Una maternidad en transición

Fragmento

cap-1

NOTA DE LA AUTORA

¡HOLA! Lo primero que quiero es saludarte. Me llamo Carolina. Soy yo la que escribe, la que te va a hablar desde el corazón durante estas páginas. Como ya sabes, soy la mamá de Cloe. Si estás leyendo este libro es porque en algún momento me has visto batallar y luchar junto a mi hija. Exacto, soy la mamá de Cloe, una más de las muchas «mamás de…» que, como yo, han perdido su identidad al ser madres. ¿Cuántas mujeres de las que me leerán han pasado a ser la madre de… y han perdido su identidad? ¿Cuántas? Pues eso mismo me ha ocurrido a mí y… ¡cuidado! Estoy segurísima de que eso es de lo que más orgullosas nos sentimos todas y también de que consideramos haber sido madres el gran logro de nuestras vidas. Haber sido capaces de tirar adelante, criar a nuestros hijos, educarlos y que salga bien no es poca cosa; antes al contrario, es un gran trabajo. Es como cuando teníamos un Tamagotchi de pequeñas: no sabíamos si seríamos capaces de mantenerlo vivo, que lo haríamos tan bien. A eso hay que añadir que a los hijos, además, hay que criarlos y educarlos con valores. ¡Toma ya!

Seguramente estás esperando que escriba sobre cómo vivir y cómo atravesar una transición de una hija trans. Pues lo siento: yo soy la mamá y por eso mismo creo que si en algún momento Cloe quiere contar su transición, será ella quien lo haga. Lamento decirte que yo te voy a contar la mía. Te voy a explicar cómo viví mi transición como mujer, como madre y, sobre todo, como persona.

Si lo que vas a leer no es lo que te imaginabas de mí, te advierto una cosa: nunca hago lo que se espera de mí. Me he trabajado mucho en terapia, he librado muchas batallas durante muchos años de mi vida y ahora solo voy a hablar de mí. Espero que te identifiques con lo que leas, que te ayude y te permita sacar conclusiones. También que veas que a veces no todo lo que miramos es todo lo que hay porque, normalmente, hay mucho más. Yo soy mucho más de lo que las redes y los medios imaginan que ha de ser una madre de una persona trans. Sí, así me califican, ese ha sido y es mi papel, pero hay más, muchísimo más, muchas cosas que he tenido que aprender hasta llegar a los cuarenta y ocho años que tengo en la actualidad.

Este es mi diario, escribo sobre mí, mi vida, mi maternidad y mis mierdas —hay muchas o demasiadas, según se mire—. Voy a intentar contarte mi experiencia de vida, por qué soy como soy, por qué afronto una maternidad así, por qué soy distinta. Por qué, por qué y por qué. Estoy harta de mí: de cagarla y salir a flote, de que todo salga mal y salir a flote, de que me peguen la patada y salir a flote… Estoy segura de que sientes lo mismo que yo, así que espero que estas páginas nos sirvan a las dos de ayuda.

La vida no me lo ha puesto fácil, ¡qué va! Recuerdo tantas cosas terribles de mi infancia… Nunca desde que tengo uso de razón he vivido en paz. Así es, mi infancia transcurrió con un padre enfermo, en una familia disfuncional (porque no funcionaba como las demás), con una madre que intentaba sobrevivir entre hospitales, enfermedad, soledad… Y sé que estas circunstancias me han hecho como soy, pero ¿quién soy?, ¿cómo soy?

Cada día me levanto pensando quién soy, qué hago aquí y por qué la vida no para de ponerme retos desde el día que nací. Sin duda, con todo lo que me ha pasado se puede escribir un libro. Me lo han dicho tantas veces que, mira, me he decidido por fin; en el instituto, incluso, hubo quien insinuó que no me podía pasar todo a mí. Estoy segura de que te estás sintiendo ahora mismo identificada y también piensas lo mismo de ti. Y cuántas veces nos han dicho que no es para tanto… ¡pues vamos a validar nuestras emociones juntas! ¿Qué te parece?

Siempre me han llamado quejica, recuerdo que antes de que me diagnosticaran el cáncer, un familiar me dijo que siempre estaba enferma… Obvio, tenía cáncer, pero yo no lo sabía. Pero esto te lo contaré más adelante, ya sanaremos juntas las culpas que nos meten en la cabeza los demás y los errores que cometemos.

Mujer, enferma, con problemas, pues quejica o loca. Aunque la verdad es que no les quito razón en una cosa: eran demasiadas anécdotas e historias para una sola persona. Y de ahí que aprendiera a callarme y a parecer muy feliz y sana. Y así me va. ¿Te va bien o mal? ¿Te va mejor o peor? ¿Qué has aprendido callándote? Ahora ya te puedo contestar que no se debe callar, porque la persona que tienes enfrente tiene que saber qué te pasa para poder tener contigo una relación sana.

Después de todo lo que he pasado, escribo porque necesito encontrarme y saber por qué la vida es tan mierda y tan dura. Y si de paso me desahogo, miel sobre hojuelas; y si, además, le sirve a alguna de inspiración o simplemente para que vea que no está tan mal ni tan sola, pues mira, eso que nos llevamos tú y yo.

