1
Él no tenía ni la menor idea de quién era Adolf y jamás había oído hablar del Imperio Austrohúngaro. Ni falta que le hacía: era el curandero de un pueblo apartado de la sabana africana. Dejó tan pocas huellas en la tierra roja y ferrosa que ya nadie recuerda cómo se llamaba.
Era diestro en el arte de la medicina pero, así como él mismo no tenía mayores noticias del resto del mundo, la buena nueva de sus habilidades tampoco llegó más allá del valle donde habitaba. Vivió frugalmente, murió demasiado pronto. Pese a su destreza, no pudo curarse a sí mismo cuando más falta le hizo. Un reducido grupo de pacientes fieles lo lloró y lo echó de menos.
El hijo mayor parecía demasiado joven para hacerle el relevo, pero ésa era la costumbre desde tiempos remotos y no había otra opción.
Tenía apenas veinte años y era aún más desconocido que su padre, de quien heredó el talento, pero no la humildad: la idea de vivir frugalmente no iba con él.
Construyó una nueva choza-consultorio con salita de espera separada, empezó a usar una bata blanca en lugar de la shuka, el vestido tradicional de los masáis, y se cambió de nombre y de título: el hijo del curandero de cuyo nombre nadie se acuerda comenzó a presentarse como el doctor Ole Mbatian en honor al legendario masái, líder y visionario, el más grande de todos los masáis de la historia. El original llevaba mucho tiempo muerto y no puso objeción alguna desde el otro mundo.
Entre las muchas cosas que desechó estaba la lista de precios del padre. Fijó otras tarifas, más acordes con la fama del gran guerrero: ya no bastaba con acudir con una bolsa de hojas de té o un trozo de carne seca para que el doctor se tomara la molestia de atenderte. Curarse de una dolencia más o menos simple costaba al menos una gallina, pero si se tenía algo más complicado había que pagar una cabra o más. Los casos realmente difíciles exigían una vaca... a menos que fueran demasiado difíciles, en cuyo caso el paciente podía morirse gratis.
Pasó el tiempo y los curanderos de los pueblos vecinos fueron viéndose obligados a cerrar sus consultas porque seguían describiéndose como curanderos, nada más, e insistían en que un auténtico masái no se vestía jamás de blanco. El renombre del doctor Ole Mbatian creció en proporción a su lista de espera, y hubo que ampliar varias veces el gallinero, el establo y el corral para acomodar tantos animales. Como tenía muchos pacientes y podía hacer pruebas con distintos bebedizos y decocciones, terminó volviéndose tan bueno como se rumoreaba.
Ya era un hombre rico cuando nació su primer retoño, Ole Mbatian Segundo. El chico sobrevivió los críticos años de la infancia y, como marcaba la tradición, fue instruido en el oficio de su padre. Pasó varios años a su lado como aprendiz antes de que la muerte lo obligara a sucederlo. Tras ese día inevitable, conservó el nombre usurpado de su padre, pero tachó el título de doctor y le prendió fuego a la bata blanca: muchos pacientes que provenían de poblados lejanos pensaban que los médicos, a diferencia de los curanderos, solían meterse en cosas de brujería, y a aquel que despertara sospechas no le quedaban muchos días de oficio por delante ni, para ser francos, muchos días de vida.
De manera que, después de Ole Mbatian le tocó el turno a Ole Mbatian Segundo, al que todos comenzaron a llamar el Viejo cuando su primogénito, Ole Mbatian el Joven, lo relevó.
Con este último empieza propiamente esta historia.
2
De modo que Ole Mbatian el Joven heredó el nombre, la fortuna, la reputación y el talento de su padre y su abuelo: en otra parte del mundo a eso se le habría llamado «nacer con un pan bajo el brazo».
Recibió una educación esmerada e, igual que todos los jóvenes masáis, tuvo que formarse en las artes militares. Por eso no sólo era un respetado curandero sino, además, todo un guerrero masái: nadie conocía mejor los poderes curativos de hierbas y raíces, y sólo unos pocos —entre ellos, su hermano menor, Uhuru, quien sólo pensaba en la guerra— podían equipararse con él cuando se trataba de lanzas, cuchillos o de las porras arrojadizas que los masáis llaman rungu.
