NUTAN
El alba despuntaba sobre las colinas cuando abrí las minúsculas puertas de madera de nuestro altar ancestral. En el interior coloqué unos fruteros con hojas de coco, flores y dulces. Entre los árboles, los arbustos y la vegetación, todo estaba en silencio. Encendí unas barritas de incienso. Cerré los ojos en aquel lugar fresco y fragante y uní las palmas de mis manos… el mundo desapareció. Habría podido permanecer así durante una hora de no ser porque de pronto oí unas risas infantiles del otro lado de los muros del jardín. Durante un instante, ella resplandeció en aquel sonido. Desperté.
No era ella. Por supuesto que no.
Permanecí inmóvil, mirándome las manos cruzadas. Tenía los nudillos blancos. No podía ser ella… pero allí estaba yo, aferrándome a la tierra endurecida, trepando por el muro, buscando instintivamente los familiares huecos para apoyar los pies entre la piedra irregular. Las vi desde lo alto del muro. Eran dos niñitas; no tendrían más de cuatro o cinco años, y estaban deslumbrantes con sus vestidos de baile y los grandes gorros de pan de oro finamente trabajados que se balanceaban y resplandecían bajo el sol de la mañana. Al pasar ante la verja de entrada a nuestra casa sus pies desnudos pisaron las cáscaras de las bayas que las ardillas habían dejado caer por la noche. Luego volvieron la esquina y desaparecieron.
Me aupé al borde del muro y me senté, sin pensar, acariciando con los dedos el musgo aterciopelado que tapizaba las piedras, con los ojos puestos en unas minúsculas criaturas que se escabulleron por una grieta del muro, y de pronto el pasado regresó. Inocente, no derrotado aún por el día en que me desplomé sobre el sucio suelo de un piso miserable de Londres y morí, rodeada de extranjeros indiferentes.
Miré ese pasado, hechizada. Un pasado completamente ajeno a cualquier sentimiento de pérdida. Éramos tan extraordinarias… Un sol fundido se estaba poniendo, y mi hermana y yo bailábamos al compás del instrumento de cuerda de madre, el sape. Con su deforme pierna derecha bajo los glúteos y la otra doblada contra su cuerpo esbelto, Ibu, nuestra madre, tenía una belleza que se le negaba durante el día, cuando tenía que permanecer de pie y caminar.
También vi a padre, con su pelo largo y todavía negro, sujeto en el moñete de cura, en cuclillas junto a una hilera de jaulas con forma de campana. Con todo el cariño del mundo, alimentaba con grano a sus gallos de pelea. Era titiritero, y un hábil ventrílocuo. En realidad tenía cierto renombre. Sus espectáculos estaban tan solicitados que con frecuencia se ausentaba durante largas temporadas para viajar de pueblo en pueblo y actuar con sus aproximadamente doscientas marionetas de cuero. En aquel entonces yo estaba muy orgullosa de él. Sin embargo, en la burbuja centelleante, a quien vi con mayor claridad fue a Nenek, la abuela. Estaba sentada en los escalones de su pabellón. Sus insondables ojos negros medio apagados y sin embargo atentos observaban a través del humo gris y lechoso que se desprendía de sus cigarrillos de clavo.
Ah, el pasado, ese cuento de hadas encantado e inofensivo…
Algunas lágrimas cayeron sobre mis brazos. Las toqué. Lágrimas que brotaban de un pozo de pesar. Si pudiera tocar el pasado. Cogerlo. Lo había destrozado innecesariamente. Qué inconsciente. Qué grande había sido mi descuido. Y ahora mira lo que queda del ayer.
El sol se había levantado sobre las colinas. Una rana verde y gris brincó entre unos plátanos, y yo bajé del muro de un salto, inquieta. Sí, te lo contaré todo, pero no ahora. No en este jardín de coloridas flores y árboles que se inclinan bajo el peso de racimos de fruta madura. Se me acusaría de mirar hacia el pasado con sentimentalismo. No, debo contar mi historia en el templo de los muertos. Allí se me perdonará; la transitoriedad se da por supuesta. No está lejos, y es un lugar maravilloso donde el tiempo deja de existir. Sus verjas tienen intrincados grabados, y están guardadas día y noche por gigantescas figuras de piedra volcánica.
Pero espera, si te lo cuento todo, si no me dejo nada y tus viajes te traen algún día a mi isla paradisíaca, ¿me prometes que si ves mi figura triste, con mi sarong, no pronunciarás nunca mi nombre? Porque tu mirada de reconocimiento me haría daño, como un excremento en una flor, haría que se levantara el dedo acusador y la vergüenza, oh, Dios, tanta vergüenza… ¡Cómo hablaría la gente!
Porque, verás, en el paraíso, un nombre caído en desgracia tiembla sin remedio. Hay que hacer lo imposible para defender una reputación. Por supuesto, a estas alturas a mí ya no me preocupa demasiado, pero tengo que pensar en los demás miembros de la familia, tengo que protegerlos.
Ven; cuando dejemos atrás el mercadillo del centro del pueblo lo verás.
Ya hemos llegado. Mira. ¿No te había dicho qué maravillosa es la entrada del templo? Quítate los zapatos. Incluso a esta hora, las losas del suelo ya estarán tibias. Un perro nunca pondría los pies aquí, pero los gatos van y vienen como si estuvieran en su casa. Cuando éramos pequeñas veníamos a menudo, atraídas por su misterioso silencio. Mortales entre los dioses. Calladas, a causa de cierta ansiedad, recorríamos de puntillas pasillos bordeados por estatuas de tamaño natural de demonios con miradas grotescas y lascivas, con unas lenguas que les llegaban al ombligo. En cambio, ahora que soy mayor, se aparecen en mi mente como seres benignos, sonrientes y genuinos. La mortalidad es un juego.
Ven. Nos sentaremos aquí, que da el sol; así, cuando la desilusión resulte demasiado dolorosa, nuestros ojos podrán descansar en el esplendor del árbol de fuego en flor que hay allí. Acércate y coge mi mano, pero no olvides tu promesa.
Nací hace veinticuatro años en este remoto pueblecito. Los balineses creen que cada niño es un regalo de los cielos, y a mi hermana y a mí se nos consideró el regalo más preciado de todos. Gemelas idénticas. Nos idolatraban de tal manera que durante nuestros primeros meses de vida estuvimos permanentemente en contacto físico con Nenek o con Ibu, para que nuestros cuerpos no tocaran la tierra impura. Después, se hizo todo lo posible para que despertáramos a un mundo maravilloso.
