No tengo ni puta idea de lo que pasa más allá del tiempo, y el mío pende de un hilo. Si no fuese porque me reconozco en medio del pánico, juraría que esto no está pasando y, sin embargo, se me hace imposible negar la evidencia. Ahora se me hace incomprensible entender cómo he llegado hasta aquí, quizá guiado por el inconsciente que ansiaba rememorar el mejor día que pasé con ella y en el que descubrí este impresionante lugar. Pensar en esto ahora es tan irreal que parece restar importancia a la situación.
—Joder, esto va a doler, va a doler mucho, o peor... ¡Quiero salir de aquí!
Ahora soy consciente de lo que han gritado millones de hombres agonizantes en la guerra, en situaciones extremas, cuando sus ojos anticipaban una muerte certera... ¡Mamá! No me atrevo ni a respirar. Si pudiese me desintegraría. Soy más consciente de mi cuerpo y de la posición que ocupa ahora mismo de lo que lo he sido en mi vida. Estoy paralizado. Maldita gravedad.
Estoy colgando de un acantilado, mi único apoyo son los brazos extendidos y las manos aferradas al último tramo de arena que me separa de caer al precipicio, al vacío y al lecho de rocas acechantes que como agujas sobresalen del mar. Trato de fundir mi cuerpo contra la pared porque mis pies han perdido los apoyos. Me sostengo con la barriga, el pecho y las manos a modo de ventosas. Mi cara apretada contra el muro. El miedo, dictador brutal, se apodera del momento y en una reacción mental extraña me hace negar estar allí.
—Esto no está pasando —me oigo decir en voz alta.
Al instante, una avalancha de emociones me devuelve el control de mis pensamientos. Estoy furioso.
—Pero ¡qué cojones haces aquí, gilipollas!
Grito con tal rabia que entro en pánico al considerar mi muerte. Siento cómo las fuerzas me abandonan. Traumatizado por el shock, mi cuerpo pierde tensión, se vuelve mantequilla y una fuerza casi fantasmal tira de mí hacia el vacío. La desesperación vence a mi débil aplomo. O reacciono o la caída es segura. Sin otra salida, hago un esfuerzo para contener mi estampida mental y reconducir la situación. Ordeno a mis músculos que recuperen la tensión, repaso cada parte de mi cuerpo buscando las que me puedan ayudar a mantenerme agarrado a la roca arenosa: «Brazo, aprieta fuerte; manos, agarraos; cuerpo, presiona. ¡Álvaro, aguanta!»
Aun así, el escenario es el mismo, sigo colgando del borde de un acantilado y voy a caer desde demasiada altura. Calculo las posibilidades de recuperar la pendiente por la que me he deslizado, pero la vertical y el terreno resbaladizo lo hacen imposible. No encuentro sujeciones, con cada movimiento solo consigo resbalar más. Parecía la misma arena de las dunas que había dejado atrás, pero en esta última pendiente de bajada hacia el acantilado, la superficie se reduce a una fina capa de arena y piedras sueltas sobre una base inclinada de roca dura, lo que la convierte en una trampa mortal. Es como si espolvoreases arena sobre mármol y luego lo inclinases cuarenta y cinco grados, un tobogán de piedra imposible de trepar. «Podría esperar a ver si se asoma alguien, digo yo que alguien tendrá que llegar tarde o temprano. Quizá pueda aguantar hasta que algo pase...» Todo imposibles, lo sé. El tiempo de las dudas se acabó y solo hay un hecho cierto: soy el único aquí, nadie va a venir a ayudarme y tengo segundos, con suerte minutos, antes de caer. Mi situación es insostenible, de esta no me puedo escapar. La posición de mi cabeza me impide mirar hacia abajo, así que trato de hacerme una idea de la situación. Calculo que habrá unos diez metros de caída. Abajo me esperan las rocas volcánicas de formas irregulares y cortantes. Intuyo que las probabilidades de sobrevivir al impacto son del cincuenta por ciento, y sobrevivir a la caída significa lesionarme gravemente. Así están las cosas. Puedo sentir el hambre de las rocas, sé que están allí esperándome. Capta mi atención el sonido allá abajo del batir de las olas contra el acantilado. Entonces, una idea comienza a tomar forma en mi mente: «Si cuento el intervalo de tiempo entre olas quizá pueda caer justo cuando una rompa y el agua suba por las rocas.» Mi cara llena de arena se aprieta con fuerza contra la tierra como si quisiera sentir sus latidos, pero esta me devuelve el eco de los míos, que golpean con la violencia de tambores de guerra. Mi corazón late tan fuerte que siento que me va a empujar hacia atrás de una sacudida. Mi cuerpo busca adherirse al terreno como un lagarto que permanece inmóvil en una vertical imposible. Mis posibilidades de sobrevivir podrían aumentar a un setenta por ciento si elijo el momento de la caída y consigo caer lateralmente sobre el agua justo cuando la ola rompe sobre las rocas. Tengo que impulsarme lo más lejos posible de la pared de piedra, lanzarme hacia el mar. Comienzo a contar después de escuchar el ruido del agua golpeando allá abajo.