Su especialidad médica eran los tratamientos para evitar que las familias tuvieran más hijos de los que deseaban. Con tal de consultarlo, muchas mujeres peregrinaban desde poblados lejanos, incluso desde Rigori, al oeste, y Maji Moto, al este, ambos a varios días de trayecto. Para poder atenderlas, Ole Mbatian el Joven ponía como requisito que hubieran parido un mínimo de cinco hijos, de los cuales al menos dos debían ser varones. Jamás revelaba la fórmula de la grumosa pócima que las pacientes tenían que beber a cada ovulación (y que él llamaba inatosha: algo así como «ya basta» en suajili), pero las que tenían mejor paladar notaban que llevaba melón amargo y unos toques de raíz de algodón indio.
Ole Mbatian el Joven era más rico que nadie en su pueblo, incluido el jefe de la tribu, Olemeeli el Viajado. Aparte de muchas cabezas de ganado, tenía tres chozas, mientras que el jefe tenía sólo dos...
Aunque también era cierto que el jefe tenía tres mujeres, frente a las dos de Ole, quien nunca había llegado a comprender cómo el otro conseguía que la cosa funcionara.
Por lo demás, Olemeeli nunca le había caído bien: tenían la misma edad y, ya desde pequeños, sabían cuál era el destino de cada uno.
—Mi padre manda sobre tu padre —se le ocurrió decir un día a Olemeeli sólo para chinchar.
Tenía razón, objetivamente hablando, porque su padre, Kakenya el Bello, gobernaba el valle. Pero a Ole júnior no le gustaba sentirse menos. La única solución que encontró fue coger su rungu y darle al futuro caudillo en los morros. Lo castigaron, desde luego: Ole Mbatian el Viejo no tuvo otra opción que azotarlo ruidosamente, pero lo felicitó en voz baja.
Kakenya el Bello sufría en secreto porque su apodo, si bien era certero, daba cuenta de la única cualidad envidiable que poseía. Tampoco lo tranquilizaba el hecho de que su primogénito hubiese heredado todos sus defectos a excepción de la evidente belleza; para colmo, mermada después de que el chaval del curandero le hiciera saltar dos incisivos.
Tenía serias dificultades para tomar decisiones. A menudo, dejaba que sus esposas lo hicieran por él, pero lamentablemente tenía dos —un número par—, y cada vez que no se ponían de acuerdo en alguna cuestión —es decir, casi siempre— él se quedaba plantado allí, sin saber qué hacer con el voto decisivo.
Pese a todo, en el otoño de su vida Kakenya logró tomar una decisión —con el apoyo de sus esposas— que lo haría sentirse orgulloso: su hijo mayor se iría de viaje más lejos de lo que nadie en el pueblo había llegado hasta entonces y volvería a casa con abundantes impresiones del mundo y un montón de conocimientos nuevos. La sabiduría que acumulara marcaría su destino como gobernante: Olemeeli nunca sería tan hermoso como su padre, pero podría llegar a ser un jefe de tribu resuelto y con visión de futuro.
Ésa era la idea.
El problema es que las cosas no siempre salen como están planificadas. El primer y último viaje de Olemeeli fue a Loiyangalani, un lugar situado en el más remoto norte de cuyos habitantes se decía que habían inventado una forma completamente nueva de potabilizar el agua de mar. La arena calentada y las hierbas ricas en vitamina C combinadas con raíces de nenúfar eran métodos bien conocidos desde hacía mucho tiempo pero, por lo visto, lo de Loiyangalani era más simple y más efectivo.
—Ve hasta allá, hijo mío —le dijo Kakenya el Bello—, aprende todo lo que puedas y luego vuelve a casa y prepárate: siento que no me queda mucho tiempo.
—Pero, papá... —repuso Olemeeli.
No supo qué más decir: pocas veces daba con las palabras adecuadas... o con el pensamiento adecuado.
El viaje duró una eternidad; o sea, una semana entera. Una vez en su destino, Olemeeli descubrió que allí iban por delante en muchas cosas: el filtrado del agua era una cosa, aunque también habían hecho instalar algo que llamaban «electricidad», y el alcalde tenía una máquina que usaba en lugar de un lápiz o una tiza para escribir cartas.