Mi hermana y yo nos criamos recibiendo constantes besos en el pelo y con el nutritivo calostro de las vacas cuajado en una sartén con caramelo. Bebíamos limonada hecha con agua de lluvia y con limas que Nenek había trabajado con sus anchos pies para suavizar y realzar el sabor. Y, puesto que también tenemos la creencia de que la conexión de un niño con su cuerpo y con este mundo material es algo muy frágil, no hubo ni una sola ocasión en que se nos golpeara o tan siquiera se nos reprendiera.
¿Por qué entonces en esa época de deleite despertaba de sueños confusos y me encontraba ante una realidad que solo existía en la risa malvada de los animales nocturnos y en el sonido de las raíces de los árboles que se estiran para llegar al agua? Con un rumor ridículo e insistente que iba de una habitación a otra… «Son todo mentiras… Son todo mentiras…». ¿Por qué a veces parecía que mi hermana y yo éramos las invitadas de unos anfitriones benevolentes? Que Nenek, Ibu y padre tenían un secreto que todos conspiraban por ocultar. Fue una pena que no supieran que en el paraíso no se debe mentir. Que las mentiras lo destrozan todo en su afán por liberarse.
Supongo que debería iniciar mi historia con padre, el maestro titiritero, con su espectáculo de sombras chinescas. Un hombre de incomparable talento con dedos como serpientes en movimiento. Se sentaba en una esterilla colocada ante una lámpara de aceite de coco y, sujetando un martillo de madera entre los dedos de su pie derecho, marcaba un ritmo, toc toc. Era la señal que esperaban los músicos. Un delicado sonido llenaba la habitación mientras cogía una marioneta muerta de una caja con forma de ataúd. En el lienzo temblaba una silueta delicada, luego se distorsionaba, porque él la acercaba y la alejaba de la trémula llama. Entonces, de pronto, se detenía y quedaba inmóvil en medio del lienzo.
Cuando terminaba de recitar sus mantras mágicos y empezaba a manipular sus miembros articulados, un bonito conjuro había sido lanzado y todas las pequeñas marionetas habían cobrado vida. Sus fantásticas aventuras nunca terminaban antes del amanecer. Con cuánto orgullo nos sentábamos nosotras entre el público, con dolor de barriga de tanto reír y las lágrimas cayéndonos por el rostro. Luego íbamos a arrodillarnos ante él. Nos bendecía con una protección mágica salpicándonos con agua bendita, y apretaba granos húmedos de arroz contra nuestra frente, sienes y garganta.
Oh, padre, padre… ¿cómo pudiste?
Sin nosotras saberlo, el maestro titiritero había sujetado unos cordeles invisibles a nuestros cuerpos y, a hurtadillas, enviaba su voz a nuestras bocas mientras nos hacía ir hacia aquí o hacia allá. Fue él quien acarreó la pena sobre nuestra casa.
En mi mente mi padre sigue siendo realmente guapo, con las cejas largas y curvas, el puente de la nariz alto, pero también lo recuerdo como un hombre misterioso, solapado y distante. Bajo su fino bigote, las comisuras de sus labios se curvaban con cautela en una sonrisa educada y digna. Era un hombre comedido y cuidadoso en todos sus movimientos. Salvo por la orquídea negra y amarilla que llevaba a veces detrás de la oreja, vestía con sencillez, siempre de negro. Sus maneras eran suaves, sí, pero ¿qué había detrás de la máscara?
—Os quiere tanto… —solía decirnos Ibu a mi hermana y a mí.
Pero yo conocía un secreto que ella ignoraba. Mi padre solo quería a mi hermana. Quizá porque había adivinado que ella necesitaba su aprecio más que yo. O, más probablemente, porque con mi mandíbula apretada yo me parecía demasiado a Nenek. Demasiado indómita y descarada para su gusto. Yo intuía este rechazo apenas disimulado en todo su ser: en las rodillas muy juntas, en la curva implacable de su cuello estrecho, en las medias sonrisas que ponía cuando miraba en mi dirección y en sus bellos ojos, decididos y solapados. Pero ese no era el secreto. El verdadero secreto es que no me importaba. La única persona cuyo amor he buscado en mi vida era Ibu. Lo único que yo ansiaba en el mundo era que sus ojos brillantes me miraran con adulación. Con esa misma luz aterciopelada con que miraban a mi padre. Mi madre me parecía el alma más maravillosa, bella e inteligente del mundo. Yo quería ser como ella. En mi recuerdo conservo intactos fragmentos de conversaciones en las que se mostraba como una mujer brillante y audaz.
Pero mi memoria me engaña. Porque mi madre era una criatura reservada, frágil, tullida. No se la podría considerar hermosa desde ningún punto de vista, pero había en ella dos rasgos destacables. Uno era su espectacular melena negra hasta la rodilla, que siempre llevaba en un perfecto moño perfumado y liso en la nuca. El otro era su piel inusualmente clara. Ese tono fantasmal lo debía al hecho de que nunca había puesto los pies fuera de la casa a causa de la debilidad de su corazón.
Nació con un soplo en el corazón. En el regazo de Nenek tardó seis horas en vaciar un biberón. Los médicos menearon la cabeza y dijeron que no llegaría a adulta. Pero Nenek apretó a mi madre contra su pecho, escupió en el suelo desinfectado y maldijo: «Lo que vuestras bocas han arrojado contra mí, que lo sufran vuestros hijos». Volvió a casa rígida de determinación. ¿Acaso no descendía de una larga e ilustre línea de hombres de medicina?
Su hija viviría. No habría cosa a la que no se atreviera, sacrificio que no estuviera dispuesta a hacer por aquella vida endeble que había traído al mundo.
Recuerdo muchas malas noches cuando era pequeña, noches en que los oscuros vientos aullaban por el valle y después se volvían inquietos y subían las laderas de la montaña como lobos ansiosos. Impacientes porque mi madre dejara de respirar de aquella manera. Yo veía su figura encogida en el fino colchón, en el suelo, demasiado delicada para que nadie pudiera ayudarla, y quería acariciarla, reconfortarla, pero no me atrevía.
Esa es la imagen que tengo del miedo. Una habitación escasamente iluminada, velada por el lento humear de las hierbas y las semillas. Y en medio, la lucha desesperada de una mujer por respirar. La mirada salvaje y atormentada de mi hermana cuando llevábamos un brasero tras otro de ascuas ardientes a la habitación de Ibu y nos cruzábamos en silencio. Y, por supuesto, la sangre palpitando en mis muñecas.
