras y les saquemos todo su jugo. Cuanto más nos preguntemos cómo preparar el siguiente capítulo, más respuestas iremos encontrando. Así que, cualquier apunte que pueda serme útil, estaré feliz de poder descubrirlo y aplicarlo. Aquí dejo mi mail por si alguien quiere compartir sus andanzas conmigo: lujanarguelles@hotmail.com.

Por último, puede ser que se queden temas en el tintero. Mejor. Ir descubriendo poco a poco todos los recovecos que esconde la fascinante experiencia de vivir es el mejor motor para el movimiento. Tener la certeza de que hay más sorpresas guardadas despierta nuestra curiosidad y nos impulsa a seguir. En consecuencia, saber que no conoces todas las respuestas es estupendo porque te mantendrá en modo aprendizaje y, por tanto, en evolución constante.

Nuestros hijos son una gran oportunidad que se presenta en nuestra vida para repasar cada esquina, cada pliegue, cada punto ciego que hay dentro de nosotros y que, de otra manera, puede que no decidiéramos explorar. De esta forma lo interpreté cuando me di cuenta de cómo mi cuerpo respondió ante la llegada de mi hija.

Después del cataclismo brotó una necesidad de cambio que me ha llevado hasta aquí, y estoy absolutamente convencida de que la responsable de mi nuevo «yo» fue ella.

Fue Miranda, mi gran regalo.

1

MI HIJA, MI TESORO.
¿Y MI TRABAJO?

Miranda es una prioridad en mi vida. Quizá es una afirmación que, como madre, no tiene mucho sentido que haga, después de lo dicho anteriormente. Sin embargo, es algo que me repito muchos días en mi vida. ¿Por qué?

Me encanta mi trabajo y no barajo la posibilidad de renunciar a él. Sería como abdicar de una de las misiones más importantes que tengo para desarrollarme plenamente como ser humano. Por tanto, es un conflicto que me asalta en muchas ocasiones. ¿Acudo a esta cena de empresa o doy una excusa —más o menos creíble— para quedarme viendo Henry Danger con ella? ¿Acepto este nuevo reto profesional o implica días fuera de casa y tengo que desestimarlo? ¿A qué hora pongo el cartel de «recibimos mañana»?

Leí una frase que veo que se torna muy certera. La comparto:

«Cuando dices que no tienes tiempo para nada o que tienes tiempo para todo, es que algo estás haciendo mal».

Si la analizo con detalle y la aplico a mi situación actual, se convierte en un mantra. Dar respuesta a las diferentes cuestiones que me plantea la Luján madre y la Luján comunicadora implica tener tiempo para algunas cosas y dejar otras a un lado. O lo que es lo mismo, elegir —casi— constantemente. Con sinceridad, eso no es fácil para mí. Creo que, para la mayoría de nosotros, elegir implica renuncia, pérdida, sentir que avanzas en una dirección dejando otros caminos sin recorrer. Y da miedo equivocarse.

Sin duda, hay decisiones que no son determinantes y que resuelves en pocos minutos. Me suelo decir con contundencia:

«Querida, la Luján comunicadora tiene que entender esto: ahora mismo, tu prioridad es Miranda».

El conflicto de mayor grado llega cuando se cruzan oportunidades que vienen disfrazadas de únicas. Esos proyectos que, a todas luces, son un escalón más en tu carrera pero que requieren esquinar a mi hija durante un periodo. Ahí sufro, me cuesta, me siento víctima y me pregunto ¿por qué a mí?

Normalmente, cuando tomas la decisión y pasan los meses, descubres que sigues siendo una mujer muy válida y sin limitaciones. Es decir, que nada es para siempre y que nunca dejan de llegar nuevas cosas. De repente, ese programa único y necesario para tu currículum ya no lo es tanto y aparece una nueva ilusión que sí es compatible con tu papel de madre. Pasado el tiempo, hacer de tu prioridad una brújula u oráculo tiene un resultado satisfactorio. No obstante, no te libra de volver a sentir una desazón enorme cuando vuelves a enfrentarte a una situación similar.