En realidad, Olemeeli sólo quería volver a casa, pero las palabras de su padre resonaban en su cabeza, así que estudió más de cerca ambos inventos: era lo menos que podía hacer por su padre. Tristemente, al probar la electricidad metiendo un clavo en el enchufe recibió una descarga y quedó inconsciente durante varios minutos.
Cuando volvió en sí, ayudado por un líquido oloroso que le pusieron debajo de la nariz, se tomó un momento antes de intentarlo con la máquina de escribir. Por desgracia, no tuvo mejor suerte: el índice izquierdo se le quedó atrapado entre la «d» y la «r»; se asustó, lo sacó de un tirón y se lo partió por dos sitios.
Ya había tenido suficiente: enseguida les ordenó a sus ayudantes que hicieran el equipaje para el arduo viaje de vuelta. Tenía claro lo que iba a decirle a su padre: la famosa electricidad era nefasta, pero la máquina de escribir era directamente mortal.
Kakenya el Bello no solía acertar en sus profecías; sin embargo, la sospecha de que le quedaba poco tiempo resultó correcta. El hijo en parte desdentado tomó el relevo.
Al día siguiente del entierro de su padre, expidió tres decretos:
Primero: el pueblo invertiría en un sistema de filtrado de agua totalmente nuevo.
Segundo: eso que llamaban «electricidad» no podría instalarse nunca jamás en el valle sobre el que gobernaba.
Y tercero: ni hablar de máquinas de escribir.
Así, Olemeeli llevaba casi cuatro décadas gobernando el único valle del Masái Mara en que no sólo no había máquinas de escribir sino tampoco electricidad ni, por tanto, ningún aparato eléctrico ni electrónico: precisamente allí no vivía ni uno solo de los seis mil millones de seres humanos que usaban teléfono móvil.
Se hacía llamar Olemeeli el Viajado y era tan impopular como lo había sido su padre. En cuanto se daba la vuelta, todo el mundo se refería a él con apodos mucho menos halagadores. El favorito de Ole Mbatian el Joven era el de jefe Sindientes.
~
El desdeñado jefe tribal y el diestro y reconocido curandero tenían la misma edad, de ahí que tuvieran sus asuntillos personales, pero, dado que también eran los dos hombres más importantes del poblado, no podían pelearse como habían hecho durante la adolescencia. Ole Mbatian terminó por aceptar que aquel retrógrado era también el que mandaba; a cambio, Olemeeli el Viajado fingía no oír cuando el curandero presumía de tener más dientes que él.
El jefe tribal era una preocupación constante pero soportable para Ole Mbatian, lo que de veras lo atormentaba era otra cosa: el hecho de haber tenido cuatro hijas con su primera mujer y otras cuatro con la segunda... y ningún varón. En un momento dado empezó a experimentar con sus hierbas y raíces para que el siguiente fuera niño, pero ese logro médico se reveló fuera de su alcance: siguieron llegando hijas hasta que un día, lisa y llanamente, dejaron de llegar, sin que ni el melón amargo ni el algodón indio tuvieran nada que ver.
Tras cinco generaciones de curanderos, el siguiente no sería un Mbatian, o comoquiera que se llamaran: entre los masáis, las mujeres no podían ser curanderas.
Durante mucho tiempo se consoló pensando que al jefe Sindientes tampoco le iba tan bien en lo tocante a procrear un heredero: sólo tuvo hijas (seis) con sus primeras dos mujeres.
Pero Olemeeli guardaba un as en la manga: una tercera mujer, más joven, que pronto le dio un hijo. ¡Gran festejo en el poblado! El orgulloso padre ordenó que la celebración durara toda la noche y así fue: el pueblo entero festejó hasta el amanecer... excepto el curandero, que tenía dolor de cabeza y se fue a acostar temprano.
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De eso hacía muchos años, más de los que Ole Mbatian hubiera querido. No obstante, todavía no estaba preparado para presentarse ante el Gran Dios: aún tenía cosas que ofrecer. En realidad, no sabía con certeza cuántos años tenía. Notaba que ya no era tan bueno como antes con el arco y las flechas, ya no daba tanto en el blanco con la lanza, el cuchillo y el rungu... aunque, pensándolo bien, quizá con el rungu sí: al fin y al cabo, seguía poseyendo el título de campeón del poblado en lanzamiento de la cachiporra tradicional...