En mi recuerdo también la esperanza tiene una forma muy concreta, la de una figura, una figura encorvada junto al cuerpo tendido de Ibu. Oh, tan poderosa que su fuerza parecía irradiar de sus manos, empapar sus ropas, girar a su alrededor… Ojalá hubieras podido ver a Nenek entonces. Muy despacio, rítmicamente, aplicaba sus ungüentos caseros sobre el pecho de su hija mientras cantaba a los espíritus, suplicando en su dialecto nativo, engatusando, a veces amenazando. Prometía hacer ofrendas y sacrificios. Yo no tardé en convertirme en apóstol de esos cantos extraños, medio suplicantes, medio imperativos. Con el resplandor de cada relámpago que encendía el cielo empapado, también yo imploraba.
No pronunciéis su nombre por la noche, por la noche no.
Oh, poderosos espíritus, os di la bienvenida a mi casa.
Si os he herido, perdonadme, sed amables.
Aceptad mis ofrendas, oh, poderosos.
No toméis lo que no es vuestro.
No mostréis vuestra ira.
Oh, dejadme a mi hija.
Dejad que viva un día más.
No pronunciéis su nombre de noche.
No pronunciéis su nombre esta noche.
A pesar de la feroz determinación de su madre, las pequeñas manos de Ibu, decoradas con henna, permanecían inmóviles; en sus ojos silenciosos y sufridos no había esperanza. Era como una niña hermosa y frágil a la que casi habíamos perdido. A veces la movíamos para que besara los anchos pies de su madre, extendidos como un abanico. Suavemente, ella apoyaba la mejilla en ellos como si fueran una almohada. Sí, estaba agotada. Con dulzura, sin aliento, tranquilizaba a su madre: «Lo que dejo atrás no es más que una vestidura, madre. Deja que mi alma se vaya».
Estas razonables palabras solo servían para azuzar más a Nenek, que suplicaba a los espíritus tan lastimeramente que tenían que escucharla. Mi hermana y yo debíamos quedarnos sentadas en el oscuro umbral, viendo con reverencia la inmensidad del amor que había en aquella pequeña habitación, conscientes de que la noche trataba de llevarse lo que era nuestro. ¿Y si perdíamos a Ibu durante la noche? ¿Y si en un momento de debilidad perdíamos la batalla? Fuera, el viento aullaba incansable.
Al amanecer, cuando los gallos de padre cantaban mi hermana hacía ya rato que se había acurrucado contra la pared, vencida por el sueño; yo estaba ronca, o me había quedado sin voz de tanto suplicar. Solo entonces podía sentirme aliviada. Solo entonces, a través del humo, se volvían los ojos de Nenek con expresión salvaje y triunfal para encontrarse con los de su cómplice, yo.
Incluso en la oscuridad habíamos conseguido arrebatarle su presa a la muerte. Una vez más. La muerte, que no era lo bastante fuerte para luchar contra Nenek y contra mí juntas. Habíamos plantado un nuevo día para que Ibu pudiera seguir renqueando. Nenek se levantaba sosteniendo en la mano la cáscara de coco que le servía a Ibu de escupidera; dentro había una mezcla de cenizas y flema verde amarilla. Yo me ponía en pie, mareada de emoción, e iba a reclamar el asiento del vencedor, el lugar de donde Nenek acababa de levantarse. Tocaba con suavidad la pálida mano de madre y esta se cerraba débilmente en torno a la mía. Ella cerraba los ojos y abría la boca, para decir gracias, tal vez, pero yo no le dejaba. «Chis —le susurraba—. Chis», y toda la ternura del mundo temblaba en mis labios. Lo recuerdo como si fuera ayer. Aquella calidez. Lo especial que era el lugar que Nenek acababa de dejar. Junto a Ibu, que, pobrecita, me sonreía con tristeza, valientemente, y sobrellevaba un nuevo amanecer.
Ibu, dolorosamente tímida y reservada, pasaba los días casi en completo silencio, con expresión ensimismada, mientras sus hábiles manos, que teñía de rojo con el jugo de unas plantas, trabajaban sin esfuerzo una hoja de palma para convertirla en una obra de arte para un dios, o creaban bonitas sombrillas con el estómago de un cerdo. Madre hacía estas cosas como ofrendas para que nosotras las lleváramos a los altares. En sus manos, incluso los humildes y pálidos penachos amarillos de una hoja inmadura de coco aspiraban a convertirse en un bello cuenco, unido por su nervio central.
Un año, durante el Galungan, una importante festividad hindú, Ibu hizo la ofrenda más hermosa que he visto nunca: una torre de dos metros de alto, elaborada con tal habilidad que, entre la maraña de pollos asados, dulces, frutas, verduras, pasteles y flores, ni siquiera se insinuaban los espetones de madera ni los tallos de plátano que hacían de soporte. Nenek entregó al templo aquella torre majestuosa llevándola sobre la cabeza. A la entrada del recinto interior, se inclinó para que los hombres que esperaban al otro lado la recibieran.
Las otras mujeres no dejaban de dar vueltas y más vueltas alrededor de la magnífica creación de mi madre. Miraban el fruto silvestre de la cyca revoluta, bolas verdes satinadas con un acolchado rojizo de seda, y flores púrpuras de la planta trompeta. Yo veía sus miradas, veía la sorpresa, la envidia e, invariablemente, la admiración por la habilidad de mi madre. Durante un rato estuvieron estudiando la técnica que había permitido reunir racimos de bayas rojas y cerosas con corteza escarlata, o guindillas bermejas con las brácteas carmesí y los pétalos amarillos de la flor del mangostán. Pero en sus corazones todas sabían que nunca alcanzarían la perfección de Ibu. Nadie podía.
Fuimos corriendo a casa para decírselo. Y ella, sonriendo con ternura, nos dio permiso para adornarle el pelo.
Nunca olvidaré esa primera y seductora bocanada de aceite de coco en mi nariz, y el tacto de seda de aquel pelo sobre mis manos. Mi hermana y yo nos pusimos a darle la forma que se conoce como susuk konde. Mientras le cubríamos el pelo con delicadas peinetas y horquillas trabajadas con oro, Ibu masticó dátiles envueltos en hojas de betel. Luego tocó nuestros ojos, nariz y boca con sus dedos callosos y dijo: «Es bueno que las dos hayáis sido bendecidas con el rostro de vuestro padre. Unos ojos centelleantes como luceros del alba. Sois las criaturas más bonitas que he visto nunca».