Cuando nació mi hija me despidieron de mi trabajo. No fue un despido al uso. Simplemente, el anuncio de que estaba embarazada y la no renovación de mi contrato en la cadena coincidieron. Para que se entienda bien, yo trabajaba en televisión. Estaba presentando diferentes espacios en el canal Cuatro de Mediaset. Corría el mes de diciembre de 2014. Mi vinculación laboral con ellos se revisaba cada dos años. Así había sido desde 2008. No tenía ninguna duda de que firmaríamos nuestro compromiso por dos nuevas temporadas y estaba absolutamente tranquila. Me equivocaba. Se anunció mi estado de buena esperanza en las llamadas revistas del corazón y la firma nunca llegó. Quizá no exista ninguna relación. De cualquier forma, dos meses después de nacer Miranda, volvía a estar trabajando para ellos. Y en diciembre de 2015 sellábamos un nuevo compromiso de dos años. Creo que no fue por casualidad… o quizá sí… No sé… da igual.

El hecho de no seguir vinculada a mi empresa durante la gestación fue un mazazo. Me salta a la mente el día en el que me encontré, con mi tripa de cinco meses, a un directivo de los implicados en el «no contamos con usted». Los ojos se me llenaron de lágrimas —que no brotaron porque controlé el dolor— y le expresé mi necesidad de hacer cosas, de que me tuvieran en cuenta. La petición cayó en saco roto. En esos momentos tan complicados, no conté con su apoyo. Fue durísimo y me produjo un enorme dolor. Sin embargo, creo que la herida que supuso todo este episodio fue la responsable del mágico cambio que he experimentado después.

Estoy absolutamente convencida de que ese sufrimiento fue la palanca que me llevó a desarrollar otras facetas profesionales que siempre había tenido y a las que no estaba dando salida. Por ejemplo: producir mis propios programas, hacerme socia de una productora, escribir formatos, enfocarme en el mundo de la empresa y los eventos, escribir un libro o cuidarme a mí misma para rescatarme. El dolor consiguió, años después, todo eso. Y la llegada de Miranda, de nuevo, mi gran regalo…

Por eso ahora siempre intento mantener mi mente en «modo espera». Le doy también al botón del «modo confía» y repito tres veces «la vida la vives hoy para entenderla mañana».

Desde antes de nacer, mi hija me ha estado enseñando y guiando. Me ha llenado el camino de túneles, a priori, sin salida, y ha conseguido que, de repente, viera el final y se hiciera la luz. Ha sido la responsable de empujarme a decidir y a avanzar. De soltar el victimismo y subirme al tren de las oportunidades. Antes de su llegada, caminaba siguiendo la ruta establecida y ahora cojo el GPS y elijo el destino. Suena un tanto exagerado —es que yo lo soy, soy muy expansiva y entusiasta— pero lo que es, es.

De cualquier manera, lo verdaderamente importante es que, con la llegada de mi compañera de vida —Miranda—, he podido descubrir que soy una mujer decidida y estoy dispuesta a escribir mi historia sin limitaciones o injerencias. Mi vida me pertenece. Mis decisiones son mías. El futuro me espera con múltiples finales para cada episodio, y Cervantes —que soy yo— se encarga de coger la pluma y escribir.

No obstante, el miedo está y aparece a pesar de tenerlo todo tan claro en apariencia. Vamos con algunos momentos clave en los que vino a visitarme con toda su artillería.

Mi hija tenía siete años. No hace mucho de esto. El motivo por el que los ejemplos son muy recientes es porque, cuando era bebé, me resultaba más fácil dejarla con mi madre y cumplir con mis compromisos. Ella no me preguntaba por qué ni me planteaba elegir. Yo sola daba respuesta a todo y organizaba mi calendario. Cuando fue creciendo la cosa cambió y ahora es muy diferente.