Y seguía siendo ágil: se movía casi con la misma velocidad y precisión de siempre, si bien no con las mismas ganas. Debía de estar volviéndose flojo. Tenía dolor de muelas... y remedio contra el dolor de muelas. Su vista era menos buena que de joven, aunque eso no le parecía un inconveniente: Ole ya había visto todo cuanto merecía la pena ver y encontraba fácilmente todo lo que necesitaba.
Resumiendo, había indicios de que una etapa de su vida había quedado atrás y se avecinaba otra. Y estaba deprimido. Cuando la pena por el hijo que nunca tuvo se hizo demasiado grande, se prescribió a sí mismo una mezcla de hipérico y raíz de rodiola en aceite de girasol: solía ayudar.
Algunas veces se le pegaban las sábanas, pero por lo general seguía saliendo temprano en su incansable búsqueda de nuevas raíces y hierbas para su botiquín. Comenzaba las excursiones mientras todavía estaba oscuro, atento a los sonidos que pudieran producir las silenciosas leonas de caza, y volvía antes de que el sol pegara demasiado fuerte.
¿Podía ser que sus pasos empezaran a ser más cortos? Una vez, andando andando había llegado hasta Nanyki; otra, había recorrido todo el camino hasta el Kilimanjaro y después había subido a la cima. Ahora, en cambio, el poblado vecino ya le parecía lejos. No había nada que apuntara a que, en un futuro no muy lejano, fuera a causar un gran revuelo en Estocolmo, Europa y el mundo. Puede que conociera los poderes curativos de la sabana, pero lo desconocía casi todo sobre la capital sueca y el continente europeo, y del mundo sólo sabía que había sido creado por EnKai, el Gran Dios, que vivía en la montaña de Kirinyaga (se declaraba cristiano, pero había verdades que la Biblia no podía cambiar; entre ellas, la historia de la creación).
—Pues bueno —se dijo a sí mismo.
A veces lo hacía: significaba que le tocaba bregar un poquito más. La moral siempre alta, ante todo.
3
Más de diez mil kilómetros al norte del territorio masái, en una localidad de las afueras de Estocolmo, la capital sueca, Lasse le entregó las llaves al comprador de la obra de su vida. Había llegado el momento de jubilarse.
El antiguo propietario del kiosco de salchichas no le daba especial importancia: naces, haces lo tuyo, te retiras, mueres y te entierran, lisa y llanamente.
En cambio, para uno de sus clientes habituales tenía una gran importancia —en el peor sentido—, ¿cómo era posible que Lasse le vendiera el kiosco a un árabe? A alguien que no sabía qué era la mostaza de Västerviken, ni que la salchicha debía estar encima del puré de patata, y que había empezado a ofrecer kebabs en el menú.
Algo así puede afectar a cualquiera. Victor sólo tenía quince años cuando eso sucedió. Pasar el rato con la moto delante del kiosco dejó de ser lo mismo.
Los colegas cambiaron el lugar de encuentro a la nueva pizzería, al otro lado de la plaza, pero la llevaba otro árabe.
¿Qué les pasaba a los árabes? Y a los iraníes, iraquíes y yugoslavos: ninguno sabía qué era la mostaza de Västerviken. Vestían raro, hablaban raro, ¿eran incapaces de aprender sueco?
Primero eso, y después el hecho de que sus amigos no lo vieran igual. Habían cambiado el kiosco de salchichas por la pizzería no porque las salchichas se hubiesen convertido en kebabs, sino porque dentro se estaba más calentito. Y cuando Victor trató de explicarles que Suecia se estaba desnaturalizando se limitaron a reír: un yugoslavo o un iraní aquí y allá sólo animaba un poco la cosa.
Victor se quedó solo con sus cavilaciones. Cuando los demás se iban a la discoteca, él se quedaba en su cuarto de adolescente; cuando los demás quedaban para jugar al fútbol el fin de semana, él iba a museos: allí hallaba consuelo en lo auténticamente sueco, como el rococó francés y el neoclasicismo que Gustavo III llevó a Suecia desde Italia; pero, sobre todo, el nacionalismo romántico: no había nada más hermoso que El baile del solsticio de verano de Anders Zorn, nada que transmitiera tanta gravedad como el Traslado del cadáver de Carlos XII de Suecia de Gustaf Cederström.