Entonces nos puso buganvillas en el pelo. Quería que fuéramos famosas bailarinas. Suavemente, nos cogió a cada una por el mentón y nos acercó tanto a ella que podíamos notar el olor a dátiles y betel en su aliento, pero yo me acerqué más porque deseaba abrazarla; porque quería que aquellos callos se hundieran en mi piel; porque aunque notábamos sus dedos inquisitivos en nuestros rostros, yo sentía como si nos estuviera apartando. Como si no fuéramos nada suyo.
A causa de su fragilidad nunca se nos permitió dormir con Ibu, así que aquellas tardes de indolencia que pasábamos tendidas junto a ella para nosotras tenían un valor incalculable. Entusiasmadas por poder acaparar su atención, las dos le suplicábamos que nos contara alguna historia de su infancia en las colinas con Nenek. Pero la memoria de Ibu era pobre, o su lengua perezosa. Lo único que contaba era que el arroz cocido de la noche anterior la dejaba con hambre y que se sentaba a la entrada de una choza improvisada de una sola habitación a esperar a que Nenek llegara por la pendiente de la colina. Y que Nenek llegaba moviendo el cuello a un lado y a otro como una bailarina india clásica, tratando de mantener en equilibrio el enorme cacharro lleno de agua que portaba sobre la cabeza.
En la mano derecha acarreaba un cubo azul con más agua, y con la izquierda llevaba de la mano a mi tío, que murió hace mucho. En el recuerdo de mi madre era una figura imprecisa. Un chico delgado que le partió el corazón a Nenek al morir tan pequeño.
Una vez Ibu nos habló de su muerte. «Había ratas marrones corriendo por el pasillo del hospital cuando un hombre con bata blanca salió para decirle a Nenek que su hijo estaba muerto. Por un momento ella se quedó completamente inmóvil. Luego se dejó caer en el suelo, sentada, con la cabeza inclinada, farfullando, con la respiración jadeante como una gran bestia abatida; sufriendo una terrible agonía, pero sin poder morir. A veces pienso que debería haber muerto.»
No le preguntamos por qué. Hipnotizadas por su voz, le acariciábamos con gesto ausente el muñón sin dedos que siempre doblaba y escondía bajo el sarong. Era suave, brillante y rosado, y completamente inútil. Ibu solo podía moverse renqueando con ayuda de un bastón. Aunque a ella le preocupaba no haber podido hundir ni siquiera su pie bueno en el fango marrón de los campos de arroz, su defecto no era motivo de rechazo. Nosotras aún no sabíamos qué es la vergüenza y aceptábamos las cosas como eran. Es más, la queríamos mucho más por su imperfección.
Normalmente, cuando estaba bien, Ibu trabajaba todo el día, cada día, en un telar. Porque, aunque vivíamos en el paraíso, éramos muy pobres y cada uno ponía su granito de arena para poder llenar los bidones de arroz: mi padre con sus marionetas, Nenek curando enfermos y haciendo pastelillos que mi hermana y yo vendíamos después de la escuela, e Ibu tejiendo gloriosas y lustrosas piezas de songket, bordados de oro o plata sobre sedas teñidas de intensos índigos, ocres, turquesas, lima, negro o comino. Los diseños eran tan intrincados y complejos que tardaba meses en terminarlos. Cada uno de ellos estaba concebido para adornar las curvas generosas de mujeres acaudaladas. Aún ahora me produce una gran tristeza pensar que ni uno solo de aquellos vestidos estuviera destinado a adornar el cuerpo de mi madre. Ibu nunca vestía otra cosa que no fueran los sarongs batik más simples. «Sería un desperdicio llevarlos puestos en casa», decía siempre.
En nuestro décimo cumpleaños, empezó a preparar nuestro ajuar con dos piezas de tela de color chocolate; era una labor tan exquisita que tardó dos años en completarlas a su entera satisfacción. Bosques fantásticos de aves, animales, flores y niñas que bailaban. No mentiría si digo que son las piezas más hermosas que hizo nunca. Eran otros tiempos, pero si cierro los ojos, puedo oír el claqueteo de su telar al compás de sus dedos rápidos e industriosos. Es el sonido de Ibu, su valía, su trabajo, su belleza.
Era Nenek quien doblaba cuidadosamente aquellas hermosas piezas y las llevaba a las boutiques caras con aire acondicionado de Seminyak. ¿Cómo podría describir a Nenek? Para empezar, no parecía una abuela. Recuerdo que muchas veces la gente la tomaba por nuestra hermana mayor. Para los cánones de Bali, se la consideraba una mujer de gran belleza, y siempre que salíamos con ella había hombres que se paraban a mirarla, turistas con las axilas sudadas y ojos que lamían como lenguas, así que supongo que también era guapa según vuestros cánones. Pero ¿qué palabras podría utilizar para que el resto de su persona resulte aceptable para tu mente occidental? Porque mi abuela vivía con absoluta simplicidad, pero sus hazañas te harán pensar en alguna superchería.
En su universo, la naturaleza era una fuente de espiritualidad. Ella hablaba a la naturaleza y la naturaleza le respondía. ¿Has visto alguna vez sonreír a un árbol? Yo sí. Cuando Nenek pasaba. Ella los incluía en sus asuntos y ellos compartían con ella su saber ancestral. A veces le daban raíces que parecían de mandioca, pero cuando retirabas la corteza y el pellejo oscuro, la pulpa era fresca y dulce como un melón. Otras veces le hablaban de raíces especiales que había que desenterrar con las manos, porque de lo contrario su magia se habría disipado en la tierra. Ella se ponía en cuclillas y escarbaba muy hondo: solo las raíces más gruesas poseían los aceites curativos especiales que necesitaba. A veces le sangraban los dedos, pero no importaba; quien es paciente sonríe. Las necesitaba para preparar la medicina de Ibu.
En el pueblo la llamaban balian, un sanador especializado en curar enfermos y soldar huesos rotos, aunque intuían que era algo más. Mucho más. Y, aunque no tenían pruebas, corría el rumor de que en realidad era una balian uig, una creadora de hechizos y encantamientos, algunos de ellos peligrosos. Señalaban al gran papayo que crecía en nuestro patio. Según un antiguo dicho, solo las brujas buscan este árbol, para congregarse bajo su sombra extrañamente irregular y entregarse a obscenas orgías de sangre. Así que, inocentemente, el árbol confirmaba las peores sospechas de la gente.