Una de mis preguntas recurrentes es por qué sigo aquí. «¿Qué necesidad hay de seguir, Carolina?», me repito cada día. La mayoría de la gente que conozco si hubiera estado en mi lugar ya habría tirado la toalla, y confieso que yo intenté quitarme de en medio, pero de salud mental y depresión hablaremos más adelante. Ahora, a mis cuarenta y ocho años, quiero pensar que ya he superado el cupo de cosas malas que me tenían que ocurrir. No lo sé, me rio por no llorar.

Todos me conocen como la madre de, porque, otra vez, la vida me puso el reto de la maternidad trans, una maternidad llena de emociones y de incertidumbre, de sombras y de mucha culpa. Me puso en la palestra, me ha hecho pública y quizá lo que te voy a contar te sirva: si algo he aprendido estos años es que no hay nada en esta vida que me llene más que ayudar y dar. Y parece ser que acompañar también se me da bien.

Así que nada, acompáñame en este mi viaje. Comenzamos mi terapia y este libro. Espero no aburrirte. Y si crees que en esta vida te ha ido mal, espera a leerme Emoticono guiñando el ojo.

Un beso,

Firma de la autora

MI PASADO

Antes de nada, te voy a poner en contexto y explicarte quién soy y por qué soy así. Creo que si entendiéramos y conociéramos a las personas antes de juzgarlas, las relaciones fluirían mejor porque estarían basadas en el respeto y el apoyo. Así que te invito a que me conozcas antes de juzgar y valorarme.

Me llamo Carolina, nací el 30 de marzo de 1976, así que me estoy acercando a los cincuenta. Venga, vamos con la parte más íntima de mí y del libro, voy a desnudarme un poquito y hablar de mí, la parte más difícil, la que más me cuesta, porque hablar de uno mismo sin caer en el egocentrismo o en el victimismo es muy difícil.

Supongo que mi yo actual es la explicación de todo, todo lo que soy es lo que me ha sucedido y lo que he vivido.

Nací en la ciudad de Castellón. Bueno… ciudad ciudad… eso es lo que dicen, pero para mí es un pueblo demasiado grande donde todo pasa muy despacio, donde parece que todos nos conocemos y, la verdad, no me gusta demasiado, no me gusta que la gente me vea y me reconozca en un yo pasado que nada tiene que ver con mi yo actual. Eso sí, es una ciudad cómoda, con mar y muy luminosa.

Crecí en una familia formada por mi padre, mi madre y mi hermana mayor, aparentemente normal y heteronormativa, como dirían algunos hoy. Pero era de todo menos normal. Apenas recuerdo días de mi infancia en los que estuviéramos todos juntos en casa jugando, hablando o simplemente frente al televisor; lo normal era que viviéramos en distintas ciudades. Fue una infancia rara, no la recuerdo, supongo que porque el cuerpo es sabio y solo almacena cosas felices. Para mí la vida familiar se resume en los últimos cinco años de la vida de mi padre, porque realmente esos años son en los que estuvo más presente. Diferencio mucho entre la vida familiar cuando vivía mi padre y la posterior, porque cuando tu vida la marca un suceso como la muerte de tu progenitor, existen dos vidas: la anterior y la posterior. Tu familia cambia, hay un antes y un después. De la noche a la mañana te haces mayor, tu única responsabilidad es vivir y aprender a salir adelante. Conoces el dolor y conoces a otra madre, la madre triste y angustiada, que solo llora; de repente, tienes que cocinar, tienes que preocuparte por ti porque tu madre no está. Sigue en la misma casa, pero ha desaparecido, su cabeza no puede pensar y te toca a ti tomar las riendas.

Mi padre, Guillermo, estaba muy enfermo y eso ha marcado toda mi historia y la de mi familia, incluso la de Cloe. La de mi madre y mi hermana también, pero la mía, creo que por la edad, un poco más. Marca mucho perder a un padre a los doce años. La verdad es que no lo he contado demasiado, pero duele raro, un raro de no saber qué va a pasar después de esos días en los que vives en una nube de eventos fúnebres, en que todo el mundo te mima para luego olvidarse de ti muy rápido.

Mi padre era un hombre alto, guapo, de pelo negro, algo canoso, siempre con una barba que, curiosamente, se teñía de rojo. Para mí era raro que su pelo fuera negro y su barba roja. Durante toda su corta vida —murió con treinta y nueve—, llevó barba, o eso recuerdo. Y es que apenas lo conocí. Solo sé que le gustaba Gurruchaga, las camisas horteras de cuadros, cocinar y poco más, porque murió demasiado pronto. Mi padre y yo compartimos algunos momentos como ir a pescar o hacer chapuzas juntos, que creo que son los que más recuerdo. Supongo que mi hermana tendrá los suyos, pero nunca los hemos hablado.

Es una espinita que tenemos todos los que perdemos a un padre o una madre demasiado pronto. Vemos crecer y envejecer al otro y nos gustaría saber cómo habría evolucionado el fallecido, qué relación tendríamos ahora, cómo sería o incluso cómo era, porque no nos acordamos de si se enfadaban con facilidad, si se reían mucho… He hablado con otras personas que han perdido a un padre o una madre prematuramente y coincidimos mucho en eso, nos encantaría saber más.

