Si Jack consigue olvidar algo, de poco sirve que Jill continúe recordándoselo. Él debe incitarla para que no lo haga. Lo mejor sería no hacerle guardar silencio sobre el asunto, sino ayudarla para que ella también lo olvide.
Jack puede actuar sobre Jill de diversas maneras. Puede hacerla sentir culpable por continuar «nombrándolo». Puede anular la experiencia de Jill. Esto puede hacerse más o menos radicalmente. Puede decir simplemente que es poco importante o trivial, mientras que ella lo considera importante y significativo. Yendo todavía más lejos, puede cambiar la modalidad de la experiencia de Jill, haciéndola pasar de la memoria a la imaginación: «No son más que imaginaciones tuyas». Y aún más lejos puede anular el contenido: «Esto nunca sucedió así». Por último, puede anular no solo el significado, la modalidad y el contenido, sino también la capacidad de recordar, haciendo que además se sienta culpable por ello.
Esto es bastante corriente. Las personas se hacen estas cosas continuamente unas a otras. Sin embargo, una anulación transpersonal semejante es conveniente cubrirla con una gruesa pátina de mistificación. Por ejemplo, negar que se está haciendo esto, y, más adelante, anular cualquier percepción de que se está haciendo algo mediante imputaciones como: «¿Cómo puedes pensar una cosa así?», «Debes de estar paranoico». Y así sucesivamente.
R. D. LAING
La política de la experiencia,
Barcelona, Crítica, 1977, pp. 32-33
PRIMERA PARTE
I
Nací en una granja en Whileaway. Cuando tenía cinco años me enviaron a un colegio del Continente Sur (como a todo el mundo) y cuando cumplí los doce me reuní con mi familia.
Mi madre se llamaba Eva y mi otra madre Alicia; yo soy Janet Evason. A los trece años, perseguí y maté un lobo, yo sola, en el Continente Norte por encima del paralelo cuarenta y ocho, utilizando solamente un rifle. Hice un travois para llevar su cabeza y las patas, luego abandoné la cabeza, y finalmente llegué a casa con una sola pata. «Prueba suficiente», pensé. He trabajado en las minas, en emisoras de radio, en una vaquería, en una explotación agrícola y, durante seis semanas, después de haberme roto una pierna, como bibliotecaria. Con treinta años di a luz a Yuriko Janetson; cuando se la llevaron al colegio cinco años más tarde (nunca he visto a una niña protestar tanto), decidí tomarme unas vacaciones para ver si podía encontrar la antigua casa de mi familia, ya que ellas se habían trasladado después de que yo me casara y me instalara cerca de Ciudad Minera, en el Continente Sur. Pero el lugar estaba irreconocible; nuestras zonas rurales cambian constantemente. No pude encontrar más que trípodes con luces de señalización por todas partes, extrañas cosechas que yo no había visto nunca en los campos, y un grupo de niños excursionistas. Se dirigían al norte para visitar la Estación Polar, y se ofrecieron a prestarme un saco de dormir para pasar la noche, pero decliné el ofrecimiento y me quedé en casa de un familiar; a la mañana siguiente emprendí el regreso a casa.
Desde entonces he sido oficial de seguridad, es decir SP (Seguridad y Paz), un puesto en el que llevo ya seis años. Mi puntuación en la Escala de inteligencia Stanford-Binet (según vuestros parámetros) es de 187; la de mi mujer, 203, y la de mi hija, 193. Yuki supera todos los récords en las pruebas verbales.
He supervisado la excavación de zanjas cortafuegos, he actuado como comadrona y he ordeñado más vacas de las que desearía que existiesen. Pero Yuki va loca por los helados. Quiero a mi hija. Quiero a mi familia (somos diecinueve). Quiero a mi mujer (Vittoria). He tenido cuatro duelos. He matado cuatro veces.