Nenek llegó al pueblo cuando Ibu tenía nueve años; sin embargo, seguía siendo una extranjera. Ella lo aceptaba, no le importaba. Seguía haciendo ofrendas diarias de flores, fruta y dulces en los templos, los cruces de caminos y los cementerios; en los lugares donde se habían producido accidentes, los hacía de carne putrefacta, cebolla, jengibre y alcohol. Se arrodillaba y cantaba: «Rang, ring, tah». Nacidos, vivos, muertos. Que pensaran que era rara si querían.
Se negó incluso a cambiar su forma de danzar para ser como las otras mujeres del pueblo. Yo veía cómo la miraban cuando bailaba en el patio del templo, con un cuenco de ascuas en equilibrio sobre la cabeza. Trataban de poner expresión neutra, indiferente, pero yo sabía que la consideraban vulgar.
Era su vigor lo que le censuraban. En cambio, en sus movimientos paganos yo solo veía su extraordinaria energía. Después de todo, se trataba de danzas tribales. Sin sonreír, Nenek estiraba el cuello hasta que sus venas parecían cuerdas bajo la piel. Luego levantaba el pie derecho, lo dejaba inmóvil, como un arma, y golpeaba hacia el lado, saltando en el aire, con las cejas tan levantadas que casi tocaban la línea de nacimiento del pelo, y con sus ojos fieros muy abiertos. Emitía un extraño grito. Con las muñecas ante el rostro, empezaba a girar, con movimientos gráciles y controlados al principio, pero cada vez iba más y más deprisa, hasta que sus ojos parecían ríos negros en su cara. A su alrededor saltaban malévolas chispas naranjas.
Las otras mujeres le tenían miedo.
Sin embargo, su vanidad era mayor que su miedo, y la cortejaban con tiento. Querían la belleza que se cocía en su puchero. En sus manos encantadas, las raíces y las hojas se convertían en potentes pócimas llamadas jamu, capaces de embellecer un cuerpo y cautivar a la juventud para que bailara un poco más en la mejilla de una mujer. Ella e Ibu eran la mejor publicidad para su medicina, porque, aunque Nenek ya rondaba los cincuenta e Ibu los treinta, la juventud seguía allí. Aparentaban veintitantos, con sus cinturitas de abeja, el pelo negro azabache y la piel fresca. Utilizaban tantos ungüentos que su piel atraía a las libélulas, que buscaban cobijo entre sus ropas coloridas.
Cuando mi hermana y yo llegamos a la pubertad, también tuvimos que tomar un puñado de las pequeñas bolitas negras que Nenek amasaba una vez a la semana. Y una vez al mes, durante dos horas, nos cubría de la cabeza a los pies con lulur, una masa amarilla hecha con jengibre, cúrcuma, especias, aceite, polvo de arroz y una mezcla secreta de raíces de la selva. No se podía negar que mi hermana y yo teníamos una piel excepcionalmente fina, más que las otras chicas del pueblo. Esto era motivo de envidias, porque toda balinesa desea tener una piel bonita del color del oro. Así que las mujeres y sus hijas acudían a Nenek y sonreían con una mirada cuidadosamente educada. Lo hacían por tener una piel bonita del color del oro.
Pero a su espalda las muy cobardes llamaban a Nenek Ratu Gede Mecaling, por el legendario rey de Nuse Penida, un temible hechicero con colmillos, o simplemente leyak, bruja. Hasta oí que la llamaban rangda, viuda, aunque ese nombre alude también a una temible bruja que despedaza a los niños con sus largas uñas y se come sus entrañas.
Leyak geseng, teka geseng. Quema a la bruja, quémalas a todas, coreaban sus hijos en las encrucijadas.
Yo corría hasta ellos y empujaba tan fuerte al cabecilla de la pandilla que caía de espaldas en una zanja. Con las manos en las caderas y la respiración agitada, los desafiaba a todos a pelear conmigo. Nadie se atrevía. Yo era la nieta de una bruja. Y en vez de eso mascullaban que la habían visto sola a medianoche en el cementerio.
Yo reía.
—No os creo. Ninguno de vosotros tendría valor para ir allí —contestaba, burlándome.
Ellos replicaban diciendo que en su armario Nenek tenía guardado el cadáver embalsamado y seco de mi tío, pero yo cruzaba los brazos sobre el pecho y decía que yo sí había mirado en ese armario y no había nada. Y en tono despectivo les aconsejaba que no hablaran de lo que no sabían.
Pero la verdad es esta.
Tenían razón. Sus minúsculos e insignificantes corazones hacían bien en temer a mi abuela. Nenek era una bruja. Una bruja poderosa. Había heredado poderes de su padre. Ella «veía» cosas. Cosas que tú y yo no veríamos. Fue ella quien nos habló de los espíritus que residen en cada árbol, animal y piedra de formas extrañas. «Sed buenos con ellos —nos decía—, dan poderes a quienes los respetan.»
Pero a ella el auténtico poder le venía de otro lado. Secretamente alimentaba a los buta kalas, los invisibles y traicioneros espíritus de la tierra. Criaturas dañinas que había comprado a alguien como ella. Mantener consigo a aquellas criaturas era peligroso. Antes de morir tenían que pasar a otra bruja o hechicero porque, de lo contrario, no podría entrar en el otro mundo y padecería horribles sufrimientos en su lecho de muerte. Era un asunto terrible, pero mi abuela no podía pasar sin ellos. Los necesitaba para proteger a Ibu. Todo el mundo tiene un propósito en la vida, y el de mi abuela era el de prolongar la vida de su hija. No había nada que no hubiera hecho por Ibu.
A su servicio estaba macan tutul, una criatura de cuerpo alargado parecida a una pantera. Hacía todo lo que ella le pedía, pero necesitaba sangre fresca y carne de jabalí con regularidad, y a veces el cadáver entero de un perro. Nenek también buscó la ayuda de otro espíritu poderoso, serpiente pálida, que le dio el don de las visiones y le enseñó a sanar. La primera vez que apareció, probó su entereza enroscando su cuerpo monstruoso alrededor de mi abuela. Ella permaneció allí atrapada, impasible, sin miedo, hasta que la bestia la reconoció como su nuevo amo. Una vez sometida, la serpiente le enseñó a escuchar la sangre que corre por las venas de cada hombre para saber qué enfermedad le aquejaba.
