INTRODUCCIÓN
Una historia de amor cuyo final es un hachazo necesariamente tenía que ser un éxito inmediato en su publicación en 1844. Es un relato lleno de vibrantes espadas y de rubias melenas, aunque no por ello deja de abrigar una gélida melancolía. Este encanto oculto no llamó demasiado la atención. Alexandre siempre exagera, se dijo (era el nombre de pila del autor); milady hacía ya tiempo que había perdido la cabeza debido a su excesiva coquetería, y tampoco da tanta pena ver cómo se desliza un largo cuerpo blanco por un río del norte, cuyas aguas acarician las flores de lis y el lino.
Por otra parte, parecían tiempos demasiado bellos para entristecerse por esa última imagen: una Francia heroica donde regimientos enteros de Planchet luchaban de buena gana tras unos pocos D’Artagnanes. Tanto si advenía una revolución como si simplemente prosperaban los negocios, el resultado no era deshonroso. Como descubrimos en Veinte años después, Planchet, confitero, podría dominar a D’Artagnan, teniente de los mosqueteros, pero ni siquiera toma en consideración tal opción. Tampoco se le ocurre quejarse por que D’Artagnan se sacrifique en su lugar.
Desde entonces a los jóvenes franceses se los educa en la disciplina de los «mosqueteros». Aprenden de ella virtudes cardinales, lo cual, teniendo en cuenta que derivan de Athos, Aramis, Porthos o D’Artagnan, resulta cuando menos sorprendente. Estas supuestas virtudes serían la nobleza, el misterio, la fuerza y la audacia. Es la audacia, o el espíritu emprendedor, según se prefiera, la que actúa de desencadenante. Athos se burla de todo, encerrado en su desgracia, que es su religión. Aramis está muy ocupado; es un poco esnob, y se ruboriza porque conoce a actrices famosas (mm. de Bois-Tracy y mm. de Chevreuse). Porthos es vanidoso, y Alexandre Dumas, dejándose llevar por las ideas de la época, que ensalzaban al hombre rubio, delgado, de temperamento nervioso, ojos de ángel y sonrisa de tigre (Henry de Marsay, en el caso de Balzac), tan deportista él, no se imaginó que cien años más tarde Porthos sería el musculoso seductor a quien soñarían con conocer todas las procuradoras de veinte años.
En medio de esta amistad aparece D’Artagnan, con su juventud, su pasión por la vida, buscando un sitio bajo el sol, a los pies del Rey Sol, y llena de exaltación a estos tres hombres a punto de jubilarse: Athos en su casa (no es malo el vino, en Anjou), Porthos en el matrimonio, y Aramis en la Iglesia.
En 1631, tres años después del sitio de La Rochelle, D’Artagnan está solo; lo han dejado sus amigos y se aburre. Por eso, en El vizconde de Bragelonne, lo encontramos atusándose el bigote en los pasillos del rey. Con Mazarino surge alguna esperanza, como la rápida expedición a Inglaterra para defender una monarquía y maldecir de paso la cerveza, pero D’Artagnan no se ve con ánimos para enfrentarse realmente al cardenal de Retz, quien fue sin duda uno de los referentes de Aramis.
Al tratarse de una novela gascona, no es de extrañar que D’Artagnan ocupe, en términos de rugby, la posición de medio apertura. Reparte los papeles, saca provecho de las situaciones inesperadas y marca un ensayo magistral al llevar los herretes de la reina y placarlos en el suelo de la casa consistorial, para estupefacción del cardenal. Porthos representa al delantero indomable. Estando él al frente, no hace falta empujar. Es por sí solo una melé. Athos, noble y sereno, es el tres cuartos centro que, expuesto a todos los golpes, los evita más por elegancia que por intención. Aramis, a quien Dumas no trata tan bien, es el zaguero de las intervenciones inesperadas, que se intercala en el ataque y despeja en el momento oportuno. Touché!, exclama. Y mm. de Chevreuse, que pasaba por ahí, sonríe.
D’Artagnan, como descubrirá el lector, y como suele ocurrir con las sonrisas jóvenes, se convierte de inmediato en el mejor amigo de cada uno de estos compañeros sin parangón. Athos lo quiere como a un hijo, y Porthos, en Veinte años después, como a su primogénito. El único que durante mucho tiempo se mantiene a cierta distancia es Aramis. «Vos, nuestro amigo, nuestro guía, nuestro protector invisible», le dice D’Artagnan al final de Los tres mosqueteros. El elogio sabe a poco. Aramis siempre desempeñará este papel de guía. Pertenece al bando aristocrático de la revolución, favorable a Ana de Austria, a Retz y a Fouquet, al dispendio y a la anarquía, atraído por todo lo extranjero y por los cigarrillos ingleses. Llegará el día, sin embargo, en que se reencuentren: al final de El vizconde de Bragelonne «un murmullo de admiración rodeó al capitán como una inmensa caricia», pues Luis XIV lo había invitado a cenar. Durante esa velada, D’Artagnan se reencuentra con Aramis, embajador de España, pálido y derrotado, y los dos supervivientes se abrazan como si ya no quedara nadie más que conociese la historia de los mosqueteros. Colbert promete a D’Artagnan el bastón de mariscal de Francia, y este (una vez más, como un jugador de rugby que se sintiera capaz de marcar un ensayo en Cardiff o Johannesburgo) contesta: «Muy orgullosos estarían de mí en mi país». Más tarde se lanza en brazos de Aramis: «Amémonos por cuatro; no somos ya más que dos».
En cuanto se invoca a los mosqueteros, hay que hablar del futuro. Es su punto de encuentro, y su elección. Si la amistad es volver a verse, la historia de los cuatro mosqueteros es una historia de reencuentros, sobre todo en dos ocasiones: después de la expedición para recuperar los herretes, cuando D’Artagnan sale en busca de sus compañeros, y durante la Fronda, cuando Mazarino se dispone a reclutar a hombres para su ejército. Esta novela titulada Los tres mosqueteros, sin embargo, no es en modo alguno la narración de las aventuras de D’Artagnan, un joven ambicioso que llega a París montado sobre un caballo de color amarillo. Ni sus amores con mm. Bonacieux, ni la antipatía que despierta en milady suscitan un auténtico interés. El verdadero tema en torno al cual gira la novela es la historia del conde de La Fère, oculto bajo el montañoso nombre de Athos, y de su esposa, tan temible y pérfida como lo son todas las rubias. Resulta también una extraña lección impartida a los lectores más jóvenes. Con el pretexto de hacerles creer que la libertad, la amistad, la juventud y las espadas salen siempre victoriosas, se les muestra el horrible espectáculo de un hombre de treinta años que se ve como un anciano, de un enamorado que se ha enganchado el corazón en una puerta y que, mientras bebe religiosamente vino de Anjou, insiste en que la vida le ha engañado. Y es cierto que la vida le ha engañado, pero no debería expresarlo en voz alta. En términos de ejemplaridad, la ardiente melancolía de Athos resulta perniciosa. Quienes se hayan amamantado con esta enseñanza, y hayan bebido este maléfico jerez, jamás se curarán de este mal.
Si Porthos remite al paracaidismo, Athos, para los modernos, será objeto de estudio en el ámbito del psicoanálisis. Su desgracia no es tanto un matrimonio deshonroso como el secreto oculto en el hombro marcado, la flor de lis, que milady, a lo largo de su corta vida, recubre de cremas. Bendito Athos sería en nuestros días el que encontrase en el hombro de su mujer este emblema francés. Más de temer sería toparse con una serie de grafitis en diferentes idiomas... El lenguaje del amor, sin embargo, es severo, en primer lugar para sí mismo, y la moral de Athos es un ejemplo de ello. El conde de La Fère podría aspirar a los más altos cargos del Estado: no a gentilhombre de cámara del rey, o a director de periódico, sino la luz inmediatamente superior, a la de caballerizo mayor, por ejemplo. También podría reinar en sus provincias e imponer sus gustos, pero no lo hace. Ingresa en la Legión Extranjera, que en esa época llevaba la casaca de los mosqueteros. Tras algunos momentos de amargura, encuentra en ella pilares inquebrantables: Porthos, que representa el acero, y Aramis, el ámbar. En su compañía, con unas cuantas botellas y unos dados sobre la mesa, la vida se hace soportable, aunque solo sea para jugar, y durante unos instantes. Pero, al final, siempre reaparece la flor de lis en el hombro de milady, haga lo que haga Athos, y diga lo que diga el vino español al oído de los maridos burlados.
D’Artagnan irrumpe en la vida de Athos resucitando al fantasma, y así, le devuelve la salud. Milady está viva. Se le puede cortar la cabeza. Para Athos es una liberación. Más tarde se dedicará a educar a un muchacho que le dará muchas satisfacciones, hasta el día en que otra rubia, La Vallière, le demuestre que las mujeres son resueltamente malas, y que, en los asuntos del corazón, el peor de los hombres equivaldría a una mujer bastante buena.
Athos no es el peor; más bien lo contrario. Este hombre ultrajado, devastado por su terrible experiencia y los litros de Vouvray que vendrán después, tal vez como Musset, es digno de nuestra compasión. Mientras Porthos se jacta de su procuradora, Aramis lleva siempre encima las notas de sus damas, y D’Artagnan se comporta con Kettytal como lo hace, Athos no le pide nada a la vida. Le basta con la embriaguez de la desgracia y del recuerdo. Habrá quien diga que no resulta muy interesante, salvo para el público de la primera fila, pero Athos, junto a este rostro sombrío que guarda para sí mismo y para sus noches, propone un ejemplo bien distinto. Nada de lo que hace le supone un esfuerzo. Carece de ataduras, salvo las que se impone él mismo. El tiempo es para él un emblema maldito. Y es a Athos a quien hay que escuchar cuando se relee Los tres mosqueteros.
Sabemos que esta epopeya, la única desde la Edad Media, no la escribieron Balzac o Racine. (¡Qué alejandrinos soñados en boca de Athos!) Más cercano a Homero, Dumas tuvo dos colaboradores: Gatien de Courtilz, autor de las Mémoires de Charles de Batz-Castelmore, comte d’Artagnan, y Auguste Maquet, el mejor de los colaboradores de Dumas, mejor, por supuesto, que Paul Bocage, quien trabajó en Los hospitales de París, que Nerval, quien contribuyó a El alquimista, o que Paul Meurice, quien hizo Ascanio.
D’Artagnan, Porthos y Aramis han quedado para los verdaderos hombres —niños grandes, según afirman las mujeres hechas y derechas— como tres seductoras trayectorias: la del joven ardiente que sueña con un cargo, cuyo ejemplo es D’Artagnan; la del orgulloso atleta que, tras una exigente carrera en el esquí náutico, se casa con una heredera (aquí es Porthos quien muestra el camino), y la de Aramis, aún más seductor pues apenas se le conoce, y quien un siglo más tarde se verá representado en el vizconde de Valmont. Trágico Athos, sangriento Athos, entre este mariscal de Francia, este general de los jesuitas y este ayudante de los colosos. Fiel Athos, que debe enseñarnos a desenvainar la espada, no como el loco que murió a mediados de este año, sino siempre que sea necesario, más a menudo de lo que pensamos. La espada no es la fuerza ni el talento. Es el deseo de no transigir con nada que resulte insoportable a nuestros oídos, y es también el lenguaje: «Señores, no os escucharé; nada tengo que hacer con vuestros modos, pero conmigo hay que limitarse. Pertenezco a esa categoría de los cuerpos sólidos que no han tenido en cuenta los físicos, salvo Pascal, y que no da mucha importancia a su conservación. De hecho es pecado, pero lo asumo, y Dios me dará la razón. ¡En guardia, por favor!».
ROGER NIMIER
1961
CRONOLOGÍA
1802Nace en Villers-Cotterêts Alexandre Dumas, el tercer hijo de Thomas-Alexandre Dumas. Su padre, hijo ilegítimo de un marqués y de una esclava de Saint-Domingue (el actual Haití), fue general del ejército republicano y más tarde de los ejércitos napoleónicos.
1806Muere el general Dumas, dejando a Alexandre y a su madre, Elisabeth Labouret, prácticamente en la ruina.
1822Empieza a trabajar de pasante.
1823Consigue una prebenda en el servicio del duque de Orleans. Conoce al actor François-Joseph Talma y se introduce en los círculos artísticos y literarios, escribiendo obras de teatro popular.
1824Nace su hijo, Alexandre, el futuro autor de La dama de las camelias, fruto de una aventura con una costurera, Catherine-Laure Labay.