II
Jeannine Dadier trabajaba como bibliotecaria en la ciudad de Nueva York tres días a la semana para la APT (Asociación para Proyectos de Trabajo). Trabajaba en la sucursal de Tompkins Square en la sección de jóvenes. A veces se preguntaba si era una suerte que herr Shicklgruber hubiera muerto en 1936 (en la biblioteca había libros sobre esto). El lunes, 3 de marzo de 1969, vio los titulares acerca de Janet Evason, pero no puso demasiada atención; pasó el día estampillando los libros prestados en la sección de jóvenes y observando en un espejo de bolsillo las líneas que se marcaban alrededor de sus ojos (¡solo tengo veintinueve años!). En dos ocasiones tuvo que subirse la falda por encima de las rodillas para trepar por la escalera de mano hasta las estanterías superiores; una vez tuvo que pasar la escalera sobre las cabezas de la señora Allison y el nuevo ayudante, que estaban de pie y discutían seriamente acerca de la posibilidad de una guerra contra Japón. Había un artículo sobre esto en The Saturday Evening Post.
—No lo creo —dijo Jeannine Nancy Dadier en voz baja.
La señora Allison era negra. El día estaba siendo sorprendentemente cálido, brumoso, con algunos toques de verde asomando en el parque: un verde imaginario, quizá, como si el mundo hubiese dado un giro extraño e hiciese rodar a la primavera por alguna calleja mortecina, con nubes de imaginación que envolvían los árboles.
—No lo creo —repitió Jeannine Dadier, sin saber de qué hablaban.
—¡Más vale que lo creas! —dijo la señora Allison, cortante.
Jeannine se balanceó sobre un pie. (Las chicas bien no hacen eso.) Se bajó de la escalera con los libros en la mano y los dejó en la mesa de reserva. A la señora Allison no le gustaban las chicas de la APT. Jeannine vio los titulares del periódico que tenía la señora Allison: UNA MUJER APARECE DE LA NADA EN BROADWAY. UN POLICÍA SE ESFUMA.
—Yo no... —Yo tengo mi gato, tengo mi habitación, tengo mi plato caliente y mi ventana, y tengo mi ailanto.
Con el rabillo del ojo vio a Cal; paseaba fanfarroneando, con el sombrero echado hacia delante; tendría alguna estupidez que decir sobre lo de ser periodista, el rubito de la cara de cuchillo y grandes ojos azules.
—Lo haré algún día, nena.
Jeannine se deslizó entre las pilas de libros, ocultándose tras el periódico de la señora Allison: «Una mujer aparece de la nada en Broadway», «Un policía se esfuma». Pensó que quizá podía comprar fruta en el mercado libre; aunque siempre le sudaban las manos cuando compraba algo fuera del almacén del Gobierno y era incapaz de regatear. Compraría comida para gatos y en cuanto llegara a su cuarto le pondría su ración a Mr. Frosty, que comía fuera en un viejo plato de porcelana. Jeannine imaginó a Mr. Frosty frotándose contra sus piernas y moviendo la cola. Mr. Frosty tenía manchas blancas y negras por todo el cuerpo. Con los ojos cerrados, Jeannine lo vio saltar sobre la repisa de la chimenea y andar entre sus cosas: sus conchas y sus miniaturas.
—No, no, no —dijo.
El gato bajó de un salto, y tiró una de las muñecas japonesas. Después de cenar lo sacó fuera; luego lavó los platos y se puso a zurcir algunos de sus vestidos viejos. Repasaría las cartillas de racionamiento. Cuando anocheciera encendería la radio para escuchar el programa nocturno o leería, quizá llamase desde la tienda para enterarse acerca de esa pensión en New Jersey. Puede que llamara a su hermano. Desde luego, plantaría las semillas de naranjo y las regaría. Se imaginó a Mr. Frosty caminando majestuosamente con su elegante rabo entre los naranjos en miniatura; parecería un tigre. Si pudiera conseguir latas vacías en el almacén estatal...
—¡Eh, nena!
Se llevó un susto horrible. Era Cal.
—No —dijo Jeannine apresuradamente—. No tengo tiempo.
—¿Nena?