Una noche de luna, me desperté de madrugada y me pareció ver a la serpiente con el rabillo del ojo, enorme, vaporosa, descansando unos centímetros por encima del suelo junto a la cabeza de Nenek. Volví a mirar enseguida, pero los anillos gruesos y blancos ya habían vuelto a la oscuridad. Junto al rostro durmiente de Nenek solo había penumbra.
En una ocasión le pregunté:
—¿Qué pasará si no encuentras a quien pasarle tu buta kalas?
Me miró fijamente, con sus ojos enigmáticos llenos de pesar.
—Ya he visto el rostro de mi heredero —replicó finalmente. Su voz sonaba remota y triste.
—¿Quién es? —susurré yo, con el corazón desbocado en el pecho. Me daba miedo su respuesta.
—Aún eres demasiado joven para conocer a mi sucesor. No pienses más en ello. No sufriré. Moriré en paz. —Apoyó su mano con suavidad en mi frente—. Ahora ve con tu hermana y jugad un rato en el campo.
Me fui, reconfortada por el tacto fresco y seguro de su mano sobre mi piel. En aquellos tiempos el mundo estaba lleno de secretos de adultos.
Nenek siguió calentando hojas y exprimiendo su jugo verde sobre heridas y llagas. Tenía la costumbre de escupir a sus pacientes. Su saliva era poderosa. Podía curar al enfermo. Musitando sus cantos, frotaba una bola de masa por el cuerpo del enfermo para extraer el veneno. Luego la abría y examinaba el interior. Si encontraba agujas o semillas negras significaba que la causa de la enfermedad era la magia negra; entonces sus ojos negros miraban al paciente con cautela. Cuando este se iba lo hacía con una mirada de reserva y un pequeño cuadrado de pelo afeitado en la parte de atrás de la cabeza, con un diminuto orificio en el centro.
Un día vi cómo Nenek pinchaba hábilmente y sin previo aviso a un hombre entre los dedos. Impresionado, el hombre trató de soltarse, pero Nenek le sujetó la mano con fuerza sobre un puchero, para que la sangre se mezclara con la medicina que había preparado con savia de árbol. También recuerdo a aquella mujer de Sumatra que vino con unas terribles migrañas que los médicos occidentales no podían curar. Mi abuela estiró la mano y con mucho cuidado le cortó una vena en la frente. Esto fue a media tarde, y, antes de que el espíritu despechado que pinzaba un nervio en la cabeza de la mujer consintiera en abandonar su cuerpo, llenó un cuenco entero de sangre.
Era por las noches, cuando estábamos sentadas sobre una esterilla comiendo todas del mismo puchero con Nenek, cuando mi hermana y yo vislumbrábamos su mundo secreto y especial. Un mundo que te parecería increíble. Donde espíritus nocturnos y errantes adoptan las formas de gatos negros, mujeres desnudas y cuervos negros y relucientes. Viajan en línea recta, invisibles, y se reúnen en los cruces de caminos, lugares de una gran magia e importancia, y provocan accidentes y daños. A veces se demoraban junto a la pocilga y Nenek los atrapaba y los confinaba en el interior de árboles y piedras.
Veo que no me equivocaba. Tus cejas se han levantado ligeramente. No me crees. Piensas que todo esto son tonterías. Pero recuerda, vosotros tenéis vuestra ciencia, nosotros tenemos la magia. Si miraras a mi abuela a los ojos sabrías que lo que digo es verdad, y dirías que es una mujer notable.
Porque los ojos de mi abuela son indescriptibles, a la vez seductores y aterradores. Son negros como el carbón, sin fondo y, bajo la llama parpadeante de una vela, casi no parecen humanos. Cuando la miras a los ojos entiendes por qué los holandeses dejaron de importar esclavos balineses en favor de cautivos más dóciles. Eran mujeres como mi abuela las que se herían con dagas y, hundiendo los dedos en la herida, se pintaban la frente con su propia sangre antes de arrojarse a las llamas para irse con sus maridos al otro mundo.
Sin embargo, la imagen más definida que tengo de Nenek es la de una sombra líquida, moviéndose en silencio en la penumbra de la madrugada, con sus brazaletes de oro destellando. Mi abuela tenía la costumbre de levantarse a las cuatro de la mañana, cuando las ventanas de los cultivadores de arroz empezaban a iluminarse con el amarillo de las lámparas de aceite. Entraba sigilosamente en la habitación de Ibu y se inclinaba en silencio sobre ella. Satisfecha después de haber visto que respiraba con suavidad, iba a despertar a sus pájaros cantores y empezaba la jornada. En Bali el cielo se ilumina temprano. A las cinco de la mañana ya puede verse el sol.
Nenek barría el patio para retirar las hojas de color blanco limón que habían caído durante la noche; luego se echaba una cesta redonda de bambú a la espalda y empezaba a trepar sin ningún tipo de arma por el cuerpo de las montañas. Era hija de las montañas. Ella las honraba y las montañas la bendecían. La jungla de monos risueños, de hermosas mariposas y pájaros ruidosos era su jardín medicinal.
Cuando volvíamos de vender pastelillos, nos la encontrábamos sentada a la puerta, comiendo membrillo silvestre y sacándose las fibras que se habían enganchado entre sus dientes con pelos de su cabeza, o abanicándose con una hoja de palma, suspirando por los frescos vientos de las montañas. Porque ella descendía de las lejanas tribus que habitaban en las montañas de color azul grisáceo. Eso estaba claro, pero por lo demás Nenek era un misterio. Había un marido abandonado y un hijo muerto en alguna parte; el resto no se podía contar. Muchos eran sus secretos y no podían divulgarse a la ligera. Porque quien se va de la lengua pierde su poder, o, peor aún, le espera la locura. Los grandes secretos solo pueden revelarse a los lagartos.
Porque son animales especiales. Nenek decía que entendían nuestro lenguaje, pero que se les había prohibido hablar de nada que no fuera el futuro. E incluso entonces no había que fiarse mucho. En ciertas épocas del año, Nenek los atrapaba con sus manos y les cosía la boca con esmero antes de susurrarles sus secretos. Yo me sentía muy triste cuando los veía escabullirse con la boca cosida para siempre. Recuerdo haber tenido un pensamiento poco amable: si sus secretos eran tan terribles que los lagartos tenían que morir de hambre para protegerlos, podría habérselos guardado para ella.