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once...
Comienzo de nuevo, aunque sé que las olas vienen en grupos de tres, cuatro... imposible de determinar, seguidas de un momento de calma, así que el cálculo va a ser solo orientativo. Pero como no puedo gestionar tantas variables, tengo que seguir adelante con mi plan. Mi situación es cada vez más inestable, voy a caer de todas formas. Saltar lo más lejos posible de la pared, protegerme la cabeza y caer de lado me puede conceder una oportunidad de sobrevivir al impacto. Tengo que aterrizar en una ola, esa es mi esperanza.
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez...
Me impulso con toda la fuerza que me queda en los brazos y salto al vacío retorciéndome en el aire como un gato que quisiera conservar todas sus vidas. Un segundo suspendido ante la expectativa de saber si seguiré vivo después de este vuelo...
PRIMERA PARTE
SUEÑOS
No sirve de nada pensar en los sueños y olvidarte de vivir.
J. K. ROWLING
1
«Somos hombres de papel de la abundante clase media, nuestro destino ya está escrito en algún aburrido manual del ministerio del tiempo.» Yo mismo pinté con espray esa frase en la pared de mi antiguo instituto. Desde entonces tengo la sensación de que esa frase define mi vida y lo que veo a mi alrededor. Siempre he sentido como si una burocracia vital asfixiase todo a su paso. Caminando hacia el trabajo con los dientes apretados, me enfadaba cada vez que una luz roja detenía mis pasos, mientras mascullaba: «A mí no me pillarán, yo tengo el remedio, ¡fuego!» Cuando ardes por dentro corres tan rápido que acabas estrellándote con tu propio destino. Necesitaba huir y no mirar atrás. Siempre supe que esa insatisfacción vital me guiaría hasta un final fatal, pero ya no podía parar o me alcanzaría.
Aquella mañana invernal la resaca no dejaba lugar en mi cabeza para pensar en otra cosa que no fuera un café. Me levanté de la silla a los diez minutos de haber llegado a mi oficina para dirigirme al santuario cafetero de la esquina. Al entrar, me recibió la voz de Benito, el camarero. No podía apartar la mirada de su camisa abierta dos botones y la selva negra que trepaba por el pecho hasta juntarse con la barba mal afeitada. Gastaba una sonrisa amplia de dientes separados, manos enormes y tanta materia adiposa en el estómago que semejaba un gran escudo, lo que parecía conferirle una autoridad especial tras la barra. Parapetado detrás de su barricada, servía bombas de alcohol, cafeína y grasa saturada sin piedad y ametrallaba con ocurrencias a cualquiera que se ponía a tiro. Mientras, en aquella estrechez, esquivaba a su parienta de similares proporciones, como en una coreografía de un documental de naturaleza salvaje.
—Vaya cara que traes, ¿tienes el tique? Porque si no, no la podrás devolver. —Los parroquianos se reían con una energía despreciable para un lunes.
—Menos coñas —acerté a responder.
Esa mañana incómoda, la leche me sabía pastosa y el café era un desafío para cualquier paladar decente. El ruido de fondo era insoportable. ¿Qué llevaba a alguien a tener la televisión tan alta en un bar tan pequeño? Ya puestos, si quería ambientarlo mejor, ¿por qué no poner un cartelito de esos que dicen: «Hoy es un buen día, verás como viene alguien y lo jode.»? En las noticias se repetían las mismas mentiras como mantras, todo parecía hacerse siempre por nuestra seguridad. «Hemos dado el dinero público a los bancos, tenemos que recortar vuestras libertades, todo, por vuestra seguridad, y sí, os robamos, pero lo hacemos porque podemos y los que estaban antes os robaban más», etcétera.