Uno de los recuerdos más claros que guardo de él es preparando la cena la noche antes de morir: alcachofas rebozadas. Sí, su última noche la pasamos cocinando alcachofas. Vivíamos en una casa pequeña pero cómoda, donde podíamos cocinar juntos, y la verdad es que nos encantaba.

Me gustaba muchísimo peinar a mi padre. Me pasaba las pocas noches que compartimos peinándole la barba y haciéndole coletas en su abundante pelo mientras él miraba películas de Terence Hill y Bud Spencer o leía novelas cortas de vaqueros. Debajo de su cama amontonaba muchas novelas gastadas, de hojas amarillas, que cambiaba en el mercado. También recuerdo dormir con él y acurrucarme calentita. Entonces le peinaba el pelo del pecho, sí, el del pecho. Un pecho dibujado y marcado con una cicatriz que lo partía en dos, desde la garganta hasta el ombligo.

Mi padre tenía dos cicatrices, una en el pecho y otra que le recorría toda la espalda. Lo operaron a corazón abierto dos veces, lejos de casa, en Madrid, el doctor Rufilanchas. Recordaré ese nombre toda mi vida, mi madre me lo dijo al llegar a casa y no se me olvidará jamás. Como tampoco se me olvida cómo eran sus operaciones y lo que le hacían. Me habían explicado cómo se desarrollaba una operación a corazón abierto y yo lo aprendía, sabía qué era una vena aorta o una válvula cardiaca. Me contaban cómo, aplicando una técnica innovadora, los cirujanos entraban por las costillas por la parte de la espalda hasta llegar al corazón. Me lo contaban y yo lo dibujaba y lo explicaba en el patio y, claro, me tildaban de mentirosa y de rara.

Tenía treinta y nueve años cuando murió, después de vivir con intensidad los últimos años —hasta hicimos un viaje a La Manga del Mar Menor—. Se ha perdido muchas cosas, murió demasiado pronto. ¿Has pensado alguna vez qué pensarían las personas que fallecieron en los noventa del mundo de ahora, de internet, de las tecnologías? A mí es algo que me atormenta, me encantaría saber cómo sería él ahora.

Todo esto ocurrió después de la última operación. Le dieron entre dos y cinco años de vida y estuvo cinco con nosotras. Y sí, sí, no me ocultaron nada. Estaba en el pueblo de mi abuela jugando en la calle cuando llamó por teléfono desde Madrid, justo antes de que entrara a quirófano. Me dijo que cuando volviera lo celebraríamos juntos. Y volvió y pasamos los últimos cinco años de su vida haciendo cosas. Primero eran solo paseos y las curas de las cicatrices —llevaba grapas y yo se las curaba con mucho mimo—. Luego íbamos a hacer chapuzas y cuando empezó a ir al camping pasábamos allí los fines de semana y los veranos.

Su último verano en el camping —en los veranos vivíamos en un camping donde él trabajaba— me llevó a pescar. También me llevó con él a hacer sus chapuzas de fontanería y a comprar rosquilletas (los de Castellón saben que eran de «la Mustia»).

Esta etapa me marcó tanto que me recuerdo muy diferente a mis iguales del colegio. Nunca he sido una persona mainstream ni convencional; de alguna manera, siempre he estado en la horquilla de persona especial.

No era una niña muy pizpireta, más bien una que fantaseaba o directamente mentía sobre su día a día para encajar más, una niña que soñaba con una vida normal, donde la muerte no planeara a diario. O con una vida mediocre donde las preocupaciones fueran otras, como las extraescolares o hacer los deberes…, una vida como la de sus compañeras.

Y, claro, muchos amigos, la verdad, no tuve. La etapa escolar no la recuerdo mucho, no era muy buena estudiante, sé que se me daban bien algunas materias y acabé aprobando la EGB, pero no muy holgadamente. Luego estudié Administrativo. Un amigo de mi padre tenía una academia y allí me apunté; no fui como la mayoría de mis compañeros al instituto, pero, cosas de la vida, después acabé cursando bachillerato artístico. Como todo en esta vida, yo lo he hecho al revés. Se me da bien hacer las cosas al revés, pero de eso también he aprendido; como dicen, «el orden de los factores no altera el producto», en este caso, el resultado.

En casa durante muchísimo tiempo vivimos separados. Como a mi padre lo visitaban en Madrid, él y mi madre pasaban allí largas temporadas. A nosotras nos cuidaba mi abuela paterna. La mayoría del tiempo, sobre todo cuando teníamos cole, bajaba del pueblo y se instalaba en casa. Se llamaba Dolores. Una mujer blandita, la recuerdo blandita, con pecas y blanquita, no sé si por la harina de las cocas que hacía o porque su piel era así. Era una mujer grande, de pelo rojo, teñido. La recuerdo con su delantal y preparando sus cocas de pimentón extremadamente finas, y que nos peleábamos por comer el último trozo. Aún hoy, más de treinta años después de su muerte, intento prep

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