Lo contrario a los kebabs.
Los años de instituto se tornaron una agonía: los chicos de la clase lo miraban raro porque se aprendía de memoria la lista de reyes suecos desde el siglo XVIII. Y a él los chicos no le despertaban ningún interés, y las chicas... pues... había algo en ellas que no estaba bien. Algunas llevaban un pañuelo en la cabeza, de ésas no quería saber nada. Pero es que incluso las que eran suecas de verdad resultaban imposibles. ¿De qué podían hablar? ¿Cómo puedes acercarte a alguien sin que se meta en tu vida?
El servicio militar se le antojaba una suerte de liberación: doce meses de orden y disciplina al servicio de la patria. Pero ni siquiera allí faltaban los extranjeros... ni las mujeres.
Siendo un joven adulto, Victor sopesó hacer carrera política. Se suscribió a Folktribunen, una revista que, en general, se adhería a las mismas verdades que él, y asistió a alguna que otra reunión con personas de ideas afines, pero sin sentirse cómodo. Querían cambiar las cosas por la fuerza, pero eso sólo era posible si estabas dispuesto a pelear, lo cual podía resultar muy doloroso. Victor conocía bien el dolor desde aquella vez, a los quince años, en que desaparecieron trescientas coronas de la billetera de su padre. Aun sin pruebas, éste le dio una buena tunda. No era un asunto del que le gustara acordarse.
El partido al que Victor le echó el ojo tenía líderes y sublíderes, pero él estaba en la parte más baja del escalafón. Se esperaba de él que colaborara no sólo con otros hombres, sino también con mujeres (pero ¿cómo se colaboraba con ellas?), y que obedeciera al presidente del partido, al vicepresidente, a su esposa, su gato, etcétera. Sabía que si fracasaba la revolución que promovía la gente del movimiento de resistencia, Suecia estaría perdida, pero «colaboración» y «obediencia» eran dos palabras que detestaba: no se necesitaba ninguna de las dos cosas, sino determinación, para defender Suecia de los parásitos. Por suerte, aunque el país estaba en pleno declive aún se podía triunfar (lo que no podía esperarse de un partido en el que insistían en que había que colaborar y obedecer a mujeres y gatos): tomaría el asunto en sus manos; por supuesto, sin llevarse una paliza ni acabar entre rejas en el camino.
Aquel solitario de poco más de veinte años no le debía nada a nadie. Se proponía llegar a la cúspide, desde donde podría hacer prevalecer su idea del mundo.
No importaba cuánto tiempo le llevara, ni si para conseguirlo tenía que pisar a otros, no importaba siquiera de qué cúspide se tratara con exactitud, siempre y cuando estuviera lo bastante arriba.
Empezó consiguiendo un puesto en la galería de arte más prestigiosa de Estocolmo. Lo suyo era el arte auténtico, pero durante la entrevista de trabajo consiguió engañar a Alderheim, el galerista, fingiéndose entusiasmado por el repulsivo modernismo. Se había preparado, de cara a la entrevista, para poder decir cosas como:
—No es fácil sentarse delante del marchante más destacado de la ciudad y hablar del funcionamiento real del pensamiento.
La frase remitía al fundador del surrealismo, y gracias a Dios el galerista no le pidió mayores explicaciones, porque había olvidado cómo se llamaba. Sí recordaba que era un poeta izquierdista y que se había opuesto al fascismo: un imbécil, en pocas palabras.
Entrar en la galería no era una mera ocurrencia, lo había pensado detenidamente. Todo aquel que quisiera en serio lograr un cambio debía tener una posición. Partirle la cara a un marica o hacer que un negro se cagara de miedo estaba muy bien, pero no producía cambios duraderos... excepto para el marica o el negro en cuestión.
Para conseguir una posición había que moverse en los círculos adecuados; es decir, acercarse al dinero y el poder. Nadie que estuviera al principio de la cadena alimentaria podía lograr nada ni en la vida ni en la política.
La galería era el trampolín perfecto porque si algo unía a los miembros de la élite progresista eran la ópera, el teatro... y el arte. Lo que más, la bazofia modernista que Alderheim se dedicaba a vender. Estando ahí y relacionándose con la clientela, sólo era cuestión de tiempo que le ofrecieran algo mejor.