Me negaba a pagar para intoxicarme, escuchar noticias deprimentes y aguantar frases vacías. Regresar al oasis carcelario de mi oficina se convirtió irónicamente en la mejor alternativa. Tres minutos después, volvía a estar sentado a mi mesa —que compartía con el resto del equipo—, mientras la enorme pantalla del ordenador iluminaba mi rostro con expresión ausente.
Tres años antes me había asociado con unos amigos argentinos para montar una especie de agencia de viajes online. A través de diferentes plataformas web, captábamos reservas que enviábamos a nuestros clientes, en su mayoría hoteles, a cambio de comisiones. Mi socio principal, Mateo, operaba desde Canarias. Él era el corazón del proyecto, el motor, el punto de unión entre nosotros. El resto de los socios se encargaba de la parte técnica desde Buenos Aires. Yo era el responsable de la parte comercial, trabajaba de forma autónoma y podía crear nuevos equipos de trabajo. Mientras Mateo poseía un instinto desbocado para encontrar oportunidades de negocio, yo aportaba la lógica para tomar las decisiones estratégicas. Hacíamos un buen equipo. La agencia funcionaba excepcionalmente bien y en los últimos dos años habíamos ganado bastante dinero.
Antes de volver a Madrid, vivía en el sur a la orilla del mar, con mi novia y mi perro cuando recibí la llamada de Mateo. Por aquel entonces, Helena y yo nos dedicábamos a organizar todo tipo de proyectos culturales, eventos, exposiciones e incluso rodamos un documental. Ella era gestora cultural, licenciada en Historia del Arte y una enamorada de la expresión artística. Yo, un amante de todo lo nuevo, un entusiasta de todo lo que significase autoorganizarse para sacar un proyecto adelante. Un emprendedor empedernido. Creamos, junto con otros amigos interesados en la libre difusión de ideas más allá del folclore local, una plataforma cultural que promovía todo tipo de expresión artística contemporánea. «Piensa global, actúa local», ese era mi lema. También estaba comprometido con un grupo ecologista que luego dio el salto a la política local, lo que me permitió empaparme de la psicología social y política de una ciudad de provincias y husmear en sus instituciones. Lo cierto era que mis compañeros y yo difícilmente conseguiríamos ser aceptados en ese ambiente. Nos dedicábamos a molestar y a dejar en evidencia las mentiras e intereses del alcalde de turno. Enseguida me di cuenta de que el principal obstáculo para el cambio es el miedo irracional al cambio en sí mismo. Incluso logramos implicar a Greenpeace en la denuncia de un problema medioambiental de contaminación por vertidos tóxicos a los ríos que delimitaban la ciudad. El escándalo se formó cuando a través de Los Verdes llegó hasta Bruselas, que acabó imponiendo sanciones al consistorio local por negligencia grave. Aun así, para la población conservadora de aquella ciudad de provincias, siempre fuimos como extraterrestres pleyadianos con un mensaje indescifrable.
Hacía tiempo que sentía la necesidad de más libertad de acción. Pero pretender alcanzar el horizonte puede ser un objetivo escurridizo. Meditaba, paseaba por la playa, navegaba en mi pequeño barco, me escapaba a Portugal a hacer surf en la zona del Algarve atlántico, subía a la sierra de Aracena a visitar a mis maestros y hablábamos de energía universal, de la conciencia, de la biodescodificación, de la alquimia interior. Helena y yo teníamos una vida ideal con vistas al mar. Pero mientras yo hacía planes de boda en la playa, algo se apagó entre nosotros. «No me das seguridad», sentenció ella un día. Todo se terminó la mañana en que cargué mis cosas en el coche. Nunca había permanecido mucho en un mismo lugar, así que encontré la solución a mis problemas en aquella propuesta de Mateo para formar una agencia de comercio electrónico.