¿Por qué te vas, mamá?, ¿adónde vas, mamá?, ¿no puedes decirles que no, mamá? A través de la boca de Miranda, con esos interrogantes de si puedo o no puedo, la vida me lleva al límite y a la reflexión. En consecuencia, al aprendizaje. Pero sigamos con el relato.

Acababa de terminar un proyecto con TVE que había disfrutado mucho y había podido compaginar con mi vida —con mucho esfuerzo porque grababa fuera de Madrid y viajaba de madrugada para regresar en el mismo día—. Una vez a la semana dormía menos que los antiguos serenos, pero eso me resultaba mucho más fácil que eliminar la culpabilidad de no estar en casa. En cierta medida, me permitía compaginar todas las lujanes que hay en mí.

Sonó el teléfono y me comunicaron que tenían mucho interés en que liderara un proyecto de gran envergadura que se iba a empezar a grabar. No voy a dar muchos detalles sobre el mismo porque lo rechacé y lo puso en marcha otra compañera. Digamos que se trataba de la gran apuesta de la temporada en el horario de máxima audiencia. Me mostré encantada y me sentí superfeliz, solo que había un gran problema: tenía que estar tres meses fuera de España. Al oír eso, la alegría se esfumó y la incertidumbre dijo: ¡Hola!

Planteamiento de manera inmediata:

«Querida Luján comunicadora, sin duda, es una oportunidad impresionante. ¿Qué vas a hacer? La respuesta está en manos de Luján madre y, en estas cosas, ya has tomado la decisión de que ella sea el voto de calidad porque la prioridad es la niña».

Estuve un par de semanas dándole vueltas con muchísimo estrés y atormentándome por los posibles escenarios que tenía delante. El salario era muy alto y se trataba de un éxito claro y sin precedentes. Ese programa iba a triunfar seguro. Lo que suponía más ediciones en futuras temporadas.

La respuesta fue NO. Me costó y tuve miedo. Lógico. En cambio, poco después, otra nueva aventura llegó para hacerme olvidar lo anterior —que, por cierto, no tuvo la acogida esperada y no se renovó—.

El ejemplo que viene ahora también implica tomar decisiones. No tuve tanto temor al desenlace, pero me resultó muy complicado plantear mis necesidades.

Sonó el teléfono y me comunicaron que tenían mucho interés en que liderara un proyecto de gran envergadura. Lo de siempre, siempre cuentan lo mismo. Es paradójico que, luego, cuando pasan de ti porque consideran que no te necesitan, no te contestan nunca y tu profesionalidad no es tan grande —en esta frase hay rabia mezclada con ironía—. Continúo. Era una propuesta de Mediaset España para un programa en máxima audiencia en su canal Telecinco. Se titulaba Vaya vacaciones. Suponía viajar al Caribe durante veinticuatro días.

En un primer momento me entraron escalofríos y tuve la sensación de estar ante otra opción inviable —se avecinaba una negativa—. Sin embargo, me estaba precipitando a los acontecimientos y no estaba analizando todos los matices. Se hizo la luz.

—¿Cuándo me has dicho que se graba? —pregunté.

—Tienes que viajar el treinta de mayo y regresas el veintitrés de junio más o menos —me informó mi interlocutor.

—Para mí es un problema. Te comenté en nuestra reunión anterior que no voy a ponerme al frente de proyectos que impliquen irme de mi casa. Mi situación actual ha requerido que priorice mi familia y estoy en esas. Mi hija es muy pequeña y quiero estar con ella.

Solté abruptamente mi respuesta, probablemente debido al enfado que se apoderaba de mí ante una nueva pérdida en lo laboral.

—Sí, lo hablamos, pero son tan solo veinte días. Piénsalo y me dices. Es muy poco tiempo.