El trabajo en sí consistía en ser el principal responsable de la atención a los clientes, y Victor negoció el derecho de presentarse como gerente. Alderheim lo había contratado más bien como asistente, pero estaba viejo y cansado y era fácil de persuadir. La tarea más importante del gerente era ser carismático y convencer a los clientes de que les gustaba el arte.
—En el fondo, mi alma pertenece a Cézanne —podía decir Victor con una sonrisa tímida y evidente a la vez—, pero confieso que Matisse me atrae muchísimo. —Y acto seguido rellenar su discurso con bobadas del tipo—: Ay, ese Matisse... —Y guardarse para sí el resto de la frase: «... ojalá que arda en el infierno».
Ante esas declaraciones, el cliente podía pensar que Victor se había quedado atrapado en un punto entre el impresionismo y el expresionismo, pero en realidad sólo se estaba ciñendo a su plan.
Alderheim quedó deslumbrado por el encanto del gerente de su galería: cada vez más lo veía como el hijo que nunca tuvo.
En aquella época, Victor todavía llevaba el más común de los apellidos suecos: Svensson, a pesar de lo cual de tanto en tanto algún cliente lo invitaba a inauguraciones u otras cosas parecidas, tan repugnantes como vitales para él. Victor asistía religiosamente, armado de paciencia, atento a cada pista que le indicara el camino para continuar su ascenso.
Se dio a sí mismo dos años: si en ese tiempo no lograba que nadie picara el anzuelo se largaría y se replantearía la estrategia. Jamás hubiera creído que todo se arreglaría por sí solo, pero el futuro se le plantó delante sin que tuviera que buscar demasiado: se llamaba Jenny.
Ella representaba todo cuanto Victor detestaba: era incomprensible, débil y sentimental, pero sin duda le convenía. Él había empezado a acudir una vez a la semana a visitar a una prostituta de lujo en uno de los mejores hoteles de Estocolmo. Como era de lujo, podía expedirle una factura que dijera, como concepto, «cuadro», «lienzo» u otra palabra igualmente conveniente. No esperaba más de ninguna mujer, pero...
Victor ya se había percatado de que el viejo Alderheim acariciaba la idea de casarlo con su hija. En la época en que llegó a la galería ella era prácticamente una niña; él era diecinueve años y nueve meses mayor, así que tendría que armarse de paciencia. Sin embargo, el viejo seguía alentando la idea: él mismo era veinticinco años mayor que su suspicaz esposa. A la larga, esa esposa suspicaz podría haber sido un obstáculo para la relación, si no fuera porque ella solita se quitó de en medio.
Jenny crecía sin volverse ni siquiera mínimamente más atractiva. Era apocada y abúlica. Llevaba una ropa horrorosa.
Pero, por otro lado, no dejaba de ser una Alderheim... y un día heredaría. Casado con ella, él podría tomar su apellido y, con el tiempo, la galería terminaría siendo suya.
Pero estaba el tema ese de la señora. Victor sospechaba que era de izquierdas porque opinaba que la propia Jenny se encargaría de decidir qué hacer con su vida amorosa; además, él mismo no le gustaba nada y sospechaba que no era sincero ni leal. Como tenía razón, fue una suerte que la palmara.
Sólo llevó unos días: estaba invadida por el cáncer. Aparentemente no le dolía nada, pero un lunes ya no pudo levantarse de la cama, el miércoles se la llevaron al hospital y una semana más tarde la estaban enterrando.
Desde que su esposa murió, el viejo se pasaba los días sentado en su apartamento de seis habitaciones ubicado encima de la galería, llorando épocas idas. Por las tardes, se metía en la biblioteca, con sus butacas de cuero, sus obras de arte preferidas en las paredes y el gran acuario, y le pedía a Jenny que encendiera la chimenea.
Allí invitaba al futuro yerno a beber coñac. Podían caer unas cuantas copas durante la semana, pero el coñac no estaba mal y era por una buena causa. Durante el día, Victor se ocupaba de la clientela mintiendo cada vez con más encanto. En esa época, su trato con la pequeña Jenny se limitaba a lo estrictamente necesario.