Sentado frente a la pantalla de mi ordenador, mi ánimo ya marchito palidecía aún más bajo la luz de los fluorescentes. Busqué una excusa barata para largarme, una de esas que tus ojos delatan al contársela a tus compañeros: «Me acaba de llamar mi vecino porque le está cayendo agua de mi casa.» Y me fui. Al salir comencé a caminar cabizbajo y absorto en la perfecta telaraña de adoquines simétricos de aceras ilimitadas que atrapaban pasos acelerados o demasiado lentos. La ciudad a ciertas horas es una mezcla de veloces repartidores de bebidas, ancianos persiguiendo su mirada cansada y vecinos sin ocupación aparente. Andaba sin rumbo por los entresijos de esa urbe, acechante, sólida, dura, estructurada, controladora. Un devenir ausente en el que recuerdo haber reparado en una escuela con altas rejas en un silencio sepulcral. Un quiosco con prensa amarilla, rosa y pornográfica. «Después de doblegarlos memorizando sin sentido, a la salida del colegio sus padres paran a comprar revistas frívolas aquí», pensé. Un poco más adelante, un hospital que se parecía a la escuela. Un amasijo informe de plumas aplastado contra el asfalto pasó por mi línea de visión. En una pared, un cartel del circo captó mi atención: un elefante se sostenía erguido sobre sus patas traseras mientras el domador saludaba triunfante alzando un sombrero de copa en la mano. Alguien me contó una vez que, a esos elefantes, que crían en cautividad desde pequeños, los ataban a un árbol con una cadena, de tal forma que cuando eran mayores ya no era necesario usar la cadena porque el elefante se había acostumbrado a un radio de acción limitado y nunca salía de él. Después de estos años, volvía a sentir que no estaba desarrollando todo mi potencial a pesar de haber cambiado de escenario. La ciudad me atrapaba con sus rutinas, dificultades, precios y obstáculos arquitectónicos constantes. De camino a casa, deambulaba rumiando mis continuas contradicciones: «Quiero cambiar, no demasiado; pero, por favor, que cambie todo.»
2
Pertenezco a una familia de clase media acomodada que tiene la suerte de haber crecido con los valores de otro tiempo. El esfuerzo y el trabajo han sido los pilares de una vida feliz con sus dificultades y alegrías. La casa familiar es un fiel reflejo del espíritu de mi madre: bonita, agradable, práctica, sin salidas de tono, todo en ella es como debe ser. El jardín es el feudo creativo de mi inteligente y activo padre. Siempre les agradeceré que tuvieran el valor de arriesgarse a no imponerme dogmas y de que me animaran a descubrir mis propios ideales. Lo que no imaginaban es que al hacerlo les saldría el tiro por la culata. Fui un adolescente rebelde, incapaz de aceptar imposiciones de ningún tipo. Era travieso, me echaban de los colegios, la policía me llevó a casa en alguna ocasión. Lo cierto es que sentía un profundo rechazo por el cinismo de la sociedad, y cuanto mayor era mi conciencia de la realidad, mayor era mi sensación de insatisfacción. No sabía por dónde tirar. Con el tiempo descubrí el que se convertiría en mi objetivo vital: ser libre. Pero el camino que conduce a la libertad tiene muchos senderos que no están bien señalizados, quizá por eso el de la obediencia es el más transitado. Ahora me doy cuenta de que en ambos casos no siempre te conducen adonde tú te imaginabas.
Mis padres viven en una zona residencial a las afueras de Madrid. Hacía tiempo que no nos veíamos y decidí hacerles una visita. A pesar de haber dejado atrás aquella época, aún conservaba contacto con mis amigos de la infancia. Crecimos todos allí, eran fantásticos y, como yo, habían viajado y hecho su vida. Nunca hubo nada que no pudiera confesarles. Al menos, hasta donde yo sabía reconocer.
Mi llamada fue celebrada y, para la ocasión, ese domingo se comería el tradicional cocido madrileño. Después de abrazar a mi madre atravesé la casa hasta el jardín, donde estaba mi hacendoso padre.
—Dicen que un hombre que tiene un jardín y una biblioteca lo tiene todo —le comenté mientras me sentaba debajo de su pino preferido. Sonriendo me miró y añadió:
—Trabajar con las manos es fundamental para no andar todo el día dándole al coco.
—Sí, supongo que internet no se puede tocar, pero también es libertad.
—Mucha gente se muere esperando eso. —Yo me quedé aguardando a que terminara la frase, pero no lo hizo.
—Otros muchos tienen la manía desesperante de existir.
—Hijo, al final, la vida se abre paso.
—Pues yo pienso llegar a la tumba derrapando y con jet lag.
Mientras comíamos noté la vibración del móvil en mi bolsillo y, al ver que se trataba de Mateo, me decidí a contestar.
—Che, Álvaro, ¿cómo andás? Tengo una nueva proposición que hacerte. Necesito a alguien acá que me ayude a llevar un tema que recién me surgió. ¿Podés hablar ahora?
—Sí, está bien —respondí por inercia disculpándome para salir y poder hablar.