Aun así, la quería profundamente y reconocía en ella y no en mi padre al cabeza y protector de la familia. Muchas veces, cuando dormíamos fuera durante la estación calurosa, mi hermana y yo nos acurrucábamos contra su cuerpo cálido como cachorros en el bale, la plataforma. Y, aunque era evidente que a nosotras nos quería mucho menos que a Ibu, fue la figura más importante de mi niñez. Con ella hacíamos cosas increíbles, como ir a buscar ejemplares de la flor más rara del mundo. Sus minúsculos capullos crecen durante nueve meses y florecen fugazmente, solo cuatro días.
Tuvimos que ir andando hasta Sumatra para encontrarla. Al final de un agotador viaje por la selva húmeda, rodeadas de lo desconocido, nos quedamos quietas, mirando aquella extraña flor. La raflesia. Era de un rojo intenso, con manchas de un amarillo aterciopelado, y su forma extraña y enorme brotaba entre las raíces de las enredaderas y la broza putrefacta del sotobosque. Era evidente por qué la llamaban flor cadáver. Despedía un olor nauseabundo, como un cuerpo en descomposición. A su alrededor había moscardas revoloteando. Pero, una vez seca y pulverizada, bastaban unas motitas del polvo para conseguir que un vientre flácido recuperara la tersura tras un embarazo o para devolver el vigor sexual a un anciano.
Nenek nos llevaba con frecuencia al mar, a zonas rocosas donde no iban los turistas. Se acuclillaba sobre las rocas y, con la ayuda de un gancho, cogía erizos de mar, que estaban bajo el agua, sujetos a las rocas. Nosotras correteábamos entre la espuma salada del mar ayudándola a recoger algas. Cuando volvíamos a casa, nos deteníamos en el humilde pueblecito de los comedores de pescado para comprar pesca salada. Elegíamos el pescado que queríamos en las numerosas alfombras donde estaba colocado el pescado desecado; y luego Nenek escogía el pescado más fresco de todo Bali de una cesta de rota.
Cuando las colinas acogían al sol carmesí, Nenek asaba el marisco sobre unas cáscaras de coco. Ibu sacaba platos de boniato hervido y jugosos brotes de bambú marinados en vinagre y guindillas. Nos sentábamos en círculo a la entrada de la choza de mi madre y comíamos pastel de soja frita mientras los murciélagos abandonaban los árboles para ir en busca de comida. Enseguida empezaba a anochecer, y Nenek se levantaba para encender las linternas de latón mientras seguíamos hablando. Al poco, el patio quedaba salpicado por el suave resplandor de las lámparas, cada una con su órbita particular de insectos. Y cuando la noche caía, las luciérnagas brillaban.
El paraíso es inolvidable.
Con Nenek íbamos al mercado a comprar los pájaros cantores que colgaba en jaulas de madera y bambú en el exterior de cada pabellón del recinto de nuestra casa. Su habilidad para escoger los que tenían la voz más excepcional era infalible. A algunos los escogía por su voz aguda y dulce, kiiki, kiiki, kiiki, a otros por esa especie de chasquido líquido, churr, churr, churr. Si estaban enfermos, Nenek los cogía suavemente con la mano derecha y, tras abrirles el pico, les hacía comer bolitas de medicina del tamaño de un grano de arroz que ella misma preparaba. Cuando había luna llena los dejaba libres, pero en lugar de marcharse, los pájaros se posaban en sus hombros, en sus manos y su regazo, completamente cautivados, y cantaban. Llenaban la casa con sus bellos cantos, y mi hermana y yo nos sentábamos junto a Ibu para ver con reverencia a nuestra abuela cubierta de pájaros.
Juntas recorríamos los mercados buscando carne de vinago, calamón y murciélago. A los murciélagos los compraba todavía vivos, y los colgaba boca abajo del techo, desde donde giraban sus cuellos para mirarnos. Durante horas permanecían encogidos y quietos, salvo por las garras, que se movían lánguidamente. Nenek siempre pedía disculpas a los animales. «Eres un alma sagrada, y yo te respeto y te amo, pero en este día debo invitarte a que seas el oloroso ingrediente de nuestro festín.» Dicho esto se colocaba el cuello del animal debajo de su mandíbula y con un rápido movimiento lo dejaba listo para ir a la olla.
También era Nenek quien se sentaba con nosotras cuando practicábamos el inglés que padre nos enseñaba, con los ojos siempre entornados e inescrutables y una sonrisa de orgullo en los labios. Pero no dejaba que le enseñáramos los sonidos extraños y cortantes del idioma del hombre blanco.
—Me pinchan la boca —nos decía.
Nenek había acumulado un inexplicable desprecio por la raza blanca. Un desprecio que no comprendí hasta que fue demasiado tarde. Pero en aquel entonces a mí me parecían gentes maravillosas, ricas y generosas. Nenek se habría puesto furiosa de haber sabido que, en grupitos de tres o cuatro, nos acercábamos a los turistas franceses o alemanes que venían en sus minibuses para vivir la «experiencia» de los campos de arroz. Y pedíamos, extendiendo nuestras manos pequeñas y marrones, con una expresión lastimera escogida expresamente para la ocasión. Era dinero fácil. Nosotras, ajenas al odio de Nenek, pensábamos realmente que eran inofensivos. Muchas veces, cuando íbamos con ella a Denpasar, al lugar donde los mercaderes dayak vendían coral negro y savia de los árboles de Borneo, los hombres blancos nos pedían que posáramos para sus cámaras. Mi hermana y yo sonreíamos complacidas, recordando el tacto de sus monedas redondas en nuestras manos, pero Nenek meneaba la cabeza con rudeza, nos cogía de la mano y apretaba el paso.
Nenek los miraba discretamente, de reojo. No es solo que no se fiara de la idea de atrapar la esencia de una persona sobre el papel; su corpulencia la desconcertaba, porque había probado su comida, y le parecía tan nyam nyam, tan insípida, que se preguntaba si secretamente no comerían también carne humana. Y estaba la cuestión de la higiene, claro. Nenek había oído decir que el hombre blanco era sucio más allá de lo imaginable.
—Casi nunca se bañan, y utilizan peines para remover el té —decía, echando la cabeza hacia atrás y frunciendo la boca con desagrado.
Nosotras estábamos convencidas de lo contrario. ¡Qué limpios y lisos eran los billetes que dejaban en nuestras manos!
—¿Quién te ha dicho eso? —preguntábamos al unísono mi hermana y yo.
—Los dayak —decía ella sin más—. Los blancos se hospedan en sus casas.
—Oh, pero esos eran excursionistas —decíamos nosotras defendiéndolos lealmente. Habíamos oído hablar de ellos en la escuela—. Seguramente lo hicieron porque no tenían cucharas.