La hija de Alderheim cumplió los doce, los catorce, los quince... Nunca se quejaba, no parecía relacionarse con nadie. Aceptaba nuevas tareas sin que se le moviera un solo músculo de la cara. Con el tiempo, Victor le encargó la limpieza del apartamento de su padre y de la galería: de esa manera se ahorraba pagarle media jornada a alguien y podía comprar un poco más de sexo sin que se notara en las cuentas. También la puso a cargo de la soporífera labor de llevar el archivo. No le molestaba pasarse horas y horas en el sótano. Incluso olía a archivo.
Cuando todo parecía ir sobre ruedas, surgió un gran obstáculo en forma de prostituta del pasado. De repente se presentó en el local acompañada de un adolescente.
—Se llama Kevin —dijo.
—¿Y...? —preguntó Victor.
La mujer le pidió al chaval que saliera a esperarla a la calle y, cuando estuvo a una distancia prudente, se volvió y le espetó al marchante:
—Es tu hijo.
—¿Mío? Pero si es negro, no me jodas.
—Si me miras con atención, puede que comprendas por qué.
La mujer no se reprochaba nada a sí misma: valorar el carácter de los clientes no formaba parte de su trabajo. Sólo tenía una regla: si le pegaban no podían volver, en caso contrario podrían repetir cuantas veces quisieran siempre que tuvieran dinero. El hombre que tenía delante había formado parte del segundo grupo.
Victor tuvo que cerrar la galería y llevarse de allí a esa furcia y a su crío antes de que Jenny subiera del archivo. Como de costumbre, el viejo estaba en su apartamento de seis habitaciones, así que no vio ni oyó nada.
El inopinado padre empujó a su indeseada familia hasta una cafetería que quedaba a unas cuantas manzanas y, una vez allí, le preguntó a la madre qué diablos quería.
Quería lo peor de todo: que asumiera su responsabilidad como padre. No le había dicho nada durante todos esos años, pero estaba en dificultades y necesitaba ayuda.
—¿Qué clase de ayuda? —preguntó él.
Quizá sólo se tratara de dinero.
—Estoy enferma.
—¿Y...?
La mujer no respondió. Kevin llevaba unos cascos, pero ella prefirió asegurarse y lo mandó al kiosco del otro lado de la calle a comprar caramelos. Entonces dijo:
—Me voy a morir.
—Como todos.
Volvió a hacerse el silencio.
—Tengo sida.
Victor dio un respingo en la silla.
—¡La hostia!
~ ~ ~
Hubiera querido negarlo todo sin más, pero la sidosa tenía a su favor que había aparecido justo en el momento más inoportuno para su plan de vida.
No podía ahuyentarla y basta: mientras estuviera viva podría presentarse a cualquier hora en la galería y ponerse a escupir sangre o a hablar de su paternidad con cualquiera.
Eso: mientras estuviera viva. Por fortuna, no sería durante mucho tiempo.
«Ganar tiempo» y «minimizar los daños» eran los conceptos clave.
En las negociaciones que siguieron, Victor aceptó hacerse una prueba de paternidad y le prometió a la madre moribunda que, en el caso de que fuera positiva, se haría cargo de su hijo hasta que alcanzara la mayoría de edad a condición de que ella jamás empleara el término «padre» delante del crío... ni de nadie.
—El «crío» tiene un nombre: se llama Kevin —repuso la mujer.
—No te pongas pesada —dijo él.
4
La prueba resultó positiva y, mientras la madre de Kevin se ocupaba de estirar la pata, Victor se tomó una semana libre. Por primera vez en años, el viejo Alderheim tuvo que ocuparse de su negocio mientras su gerente buscaba un estudio en uno de los suburbios del sur de Estocolmo para esconder su repentino problema. Dieciocho metros cuadrados, una cama, una cocina americana, dos sillas y una mesa.
Sentó al chaval en una de las sillas, él se sentó en la otra y le explicó las reglas del juego.
La primera era que jamás se le pasara por la cabeza que él era su padre: amablemente se había ofrecido a hacerse responsable porque la irresponsable madre de Kevin iba a morirse. «Tutor» sería una palabra más adecuada, pero si se le hacía rara podía llamarlo «jefe».
El chico asintió con la cabeza pese a que no había tenido un jefe en su vida; ni tampoco un tutor, a decir verdad... y desde luego, mucho menos un padre.