—La cosa es que conocí a un promotor inmobiliario. Hace unos años terminó de construir un residencial de villas de alto standing, con piscina, jardín, etcétera. Al tipo le pilló la crisis y ahora ya no puede vender porque el préstamo que tiene sobre el complejo es más alto que su valor de mercado. Le propuse convertirlo en un hotel hasta que el banco se lo saque. Necesito a alguien que no sea de acá y pensé en vos, ¿qué me decís?
—Suena bien, pero ¿por qué necesitas a alguien que no sea de allí? Te refieres a Fuerteventura, ¿verdad?
—Sí, es acá, en la isla. Además, vos ya la conocés, viviste aquí por dos años. ¿Sabés que Sara y yo nos separamos? ¿No te dije? Es una loca controladora, perdoná que te lo diga, sé que sos amigo de ella, pero está reloca. Tenemos un hijo a medias, nunca mejor dicho, siempre que no le da la neura y me denuncia por nada, ya sería la tercera. El caso es que necesito un socio de fuera para contar lo que yo quiera de él, ¿entendés?
—Pues la verdad es que no.
—Boludo, ¿pues qué creés que hacemos los argentinos en el vuelo a España? ¡Sacamos dos carreras y un máster! Dale, pensalo y me llamás mañana. Pero no tenés nada que pensar, vaya, te ofrezco un chollo. ¡Llamame!
—Bueno, vale, ciao.
—¿Quién era? —susurró mi madre, incómoda por la interrupción.
—Mateo, dice que se ha separado de Sara, vaya par, tienen demasiado carácter. Me ofrece un trabajo en las islas Canarias, en Fuerteventura, para llevar un hotel, bueno, un conjunto residencial que tiene problemas con los bancos, no sé...
—Ya puedes tener cuidado con esos chanchullos inmobiliarios de las islas, que hay mucho pirata... Yo creo que con treinta y tres años ya deberías centrarte aquí, en Madrid, que es donde están las oportunidades serias.
Me daba cuenta del cliché que representaba para ellos escaparse a una isla desértica y llevar una vida diferente. Había vivido esa experiencia hacía ocho años y me había quedado prendado de la isla. Desde entonces, siempre la había considerado mi lugar en el mundo, un refugio donde ser libre, donde preservar una época de efervescencia juvenil sagrada para mí. Sabía que tanto mis padres como mis amigos entenderían mi decisión, aunque en el fondo seguirían pensando que no terminaba de sentar cabeza y, en cierto modo, no se equivocaban.
En aquel momento me imaginé los cuchicheos de mis compañeros de trabajo al decirles que me iba a vivir a las islas, pero al mismo tiempo me daba cuenta de que quizás esa era la solución. Me daba igual lo que pensasen, despreciaba su ensimismamiento tecnológico y su exhibicionismo en las redes sociales. Yo quería una experiencia real. Llevaba en la ciudad tres años. Me fui del sur cargando un corazón roto y mil planes hechos pedazos. Puede que en mi caso la razón y el corazón no compartieran la misma morada, por eso la primera siempre llegaba después de la acción. Lo cierto es que me sentía a la deriva en medio del agua estancada que era mi vida, en el pozo insípido en el que me hundía cada mañana al afeitarme y lavarme los dientes frente al espejo pensando que tenía que salir a la calle con la careta puesta. Mi resistencia estaba llegando al final, mi corazón gritaba lo que la razón callaba.
3
Era un caballero quijotesco de los de piel pegada al hueso y porro colgando del pico. A sus cuarenta y dos años mi amigo Fede seguía soltero, aunque había estado casado con una actriz egipcia y estuvo viviendo en El Cairo durante unos años. Toda una experiencia que le sirvió para aprender árabe y lo difícil que es integrarse en una cultura tan diferente. Había heredado un piso enorme, lo que le permitía vivir, muy modestamente, de alquilar algunas de las habitaciones a estudiantes. De este modo podía dedicarse de lleno a su gran pasión: el periodismo de investigación de lo que se podría denominar «temas imposibles». El piso era un oasis hedonista lleno de polvo, libros y trastos viejos, con las paredes pintadas de cualquier color y donde se respiraba un ambiente relajado. Fede siempre ha sido una referencia para mí, un espíritu libre que confiaba en el propósito vital de cada persona por encima de todo.