Pero Nenek seguía sin verlo claro.
—¿Comería un tigre dátiles aunque se estuviera muriendo de hambre?
—Lo haría si fuera mágico —dijo mi hermana gemela, agitando su mano ante ella, con una risita en su rostro menudo y preocupado.
Mi hermana adoraba a los animales. Todos le llegaban al corazón. Salvaba la vida de las abejas que encontraba moribundas en el suelo. Cogía con suavidad aquellas cositas zumbonas y las ponía en una cuchara con un poquito de agua azucarada. Le fascinaban las lenguas marronosas y casi translúcidas que desplegaban para chupar el líquido. Y le complacía enormemente oír el zumbido que emitían cuando se reponían.
Mi hermana es la dadivosa, la que siempre dice: «Toma, quédate el trozo más grande». Tanto si se trata de jaja, pastel de arroz, una cometa o una guirnalda que Ibu ha hecho para nosotras. Ella siempre me ofrece el trozo más grande, o me pasa sobre la cabeza la mejor guirnalda.
Una vez vimos un mono moribundo que una moto había atropellado, abriendo y cerrando sus ojos lastimeros. Mi hermana se volvió hacia mí.
—¿Y si nos separan? —me preguntó con voz débil y asustada, con sus zapatillas rosas en la mano. Le gustaban demasiado para ponérselas.
—No seas tonta —le dije—. Pues claro que no nos separaremos. Nenek nunca lo permitiría. Envejeceremos juntas. Ya verás como somos inseparables.
Sí, mi hermana era una ingenua. Conservo una imagen suya en mi cabeza: de niña, haciendo solemnemente la ronda por el pueblo, con una gran bandeja de pastelillos sobre su cabecita, una jarra de café endulzado y unos vasos. Quizá he olvidado mencionarlo, pero mi hermana también es mi corazón. Me pertenece. Y si mi corazón deja de latir, yo dejaré de respirar y moriré.
ZEENAT
¿Qué haces aquí? ¿Dónde está mi hermana?
Debes de haberte perdido, porque este camino traicionero solo lleva al cementerio, un lugar encantado al borde de un profundo precipicio. Nadie se atreve a ir allí solo cuando cae la noche, pero no tengas miedo, cógete de mi mano. Todavía no está oscuro, y el templo de los muertos no está lejos. Te llevaré de vuelta con mi hermana antes de que el sol se ponga. Ella es demasiado buena. Esta parte de la historia siempre la hace llorar, así que por un rato seré yo quien lleve el peso de la narración. Hasta que ella vuelva.
Si has llamado Nutan a mi hermana, a mí puedes llamarme Zeenat. No son nuestros verdaderos nombres, desde luego, pero también yo tengo mucho que esconder, temo demasiado al dedo que se levanta para señalar y siento mucha lástima por la flor que se hunde en los excrementos. Es triste que ocultemos nuestra verdadera identidad tras los nombres que en otro tiempo pusimos a un par de cerdos, pero resulta de lo más apropiado. Además, eran bonitos y los queríamos. Sus barrigas colgaban tanto que tocaban el suelo, y solían apoyar el morro sobre los muros bajos de sus pocilgas para mirar boquiabiertos las papayas maduras. Aquellas bestias tan listas sabían que las peladuras eran para ellas, pero estaban tan consentidas que olvidaron la maldición que se cernía sobre ellas: los afilados cuchillos que esperaban para hundirse en sus pechos.
En nuestra avaricia, también nosotras lo olvidamos, pero ahora eso no importa. Cuidado, el camino está muy mal. ¿Ves esos enormes árboles que bordean el cementerio? Son kepuh mágicos. En ellos habitan fantasmas.
Ah, veo que sonríes. Quizá para ocultar educadamente tu desdén. Pero te conozco. A veces hablas inglés, a veces italiano, y otras veces alemán o japonés, y siempre tienes los bolsillos llenos de dinero. Hasta es posible que nuestros dedos se hayan rozado. Tú perteneces a esa raza de humanos migradores. Cada verano miles y miles de vosotros acudís a nuestras playas buscando la pureza de un territorio virgen bajo el suave balanceo del pandano, con la esperanza de ver a algún príncipe sentado con las piernas cruzadas o a alguna misteriosa doncella bañándose desnuda en una laguna.
Tu alma reseca recela de la magia que se oculta detrás de los hombres bidimensionales que te persiguen día y noche. «¿Quiere habitación? ¿Quiere coche? ¿Quiere chica?» Pero tus ojos claros, aburridos y mal acostumbrados por Hollywood, se van detrás de las chicas borrachas y de aspecto lastimoso, de los travestidos que posan bajo las luces de neón en Hard Rock Café. Así que vuelves a tu realidad insistiendo en que tu cámara ha sabido captar el exotismo —una procesión funeraria, un nativo que sonríe— pero sintiéndote culpable.
Hasta es posible que el sentimiento de culpa te haya llevado a sentarte entre voluntariosos turistas japoneses en un teatro cubierto, para ver cómo interpretan la danza barong bajo el calor del mediodía unas personas cuyo aburrimiento solo puede equipararse a tu deseo de marcharte. ¿Viste cómo fingían entrar en trance y clavarse sus dagas con la punta roma? Y, como ya se daba por sentado que no entenderías nada, una mujer bellamente vestida fue hasta el escenario, golpeó el suelo con los pies y dio una palmada para indicar que la función había terminado. Tú aplaudiste obedientemente y te pusiste en pie para marcharte.
Sabías que habías pagado demasiado por tan poca cosa… pero ¿y si te dijera que hay más? ¿Y si te mostrara lo que se esconde detrás de la absurda sonrisa del asiático que has captado con tu cámara? ¿Si te mostrara los rituales místicos en los que la sangre humana llega realmente al suelo? ¿Si te dijera que Bali es mágico? Que cada soplo de brisa es el aliento de dioses y diosas.
Pero debo advertirte: lo que tengo en las manos no son más que migajas. Sombras de cuando mi hermana y yo éramos las bellas gemelas. Imposible diferenciarnos. En el pueblo nos veían como una sola persona. «¿Dónde están las gemelas?», preguntaban. A nadie se le hubiera ocurrido mandar ni el recado más tonto solo a una de nosotras.
De las dos, mi hermana era la que mejor bailaba. Incluso con la mirada gacha y fija resultaba increíblemente hipnótica. Entre sus cejas, afeitadas y dibujadas de nuevo como dos arcos negros perfectos, ella llevaba un priasan, u