La segunda era que no podía, bajo ningún concepto, ir a buscar a Victor al centro: tenía que quedarse en Bollmora, ir cada día al instituto de al lado y luego volver a casa. Si hacía justo eso, el jefe se encargaría de que siempre hubiese pizza en el congelador.
Kevin preguntó cómo se encontraba su madre.
—Olvídate de eso y escúchame: esto es importante.
~
La crisis que se anunciaba no llegó a ocurrir. Cuando la inoportuna mujer murió por fin, unas semanas más tarde, todo volvió a la normalidad. Kevin se comportaba como debía, no montaba jaleos en la escuela, no se quejaba de la comida y, sobre todo, nunca se presentaba en la galería de arte.
~ ~ ~
Jenny cumplió dieciséis, y luego diecisiete y dieciocho sin que Victor encontrara algún motivo para desearla. Aunque tampoco importaba: sólo iban a casarse.
El viejo era un excelente casamentero: cada día dedicaba un ratito a influir en su abúlica hija. Algunas veces, Victor incluso podía escucharlo desde lejos. Su principal argumento era que deseaba que la obra de su vida perdurara después de su muerte y ella era demasiado joven y carecía de la experiencia necesaria para cargar con dicha responsabilidad. Victor, en cambio, era un hombre maduro y responsable; fiable, lisa y llanamente; ¿le parecía que podría albergar algún tipo de sentimiento hacia él?
La respuesta de la chica no se podía oír desde el cuarto de al lado: para encontrar un ser más taciturno que Jenny había que buscar en el acuario.
Lo de la chica ya se resolvería, pero el problema del bastardo de Bollmora era una piedra en el zapato. El tiempo pasaba y se iba acercando el día en que Kevin sería mayor de edad, entonces estaría fuera de su control y empezaría a liarla. Victor no creía en la bondad innata del ser humano: la única persona en la que confiaba era él mismo. Nadie podía decir si sería cuestión de un mes, medio año o un año, lo único seguro era que un día Kevin se le presentaría exigiéndole dinero. Primero algún que otro billete de cien para cualquier cosa, luego más, para una bicicleta, después aún más, para un coche, para estudiar en el extranjero, para una casa... Y una vez que el chaval tuviera claro que él se había convertido en su cajero automático personal que no cobraba comisiones ya no pararía nunca.
Mierda.
Tenía que centrarse en lisonjear al viejo, fingir tirarle los tejos a Jenny y, en algún momento, pedir su mano y procurar que la muy borrega dijera que sí, pero un simple carraspeo por parte de Kevin lo echaría todo por tierra. Lo tenía más que claro, y era una mera cuestión de tiempo antes de que el chaval también.
El homicidio quedaba descartado, pero ¿y si el chaval la palmaba, a pesar de todo? Eso sería otra historia. El problema era que los chavales de dieciocho años no se morían así sin más. Necesitaría que alguien le echara una mano.
Se acordó del partido en el que había estado metido años atrás. Había que reconocerles que habían continuado la lucha: de tanto en tanto, alguno o algunos de sus miembros acababan entre rejas por agresión, disturbios violentos, incitación al odio, posesión de armas y otras cosillas así. Mientras tanto, iban puliendo su programa, y acertaban en muchísimos aspectos. Entre las primeras cosas que se proponían una vez que hubiesen llegado al poder era devolver a sus países a todos aquellos que no pintaban nada en Suecia: los iraníes a Irán, los iraquíes a Irak, los yugoslavos a... bueno, ahí la cosa se complicaba un poco... pero seguro que Kevin acabaría en África.
Era una bella posibilidad. El problema era que no podía esperar a que el partido hiciera su revolución. ¿Con cuántos miembros contaba para lograrlo? ¿Cien? ¿Doscientos? De los cuales, la mitad estaban en chirona.
No, para variar, Victor dependía de sí mismo.
~
Se quedó dándole vueltas a eso de África.
Y luego pensó un poco más y sacó un antiguo y reputado atlas de la estantería del viejo.
Deslizó con lentitud el dedo índice por el continente africano, dejó que se detuviera casi por sí solo y tomó una decisión.
¿Dónde iba a estar el cucharón, sino en el puchero?
5
—Qué pasa, Kevin. Veo que se han acabado las pizzas.
—Hola, jefe.
Victor asintió con la cabeza, satisfecho: el chaval conocía las regl