Capítulo uno
1950
Una calle a la luz de una farola. Más allá del muro de una ciudad desgarrada, los nazis estaban disparando.
Al otro lado de la barricada, y de una hilera de maniquíes de sastre que se congregaban en un burdo e inmóvil cancán, Thibaut distinguía el caqui de los hombres de la Wehrmacht dispersándose, el gris de unos uniformes de gala, el negro de las SS, el azul de la Kriegsmarine, todo iluminado por las llamaradas de las armas. Algo se apresuró por la calle Paradis, serpenteando en un aullido de goma entre los cuerpos y las ruinas, directo hacia los alemanes.
¿Dos mujeres en un tándem? Venían muy rápido sobre las enormes ruedas.
Los soldados dispararon, recargaron y corrieron, porque el veloz vehículo no se apartó ni cayó bajo su arremetida. Se oyó un siseo de cadenas.
Solo iba montada una mujer, según divisó Thibaut. La otra era un torso que emergía de la propia bicicleta, su proa impulsora, un mascarón donde habrían de estar los manillares. Estaba extruida del metal. Llevaba los brazos extendidos hacia atrás, enroscados en los extremos como el coral. Tenía el cuello estirado y los ojos muy abiertos.
Thibaut tragó saliva y trató de hablar, lo intentó de nuevo y luego gritó: «¡Es la Vélo!»
Sus camaradas llegaron al instante. Se apretaron contra la enorme ventana y miraron fijamente hacia abajo, entre las sombras de la ciudad.
La amateur de los velocípedos. Daba bandazos por París sobre sus ruedas de gruesos radios mientras cantaba una canción sin palabras. Dios mío, pensó Thibaut, porque una mujer estaba conduciéndola y eso no tendría que estar pasando en absoluto. Pero allí estaba, sujetando la muñeca de la Vélo con una mano, tirando con la otra del cuero atado con fuerza alrededor del cuello de la ciclocentauro.
La Vélo se movía más rápido que cualquier coche o caballo, que cualquier demonio que Thibaut hubiese visto hasta ahora, meciéndose entre las fachadas, esquivando balas. Atravesó al último de los hombres y la hilera de estatuillas que habían dispuesto. Levantó la rueda delantera y chocó contra la barricada, subió por encima de los metros de plástico, piedra, hueso, madera y mortero que bloqueaban la calle.
Se elevó. Se proyectó en el aire por encima de los soldados, dibujó un arco, pareció detenerse, y cayó al final a través de la frontera invisible entre el noveno y el décimo distrito. Aterrizó con fuerza en el lado surrealista de la calle.
La Vélo rebotó y giró sobre las ruedas, patinó de lado. Se detuvo, alzó la mirada hacia la ventana del escondite de los Main à plume y la fijó directamente en los ojos de Thibaut.
Él fue el primero en salir de la habitación y bajar por los escalones astillados, pero en la puerta estuvo a punto de caerse en la calle anochecida. El corazón le dio un vuelco.
La pasajera estaba tirada sobre los adoquines donde su montura la había derribado. La Vélo estaba encabritada por encima de ella sobre su rueda trasera como un caballo de batalla. La mujer se balanceó a un lado.
Miró a Thibaut con ojos sin pupilas del mismo color que su piel. La manif flexionó sus gruesos brazos, los estiró para romper la cuerda que tenía alrededor del cuello y la dejó caer. La ciclocentauro se meció en el viento.
El rifle de Thibaut le colgaba en las manos. Por el rabillo del ojo vio a Élise lanzar una granada por encima de la barricada, no fuera que los alemanes se estuviesen reagrupando. La explosión hizo que el suelo y la barrera temblaran, pero Thibaut no se movió.
La Vélo se dejó caer hacia delante, de nuevo sobre las dos ruedas. Aceleró en su dirección, pero Thibaut se obligó a no apartarse. Ella se abalanzó hacia él y sus ruedas sonaron como una fresadora. La adrenalina se apoderó de él con la certeza del impacto, hasta que, en el último momento, que pasó demasiado rápido como para ver algo, ella se inclinó a un lado y le pasó tan cerca que la ráfaga de aire a su paso tiró de las ropas de Thibaut.
Con el zumbido de las ruedas, la bicipresencia serpenteó entre los edificios derruidos de la Cité de Trévise, se adentró entre las ruinas y las sombras, y se perdió de vista.
Thibaut exhaló por fin. Cuando pudo controlar sus temblores se volvió hacia la pasajera. Fue hasta donde estaba tirada.
Se estaba muriendo. Había sido ametrallada por el fuego alemán al que la Vélo había hecho caso omiso. Por alguna esquiva presencia en aquella poderosa intersección de calles, todos los agujeros de su piel estaban secos y fruncidos, pero la sangre caía de su boca como si insistiese en buscar una salida. Tosió y trató de hablar.
—¿Lo has visto? —exclamó más que preguntó Élise. Thibaut se arrodilló y puso la mano en la frente de la mujer derribada. Los partisanos se reunieron alrededor—. ¡Estaba montando la Vélo! —añadió—. ¿Qué significa eso? ¿Cómo narices la ha podido controlar?
—No muy bien —apostilló Virginie.
El vestido oscuro de la pasajera estaba sucio y rasgado. La bufanda que llevaba se extendía hacia la carretera y enmarcaba su rostro. Arrugaba el ceño como si estuviera pensativa. Como si estuviera examinando un problema. No era mucho mayor que Thibaut, pensó él. Ella lo miró con ojos apremiantes.
—Es... es... —empezó a hablar al fin.
—Creo que habla inglés —dijo despacio.
Cédric se adelantó y trató de murmurar alguna plegaria, pero Virginie lo apartó de un brusco empujón.
La moribunda tomó la mano de Thibaut.
—Aquí —susurró—. Ha venido. Wolf. Gang. —Respiraba entrecortadamente. Thibaut acercó su oreja a la boca de la mujer—. Gerhard —dijo—. El doctor. El sacerdote.
Thibaut reparó en que ya no lo estaba mirando a él sino más lejos, a su espalda. Sintió un picor en la piel bajo la atenta mirada de París. Se volvió.
Detrás de las ventanas del edificio más cercano, mirándolos desde arriba, se desplegaba un universo de emplastos fetales y rasguños que se movía lentamente. Una ciénaga de colores oscuros, vívida sobre una oscuridad más negra. Las formas sisearon. Golpetearon el cristal. Un torbellino de manifs había salido del interior de la casa para ser testigo de la muerte de esta mujer.
Mientras todos los que se habían congregado allí observaban la virtud negra detrás de las ventanas, Thibaut sintió los dedos de la mujer en los suyos. Los apretó en respuesta. Pero ella no quería un último momento de atención. Le abrió la mano. Puso algo en ella. Al instante Thibaut supo y sintió que era un naipe.
Cuando volvió la cabeza hacia ella, la mujer estaba muerta.
Thibaut era un Main à plume leal. No habría sabido explicar por qué se deslizó la carta en el bolsillo sin que el resto de sus compañeros lo viesen.
En las piedras, debajo de la otra mano, la mujer había escrito unas letras en la carretera con su índice a modo de plumín. Tenía la uña húmeda de tinta negra sacada de a saber dónde, provista por la ciudad en ese último momento de necesidad. Había escrito dos últimas palabras.
FALL ROT.
Ahora han pasado meses y Thibaut se acurruca en un portal de París con la mano en el bolsillo, sujetando ese naipe de nuevo. Sobre su propia ropa lleva puesto un pijama de mujer dorado y azul.
El cielo está chillando. Dos Messerschmitt se acercan por debajo de las nubes, perseguidos por unos Hurricane. Las pizarras de los tejados estallan bajo el fuego británico y los aviones abandonan rápidamente sus picados. Uno de los aeroplanos alemanes hace un rizo de repente, con una virtuosa maniobra en espiral sin dejar de disparar, y en una ráfaga abrasadora un avión de la RAF se despliega en el cielo, abriéndose como unas manos, como un beso lanzado al aire, como una bola de fuego, convirtiendo en polvo una casa oculta.
El otro Messerschmitt vira hacia el Sena. Los tejados tiemblan de nuevo, esta vez desde abajo.
Algo emerge de las entrañas de París.
Un zarcillo pálido, ancho como un árbol, cubierto de un enmarañado follaje brillante. Se levanta. Trémulas garras como cogollos o fruta del tamaño de cabezas humanas. Florece hasta el infinito por encima de la línea del horizonte.
El piloto alemán vuela directo hacia las vívidas flores, como embelesado, como ebrio de planta. Baja en picado hacia la vegetación. Esta abre unas hojas temblorosas. La gigantesca viña agita una última del tamaño de una casa y atrapa al avión entre sus zarcillos. Lo arranca de los tejados y lo tira hacia las calles, donde desaparece de la vista.
No hay explosión. El aeroplano capturado se ha desvanecido sin más, en las profundidades de la ciudad.
Los demás aviones se dispersan frenéticamente. Thibaut espera mientras se marchan. Deja que su corazón se tranquilice. Cuando recompone su rostro y sale al fin, lo hace bajo un cielo despejado.
Thibaut tiene veinticuatro años, es duro, delgado, fuerte. Mueve los ojos sin cesar mientras vigila en todas direcciones: tiene ese aire de irritable hostilidad y furia contenida del nuevo parisino. Lleva corto el pelo y las uñas. Entorna los ojos con algo más que mera suspicacia: no lleva las gafas que intuye que necesitaría. Bajo la colorida prenda para dormir de mujer lleva una camisa blanca remendada y sucia, pantalones oscuros con tirantes, botas negras gastadas. Hace días que no se afeita. Está costroso y hediondo.
Esos pilotos eran unos temerarios. El cielo de París está lleno de razones por las que no se debe volar.
Hay cosas peores que trampas de jardín para aviones como la que se había llevado al Messerschmitt. Las chimeneas de París sufren el azote de extáticos nubarrones aviares. Los huesos hinchados como dirigibles. Bandadas de hombres de negocios con alas de murciélago y damas con abrigos de otra época gritan monólogos interminables de ofertas especiales y obstruyen las hélices de los aviones con su propia y dudosa carne. Thibaut ha visto geometrías de monoplanos, biplanos y triplanos, esferas aladas y abominables husos de enorme tamaño, una larga ventana de cortinas negras, todos volando como muertos vivificados sobre los tejados de las casas, persiguiendo un bombardero Heinkel Greif errante, para anularlo con un toque desvivificador.
Thibaut casi puede llamar por su nombre las manifestaciones que ve, cuando lo tienen.
Antes de la guerra ya se había comprometido con el movimiento que las engendró, un movimiento cuyos detractores habían ridiculizado como demodé, como impotente. «¡A mí la moda me da igual!», es lo que le había dicho a su divertida madre, agitando con las manos las publicaciones que compraba, sin verlas antes siquiera, de un comprensivo librero en la calle Ruelle, que sabía apartar para él cualquier cosa que tuviera la misma afiliación. «¡Esto va de la liberación!» El vendedor, Thibaut descubriría más tarde, mucho después de aquellos días, a veces aceptaba un mísero pago de su entusiasta e ignorante joven cliente, a cambio de rarezas. El último paquete que envió llegó a casa de Thibaut dos días después de que saliera de ella por última vez.
Cuando más tarde vio a los alemanes entrar desfilando en la ciudad, la imagen de sus columnas en el Arco del Triunfo le había parecido a Thibaut un macabro collage, una advertencia en forma de agitprop.
Ahora camina por anchas calles desiertas en el decimosexto distrito, lejos de su propio entorno de actuación, con el rifle levantado y el ribete dorado de sus faldones aleteando. El sol blanquea las ruinas. Un gato que milagrosamente aún no ha servido de alimento sale corriendo de debajo de un tanque alemán abrasado en busca de otro agujero.
Las malas hierbas crecen entre los coches viejos y los suelos de quioscos de periódicos. Miman a los esqueletos de los caídos. Girasoles enormes echan raíces por doquier, y la hierba bajo los pies está moteada de plantas que no existieron antes de la explosión: plantas que hacen ruido; plantas que se mueven. Flores de los amantes, con sus pétalos como ojos elípticos y corazones de cartón palpitantes, agrupados alternativamente en las bocas de las serpientes, erguidas que son sus tallos, que se mecen y clavan la mirada mientras Thibaut pasa por allí con cautela.
Escombros y vegetación desaparecen y el cielo se abre cuando llega al río. Thibaut vigila por si hay monstruos.
En los bajíos y en el barro de la isla de los Cisnes, manos humanas reptan debajo de caparazones en espiral. Una congregación de tiburones del Sena levanta una sucia espuma debajo del puente de Grenelle. Revolcándose y elevándose, miran a Thibaut cuando se acerca y muerden el cadáver mecido por el agua de un caballo. Delante de la aleta dorsal, cada tiburón tiene un hueco en el lomo en el que hay un asiento de canoa.
Thibaut camina por el puente encima de ellos. Se detiene a la mitad. Se queda de pie a plena vista. Sus nervios de soldado le aguijonean para que se ponga a cubierto, pero se obliga a quedarse allí y mirar. Inspecciona la ciudad alterada.
Ruinas dentadas, un boceto malogrado. Recortado contra el brillante cielo plano hacia el noreste, se alza imponente la torre Eiffel. La mitad superior en forma de aguja de la torre cuelga en su lugar de siempre, donde el puente de Jena se encuentra con el muelle Branly, por encima de los jardines ordenados, pero a mitad de camino hacia la tierra ya no hay metal. No hay nada que la ancle al suelo. Cuelga, truncada. Una bandada de los valerosos pájaros que quedaban en París baja en picado debajo de los tocones de sus puntales, a cuarenta pisos de altura. La media torre señala con una larga sombra.
¿Dónde están ahora las células de los Main à plume? ¿Cuántas han caído?
Meses atrás, después de la Vélo, Thibaut había sido llamado, podría decirse así, a la acción, en la medida en la que todavía alguien podría ser llamado a algo. Le llegó una invitación a través de las redes en la ciudad. Noticias de viejos camaradas.
—Me han dicho que tú llevas las cosas aquí —había dicho el joven ojeador. A Thibaut no le gustó aquello—. ¿Vendrás?
Thibaut recuerda lo mucho que le había pesado el naipe en el bolsillo. ¿Sabía alguien que lo tenía? ¿Era por eso que lo reclamaban?
En la carta se ve la imagen de una estilizada mujer pálida. Mira dos veces con fijeza en simetría rotacional. Su pelo amarillo se convierte en dos enormes gatos que la envuelven. Debajo de cada una de sus caras hay otra azul, de perfil, con los ojos cerrados, a no ser que las dos también sean ella. Hay un ojo de cerradura en negro, arriba en la esquina derecha y abajo en la esquina izquierda.
—Venga —le había dicho Thibaut al mensajero—. ¿Por qué quieren que vaya yo? Estoy protegiendo el noveno.
Un poco después de que rehusase, llegaron noticias de una dramática misión de combate, una que fracasó de forma espantosa. Rumores de quién había muerto: una lista de sus profesores.
Adiós, piensa al fin, después de todas esas semanas. Su ropa para dormir crepita en el viento.
Thibaut tenía quince años cuando llegó la bomba S.
La llamada de una sirena lejana, cerca del río, y una avalancha de sombra y silencio que se van rápidamente y dejan al joven Thibaut jadeando entre sibilancias y parpadeando con unos ojos que se han quedado temporalmente sin vista, y la ciudad preparada y dispuesta detrás de aquello, algo que emergía, algo que irrumpía en y desde su inconsciente. Un sueño invadido desde lo profundo. La que había sido la ciudad más bella del mundo estaba ahora poblada por sus propias antiestéticas fantasías y por la fealdad del pozo.
Thibaut no era un guerrillero por naturaleza, pero, con el odio al invasor y la lucha para seguir vivo, había aprendido a combatir. Como parisino había sido abocado a un apocalipsis; uno al que, según descubriría pronto, para su disonante conmoción, estaba afiliado.
Aquellos primeros días habían sido de locura, asaltos de figuras imposibles y osamentas distorsionadas en el recuerdo. Los combatientes nazis y los de la Resistencia se habían matado en las calles unos a otros, presos del pánico, mientras trataban de contener los ensueños a los que eran incapaces de dotar de sentido. Durante la segunda noche después de la explosión, una aterrorizada Wehrmacht, en su intento de proteger una zona, había guiado a Thibaut y a su familia y a todos los vecinos hasta un redil asegurado con alambre de espino en la calle. Allá fueron, arrastrando pies y bolsas con todo a lo que consiguieron echar mano, mientras los soldados vociferaban insultos y discutían entre sí.
Había llegado un inmenso aullido, que se acercaba con rapidez. Ya en ese momento, Thibaut reconoció la voz de algo que se manifestaba.
Todo el mundo gritó al oír aquello. Un oficial, preso del pánico, agitó su arma, apuntó al fin, con decisión, a los civiles reunidos. Disparó.
Algunos soldados intentaron sin éxito que no disparara más, otros se le unieron. Por encima de los ecos de la matanza, el manif siguió gritando. Thibaut recuerda cómo cayó su padre, cómo cayó su madre, que se puso como escudo para protegerlo, y cómo cayó después él mismo, sin saber si le habían cedido las piernas o se estaba haciendo el muerto para sobrevivir. Había oído más gritos, la voz del manif que se acercaba y los sonidos de una violencia renovada.
Y, entonces, cuando por fin todos los gritos y los disparos se hubieron silenciado, Thibaut levantó la cabeza despacio de entre los muertos, como una foca en el agua.
Miraba al interior por una rejilla de metal. La visera del yelmo emplumado de un caballero. Era desproporcionadamente grande. Estaba a centímetros de su cara.
La presencia enyelmada lo miraba fijamente. Él parpadeó y el metal tembló. Thibaut y aquello eran lo único que se movía. Los alemanes estaban todos muertos o desaparecidos. El manif se tambaleó, pero Thibaut permaneció inmóvil. Esperó a que lo matara, pero la cosa le sostuvo la mirada y lo dejó en paz. Fue el primero de muchos manifs en hacer eso.
La presencia se balanceó hacia arriba y hacia atrás, y se apartó de la carne y los desechos del suelo de la matanza. Se levantó, siete, ocho metros de altura, un imposible compuesto de torre y humano con un enorme escudo, todo fuera de escala y convertido en un solo cuerpo amenazante, de brazos sin manos colocados casi con refinamiento en los costados, el izquierdo atestado de tábanos. Se anunció a sí mismo con tono lúgubre, un grito reverberante de las bisagras de las placas. Cuando aquel sonido disminuyó, la enorme cosa por fin se marchó con furia sobre tres miembros: una pierna de hombre con espuela; un par de pies de mujer calzados en tacones altos.
Y se hizo el silencio. Y Thibaut, el chico de la guerra, había reptado al fin entre escalofríos por la hecatombe, atravesando un campo de escombros, hasta que encontró los cadáveres de sus padres y lloró.
Ha fantaseado a menudo con una caza vengativa del oficial que disparó primero, pero Thibaut no logra recordar qué aspecto tenía. O del hombre u hombres cuya munición mató a sus padres, pero no sabe quiénes eran. Puede que todos estuvieran entre aquellos a los que dispararon sus propios camaradas en el caos, de todos modos, o aplastados por los ladrillos cuando el manif derribó la fachada.
En la calle Giroux, la mampostería se desploma en confusos aluviones. Los ladrillos caen rebotando por una cuesta abrupta y emerge una mujer joven, con el rostro mugriento y ensangrentado y el pelo en punta por la tierra. No ve a Thibaut. Él la observa morderse las uñas y escabullirse fuera de allí.
Una de los miles de atrapados. Los nazis nunca permitirán que París contamine Francia. Todas las carreteras de entrada y salida están cerradas.
Cuando quedó claro que los manifs, esas entidades nuevas con sus nuevos poderes, no desaparecerían, antes de que el Reich se hubiera conformado con esta contención, habían intentado primero destruirlos, después usarlos. O crear los suyos propios, menos caprichosos que sus aliados infernales. Los nazis incluso habían logrado invocar unas cuantas cosas con su manifología: estatuillas incompetentes; un weltgeist céliniano, lasitud micótica, tierra semiconsciente y enervación que infectaba casa tras casa. A pesar de todo, sus éxitos fueron escasos, insostenibles, ingobernables.
Ahora, años después, a Thibaut le parece que la cantidad de manifs ha empezado a disminuir. Que esta es la segunda etapa de la ciudad posexplosión.
Por supuesto, París aún está llena de ellos. Date un paseo si lo dudas, piensa, a ver qué encuentras. Enigmarelle, un robot dandi que salió a tumbos de la guía de una exhibición, con los brazos extendidos dispuestos a dar un abrazo letal. El gato soñador, tan grande como un niño e incompetente como bípedo, que observa con voluntad consciente. Lo que encontrarás son esas figuras, piensa Thibaut. Todavía por un tiempo.
Y si sigues caminando así y te mantienes a salvo y sin ser visto, entonces llegará un momento en el que volverás a estar solo, y habrá un tramo de ventana y ladrillos que la guerra no habrá tocado, y por un instante podrás creer que estás de vuelta en la vieja París.
No echo de menos nada, insiste Thibaut para sí una vez más. Ni los días de antes de la guerra, ni la reciente seguridad relativa del distrito nueve. Los nazis varados en el décimo nunca podrían tomar esas calles, o los parajes alterados que atravesaron, los paisages, topografías alpinas allanadas como cortinas tendidas, casas de habitaciones heladas llenas de relojes, lugares donde la geografía producía un eco de sí misma. El noveno esta