Al salir de casa de mis padres, ya de vuelta en el centro, decidí hacer una visita a mi amigo en su piso de Malasaña. Me recibió con un largo abrazo y una amplia sonrisa.
—¡Alvarismo, cuéntame tu «-ismo» de hoy! ¿Perfeccionismo, escapismo, ilusionismo o aburridismo? —No pude evitar reírme, el muy cabrón me conocía bien.
—Tío, estoy en una encrucijada, me han ofrecido un proyecto en las islas y no sé si debería aceptar o sentar cabeza aquí y continuar con lo que hago ahora. La agencia funciona muy bien, todo online, ganamos bastante pasta, quizá debería aprovechar para aprender a gestionar, ser constante, acostumbrarme, vamos, no sé... —le solté sin pensar mucho.
—Camarada, el tiempo se seduce a sí mismo, es un canto de sirena para marineros incautos, ¿comprendes?
—Ni una palabra —respondí mirando fijamente su carilla resabiada de ratón.
—Pues que es una puta, te engaña con promesas de futuro para que te gastes más con ella. El tiempo vive del tiempo y cuanto más preocupado estés por su valor, más vivo está él y más muerto estás tú.
—O sea, ¿que el tiempo es una puta?
—Joder, macho, no te enteras. ¿Tú eres feliz aquí?
—No
—¡Pues eso!
—Ah...
Me explicó que estaba trabajando en un reportaje sobre el abandono forzoso de las zonas rurales por parte de sus habitantes. Según decía, en las ciudades «la máquina» controla mejor a la gente porque abandonamos el contacto con la naturaleza y con nosotros mismos. «En la naturaleza no hay ángulos rectos —me dijo una vez—. Los hemos creado para contener nuestros deseos. Los ángulos rectos limitan la expansión de la energía y recluyen la proyección de nuestros pensamientos. Nuestras vidas contenidas en cajas.»
—Hace un tiempo me detuvieron por tirar piedras en una manifestación por la libertad de expresión, y en el calabozo conocí a un yonqui desdentado muy empático que me tranquilizó: «Pero, tronco, si en la cárcel se vive de puta madre: tres comidas, cama caliente y haces muchos colegas.» Le pregunté por qué le habían detenido y me contestó que se le había caído su propio DNI al entrar en un coche para robar la radio. Pobre infeliz. Pero piensa en esto, Álvaro: ¿qué pasaría si construyesen las cárceles con forma de ciudad? Si no te prohibiesen salir de ellas, quizá no lo desearías nunca.
Siempre que visitaba a Fede salía con más preguntas que respuestas. Recuerdo que se despidió con esta frase: «Camarada, si no te ladran, es que no cabalgas.» Me fui de su casa dándole vueltas a lo de que me ladraran, ¿quién me ladraba? ¿O es que nadie lo hacía ahora y ese era el problema? ¿Cuando me ladraban era porque que iba por buen camino?
A la mañana siguiente, mientras me cepillaba los dientes, languideciendo con mi reflejo, algo en la mirada que me devolvía el espejo se me clavó. Sentí su ímpetu resonando en el centro del pecho, como un rey que reclamara su trono perdido. Resulta que seguía allí dentro, nunca me había abandonado. Entonces mi corazón tomó el mando y abrazó mi alma agotada. Durante un segundo todo se detuvo. El tiempo de las dudas tocó a su fin en el mismo momento en el que había dejado de buscar respuestas. Entonces lo supe: «Pagaría cualquier precio por vivir algo real.»
Sabía que momentos como ese se repetían en mi vida y en la de todo el mundo hasta el infinito, que desechamos llamadas de atención similares cada día y que a menudo solía considerarme un iluso por concederles más de un segundo de atención. Había oído que algunos lo llamaban «intuición»; otros, «el camino del corazón»; otros, «gilipolleces varias», y así es como la rueda vuelve a girar, el cepillo de dientes no se detiene, ni tampoco la mirada.
Había tomado una decisión.
4
El avión salió con retraso, como si tratara de tentarme una última vez. Me dejé caer en el claustrofóbico cubículo junto a la ventanilla para atestiguar mi paseo por las nubes hacia un destino incierto. El extenso mar azul empequeñecía mi ego de aventurero, nervioso por volver a encontrarme bajo sus reglas. Después de unas horas de ilusión meditativa, divisé las últimas estribaciones del desierto del Sahara al este y, siguiendo el meridiano, pude ver la isla: una mancha arenosa en medio del océano. A medida que nos acercábamos come