1829En la Comédie-Française se representa su drama histórico Enrique III y su corte. Es un éxito inmediato, y Dumas se erige como abanderado del romanticismo.
1830La obra de teatro de Victor Hugo Hernani se convierte en el centro de las discusiones entre escritores románticos y tradicionales. En julio, la monarquía borbónica es derrocada y se instaura un nuevo régimen bajo el rey orleanista Luis Felipe I. Dumas respalda activamente la sublevación.
1831En el Théâtre de la Porte-Saint-Martin triunfa su melodrama Antony, con su protagonista romántico arquetípico.
1832Viaja a Suiza, experiencia que sentará las bases de su primer libro de viajes, publicado el año siguiente.
1835Viaja por Italia.
1836Logra el éxito su obra de teatro Kean, basada en la vida del actor inglés que el autor había visto, en 1828, representando una obra de Shakespeare.
1839Se lleva al escenario Mademoiselle de Belle-Isle, el mayor éxito de Dumas.
1840Se casa con Ida Ferrier. Desciende el Rin con Gérard de Nerval, con quien elabora el drama Léo Burckart. Nerval presenta a Auguste Maquet a Dumas, con quien colaborará en muchos trabajos posteriores.
1844En marzo empieza a publicarse por entregas Los tres mosqueteros, y en agosto, los primeros capítulos de El conde de Montecristo. Se inicia la construcción del castillo Monte-Cristo en Saint-Germain-en-Laye. Se separa de Ida Ferrier.
1845A principios de año aparece Veinte años después, la primera continuación de Los tres mosqueteros. En febrero, Dumas gana una querella por difamación contra el autor de un libro, quien lo acusó de plagio. Publica La reina Margot.
1846Viaja a España y al norte de África. Publica La dama de Monsoreau, Las dos dianas y Joseph Balsamo.
1847Abre su propio teatro, el Théâtre Historique, donde se escenificarán muchas adaptaciones de sus novelas, entre ellas están Los tres mosqueteros y La reina Margot. Se publica por entregas El vizconde de Bragelonne, el último episodio de Los tres mosqueteros.
1848La revolución de febrero desemboca en la Segunda República. Se presenta sin éxito al Parlamento y respalda a Luis-Napoleón, el sobrino de Napoleón I, que será el presidente de la República.
1849Se publica El collar de la reina. En mayo viaja a Holanda para asistir a la coronación del rey Guillermo III.
1850Se publica El tulipán negro. Declarado insolvente, vende el castillo de Monte-Cristo y el Théâtre Historique.
1851En diciembre, Luis-Napoleón da un golpe de Estado que acabará con la Segunda República. Dumas, junto a Victor Hugo, se exilia en Bélgica.
1852Se proclama el Segundo Imperio. Publica sus memorias.
1853En noviembre regresa a París y funda un periódico, Le Mousquetaire. Publica Angel Pitou.
1858Funda el semanal literario Le Monte-Cristo. Emprende un viaje a Rusia que durará nueve meses.
1860Conoce a Garibaldi y respalda activamente a Italia en la guerra contra Austria. Funda L’Independente, una publicación en italiano y en francés. Garibaldi es el padrino de la hija que Dumas tiene con Émilie Cordier.
1861-70Continúa viajando por Europa. Escribe seis obras de teatro, trece novelas, numerosas narraciones breves, un libro histórico sobre los Borbones en Nápoles, y se dedica intensamente al periodismo. Tiene una última aventura amorosa con una mujer americana, Adah Menken.
1870Dumas muere el 5 de diciembre.
Los tres mosqueteros
PRÓLOGO
EN EL CUAL SE ESTABLECE QUE, A PESAR DE LAS DESINENCIAS EN OS Y EN IS DE SUS NOMBRES, LOS HÉROES DE LA HISTORIA QUE VAMOS A REFERIR NADA TIENEN DE MITOLÓGICOS
Hará un año que, mientras estaba yo entregado a serias investigaciones en la Biblioteca Real para mi historia sobre Luis XIV, la casualidad puso en mis manos las Memorias de m. D’Artagnan, impresas en Amsterdam, en la imprenta de Pierre Rouge, como la mayor parte de los libros de aquel tiempo en los que sus autores tomaban a pecho decir la verdad sin exponerse a ir a parar en la Bastille por una temporada más o menos larga; y, como el título me cautivó, con permiso del conservador de la Biblioteca Real me llevé las mentadas memorias a casa, donde las leí, qué digo leí, las devoré.
No es mi ánimo hacer aquí un análisis de tan curioso libro; me contento con remitir a él a los amantes de las descripciones añejas, de los cuadros de siglos que fueron. En él, mis lectores podrán admirar retratos hechos con mano maestra; y aunque los esbozos están casi todos trazados en puertas de cuartel y en paredes de figón, no por eso dejarán de conocer en ellos, tan fieles como en la historia escrita por Anquetil, las imágenes de Luis XIII, Ana de Austria, Richelieu, Mazarino y de la mayor parte de los cortesanos de aquel entonces.
Pero ya es sabido que aquello que despierta la caprichosa imaginación del poeta que no suele impresionar al vulgo. Ahora bien, lo que más nos preocupó, mientras estábamos admirando lo que indudablemente admirarán los demás, esto es, las circunstancias que hemos expuesto, fue una particularidad en la que, sin duda, nadie antes que nosotros había parado mientes.
Cuenta D’Artagnan que la primera vez que estuvo en casa de m. de Tréville, capitán de los mosqueteros del rey, encontró en la antesala a tres jóvenes que servían en el célebre cuerpo en que él solicitaba la honra de ser admitido, y que dichos jóvenes se apellidaban Athos, Porthos y Aramis.
A decir verdad, estos tres nombres extranjeros me llamaron grandemente la atención, y lo primero que se me ocurrió fue que tales nombres no eran más que seudónimos tras los cuales D’Artagnan había velado apellidos quizás ilustres, a no ser que quienes semejantes seudónimos ostentaban los hubiesen escogido motu proprio el día en que, por capricho, disgusto o escasez de hacienda, vistieron la sencilla casaca de mosquetero.
Desde entonces no descansé hasta dar, en los libros contemporáneos, con un indicio, por leve que fuese, de aquellos nombres singulares que tanto excitaran mi curiosidad.
Solamente el catálogo de las obras que a este propósito leí llenaría qué sé yo cuántas páginas; lo cual puede que fuese muy instructivo, pero con seguridad nada agradable para mis lectores. Me limito, pues, a decir que en el momento en que, desalentado por tanta infructuosa investigación, me disponía a no seguir adelante, hallé por fin, gracias a los consejos de mi ilustre y sabio amigo Paulin Paris, un manuscrito en folio, no recuerdo bien si señalado con el número 4772 o el 4773, titulado Memorias de monsieur conde de La Fère sobre algunos de los acontecimientos que ocurrieron en Francia al final del reinado de Luis XIII y principios del de Luis XIV.
Para que el lector comprenda cuán grande fue mi gozo, me bastará decirle que al hojear el susodicho manuscrito, en el que cifraba yo mi última esperanza, hallé en la página veinte el nombre de Athos, en la veintisiete, el de Porthos, y el de Aramis, en la treinta y uno.
El hallazgo de un manuscrito completamente incógnito, en un tiempo en que la ciencia histórica ha progresado hasta tan alto grado, me pareció casi milagroso; así es que me apresuré a pedir licencia para darlo a la estampa, con objeto de presentarme tarde o temprano y provisto con las obras ajenas a la Academia de Inscripciones y Buenas Letras, por si no llego, como es más que probable, a entrar en la Academia Francesa con las mías propias. La licencia solicitada me fue galantemente concedida, y hago aquí esta declaración para dar un mentís público a los malévolos que se empeñan en darnos a entender que vivimos bajo un gobierno menos que medianamente dispuesto a favor de los literatos.
Ahora bien, el libro que hoy ofrezco a mis lectores es la parte primera de tan precioso manuscrito, al que restituyo el título que le corresponde; comprometiéndome, si, como espero, esta parte primera obtiene el buen éxito que merece, a publicar sin dilación la segunda.
Dos palabras más y concluyo: como el padrino es un segundo padre, incito al lector a que únicamente me achaque a mí el tedio o el gusto que le cause la lectura de este libro, y de ningún modo al conde de La Fère.
I
LOS TRES PRESENTES DEL PADRE DE D’ARTAGNAN
El primer lunes de abril de 1625, la villa de Meung, donde vio la primera luz el autor del Romance de la rosa, ofrecía un aspecto tal de revuelta, que parecía que los hugonotes se hubiesen presentado ante ella para repetir los sucesos de La Rochelle. Algunos vecinos, al notar que sus mujeres echaban a correr hacia la calle Mayor, y al oír que los niños gritaban en el umbral de sus respectivas viviendas, se apresuraban a ponerse la coraza, y fortaleciendo su problemático valor con un mosquete o una partesana, se encaminaban al mesón del Franc Meunier, frente al cual se apiñaba una multitud ruidosa y llena de curiosidad, que iba engrosando por momentos.
En aquel tiempo los pánicos eran frecuentes; pocos días pasaban sin que esta o aquella población registrara en sus anales algún acontecimiento semejante. Los señores guerreaban entre sí, el rey combatía al cardenal y España hostilizaba al rey; y como si aquellas guerras sordas o públicas, latentes o manifiestas, fuesen poco, se añadían a ellas ladrones y mendigos, hugonotes y tahúres y lacayos que hacían la guerra a todo bicho viviente. Los vecinos siempre se armaban contra ladrones, tahúres y lacayos, con frecuencia contra los señores y los hugonotes, alguna vez contra el rey, pero nunca contra el cardenal ni contra España. De esta costumbre resultó, pues, que en el susodicho primer lunes de abril de 1625, los vecinos, al oír alboroto y no ver ni el guión amarillo y rojo, ni la librea del duque de Richelieu, se encaminaron al mesón del Franc Meunier, donde todos y cada uno pudieron ver y conocer la causa de semejante tole tole.
Un mozo... Pero dejen que antes y de una plumada trace su retrato: figúrense ustedes a don Quijote a los dieciocho años; a don Quijote sin coselete, loriga ni martingala, con jubón de lana, azul en otro tiempo, que ahora había tomado un matiz indefinible entre el de la hez del vino y el azul celeste. Tenía, el susodicho mozo, aguileño y moreno el rostro, abultados los pómulos —señal de astucia—, los músculos maxilares excesivamente desarrollados —indicio infalible por el cual se conoce al gascón, aunque no lleve boina, y él la llevaba, y adornada con una especie de pluma—, y la nariz corva, pero de perfil correcto, aunque pecaba de grande para un adolescente y de pequeña para un hombre hecho y derecho. Además, y pendiente de un tahalí de cuero, llevaba el mozo una larga tizona que le azotaba las pantorrillas cuando andaba a pie, y golpeaba el erizado pelo de su montura cuando iba a caballo, y sin la cual un hombre poco sagaz le habría tomado por el hijo de algún arrendador de viaje.
Porque nuestro mozo era dueño de un caballo, sí señor, y resulta que el tal caballo era tan notable como fue notado: era un jaco del Bearn, de entre doce y catorce años, de pelaje amarillo y rabo escueto, pero no sin gabarros en los remos, y que aunque caminaba con la cabeza caída hasta más abajo de las rodillas, lo cual excusaba la aplicación de la gamarra, andaba aún ocho leguas al día. Por desgracia, las cualidades de aquel jaco estaban tan ocultas bajo su singular pelaje y su paso irregular, que en un tiempo en que no había quien no estuviese al cabo de la calle en achaques de caballos, su aparición en Meung, donde hacía un cuarto de hora que entrara por la puerta de Beaugency, produjo una sensación cuyo descrédito redundó en el del jinete. Y aquella sensación había causado una impresión tanto más penosa a D’Artagnan —que así se llamaba el don Quijote de aquel nuevo Rocinante—, cuanto al mozo no se le ocultaba la ridiculez en que, por mucho que fuese jinete consumado, le ponía semejante cabalgadura, presente de su padre que él aceptara con el pesar de quien no tiene otro remedio que doblegarse ante las circunstancias. D’Artagnan sabía que una bestia como aquella valía, a lo sumo, veinte libras; pero también es verdad que no tenían precio las palabras con que el anciano acompañara su presente.