Colgamos y mi enfado se hizo mayúsculo.

«¿Poco tiempo?, ¿pocos días?, ¿piénsalo? Pero ¿ES QUE ESTE HOMBRE NO SE DA CUENTA DE LA IMPORTANCIA QUE TIENE ESTAR CON UN HIJO?», gritaba la Lujan madre mientras la Luján comunicadora la miraba con resignación y aceptación.

Gritos, rabia, tono elevado… Todo dentro de mi cerebro, claro. Hasta que pasaron unas horas y recuperé la serenidad. Ahí pude empezar a pensar. Hasta cierto punto, ese hombre tenía razón. Eran pocos días. En cierta medida, podía planteármelo y, quizá, embarcarme en ese proyecto. Además, era en el mes de junio y Miranda estaba terminando el cole. Por otro lado, en junio, los niños tienen muchos planes y seguro que no iba a notar ningún vacío. Podía recurrir a mi madre y no iba a suponer trauma alguno —¡benditas madres!—. Es más, ¿por qué no plantear que se viniera conmigo?

¡VUALÁ! —de la expresión francesa voilà—. Resuelto el laberinto emocional en el que me hallaba y contentas todas las lujanes.

Así fue. Vivimos una de las experiencias más bonitas en lo que llevamos de historia juntas. Aterrizó en Samaná —República Dominicana— el diez de junio de aquel año acompañada por una de sus mejores amigas. Vivieron una experiencia mágica, según comentan incluso hoy. Los compañeros con los que trabajaba se volcaron con ellas para que estuvieran bien —como auténticas reinas diría—.

Aprovecho para agradecer a la productora Cuarzo su entrega. A Juanra, Ángeles, Meritxell, Quique y tantos otros compañeros de viaje que las hicieron sentirse como diosas. Compartimos vínculo y trabajo. Pudo hacerse, se puede hacer. Soy consciente de que no es habitual, pero, de otra manera, probablemente no hubiera aceptado. O, de hacerlo, me hubiera sentido culpable por dejar mi casa durante tantos días…

De igual modo, si no lo hubiera aceptado la culpabilidad también me habría destrozado por seguir desaprovechando oportunidades profesionales… Son las travesuras que tiene la vida y su forma de ponerte al límite para que encuentres soluciones intermedias o entiendas que «no pasa nada, porque los meses venideros llegarán abriendo nuevos caminos».

Tengo que reconocer antes de terminar con mis aventuras, que plantear que Miranda y su amiga vinieran al rodaje hizo que me sintiera poco profesional cuando lo expuse. Pero tuve muy claro que tenía que dar un paso al frente. Soy madre y vivimos en una sociedad que, aparentemente, se preocupa por la conciliación y la familia. Era —es— mi prioridad y no alteraba en nada mis capacidades profesionales el hecho de que mi hija me acompañara. No tenía que arrugarme y esquinar ninguna de mis necesidades. Todas podían convivir. Así que, ¡vamos, que es tarde!

Por cierto, hay una frase que me ayuda muchísimo cuando pienso que lo que voy a explicar a continuación puede encontrar reticencias o pensamientos que me puedan invalidar como una buena profesional ante los ojos de otra persona que no conozca mis circunstancias:

«Los pasos que no das también dejan huella».

Lánzate y dilo. Los demás no están en tu cabeza y tú no estás en la de ellos; no sabes lo que puedan pensar de ti ni te debería importar.

2

NO A LAS ETIQUETAS, TU OPINIÓN NO ME DEFINE, TE DEFINE A TI

Me propusieron escribir este libro por un comentario que hice grabando un pódcast con mi amiga Carmen Fernández de Blas. En el mundo literario todos saben quién es. Editora de prestigio, con muchos títulos editados a sus espaldas, decidió bajar el ritmo profesional y dedicarse a su pasión, los libros, pero desde un punto de vista diferente. Cada semana s

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos