La astronauta

S.K. Vaughn

Fragmento

Capítulo 3
3

—Paciente reanimada. Desactivando cápsula de aislamiento.

La pausada voz femenina de la IA, inteligencia artificial de la nave, se elevó por encima de los sonidos atenuantes de las máquinas que se apagaban. El respirador de May se fue desacelerando hasta detenerse con un suspiro cansino. La parte superior de la cápsula se abrió deslizándose a un lado y la condensación de las paredes interiores chorreó hasta el suelo. Desorientada, incapaz de enfocar la vista y sin apenas movilidad en sus debilitadas extremidades, May sintió un acceso de pánico. Las sondas de respiración y alimentación le impidieron gritar; le provocaban arcadas. Las agarró con unos dedos que poco a poco empezaban a descongelarse y se resistió a los impulsos simultáneos de toser y vomitar mientras se las arrancaba.

Cuando por fin se las quitó, empezó a hundirse en el gel hipotérmico, que se había vuelto cálido y viscoso. La sustancia le llegó al pecho y luego le rodeó el cuello hasta amenazar con asfixiarla. Una descarga eléctrica de pánico hizo que una serie de espasmos dolorosos recorrieran sus músculos y que le ardiera la piel como si le clavaran mil alfileres. El nivel de aquel gel apestoso creció hasta llegarle a la barbilla. May se sacudió y rodó hacia un lado. La cápsula se tambaleó con ella y volcó. Salió expulsada de golpe al chocar contra el suelo y se deslizó dando vueltas hacia el otro extremo de la sala; el movimiento le arrancó de la piel las vías intravenosas. Rodó hasta topar con lo que le pareció una pared y se quedó allí tumbada en posición fetal, vomitando un líquido acuoso veteado de sangre.

La cabeza de May, plagada de interrogantes, era un avispero roto. Lo que distinguía en la oscuridad, con la visión medio borrosa, no tenía nada de especial. Sabía que estaba en un hospital, pero ¿dónde? No recordaba haber sido ingresada, ni siquiera sentirse enferma. Pero en esos momentos se sentía fatal, como si estuviera al borde de la muerte. El pánico la atenazaba y la constreñía hasta cortarle la respiración. Quería dormir, el susurro de la muerte la incitaba a cerrar los ojos sin más y dejar que la vida se le escurriera entre los dedos. La idea era tentadora hasta el punto de la seducción, pero de algún modo May sabía que resultaría letal. Lo intuía. Buscó a tientas algo sólido a lo que agarrarse mientras la habitación daba vertiginosas vueltas. Con los movimientos torpes de una recién nacida, empezó a reptar.

La esquina de la pared casi estaba al alcance de su mano, de modo que se concentró en ella, agarrándose al suelo con los dedos como garfios y arrastrando los pies fláccidos. Sus nudillos toparon con uno de los fríos armarios de metal y una débil corriente de alivio le proporcionó la confianza necesaria para seguir adelante. Se incorporó sobre un codo, luego sobre el otro, utilizando toda su fuerza para impulsarse hasta colocarse a cuatro patas sobre unos músculos flojos y temblorosos que a duras penas eran capaces de sostener su cuerpo.

No tenía ni idea de qué hacer a continuación, de modo que esperó inmóvil hasta que la asaltó un pensamiento decisivo.

«Agua.»

Tenía la lengua tan seca que se le pegaba al paladar, que todavía le sabía a sangre. «Deshidratación.» Así se llamaba lo que sentía. Lo había experimentado antes en alguna parte, varias veces. «Tensión arterial baja.» Eso provocaba el mareo y la sensación de debilidad.

«Muévete.»

Empezaba a sacudirse las telarañas de la cabeza y el mundo cobraba nitidez poco a poco. Encima del mueble que tenía al lado había una mesa clínica con lavamanos, a un metro del suelo. La idea de ponerse de pie le resultaba absurda, pero estiró el brazo hacia arriba, se agarró al borde de la encimera e hizo fuerza hasta erguirse sobre una rodilla, con una mueca de dolor causada por lo que parecían cuchilladas calientes en todas las articulaciones y los músculos. Fue alternando el trabajo de brazos y piernas para dosificar su energía, hasta que consiguió ponerse en cuclillas. Esa modesta victoria le confirió confianza para perseverar. Se estiró y se elevó lo suficiente para lanzar la otra mano al fregadero y agarrar el grifo. Empujó con las piernas y tiró con los brazos con todas sus fuerzas hasta que pudo levantarse.

Contempló el lavamanos metálico y sonrió con orgullo, lo que provocó que le sangraran los labios cortados, pero no le importó, porque al colocar las manos encima del grifo manó un chorrito de agua. Se agachó y la dejó correr por encima de su boca, tragando hasta la última gota que pudo atrapar. Estaba tan buena que habría llorado si hubiese tenido lágrimas que verter. Después de unos cuantos tragos largos, el agua avivó la luz de su instinto de supervivencia. Su visión se volvió mucho más clara, al igual que su pensamiento. Había una linterna de emergencia en un hueco situado en la pared de detrás del lavamanos. La cogió y encendió el tenue haz parpadeante para inspeccionar con cautela lo que la rodeaba.

«¿Qué coño ha pasado aquí?»

En la enfermería reinaba un desorden absoluto. El contenido de los cajones, armarios y cofres sellados estaba desperdigado por el suelo, desalojado de su sitio en apariencia por unas manos desesperadas. «Desesperadas... ¿por qué?» Había camillas rasgadas y manchadas. May pensó que parecía la zona de triaje de un hospital de campaña. «¿Y cómo sé yo qué aspecto tiene eso?» Intentó deducir las causas, pero las clamorosas lagunas de su memoria y cognición le producían una irritante ansiedad que estaba decidida a evitar. Se obligó a centrarse en devolver a su cuerpo un aspecto de normalidad antes de intentar hacer lo propio con su cabeza.

—No te compliques.

Su voz susurrante le sonó ronca y extraña, pero le complació oírla. Y estaba de acuerdo con la idea. No complicarse. Recogió una bata del suelo y se la pasó por la cabeza, disfrutando de su calidez inmediata. El agua había sido una bendición, pero sentía que la debilidad y el dolor de cabeza sordo de la deshidratación volvían a la carga. El haz de luz de su linterna pasó por encima de una vitrina con bolsas de suero intravenoso en su interior. Eso era lo que necesitaba: una infusión masiva de líquidos para reabastecer el despojo al que había quedado reducida. Solo estaba a diez pasos. Arrastró los pies de lado, con cuidado de no soltarse de la mesa para no tropezar con ningún trasto.

Cuando llegó a la vitrina, la encontró cerrada. El intento de recordar un código de seguridad era una tortura a la que no estaba dispuesta a someterse. Miró a su alrededor en busca de algo con lo que romper lo que estaba segura de que era un cristal a prueba de balas. Vio un escáner con forma de mano junto al teclado numérico. Apoyó su palma. Una pequeña pantalla situada junto al escáner parpadeó y mostró el siguiente mensaje:

Comandante Maryam Knox,

Nave de Investigación Stephen Hawking II.

—Hola, comandante Knox —saludó la IA con tono

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