—Hijo mío —había dicho el hidalgo gascón en el castizo patois del Bearn, patois del que Enrique IV nunca logró desprenderse—. Hijo mío, va para trece años que este caballo nació en la casa de tu padre, y en ella ha permanecido toda su vida, lo cual debe inclinarte a quererlo. No lo vendas, déjalo morir tranquila y honrosamente de vejez; y si sales a campaña con él, cuídalo como cuidarías de un viejo servidor. En la corte —continuó el padre de D’Artagnan—, si por ventura tienes la honra de poner la planta en ella, honra a la cual, por otra parte, te da derecho tu antigua nobleza, mantén con dignidad tu título de hidalgo, como lo hicieron tus antepasados durante más de quinientos años, así para crédito tuyo como para el de tu familia; y entiendo por familia tus padres y tus amigos. No sufras nada de quien quiera que sea, excepto del cardenal y del rey, y ten en cuenta que única y exclusivamente a su valor debe hoy un noble su prosperidad. Un segundo de indecisión suele quitar el provecho que precisamente en aquel segundo ofrecía la fortuna. Eres joven, y debes ser valiente por dos razones: primero porque eres gascón, y luego porque eres hijo mío. No temas los lances, antes búscalos. Te he enseñado a esgrimir la espada; tienes de bronce los jarretes, y de acero, la muñeca; peléate venga o no venga a cuento, tanto más cuanto los duelos están prohibidos y, por consiguiente, se necesita doble valor para batirse. Por mi parte solo puedo darte quince escudos, mi caballo y los consejos que acabas de escuchar; tu madre añadirá a ellos la receta de un bálsamo de cuya elaboración le hizo sabedora una gitana; es un bálsamo de virtud milagrosa para curar toda clase de heridas que no interesan al corazón. Saca provecho de todo, y vive dichosa y largamente. Solo tengo que añadir dos palabras, y vayan por vía de ejemplo, no por lo que a mí atañe, porque nunca he estado en la corte y no he tomado parte en más guerras que las religiosas y en calidad de voluntario; me refiero a m. de Tréville, que en otro tiempo fue mi vecino, el cual tuvo la honra de jugar, cuando niño, con nuestro rey Luis XIII, que Dios guarde. En ocasiones sus juegos terminaban en riñas, y no siempre, en tales casos, era el más fuerte el monarca, que devolvió en gran afecto y amistad a m. de Tréville los bofetones que este le sacudiera. Más tarde, m. de Tréville, en su primer viaje a París, se batió cinco veces; siete, excluyendo las guerras y los sitios, desde la muerte del difunto rey hasta la mayoría de edad del joven, y por lo bajo otras cien desde entonces hasta la fecha. Por eso, a pesar de los edictos, decretos y arrestos, es capitán de los mosqueteros, que es como si dijéramos jefe de una legión de césares a los que el rey tiene en gran estima, y a los cuales teme el cardenal, que, como todos sabemos, apenas si teme a Dios; esto sin contar que m. de Tréville cobra diez mil escudos anuales de sueldo. Ya ves, pues, que el capitán de los mosqueteros es persona de campanillas. Como tú empezó; preséntate a él con esta carta, y tómalo por espejo, a fin de llegar adonde él ha llegado.
Tras estas palabras, el anciano ciñó a su hijo su propia espada, le besó con ternura en las mejillas y le dio su bendición.
Al salir del aposento paterno, el mozo encontró a su madre, que le estaba aguardando con la famosa receta de la cual, según los consejos que hemos transcrito, debería echar mano con tanta frecuencia. La despedida fue más larga y más tierna entre la madre y el hijo que entre el hijo y el padre, no porque este último no amara a su hijo, que era su única descendencia, sino porque el anciano era hombre y hubiera tenido por indigno de él el dejarse llevar por la emoción, mientras que madame D’Artagnan era mujer, y por encima de mujer, madre. La buena señora lloró copiosamente, y el hijo, dicho sea en su elogio, por mucho que se esforzó en permanecer firme como correspondía a un futuro mosquetero, vencido por la naturaleza vertió un raudal de lágrimas, que a duras penas pudo ocultar.
El joven D’Artagnan se puso en camino el mismo día, pro-visto con los tres presentes paternos, que, como se ha dicho, se componían de quince escudos, el caballo y la carta para m. de Tréville. Los consejos, como ya supondrá el lector, los había dado el anciano por añadidura.
Con semejante vademécum, D’Artagnan quedó, moral y físicamente, convertido en otro don Quijote, a quien con tanta oportunidad lo hemos comparado cuando nuestros deberes de historiador nos han constreñido a trazar su retrato. A don Quijote los molinos de viento se le antojaban gigantes y ejércitos los carneros; D’Artagnan vio en cada sonrisa un insulto y en cada mirada una provocación. De ello resultó que desde Tarbes hasta Meung llevó siempre la mano apuñada, y que con uno o con otro requirió la espada diez veces por día; sin embargo, el puño no descargó sobre ninguna mandíbula ni la espada salió de su vaina. Y no es que la presencia del malhadado jaco amarillo no hiciese sonreír a los viandantes; pero como estos veían sobre el jaco una espada de longitud respetable pendiente del cinto de un mozo de mirada antes feroz que altiva, reprimían su risa, o, si la prudencia no alcanzaba a dominarla, procuraban por lo menos reírse únicamente por un solo lado, como las máscaras antiguas. D’Artagnan permaneció, pues, majestuoso e incólume en su irritabilidad hasta esa desafortunada villa de Meung; pero una vez en esta villa, y al apearse a la puerta del mesón del Franc Meunier, sin que mesonero, criado o palafrenero acudieran a tenerle el estribo en el apeadero, reparó, en una ventana entreabierta de la planta baja, en un caballero de alta estatura y ademán arrogante, aunque de rostro un tanto enfurruñado, que estaba conversando con dos personas que, al parecer, le escuchaban con deferencia. Dando rienda a su suspicacia, D’Artagnan se dio a entender desde luego que el objeto de la conversación era él, y aguzó el oído. Esta vez el mozo únicamente se había engañado en parte: no hablaban de él, pero sí de su rocín. El hidalgo de la ventana, al parecer, estaba enumerando a sus oyentes todas las cualidades del jaco, y como los oyentes, según ya hemos dicho, demostraban con su actitud guardar mucha deferencia al narrador, a cada dos por tres se echaban a reír a carcajadas. Ahora bien, como bastaba una sonrisa para despertar la irritabilidad del mozo, júzguese qué efecto debió de producir en él tan ruidoso júbilo.
Sin embargo, D’Artagnan quiso ante todo conocer la fisonomía del indiscreto que de él estaba haciendo befa, y mirando con arrogancia al desconocido, vio que era hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años, de ojos negros y mirada penetrante, color pálido, nariz grande y bigote negro y cuidadosamente recortado; iba vestido con un jubón y calzones violáceos con agujetas del mismo color, sin más adorno que las cuchilladas habituales, por las que se le desbordaba la camisa; jubón y calzones que, si bien flamantes, mostraban la ajadura de los trajes de viaje por largo tiempo encerrados en un portamanteo. D’Artagnan, que indudablemente por instinto conoció que aquel sujeto debía de ejercer en el porvenir gran influencia sobre su existencia, notó, con la rapidez del observador más minucioso, los pormenores que dejamos expuestos.
Ahora bien, como en el instante en que D’Artagnan fijó su mirada en el hidalgo del jubón color violeta, aquel hacía respecto del jaco bearnés una de sus más luminosas y profundas demostraciones, sus dos oyentes se echaron a reír a mandíbula batiente, e incluso él, contra su costumbre, dejó errar de una manera visible, si vale decirlo así, una tenue sonrisa por sus labios. Ya no cabía duda, D’Artagnan era realmente blanco de una befa. El mozo, pues, imbuido en tal persuasión, se encasquetó la boina, y poniendo todo su conato en remedar el empaque palaciego, estudiado en algunos magnates en viaje que el acaso le pusiera ante los ojos en Gascuña, avanzó con una mano en el pomo de su espada y la otra en la cadera. Por desgracia, a D’Artagnan la cólera le cegaba, y en lugar del discurso digno y altanero que forjara en su mente para formular su provocación, no halló en el pico de su lengua más que una ofensa burda a la que acompañó de un ademán de enfurecimiento.
—¡Eh!, caballero —exclamó—, caballero, a vos que os hurtáis tras ese criado me dirijo; sí, a vos. ¿Queréis hacerme la merced de decirme de qué os estáis riendo y nos reiremos juntos?
El hidalgo apartó del jaco la mirada para posarla lentamente en el jinete, cual si le hubiera sido menester algún tiempo para comprender que era a él a quien se dirigían tan singulares reproches. Luego, cuando ya no le cupo la más mínima duda, frunció ligeramente el ceño y, por último y tras larga pausa, le respondió con indecible acento de ironía y desprecio:
—No hablo con vos, caballero.
—Pues yo sí con vos —replicó el mozo, exasperado ante aquel compuesto de insolencia y de buenos modales, de decoro y de desdén.
El desconocido lo miró todavía un instante con su ligera sonrisa, después se retiró de la ventana y salió pausadamente del mesón hasta detenerse a dos pasos de D’Artagnan, delante del rocín, acrecentando con su ademán tranquilo y su fisonomía burlona la risa de sus interlocutores, que no se habían movido de la ventana.
D’Artagnan, al ver venir al hidalgo, sacó cosa de un palmo su espada de la vaina.
—Este caballo es indubitablemente, o más bien ha sido en su juventud, botón de oro, color muy común en botánica, pero rarísimo en los caballos —profirió el desconocido, y continuó sus investigaciones, dirigiéndose a sus oyentes de la ventana y, al parecer, sin notar lo más mínimo la exasperación de D’Artagnan que, sin embargo, estaba entre uno y otros.
—Puede que el que se ríe del caballo no se atrevería a hacerlo de su dueño —exclamó fuera de sí el émulo de Tréville.
—No acostumbro a reírme, caballero —repuso el desconocido—, como podéis ver con vuestros propios ojos con solo mirar mi cara; sin embargo, quiero conservar el privilegio de reírme cuando que se me antoje.
—Pues yo no consiento que persona alguna se ría cuando a mí no me place —exclamó el mozo.
—¿De veras, caballero? —continuó el desconocido con mayor tranquilidad que hasta entonces—. Bien mirado, tenéis razón.
Dichas estas palabras, el hidalgo hizo ademán de meterse otra vez en el mesón por la puerta grande, bajo la cual D’Artagnan, al llegar, había visto un caballo ensillado. Pero el mozo no era de condición para dejar que se marchara de tal suerte un hombre que había llevado su insolencia hasta el extremo de burlarse de él. Así es que, desenvainando su espada, se echó tras el hidalgo gritando desaforadamente:
—Volved el rostro, señor burlón, u os ensarto por la espalda.
—¡A mí! —profirió el hidalgo, volviéndose, y miró al mozo con tanta sorpresa como desprecio—. ¡Bah! estáis loco. —Luego, a media voz, y como hablando consigo mismo, añadió—: Vaya con el inoportuno, sería un precioso hallazgo para su majestad, que anda por todas partes al husmo de valientes para reclutar sus mosqueteros.
No bien el desconocido hubo formulado este soliloquio, cuando D’Artagnan le tiró tan furiosa estocada que de seguro hubieran acabado allí sus burlas si no hubiera retrocedido con rapidez. El agredido, al ver que la broma degeneraba en veras, desenvainó su espada, saludó a su adversario y se puso en guardia con toda gravedad; pero en ese mismo instante sus dos oyentes y el mesonero se abalanzaron sobre D’Artagnan y con garrotes, palas y tenazas le molieron el cuerpo. Esta diversión fue tan rápida y completa que el adversario del mozo, al ver que este se volvía para hacer frente al nublado que le descargaba encima, envainó de nuevo con la misma seriedad, y de actor que estuvo a punto de ser, se convirtió en espectador del combate, papel que desempeñó con su impasibilidad acostumbrada, pero no sin dejar de proferir:
—¡Mal hayan los gascones! Venga, subidlo otra vez sobre su caballo naranja y que se vaya.
—No sin antes haber acabado contigo, cobarde —exclamó D’Artagnan, defendiéndose como Dios le daba a entender y sin cejar un paso de sus tres adversarios que le molían como cibera.
—Otra gasconada —repuso el desconocido—. Esos gascones son incorregibles. Puesto que se empeña, que siga la danza; cuando esté cansado ya avisará. —Pero el desconocido no sabía aún con qué testarudo se las había; D’Artagnan no era de los que dan su brazo a torcer. La lucha, pues, continuó todavía algunos segundos hasta que el mozo, agotadas las fuerzas, soltó su espada, rota en dos mitades de un garrotazo y, casi simultáneamente, dio consigo en tierra, medio desmayado y cubierto de sangre, de resultas de otro garrotazo que le partió la frente.
Este fue el instante en que los vecinos de Meung acudieron al teatro de la lucha.
El mesonero, temeroso del escándalo, con ayuda de sus criados trasladó a la cocina al maltrecho mozo, que fue objeto de algunos de los cuidados que el caso requería.
Respecto al hidalgo, se había ido a ocupar su sitio en la ventana y miraba con mal reprimido enojo a la muchedumbre, cuya presencia en aquel sitio parecía causarle gran contrariedad.
—¿Cómo sigue ese poseso? —preguntó el hidalgo, volviéndose al ruido que produjo la puerta al abrirse y dirigiéndose al mesonero, que venía para informarse de su salud.
—¿Estáis sano y salvo, excelentísimo señor? —preguntó el recién llegado.
—Del todo, mi querido mesonero —respondió el interpelado—; pero decidme, os repito, ¿qué es del mocito ese?
—Está mejor —dijo el dueño del mesón—; ha perdido los sentidos por completo.
—¿De veras?
—Sí, señor; pero antes ha hecho un colosal esfuerzo para llamaros y retaros.
—¡Diantre! ¿Si será el diablo en persona ese atrevido? —exclamó el desconocido.
—No, señor, no es el diablo —repuso el mesonero, haciendo una mueca de desdén—, porque durante su desmayo lo hemos registrado y no lleva más que una camisa en su hatillo y doce escudos en su bolsa, lo cual no ha sido óbice para que, al desmayarse, haya dicho que si lo que le ha pasado aquí le hubiese pasado en París, os arrepentiríais luego, pero que ya os arrepentiréis con el tiempo.
—Esto quiere decir que es un príncipe real disfrazado —profirió con flema el hidalgo.
—Os digo eso, señor —continuó el mesonero—, para que viváis prevenido.
—¿Y en su arrebato no ha pronunciado el nombre de persona alguna?
—Sí, señor; golpeándose la faltriquera, ha dicho: veremos cómo tomará m. de Tréville el agravio inferido a su protegido.
—¿M. de Tréville? —profirió el hidalgo, poniéndose imaginativo—. ¿Ese mozo se golpeaba la faltriquera pronunciando el nombre de m. de Tréville? ¿Y qué llevaba en la faltriquera? No me digáis que no lo sabéis, porque no os creería; vos habéis metido mano en ella, aprovechándoos de las circunstancias.
—Llevaba una carta dirigida a m. de Tréville, capitán de los mosqueteros.
—¿De veras?
—Como tengo la honra de decíroslo, excelentísimo señor. El mesonero, que no brillaba por su perspicacia, no reparó en la expresión que sus palabras habían impreso en la fisonomía del desconocido, el cual se quitó de la ventana, en cuyo alféizar había tenido apoyado un codo hasta entonces, y frunció el entrecejo como quien no las tiene todas consigo.
—¡Diantre! —dijo para sí el hidalgo—. ¿Tréville me habrá enviado a ese gascón? ¡Bah! Es muy joven. Sin embargo, una estocada es una estocada, sea quien fuere el que la da, y uno recela menos de un muchacho que de un hombre. A las veces basta un obstáculo insignificante para oponerse a un gran designio.
Y por espacio de algunos minutos, el desconocido se entregó a meditación profunda. Luego dijo al mesonero:
—Vamos a ver, ¿no me libraréis de ese frenético? En conciencia no puedo matarle y, sin embargo —añadió con ademán de fría amenaza—, me contraría. ¿Dónde está?
—En el cuarto de mi mujer, en el primer piso, donde lo están curando.
—¿Trae consigo su equipaje y su talego? ¿Lleva todavía el jubón?
—Al contrario, todo está abajo, en la cocina. Mas ya que ese loco os contraría...
—Y mucho. Ved el escándalo que ha provocado en vuestro mesón; no hay persona decente que lo resista. Subíos a vuestro aposento, hacedme la cuenta y de paso advertid a mi lacayo.
—¡Cómo! ¿Ya os vais, señor?
—Lo sabe de sobra, puesto que os he dado orden de ensillar mi caballo, no podéis alegar ignorancia sobre el particular. ¿Acaso no se me ha obedecido?
—Vuestra excelencia sabe que sí, pues bajo la puerta grande ha visto su caballo completamente aparejado para partir.
—Está bien, entonces cumplid lo que os he dicho.
—¡Vaya! ¿Será que le da miedo el mocito? —dijo para sí el mesonero.
Pero atajado este por una mirada imperativa del desconocido, saludó con humildad y se fue.
—Es preciso que ese bellaco no vea a milady[1] —continuó el hidalgo—, debe de estar a punto de llegar, ya lleva retraso. Decididamente, vale más que monte a caballo y salga a su encuentro... Si por lo menos pudiese yo saber lo que reza la carta que lleva ese tunante para Tréville...
Y hablando entre dientes, el desconocido se encaminó a la cocina.
Entre tanto, el mesonero, que estaba plenamente convencido de que la presencia de D’Artagnan era la causa que ahuyentaba al desconocido de su mesón, subió al cuarto de su mujer y, habiendo encontrado al mozo completamente recobrado, aprovechó la coyuntura para instarle, no obstante su endeblez, a que se levantara y prosiguiera su camino haciéndole patente, de paso, que la policía podía darle un disgusto por haberse atrevido a buscar quimera a un gran señor, que tal no podía dejar de ser el desconocido a los ojos del mesonero. D’Artagnan, medio aturdido, sin jubón y con la cabeza bizmada, se levantó, pues, y empujado por el mesonero, empezó a descender la escalera. Al llegar a la cocina, lo primero que vio fue a su provocador, que, en pie al estribo de una pesada carroza a la que estaban enganchando dos corpulentos caballos normandos, hablaba con la mayor tranquilidad del mundo.
La interlocutora del hidalgo, mujer de veinte a veintidós años, estaba asomada a la portezuela.
D’Artagnan, que, como ya hemos dicho, abarcaba con gran rapidez de investigación una fisonomía a la primera mirada, vio que aquella mujer era joven y hermosa, y esa hermosura le impresionó tanto más hondamente, cuanto era de todo en todo distinta de las que él estaba acostumbrado a ver en las tierras meridionales en que hasta entonces habitara. Aquella mujer, que conversaba con mucha viveza con el desconocido, era pálida y rubia, y tenía abundosa cabellera que se le desparramaba por los hombros cual cascada de rizos, grandes ojos garzos y de mirar apasionado, labios de rosa y manos de alabastro.
—Así pues —decía la dama—, su eminencia me ordena...
—Que ahora mismo os volváis a Inglaterra y me escribáis directamente si el duque sale de Londres.
—¿Y respecto de las demás instrucciones? —preguntó la hermosa viajera.
—Las hallaréis en este cofrecito que no abriréis hasta vuestra llegada al otro lado de la Mancha.
—Muy bien; y vos, ¿qué hacéis?
—Me vuelvo a París.
—¿Sin castigar a ese rapaz insolente? —preguntó la dama. El desconocido iba a responder; pero en el instante en que abría la boca, D’Artagnan, que todo lo había oído, salió furiosamente de la cocina diciendo a grandes voces:
—Quien castiga a los demás es el rapaz insolente, y ahora espero que no se le escapará como la vez primera aquel a quien debe castigar.
—¿Que no se le escapará? —repuso el desconocido, frunciendo las cejas.
—No, porque presumo que en presencia de una dama no os atreveréis a huir.
—Pensad que el más pequeño retardo puede echarlo todo a perder —exclamó la dama al ver que el hidalgo requería la espada.
—Tenéis razón —profirió el desconocido—; idos pues por vuestro lado, yo parto por el mío.
Y saludando a la dama con la cabeza, el hidalgo se subió sobre su caballo mientras el cochero de aquella fustigaba a los de la carroza.
Los dos interlocutores partieron, pues, al galope y se alejaron en direcciones opuestas.
—¡Eh! ¿Y mi dinero? —vociferó el dueño del mesón, trocando en profundo desdén el afecto que sintiera por el desconocido, al ver que este se marchaba sin satisfacer el gasto.
—Paga, bergante —dijo el viajero, sin dejar de galopar, a su lacayo, que arrojó dos o tres monedas de plata a los pies del mesonero y echó al galope tras su amo.
—¡Cobarde, miserable, hidalgo de pega! —exclamó D’Artagnan, echándose a su vez tras el lacayo.
Mas el herido estaba aún demasiado endeble para soportar tal sacudimiento; así es que apenas hubo avanzado diez pasos, cuando le zumbaron los oídos, se le turbó la mente, perdió de vista el mundo y dio con su cuerpo en medio de la calle, gritando aún:
—¡Cobarde! ¡Cobarde! ¡Cobarde!
—Realmente lo es, y mucho —dijo el mesonero, acercándose a D’Artagnan, procurando con esta lisonja congraciarse con el mozo, como la garza de la fábula con el caracol.
—Sí, muy cobarde; pero ella es un portento de hermosura —murmuró D’Artagnan.
—¿Quién es ella? —preguntó el mesonero.
—Milady —balbuceó el mozo, desmayándose otra vez.
—Lo mismo da —dijo para sí el mesonero—; he perdido dos, pero me queda este, a quien estoy seguro de conservar por lo menos por algunos días, lo cual equivale a una ganancia de once escudos.
Recuerde el lector que esta era precisamente la cantidad de dinero que quedaba en la bolsa de D’Artagnan.
El mesonero había calculado once días de enfermedad a razón de un escudo por día; pero no había contado con el mozo. Al día siguiente, a las cinco de la mañana, D’Artagnan se levantó, bajó a la cocina, pidió, amén de otros ingredientes cuya lista no ha llegado a nuestras manos, vino, aceite y romero, y con la receta de su madre en la mano, compuso un bálsamo con que se untó sus heridas, que no eran pocas, y renovó sus apósitos él mismo, pues no quiso que médico alguno lo cuidara. Gracias sin duda a la eficacia del bálsamo de Bohemia y quizá también gracias a la ausencia de médico, D’Artagnan se encontró tal cual aquella tarde misma y casi curado del todo al día siguiente.
Mas en el instante de pagar el romero, el aceite y el vino, único gasto del amo que había guardado la más rigurosa dieta, y el pienso del caballo amarillo que, por lo menos al decir del mesonero, comiera tres veces más de lo que buenamente podía sospecharse de su talla, D’Artagnan no encontró en su faltriquera más que su pequeña bolsa de terciopelo raído, así como los once escudos en ella contenidos; pero en cuanto a la carta dirigida a m. de Tréville, volavérunt.
El mozo empezó a buscar con gran paciencia la consabida carta, registró una y otra vez sus faltriqueras y bolsillos, los volvió del revés, escudriñó y volvió a escudriñar su talego, abrió y cerró su bolsa para de nuevo abrirla y cerrarla. Pero cuando tuvo el convencimiento de que la carta había desaparecido, le dio por tercera vez un arrebato de coraje que por poco le ocasiona un nuevo gasto de vino y aceite aromatizados al mesonero, el cual, al ver que el mozo se atufaba y amenazaba con no dejar en el mesón títere con cabeza si la carta no aparecía, se había ya pertrechado de un chuzo, su mujer de un mango de escoba y los criados de las mismas varas que usaron la antevíspera.
—¡Mi carta de recomendación! —vociferaba D’Artagnan—. ¡Mi carta de recomendación! O por Dios vivo que os espeto a todos como hortelanos.
Por desgracia, una circunstancia se oponía a que el mozo cumpliese sus amenazas, y era que como hemos dicho, en su primera refriega su espada se rompió en dos pedazos. Resultó, pues, que cuando D’Artagnan quiso efectivamente tirar de su acero, se encontró solamente armado de un trozo de espada no más largo de ocho a diez pulgadas, que el mesonero había metido cuidadosamente en la vaina después de hurtar el resto de la hoja para labrar con él un asador.
Sin embargo, es probable que tal decepción no hubiese detenido al fogoso joven si el mesonero, que consideró que la reclamación que se le hacía era por demás justa, no hubiese depuesto su chuzo y preguntado:
—En definitiva, ¿dónde está esa carta?
—Eso pregunto yo —exclamó D’Artagnan—. Ante todo os advierto que la carta esa va dirigida a m. de Tréville y es preciso de todo punto que se dé con ella; y si no aparece, él sabrá de sobra hacer que aparezca.
Esta amenaza acabó de intimidar al mesonero; y es que después del rey y del cardenal, quizá no había mortal cuyo nombre fuese, como el de Tréville, más frecuentemente repetido por los militares y aun por los paisanos. Cierto es que también estaba el padre Joseph, pero el nombre de este no era nunca pronunciado sino en voz queda a causa del grandísimo terror que inspiraba la eminencia gris, como llamaban al familiar del cardenal.
El mesonero, pues, arrojó el chuzo y, después de ordenar a su mujer y a sus criados que hicieran respectivamente lo mismo con su mango de escoba y con sus estacas, fue el primero en dar ejemplo al ponerse en busca de la carta extraviada.
—¿Contenía algo precioso la carta esa? —preguntó el mesonero tras un instante de investigaciones infructuosas.
—¡Sandis![2] ¡Ya lo creo! —exclamó el gascón, que tenía puesta toda su esperanza en la carta para presentarse en la corte—. Contenía mi fortuna.
—¿Bonos españoles? —preguntó con inquietud el mesonero.
—Bonos de la tesorería particular de su majestad —respondió D’Artagnan, que esperaba, gracias a aquella recomendación, ingresar en el servicio del rey y creía poder dar, sin mentir, una respuesta que tenía algo de aventurada.
—¡Diantre! —profirió el mesonero, ya verdaderamente disgustado.
—Pero no importa —continuó D’Artagnan con la impasibilidad de los de su tierra—; el dinero tanto me da, para mí lo primordial era la carta. Hubiera preferido perder mil doblones de oro.
No hubiese arriesgado más el mozo con decir veinte mil, pero cierto pudor juvenil le retuvo.
De improviso, pasó una ráfaga de luz por el cerebro del mesonero que, al ver que no encontraba la consabida carta, se daba a todos los diablos.
—La carta esa no está perdida —exclamó el buen hombre.
—¿Decís? —repuso D’Artagnan.
—Que la carta no está perdida; os la han robado.
—¡Robado! ¿Y quién?
—El hidalgo de ayer. Sí, recuerdo que bajó a la cocina, donde estaba vuestro jubón, y en ella permaneció solo. Apostaría que es él quien os la ha robado.
—¿Lo creéis así? —profirió D’Artagnan, poco convencido, porque sabía mejor que nadie la importancia personal de la carta y nada velaba en ella que pudiese despertar la codicia.
La verdad es que a ninguno de los criados ni de los viajeros presentes les hubiera reportado provecho la posesión de aquel papel.
—¿Conque vos sospecháis de aquel impertinente hidalgo?
—prosiguió D’Artagnan.
—No me limito a la sospecha, tengo la seguridad de que es él quien os ha quitado la carta. Cuando le dije que vuestra señoría era el protegido de m. de Tréville y que teníais en vuestro poder una carta para aquel ilustre personaje, se puso imaginativo y me preguntó dónde estaba la susodicha carta. Se lo dije y al punto bajó a la cocina, en la que sabía que estaba vuestro jubón.
—Entonces él es quien me ha robado —repuso D’Artagnan—; me quejaré a m. de Tréville, el cual a su vez elevará mi queja al rey.
Tras estas palabras, el mozo sacó con gran prosopopeya dos escudos de su faltriquera, los dio al mesonero, que le acompañó sombrero en mano hasta la puerta, y se subió de nuevo sobre su caballo amarillo, que sin más contratiempo le condujo hasta la puerta de Saint Antoine de París, donde su dueño lo vendió por tres escudos, cantidad muy exorbitante si se tiene en consideración que D’Artagnan lo había casi reventado durante la última etapa. Y, además, el chalán que lo adquiriera no ocultó al joven que si por el jaco aquel acababa de dar tal fortuna era debido a la originalidad de su pelaje.
D’Artagnan entró pues en París a pie, con su hatillo sobarcado, y anduvo hasta que encontró alojamiento en consonancia con la exigüidad de su caudal.
El alojamiento aquel era una como buhardilla situada en la rue des Fossoyeurs, contigua al Luxembourg.
Una vez hubo dado las arras, D’Artagnan tomó posesión de su alojamiento y pasó el resto del día en coser a su jubón y a sus calzas unos trozos de pasamanería que a hurtadillas recibiera de su madre, que los había arrancado de un jubón casi nuevo de su marido. Luego se encaminó al quai de la Ferraille para que echaran una nueva hoja a su espada y después se dirigió al Louvre para informarse por boca del primer mosquetero con quien topara dónde estaba el palacio de m. de Tréville. Precisamente el capitán de los mosqueteros vivía en la rue du Vieux Colombier, es decir, en las cercanías de la habitación alquilada por D’Artagnan: circunstancia que a este le pareció de feliz agüero para el buen éxito de su viaje.
Después, y satisfecho de su conducta en Meung, sin remordimientos, confiando en lo presente y henchido de esperanzas, se acostó y se durmió como duermen los valientes.
Aquel sueño, todavía provinciano, le condujo hasta las nueve de la mañana siguiente, hora a la que se levantó para encaminarse a casa del famoso m. de Tréville, tercer personaje del reino según la opinión paterna.
II
LA ANTESALA DE M. DE TRÉVILLE
M. de Troisville, como se llamaba aún su familia en Gascuña, o m. de Tréville, como este acabó por apellidarse a sí mismo en París, efectivamente había empezado como D’Artagnan, es decir, sin un ardite, pero con el caudal de audacia, ingenio y talento que hace que el más pobre hidalguillo gascón reciba con frecuencia de sus esperanzas más de la herencia paterna que el más encopetado hidalgo del Périgord o del Berry recibe en realidad. Su extraordinario brío, su fortuna más extraordinaria aun en un tiempo en el que las estocadas llovían como granizo, lo habían encaramado a la cumbre de la escala dificultosa que llaman la privanza de la corte, y de la que él había subido de cuatro en cuatro los escalones.
Tréville era el amigo del rey, el cual, como es sabido, honraba grandemente la memoria de su progenitor Enrique IV. El padre de m. de Tréville había servido a aquel con tanta fidelidad en sus guerras contra la Liga, que a falta de dinero contante y sonante —de que anduvo toda su vida escaso el bearnés, el cual pagó constantemente sus deudas con lo único que nunca necesitó pedir prestado, es decir, con su ingenio—, le autorizó, después de la rendición de París, para que tomara por escudo de armas un león de oro sobre gules con esta divisa: fidelis et fortis; dicho escudo era mucho por lo que atañe a la honra pero nada por lo que se refiere al bienestar. Así es que cuando el ilustre compañero del gran Enrique murió, por toda herencia legó a su hijo su espada y su divisa. Gracias a este doble legado y al nombre sin mancilla que lo acompañaba, m. de Tréville fue admitido en la casa del joven príncipe, donde sirvió tan bien con su espada y fue tan fiel a su divisa, que Luis XIII, uno de los más consumados espadachines del reino, solía decir: si yo tuviera amigo a punto de batirse, le aconsejaría que me tomase por padrino a mí o a Tréville, y tal vez a éste con preferencia.
Luis XIII sentía por Tréville verdadero apego, apego real y egoísta, eso sí, pero que no dejaba de ser apego. Y es que en aquellos desventurados tiempos todos ponían su conato en rodearse de hombres del temple de Tréville. Muchos eran los que podían tomar por divisa el epíteto fuerte, que formaba la segunda mitad del exergo; pero pocos nobles estaban en potencia de reclamar el epíteto fiel, que formaba la primera. Tréville pertenecía a estos últimos; era una de esas naturalezas escasas, de inteligencia obediente como la de un dogo, de intrepidez temeraria, de mirada certera y de mano pronta. A Tréville Dios le había dado ojos solo para ver si el rey estaba descontento de alguno, y manos para castigar al molesto, se llamara este Besme, Maurevers, Poltrot de Meré, Vitry o tuviera cualquier otro nombre. Hasta entonces, a Tréville solo le había faltado la ocasión; pero la acechaba, y en su corazón había jurado asirla de sus tres cabellos si se le ponía al alcance de la mano. Luis XIII, pues, nombró a Tréville capitán de sus mosqueteros, los cuales eran para con el rey, por su devoción o más bien por su fanatismo, lo que para Enrique III sus familiares y para Luis XI su guardia escocesa.
Por su parte y respecto del particular, el cardenal no le iba en zaga al soberano. Al ver el escogido personal con el que Luis XIII se rodeaba, aquel segundo, o hablando con más propiedad, aquel primer rey de Francia quiso también tener su guardia. Así pues tuvo mosqueteros, como Luis XIII tenía los suyos, y se vio a cada una de aquellas dos potencias rivales reclutar para su servicio personal, en todas las provincias de Francia y aun en todos los estados extranjeros, los más célebres espadachines. De ahí que Richelieu y Luis XIII contendieran a menudo, al jugar por la noche al ajedrez, sobre los merecimientos de sus respectivos servidores. Cada uno ensalzaba por su lado la gentileza y el valor de los suyos; y aunque públicamente condenaban los duelos y las riñas, a socapa azuzaban a aquellos y se entristecían hondamente con su derrota o sentían una alegría inmoderada con su victoria. Por lo menos así lo rezan las memorias de un hombre que concurrió a algunas de aquellas derrotas y a muchas de aquellas victorias.
Tréville había tomado al rey por su lado flaco, y a esta maña debió el largo y constante favor de un monarca que tiene fama de no haber sido muy fiel a sus amistades. Hacía maniobrar a sus mosqueteros en las barbas del cardenal Armand du Plessis con un ademán burlón que erizaba de cólera los entrecanos bigotes de su eminencia. Tréville entendía a las mil maravillas la guerra de aquel tiempo, en que, cuando uno no vivía a expensas del enemigo, lo hacía a costa de sus paisanos: sus soldados formaban una legión de diablos sueltos que, aparte de a él, no obedecían a rey ni roque.
Desaliñados, borrachos, deslenguados, los mosqueteros del rey, o más bien dicho los de m. de Tréville, se desparramaban por figones, paseos y sitios públicos, alborotando y atusándose los mostachos, haciendo sonar sus espadas y complaciéndose en topar con los guardias del cardenal cuando con ellos se encontraban; y como si esto fuese poco, por un quítame allá esas pajas tiraban de su acero vomitando al mismo tiempo mil chuscadas. Si alguno de ellos sucumbía, estaba seguro de ser llorado y vengado; si mataba, que era lo que con más frecuencia acontecía, le cabía la certeza de no pudrirse en la cárcel, pues allí estaba m. de Tréville para reclamarlo. No hay que decir pues si el capitán de los mosqueteros era adorado y ensalzado por sus subalternos, que no obstante ser todos ellos hombres de la vida airada, temblaban ante él como escolares ante su maestro, le obedecían sin chistar y estaban prontos a sacrificar su vida para lavar la más leve afrenta.
M. de Tréville había aprovechado aquella poderosa palanca, ante todo en favor del rey y de los amigos de este, y luego en beneficio propio y de sus amigos. Por lo demás, en ninguna de las memorias de aquel tiempo, que ha dejado tantas, aparece que aquel cumplido caballero hubiese sido acusado, ni aun por sus enemigos, que los tenía, así entre los hombres de pluma como entre los que ceñían espada; en ninguna parte, decimos, aparece que aquel cumplido caballero hubiese sido acusado de hacerse pagar la cooperación de sus secuaces. No obstante ser intrigante como el que más, supo conservarse digno. Es más, a pesar de la derrengadura que en sí llevan el continuo manejo de la espada y la fatiga inherente a los ejercicios penosos, fue galanteador bizarrísimo, pisaverde elegante y uno de los más sutiles culteranos de su tiempo; se hablaba de los amoríos de Tréville, como veinte años antes se hablara de los de Bassompierre, que no es poco decir. El capitán de los mosqueteros era, pues, admirado, temido y estimado, lo cual constituye el súmmum de la grandeza humana.
Luis XIV ofuscó con su fúlgido brillo todos los astros secundarios de su corte; pero su padre, sol pluribus impar, dejó su esplendor personal a cada uno de sus favoritos y no cercenó el valor individual de sus cortesanos. Aparte la del rey y la del cardenal, había a la sazón, en París, más de doscientas ceremonias llamadas lever du roi,[3] entre ellas la de Tréville, que era una de las más concurridas.
Desde las seis de la mañana en verano y desde las ocho en invierno, el patio del palacio de Tréville parecía un campamento. Cincuenta o sesenta mosqueteros, que al parecer allí se congregaban para presentar un número siempre imponente, se paseaban sin cesar por él, armados de punta en blanco y preparados a todo evento. A lo largo de una de aquellas grandiosas escaleras que ocupaban tanto sitio como hoy ocupa una casa de mediana capacidad, subían y bajaban los pretendientes parisienses que corrían en pos de una merced, los hidalgos de provincias ávidos de ser alistados y los lacayos vestidos de colorines, portadores de los mensajes de sus amos para m. de Tréville. En la antesala y en los largos bancos, estaban sentados los elegidos, es decir, los que habían sido convocados. Desde la mañana hasta la noche reinaba allí un zumbido continuo, mientras el capitán de los mosqueteros, en su gabinete, contiguo a la antesala, recibía las visitas, escuchaba las quejas, daba órdenes y, como el rey en el Louvre, podía pasar revista de hombres y de armas con solo asomarse a la ventana.
El día en que D’Artagnan se presentó, la gente reunida en la antesala de m. de Tréville formaba un núcleo imponente, sobre todo para un provinciano recién venido de su tierra. Cierto es que el provinciano aquel era gascón y que, particularmente en aquellos tiempos, los paisanos de D’Artagnan tenían fama de no dejarse poner la ceniza en la frente. En efecto, una vez traspuesta la maciza puerta, reforzada con largos clavos de cabeza cuadrangular, se hallaba uno en medio de una tropa de hombres armados que se cruzaban en el patio, interpelándose, denostándose o jugando entre sí. Para abrirse paso entre aquel revuelto oleaje, hubiera sido preciso ser oficial, gran señor o mujer hermosa.
A través de aquella infernal batahola y de aquel desorden avanzó, pues, nuestro mozo con el corazón palpitante, ajustando la larga espada a sus delgadas piernas y con la mano en la orilla de su sombrero, mientras fruncía los labios con la media sonrisa del provincial corrido que se esfuerza en aparentar presencia de ánimo. Cuando dejaba un grupo tras sí, D’Artagnan respiraba con más libertad, pero comprendía que los que a su espalda quedaban se volvían para mirarle, y por vez primera en su vida se halló ridículo, él, que hasta entonces tan bien opinara de sí mismo.
En la escalera las dificultades subieron de punto: en los primeros peldaños había cuatro mosqueteros que se estaban divirtiendo en el ejercicio siguiente, mientras otros diez o doce aguardaban, en el rellano, que les tocara su vez en el partido.
Uno de ellos, colocado en el escalón superior, espada en mano impedía, o por lo menos se esforzaba en impedir, a los otros tres que subieran, a pesar de la destreza con que estos esgrimían sus aceros.
De buenas a primeras, D’Artagnan creyó que las armas que usaban los cuatro mosqueteros eran floretes embotados, pero a no tardar y a vista de ciertos rasguños notó que, por el contrario, eran espadas afiladas y aguzadas.
Cada vez que uno de los contendientes recibía un arañazo, no solamente los espectadores, mas también los actores, se echaban a reír desaforadamente.
El mosquetero que en aquel instante ocupaba el escalón superior mantenía maravillosamente a raya a sus adversarios.
Los espectadores formaban rueda en torno de los combatientes.
La condición del juego era que el herido abandonaría el partido perdiendo su turno de audiencia en provecho del heridor. En el espacio de cinco minutos, el defensor del peldaño, que no recibió lesión alguna, consiguió rozar a tres: uno en la muñeca, otro en la barbilla, y en la oreja el tercero; esta destreza le valió, según lo pactado, tres turnos.
Aunque no fuera difícil, dado que quería ser asombrado, aquel pasatiempo llenó de asombro a nuestro joven viajero; en su tierra, donde sin embargo se amostazan tan pronto los hombres, había visto que se usaban algunos preliminares más en los duelos; así es que la gasconada de los cuatro mosqueteros le pareció muy superior a cuantas oyera referir hasta entonces, aun en Gascuña.
D’Artagnan se creyó transportado a la famosa tierra de los gigantes a donde fue a parar Gulliver y en la que este pasó tantísimo miedo; y, sin embargo, quedaba todavía el rabo por desollar; le faltaba atravesar el rellano y entrar en la antesala.
En el rellano, en lugar de batirse, los congregados contaban aventuras de mujeres y, en la antesala, los concurrentes referían historias de corte. En el rellano, D’Artagnan se abochornó; en la antesala, sintió calambres. Su imaginación viva y vagabunda, que en Gascuña le hacía temible a las jóvenes camareras y en ocasiones a las jóvenes señoras, nunca había soñado, ni en los momentos de delirio, la mitad de aquellas maravillas amorosas, ni la cuarta parte de aquellas proezas galantes en las que figuraban los nombres más conocidos y de las que se daban los más desembozados pormenores. Pero si en el rellano se sintió herido en su amor por las buenas costumbres, en la antesala quedó escandalizado su respeto por el cardenal. Allí oyó con asombro criticar en alta voz la política que tenía estremecida a Europa y la vida privada del cardenal, que a tantos y tan altos y poderosos señores había costado rigurosos castigos el haber intentado profundizarla. Aquel gran hombre, reverenciado por el padre de D’Artagnan, servía de befa a los mosqueteros de m. de Tréville, que se burlaban de sus piernas zambas y de su joroba. Unos entonaban coplas satirizando a mm. D’Aiguillon, su amante, y a mm. Combalet, su sobrina; otros proyectaban jugarretas contra los pajes y los guardias del cardenal-duque: todo lo cual le parecía a D’Artagnan la mayor de las monstruosidades.
Con todo eso, cuando de improviso sonaba el nombre del rey entre aquel chorro de pullas dirigidas al cardenal, todas las bocas se callaban momentáneamente, como tapadas por una mordaza. Aquellos hombres miraban con vacilación a su alrededor, y parecía que temiesen la indiscreción del tabique que les separaba del gabinete de m. de Tréville; mas al poco tiempo una alusión hacía recaer de nuevo la conversación sobre su eminencia, y empezaban otra vez las carcajadas, y se sacaban sin reparo a colación todos sus actos.
—No hay escapatoria para ellos —dijo para sí D’Artagnan aterrorizado—; todos, todos van a ir a parar a la cárcel, y de la cárcel a la horca, y yo con ellos, porque habiéndoles oído y escuchado, me tendrán por cómplice suyo. ¿Qué diría mi padre, que con tan vivas instancias me recomendó que guardara el mayor respeto al cardenal, si supiese que me hallo entre tales herejes?
Por otra parte, y el lector lo creerá sin que yo lo jure, D’Artagnan no acertaba a sustraerse a aquellas conversaciones; al contrario, se hacía ojos y oídos, aplicaba todas sus fuerzas para no perder ni un ademán ni una sílaba y, a pesar de su confianza en las recomendaciones paternas, se sentía arrastrado por sus gustos y sus inclinaciones, a ensalzar más bien que a condenar las cosas inusitadas que allí pasaban.
No obstante, como él era absolutamente extraño a la muchedumbre de cortesanos de Tréville y, además, era aquella la primera vez que le veían en semejante lugar, se le acercó un ayuda de cámara para preguntarle qué se le ofrecía. D’Artagnan se presentó con toda humildad, invocando, de paso, su calidad de paisano para conseguir una audiencia con m. de Tréville, lo que con tono de protección le prometió cumplir en su tiempo y lugar el ayuda de cámara.
Recobrado un poco de su primera sorpresa, D’Artagnan tuvo, pues, ocasión de estudiar los trajes y las fisonomías.
El centro del grupo más animado lo formaba un mosquetero de elevadísima estatura y presencia altanera, que iba vestido de un modo que llamaba la atención de todos. En aquel momento no llevaba el casacón de uniforme que, por lo demás, no era obligatorio en aquellos tiempos de menos libertad, pero de más independencia, sino un ajustador azul celeste, algo sucio y raído, cruzado por un tahalí magnífico, cuajado de bordaduras de oro, que relucía como el mar cuando le da de lleno el sol. Finalmente, ostentaba con garbo una larga capa de terciopelo carmesí, que solo por delante dejaba al descubierto el riquísimo tahalí, del que pendía una descomunal espada.
Aquel mosquetero acababa de salir de guardia, se quejaba de estar constipado y de tiempo en tiempo tosía con afectación. Por eso se había puesto la capa, según decía, y mientras hablaba desde lo alto de su cabeza, retorciéndose desdeñosamente el bigote, sus oyentes admiraban con entusiasmo el bordado tahalí, y D’Artagnan más que todos.
—¿Qué queréis? —decía el mosquetero—, se ha puesto a la moda; ya sé que es una locura, pero es moda y se acabó. Por otra parte, es justo que uno emplee el dinero de su legítima.
—¡Ah, Porthos! —exclamó uno de los presentes—, no intentes hacernos comulgar con la rueda de molino de que ese tahalí lo debes a la generosidad de tu padre; apuesto dos contra uno que te lo ha regalado la dama tapada con quien te encontré el otro domingo cerca de la porte de Saint-Honoré.
—No, por mi honor y fe de caballero; yo mismo lo he comprado, y con mi propio peculio —repuso el personaje a quien acababan de dar el nombre de Porthos.
—Como yo compré esta bolsa nueva con lo que mi amante puso en la vieja —replicó otro mosquetero.
—Por este puñado de cruces que es verdad lo que digo —profirió Porthos—, y la prueba está en que di por él doce doblones de oro.
Las palabras del gigantón redoblaron el asombro de los circunstantes, pero no borraron la duda que se había levantado en el ánimo de aquellos.
—¿No es verdad, Aramis? —preguntó Porthos, volviéndose hacia otro mosquetero.
El interpelado hacía el mayor contraste con el que acababa de interrogarle: era un mozo entre veintidós y veintitrés años, de rostro cándido y apacible, ojos negros y de mirar suave, y mejillas sonrosadas y aterciopeladas como melocotón en otoño. Su fino bigote trazaba una línea perfecta sobre su labio superior, parecía como temeroso de bajar las manos para que no se le hincharan las venas, y de vez en cuando se pellizcaba los pulpejos de las orejas para mantenerlas sonrosadas. Por hábito, hablaba poco y pausadamente, prodigaba las cortesías, se reía callandico y mostrando los dientes, que tenía hermosos, y los cuales, como el resto de su persona, al parecer cuidaba minuciosamente.
Aramis contestó con un movimiento de cabeza afirmativo a la interpelación de su amigo.
La afirmación del joven mosquetero pareció desvanecer toda duda respecto del tahalí; así pues, los presentes continuaron admirándolo, pero ya sin hacer de él nueva mención.
—¿Qué os parece lo que cuenta el escudero de Chalais? —preguntó otro mosquetero, dirigiéndose a todos y a ninguno, llevado por una de tantas y rápidas evoluciones del pensamiento y cambiando de tema de improviso.
—¿Y qué cuenta? —preguntó Porthos con suficiencia.
—Que en Bruselas encontró a Rochefort, el instrumento ciego del cardenal, disfrazado de capuchino, y que gracias a ese disfraz había burlado como un tonto a m. de Laigues.
—Como un tonto rematado —dijo Porthos—. Pero ¿es cierto lo que se cuenta?
—Yo lo sé por boca de Aramis —respondió el mosquetero.
—¿De veras? —exclamó Porthos.
—No hagáis el ignorante —repuso Aramis—, a vos mismo os lo conté ayer; de consiguiente, no se hable más de ello.
—¡Cómo que no se hable más de ello! —profirió Porthos—. ¡No se hable más! ¡Diablo! Que rápido concluís. ¡Cómo! ¡El cardenal hace espiar a un caballero, hace robar su correspondencia por un traidor, un bandido, un bigardo; con ayuda de ese espía y gracias a la correspondencia robada hace decapitar a Chalais, bajo el necio pretexto de haberse propuesto matar al rey y casar a la reina con su cuñado. ¡Y queréis vos que no se hable más de ello! No había quien supiese palabra de ese enigma y ayer, y con la mayor satisfacción de todos, nos pusisteis en autos, y cuando todavía estamos aturdidos por tal nueva, hoy nos salís con ¡no se hable más de ello!
—Pues si os empeñáis, volvamos sobre el asunto —dijo Aramis con paciencia.
—Si yo fuese el escudero del infortunado Chalais, lo que es ese Rochefort pasaría un rato muy acerbo —exclamó Porthos.
—Y vos pasaríais un cuarto de hora muy triste con el duque rojo —repuso Aramis.
—¡Ah! ¡El duque rojo! —profirió Porthos, palmoteando y haciendo con la cabeza señales de aprobación—. ¡Bravo! ¡Bravo! ¡El duque rojo! Buena está la frase, buena, buena. Haré correr la voz, mi querido amigo. ¡Pues no es poco agudo ese Aramis! ¡Qué lástima que no os haya sido posible seguir vuestra vocación! ¡Vaya un cura hubierais hecho!
—No es más que un retraso momentáneo —repuso Aramis—; día llegará en que lo sea; ya sabéis que a este fin continúo estudiando la teología.
—Y a la corta o a la larga hará cual dice —profirió Porthos.
—A la corta —añadió Aramis.
—Para decidirse a descolgar de nuevo la sotana, que está ahorcada detrás de su uniforme, no aguarda más que una cosa —dijo el mosquetero.
—¿Qué? —preguntó otro.
—Que la reina haya dado un heredero a la corona de Francia.
—Vamos, señores, dejémonos de chanzas sobre el particular —dijo Porthos—; a Dios gracias la reina se halla todavía en edad de darlo.
—Dicen que m. de Buckingham está en Francia —repuso Aramis una con risa de zumba que daba a sus palabras, tan sencillas en apariencia, una significación más que medianamente escandalosa.
—Amigo Aramis —interrumpió Porthos—, esta vez no estáis en lo cierto y vuestra manía por mostraros agudo os hace traspasar los justos límites; si m. de Tréville os oyera, os arrepentiríais de haber hablado de tal suerte.
—¿Os proponéis darme una lección? —exclamó Aramis, por cuyos dulces ojos cruzó un relámpago.
—Amigo mío —respondió Porthos—, pase que seáis mosquetero o cura, pero no las dos cosas a un tiempo. El otro día ya os lo dijo Athos: coméis a dos carrillos. Ea, no nos incomodemos, pues sería inútil; ya sabéis el pacto que existe entre vos, Athos y yo. Visitáis a mm. D’Aiguillon y la galanteáis; vais a casa de mm. de Bois-Tracy, la prima de mm. de Chevreuse, y según dicen sois muy bien quisto de la dama. Callaos vuestra dicha, nadie os exige que divulguéis el secreto de vuestra alma, sobre todo sabiendo lo discreto que sois; mas ya que poseéis tal virtud, ¡qué diantre!, usadla para con su majestad. Ocúpese quién quiera y cómo quiera en el rey o en el cardenal; pero la reina es sagrada, y de hablar de ella, hágase en bien.
—Sois presuntuoso cual Narciso —replicó Aramis—; ya sabéis que los sermones me empalagan, menos cuando los da Athos. Respecto a vos, lleváis un tahalí demasiado rico para estar versado en moral. Si me agrada seré cura; entre tanto, soy mosquetero y, como tal, digo lo que me place, y en este instante me place deciros que me estáis probando la paciencia.
— ¡Aramis!
—¡Porthos!
—¡Señores! ¡Señores! —profirieron a una los circunstantes.
—M. de Tréville está aguardando a m. D’Artagnan —interrumpió el lacayo, abriendo la puerta del despacho.
Al oír este aviso, durante el cual la puerta quedó de par en par, todos se callaron, y, en medio del más profundo silencio, el joven gascón atravesó la antesala en parte de su longitud y entró en el despacho del capitán de los mosqueteros, congratulándose en su corazón de que le hubiesen llamado a punto para no presenciar el final de aquella singular contienda.
III
LA AUDIENCIA
Justamente en aquel instante, Tréville estaba de malísimo humor. Sin embargo, saludó con finura al joven, que enarcó el espinazo hasta tocar con la frente el suelo, y se sonrió al oír el cumplido que aquel le dirigiera con acento bearnés que le trajo a la mente su juventud y su tierra; doble recuerdo que hace sonreír al hombre en todas las edades. Pero acercándose casi al punto a la antesala y haciendo con la mano una seña al gascón como para pedirle permiso para despachar a los demás antes de empezar con él, el capitán llamó tres veces, ahuecando cada una de ellas más la voz y recorriendo de esta suerte todos los tonos intermediarios entre el acento imperativo y el acento irritado:
—¡Athos! ¡Porthos! ¡Aramis!
Los dos mosqueteros con los cuales hemos trabado ya conocimiento, y que respondían a los dos últimos de los transcritos nombres, se separaron inmediatamente del grupo del que formaban parte y se encaminaron al despacho, cuya puerta se cerró tras ellos no bien la hubieron franqueado. Aunque la compostura de Porthos y de Aramis no revelaba una calma absoluta, su despejo, a la vez digno y sumiso, excitó la admiración de D’Artagnan, para quien aquellos hombres eran semidioses y su capitán, un Júpiter olímpico armado de todos sus rayos.
Cuando hubieron entrado los mosqueteros, y tras ellos se hubo cerrado la puerta, cuando hubo empezado de nuevo el murmullo en la antesala, que el llamamiento había interrumpido y al que sin duda había dado nuevo pábulo y, finalmente, cuando ceñudo y silencioso el capitán de los mosqueteros hubo dado tres o cuatro vueltas por su despacho, pasando cada vez por delante de Porthos y de Aramis, que estaban rígidos y mudos, se detuvo de improviso ante ellos, los midió de pies a cabeza con mirada irritada y dijo con voz de trueno:
—¿Sabéis lo que me dijo anoche el rey, señores?
—No, señor —respondieron, tras un instante de silencio, los dos mosqueteros.
—Sin embargo, espero que nos haréis la merced de decírnoslo —añadió Aramis con la más exquisita finura y haciendo una graciosa reverencia.
—Pues me dijo que en adelante reclutaría sus mosqueteros entre los guardias de m. el cardenal.
—¡Entre los guardias del cardenal! ¿Y por qué? —preguntó Porthos con viveza.
—Porque ve que su aguapié necesita ser remozado con una adición de buen vino.
Un bochorno abrasador encendió los rostros de los dos mosqueteros.
D’Artagnan parecía estar en ascuas; en aquel instante querría haberse hallado siete estados bajo tierra.
—Y su majestad tiene razón —continuó m. de Tréville, animándose—, pues, por mi honor que es cierto que los mosqueteros hacen un papel muy poco lucido en la corte. Ayer el cardenal contaba al joven monarca, con un ademán de pesar que me sentó pésimamente, que anteayer esos réprobos, esos diablos sueltos a los que llaman mosqueteros, y al decir esto recalcaba las palabras con un retintín que me sentó todavía peor, que esos fanfarrones, añadió posando en mí sus ojos de gato-tigre, estaban a deshora en un figón de la rue de Férou, y que una ronda de sus guardias, creí que iba a reírseme en las barbas, se había visto obligada a prender a los perturbadores. ¡Maldita sea! Me da la impresión que vosotros debéis de saber algo sobre el particular. ¡Prender a mosqueteros! Vosotros erais de la partida, no me lo neguéis; os conocieron, y tan es así, que el cardenal os nombró. Yo tengo la culpa, yo, sí, pues yo soy quien elijo a los míos. Vamos a ver, Aramis, ¿por qué me pedisteis el casacón cuando tan bien os hubiera sentado la sotana? ¿Y vos, Porthos, ostentáis este tahalí cuajado de oro solo para suspender de él una espada de cartón? ¿Y Athos? No veo a Athos, ¿dónde está?
—Señor —respondió Aramis con tristeza—, está enfermo, gravemente enfermo.
—¿Gravemente enfermo, decís? ¿Y qué enfermedad padece?
—Se teme que no sea la viruela —profirió Porthos, deseoso de meter también baza en la conversación—, y lo malo sería que, en este caso, al pobre le quedaría estropeado el rostro.
—¡Enfermo de viruela! Esta no cuela. ¡Enfermo de viruela a su edad! ¡Bah! Estará herido, tal vez muerto... ¡Ah! ¡Si yo lo supiera! Por Dios vivo, señores mosqueteros, que no me place poco ni mucho que concurráis las casas públicas, que riñáis en las calles y andéis a pinchazos en las encrucijadas. Y, finalmente, no quiero que seáis el hazmerreír de los guardias de m. el cardenal, hombres valientes, tranquilos, diestros, y que no se dejarían prender, de esto estoy seguro. No, antes que retroceder un paso preferirían morir en el sitio... ¡Echar a correr! ¡Huir! ¡Esto es cosa de los mosqueteros del rey!
Porthos y Aramis temblaban de furia; de buena gana habrían estrangulado a m. de Tréville si no hubiesen adivinado que el móvil de sus palabras no era otro que el grande afecto que les profesaba. Pateaban la alfombra, se mordían los labios hasta arrancarles sangre y oprimían con toda su fuerza los pomos de sus espadas.
Como hemos dicho, en la antesala habían oído llamar a Athos, Porthos y Aramis, y en el tono de la voz de Tréville, adivinado que este estaba irritado de veras. Así es que muchos se habían apoyado a la tapicería para escuchar y palidecían de rabia a medida que el capitán iba avanzando en su filípica, pues sus oídos pegados a la puerta no se perdían ni una sílaba de lo que se decía, mientras sus bocas repetían las palabras insultantes del capitán a toda la población de la antecámara. En un abrir y cerrar de ojos y desde la puerta del despacho hasta la de la calle toda la casa estuvo en efervescencia.
—¡Conque los mosqueteros del rey se dejan prender por los guardias del cardenal! —continuó m. de Tréville, tan furioso interiormente como sus subalternos, pero recalcando sus palabras y haciéndolas penetrar una a una, y como otros tantos pinchazos de verduguillo, en el pecho de sus oyentes—. ¡Conque seis guardias de su eminencia arrestan a igual número de mosqueteros de su majestad! ¡Por todos los diablos! Ya sé lo que debo hacer. Ahora mismo voy a presentarme en el Louvre para poner en manos del rey mi dimisión como capitán de sus mosqueteros; luego me iré a solicitar al cardenal una tenencia en sus guardias, y si me la niega, me hago cura.
A estas palabras, el murmullo de la sala reventó en votos y blasfemias.
D’Artagnan buscaba un tapiz tras el cual hurtarse, y aun sintió vivos impulsos de colarse bajo la mesa.
—Pues bien, mi capitán —dijo Porthos con arrebato—, la verdad es que éramos tantos a tantos, pero fuimos atacados traidoramente y, antes de que pudiéramos haber desenvainado, ya dos de los nuestros yacían sin vida en el suelo, y Athos quedaba gravemente herido y poco menos que difunto. Vos ya sabéis quién es Athos, mi capitán; el pobre intentó levantarse dos veces y otras tantas dio consigo en tierra. Con todo eso no nos rendimos. ¡No mil veces! Nos arrastraron a la fuerza, y durante el trayecto nos escapamos. En cuanto a Athos, como lo dieron por muerto, lo dejaron en el campo de la lucha, pensando que no valía la pena llevárselo. Esto es lo sucedido. ¡Qué diantre, capitán! No todas las batallas se ganan. El gran Pompeyo perdió la de Farsalia, y el rey Francisco I, que según es fama valía tanto como el que más, fue vencido en Pavie.
—Y yo tengo la honra de deciros que maté a uno con su propia espada —repuso Aramis—, pues la mía se había roto en el primer encuentro. Matado o apuñalado, señor, como más os plazca.
—Ignoraba estos pormenores —profirió Tréville, suavizando un poco la voz—. Por lo que veo el cardenal estuvo muy ponderativo.
—Señor —prosiguió Aramis, alentado por el favorable cambio de su capitán—, por caridad no digáis que Athos está herido, el pobre sentiría vivamente que tal noticia llegase a oídos del rey; y como la herida es gravísima, pues le atraviesa desde la espalda hasta el pecho, sería de temer...
En aquel mismo instante se levantó la cortina de la puerta para dar paso a una figura noble y hermosa, pero horrorosamente pálida.
—¡Athos! —exclamaron los dos mosqueteros.
—¡Athos! —repitió Tréville.
—Según me han manifestado mis compañeros —dijo Athos al capitán con voz débil pero sosegada—, me habéis llamado, y me apresuro a obedecer; ¿qué se os ofrece, m. de Tréville?
Dichas estas palabras, el mosquetero, que vestía por manera irreprochable e iba con la cintura apretada como de costumbre, entró con paso firme en el despacho.
—Estaba diciendo a estos señores —contestó el capitán, conmovido hasta lo más íntimo de su corazón ante aquella prueba de valor, y acercándose con viveza al recién llegado— que prohíbo a mis mosqueteros que expongan su vida sin necesidad, porque el rey quiere de un modo entrañable a los valientes y sabe que sus mosqueteros son los hombres más bravos de la tierra. Dadme la mano, Athos.
Y sin esperar a que este correspondiera a tal prueba de afecto, Tréville le cogió la diestra y se la estrechó con todas sus fuerzas, no advirtiendo que Athos, pese al gran dominio que sobre sí tenía, hacía una contracción de dolor y se volvía aún más pálido, por mucho que esto pudiera haber parecido imposible.
La llegada de Athos, cuya herida era conocida de todos, a pesar del secreto guardado sobre el particular, produjo una sensación profunda; rumores de satisfacción acogieron las últimas palabras del capitán y dos o tres individuos, arrebatados por el entusiasmo, asomaron la cabeza por las aberturas de los tapices.
Indudablemente, m. de Tréville iba a reprimir con voz enérgica tal infracción de las leyes de la etiqueta, cuando sintió de improviso que la mano de Athos se crispaba entre la suya. Entonces miró al mosquetero y vio que este iba a desmayarse. Al mismo instante, Athos, que llamara a sí todas sus fuerzas para luchar contra el dolor, vencido al fin por la naturaleza, cayó en el suelo cuan largo era.
—¡Un cirujano! —gritó Tréville—. ¡El mío, el del rey, el mejor! ¡Un cirujano! O mi valiente Athos va a morirse.
Al oír las voces del capitán, todos los que se hallaban en la antesala entraron en tropel en el despacho y rodearon con solicitud al herido, sin que Tréville hubiese hecho oposición alguna. Pero toda solicitud hubiera sido ineficaz de no haberse encontrado en el edificio mismo el suspirado médico, el cual se abrió paso entre la muchedumbre y se acercó a Athos, que continuaba desmayado, y, como le molestara grandemente tanto ruido y movimiento, lo primero que pidió, y como más urgente, fue que trasladaran al mosquetero a una pieza contigua.
Tréville abrió inmediatamente una puerta y enseñó el camino a Porthos y Aramis, que se llevaron en brazos a su compañero, seguidos del cirujano, y tras ellos se cerró la puerta.
Entonces el despacho del capitán, por lo común tan respetado, se convirtió momentáneamente en una sucursal de la antesala. Todos discurrían, peroraban, hablaban en alta voz, echaban votos y maldecían al cardenal y sus guardias.
Poco después, Porthos y Aramis volvieron a entrar en el despacho, dejando al cirujano y al capitán junto al herido.
Por fin volvió a presentarse Tréville, y por él supieron los circunstantes que Athos se había recobrado y que, según dictamen facultativo, el estado del mosquetero no era para inspirar zozobras a sus amigos, ya que su endeblez obedecía única y exclusivamente a la hemorragia.
Luego el capitán de los mosqueteros hizo una seña con la mano y se retiraron todos, menos D’Artagnan, que no olvidó que estaba de audiencia y que, con la tenacidad del gascón, no se movió del mismo sitio.
Una vez todos estuvieron fuera y la puerta fue cerrada, Tréville se volvió y se encontró a solas con el mozo; y como lo que acababa de pasar le embrollara algo el hilo de sus ideas, preguntó al obstinado solicitante qué quería.
Entonces D’Artagnan se presentó.
—Perdonad —dijo Tréville, que, acordándose de pronto de lo pasado y de lo presente, se puso al tanto de la situación—; perdonad, mi querido paisano, pero os había olvidado por completo. Un capitán es un padre de familia sobre el cual pesa una responsabilidad más abrumadora que la que pesa sobre un padre de familia ordinario. Los soldados son niños grandes; pero como tengo empeño en que las órdenes del rey y mayormente las del cardenal se cumplan...
D’Artagnan no pudo ocultar una sonrisa. Al notarlo, Tréville se dio cuenta que no se las había con un necio. Así es que yéndose en derechura al grano, dio otro rumbo a la conversación, diciendo:
—Vuestro padre me fue muy caro; ¿qué puedo hacer por su hijo? Daos prisa, tengo los instantes contados.
—Señor —respondió D’Artagnan—, al salir de Tarbes para acá me propuse pediros, en recuerdo de esa amistad que no habéis echado al olvido, un casacón de mosquetero; pero después de lo que he visto de dos horas a esta parte, comprendo que tal favor sería inusitado y temo no merecerlo.
—Realmente es un favor, joven —repuso Tréville—; pero quizá no estéis tan distante de merecerlo como creéis o aparentáis creerlo. No obstante, una decisión de su majestad ha previsto el caso; por la misma razón, y por más que me pese el decíroslo, conviene que sepáis que no se recibe a individuo alguno en el cuerpo de mosqueteros antes de la prueba preliminar de varias campañas, de ciertas acciones hazañosas, o de un servicio de dos años en otro regimiento menos favorecido que el nuestro.
D’Artagnan se inclinó sin contestar, pero sintiendo aún con más vehemencia el deseo de vestir el uniforme de mosquetero desde el punto y hora en que para conseguirlo debían vencerse tantas dificultades.
—Mas como quiero complacer a vuestro padre —prosiguió Tréville, fijando en su paisano una mirada tan penetrante que no parecía sino que con ella se hubiese propuesto leer en lo más recóndito de su corazón—, antiguo compañero mío, como ya os he manifestado, haré algo por vos. Los cadetes del Bearn no suelen ser ricos, y me da la impresión que desde que partí de aquella tierra, las cosas han variado poco. De consiguiente, no debe sobraros el dinero que para vivir habéis traído.
D’Artagnan se irguió con altivez significativa de que no pedía limosna a nadie.
—Está bien, caballerito, está bien —continuó Tréville—, ya conozco yo esos ademanes. Yo me vine a París con cuatro doblones en el bolsillo y me habría peleado con quien me hubiese dicho que no me hallaba en estado de comprar el Louvre.
D’Artagnan se irguió más todavía, y es que gracias a la venta de su caballo, empezaba su carrera con cuatro doblones más que con los que Tréville empezara la suya.
—Como os estaba diciendo, pues —prosiguió el capitán—, debéis de tener necesidad de conservar lo que poseéis, por mucho que sea; pero también debéis de tener necesidad de perfeccionaros en los ejercicios propios de un hidalgo. Hoy escribiré una carta al director de la Academia Real y desde mañana os recibirán en ella sin retribución alguna. No os neguéis a aceptar este pequeño obsequio. Los hidalgos más encumbrados y más ricos lo solicitan y a veces no lo consiguen. Allí aprenderéis a montar, la esgrima y la danza; anudaréis buenas amistades, y de cuando en cuando vendréis a verme para decirme a qué altura os halláis y al mismo tiempo para ver si puedo hacer algo en vuestro provecho.
No obstante ser todavía extraño a las costumbres cortesanas, D’Artagnan advirtió la frialdad de aquella acogida; así es que con sentida voz repuso:
—¡Ah!, señor, ¡ahora veo cuánta falta me hace la carta de recomendación que para vos me había dado mi padre!
—En efecto —replicó Tréville—, me admira que hayáis emprendido un viaje tan largo sin ese obligado viático, único recurso de que podemos echar mano los bearneses.
—Lo tenía, señor, y, a Dios gracias, en toda regla, pero me lo robaron pérfidamente —exclamó D’Artagnan.
Y el mozo refirió lo que le había ocurrido en Meung y retrató al desconocido hidalgo hasta el más mínimo detalle con tanto calor y verdad, que Tréville quedó maravillado.
—Es curioso —murmuró el capitán imaginativo—; ¿así pues hablasteis de mí en voz alta?
—Parece que efectivamente cometí esta indiscreción; qué queréis, un nombre como el vuestro debía servirme de broquel durante el camino, y juzgue vuestra merced cuán a menudo me he cubierto con él.
En aquel entonces la lisonja era moneda corriente y a Tréville le gustaba el incienso como a un rey o a un cardenal. Así pues no pudo menos de sonreírse con visible satisfacción, si bien cobró de nuevo y pronto su gravedad.
—Decidme —prosiguió el capitán, volviendo de suyo a la aventura de Meung—, el hidalgo del que me habéis hablado ¿no tenía una ligera cicatriz en la mejilla?
—Sí, como producida por la rozadura de una bala.
—¿Era apuesto?
—Sí, señor.
—¿De elevada estatura?
—También.
—¿Pálido y de cabello castaño?
—Esto es; pero ¿cómo se explica que vuestra merced conozca a ese hombre? ¡Ah!, como yo le encuentre otra vez, y juro que volveré a encontrarlo, aunque fuese en los infiernos...
—¿Estaba aguardando a una mujer? —prosiguió Tréville.
—Al menos partió después de haber cruzado algunas palabras con aquella a quien aguardaba.
—¿Sabéis vos, por ventura, de qué hablaron?
—Él entregó a la desconocida un cofrecito, diciéndole que en él iban sus instrucciones, y le recomendó que no lo abriese hasta haber llegado a Londres.
—¿Era inglesa la mujer?
—Él la llamaba milady.
—¡Es él! —murmuró Tréville—. ¡Es él! Creía que todavía estaba en Bruselas.
—¡Oh!, señor —exclamó D’Artagnan—, si sabéis quién es ese hombre y de dónde viene, decídmelo, y os libero de todas sus promesas, incluso la de hacerme ingresar en el cuerpo de mosqueteros, porque ante todo quiero vengarme.
—Guardaos mucho de hacerlo —profirió Tréville—; al contrario, si lo veis venir por un lado de la calle, pasad al otro. No choquéis con semejante peñasco, pues os desmenuzaría como a un pedazo de vidrio.
—Esto —replicó D’Artagnan— no impide que si alguna vez lo encuentro...
—Mientras tanto, y si queréis seguir mi consejo, no lo busquéis —repuso Tréville.
De improviso, el capitán de los mosqueteros se calló; acababa de asaltarle una sospecha. ¿El odio profundo que tan ostensiblemente manifestaba el joven viajero por aquel hombre que, lo que no era muy verosímil, le había robado la carta de su padre, no ocultaba alguna perfidia? ¿Aquel mancebo no sería un enviado de su eminencia? ¿No vendría para tenderle una trampa? ¿Aquel supuesto D’Artagnan no sería un emisario del cardenal, emisario a quien pretendían introducir en su propia casa para burlar su confianza y más adelante perderle, siguiendo la costumbre establecida? Entonces clavó en D’Artagnan los ojos con más pertinacia que la vez primera, y al contemplar aquella fisonomía en que brillaban la astucia y la humildad afectada se tranquilizó un poco. Ya sé que es gascón, dijo para sus adentros Tréville, pero tanto puede serlo para el cardenal como para mí. Vamos a ver, probémosle. Y levantando la voz, añadió con lentitud:
—Siendo, como sois, hijo de mi viejo amigo, pues doy por cierta la historia de la carta perdida, y deseando deshacer la frialdad con que os he acogido, voy a revelaros los secretos de nuestra política. El rey y el cardenal están a partir un piñón; sus aparentes desavenencias no sirven más que para desorientar a los necios. No pretendo que un paisano mío, un gentil caballero, un mozo valiente, nacido para mayores empresas, se deje embaucar por todas estas ficciones, y como un bobalicón caiga en el garlito, como para su perdición han hecho tantos otros. No olvidéis que estoy consagrado en cuerpo y alma a esos dos omnipotentes señores, y que nunca mi conducta tenderá a otro fin que al de servir al rey y al cardenal, uno de los más ilustres genios que Francia ha producido. Que os sirva de pauta lo que acabo de decir, y si vuestra familia, o lo que pudiereis haber oído, o bien vuestro instinto os hubieren imbuido contra el cardenal una de esas enemistades que se manifiestan en los hidalgos, separémonos desde ahora. Os ayudaré en todo cuanto pueda, pero os mantendré apartado de mí. Como quiera que sea, espero que mi franqueza captará vuestra amistad; porque vos sois hasta lo presente el único mozo a quien he hablado como lo estoy haciendo. —Si el cardenal me ha soltado ese zorro, dijo Tréville para su capote, sabiendo cuanto le execro no se habrá descuidado de decir a su espía que la manera más eficaz de hacerme la corte es decirme pestes de él; por lo tanto, a pesar de mis protestas, el taimado va a contestarme que detesta a su eminencia: como si lo viera.
Pero sucedió muy distinto de lo que Tréville esperaba.
—Caballero —profirió con la mayor sencillez D’Artagnan—, acabo de llegar a París animado de parecidas intenciones. Mi padre me recomendó que no tolerase nada más que del rey, de m. el cardenal y de vos, par