Él tiraba de su brazo. Ven a tomar un café. Pero ella no podía. Tenía que estudiar griego (el libro estaba sobre la mesa de reserva). Tenía demasiado que hacer. Él fruncía el ceño y suplicaba. Ella podía sentir ya la almohada bajo su espalda, y Mr. Frosty paseando alrededor de ellos, mirándola con sus extraños ojos azules y dando vueltas entre los amantes. Era medio siamés; Cal lo llamaba «Gato Flaco Manchado». Cal siempre quería hacer experimentos con él, dejándolo caer desde el respaldo de una silla, poniendo obstáculos en su camino, escondiéndose. Mr. Frosty simplemente le despreciaba.
—Más tarde —dijo Jeannine desesperadamente.
Cal se inclinó sobre ella y murmuró algo en su oído; ella sintió ganas de llorar. Él se balanceó sobre los talones hacia delante y hacia atrás, y luego dijo:
—Te esperaré. —Y se sentó en la silla de Jeannine, cogió el periódico y añadió—: La mujer que desaparece. Esa eres tú.
Ella cerró los ojos y soñó despierta con Mr. Frosty hecho una rosca sobre la repisa, plácidamente dormido, toda la felinidad en un círculo. ¡Qué gato tan mimado!
—¿Nena? —dijo Cal.
—Bueno, vale —dijo Jeannine desalentada—. De acuerdo.
Miraré el ailanto.
III
Janet Evason apareció en Broadway a las dos de la tarde en ropa interior. No perdió la cabeza. Aunque los nervios intentan mantenerse inalterables, ella adoptó una postura evasiva un segundo después de llegar (conveniente para ella) con su pelo rubio y sucio ondeando y sus pantalones cortos y su camisa caqui manchados de sudor. Cuando un policía trató de cogerla por el brazo, ella le amenazó, y él se esfumó. Ella parecía contemplar con especial horror a la multitud que la rodeaba. El policía reapareció en el mismo lugar una hora más tarde, sin recordar ese entreacto, pero Janet Evason había regresado a su saco de dormir en el Bosque Nuevo solo unos minutos después de su llegada. Dijo algunas palabras de panruso y desapareció. Y las últimas despertaron a su compañera en el Bosque Nuevo.
—Duérmete —dijo la anónima amiga-de-una-noche, una nariz, una frente y un mechón de pelo oscuro a la luz de la luna.
—¡Pero quién habrá estado hurgando en mi cabeza! —dijo Janet Evason.
IV
Cuando Janet Evason volvió al Bosque Nuevo y los experimentadores de la Estación Polar se tronchaban de risa (porque no era un sueño), yo estaba sentada en una fiesta en pleno Manhattan. Acababa de transformarme en un hombre, yo, Joanna. Quiero decir un hombre hembra, naturalmente; mi cuerpo y mi alma seguían siendo exactamente los mismos.
Y allí también estaba yo.
V
El primer hombre que puso un pie en Whileaway apareció en un campo de nabos del Continente Norte. Iba vestido de azul como un excursionista y llevaba una gorra azul. La gente de la granja había sido advertida. Alguien, al ver la señal en el escáner de infrarrojos del tractor, fue a buscarle; el hombre de azul vio una máquina voladora sin alas, pero con una falda de polvo y aire. El cobertizo para reparaciones de maquinaria agrícola del condado quedaba cerca esa semana, así que la tractorista le llevó allí; no decía nada inteligible. Vio una cúpula translúcida, cuya superficie ondulaba ligeramente. Había un ventilador colocado a un lado. Dentro de la cúpula había una selva de máquinas: muertas, volcadas, algunas reventadas, con las tripas desparramadas sobre la hierba. De una extensa estructura que había bajo el techo colgaban manos mecánicas del tamaño de tres hombres. Una de ellas levantó un coche y lo dejó caer. Los laterales del coche se desprendieron. Manos más pequeñas surgían de la hierba.
—¡Eh, eh! —dijo la tractorista golpeando con los nudillos en una pieza sólida encajada en la pared—. Se ha caído. Se ha desmayado.
—Devuélvelo —dijo una operadora saliendo de debajo del casco inductor al otro extremo del cobertizo.
Otras cuatro se acercaron y rodearon al hombre que vestía de azul.
—¿Está bien de la cabeza? —dijo una de ellas.
—No lo sabemos.
—¿Está enfermo?
—Hipnotízalo y devuélvelo.
El hombre de azul —si las hubiese visto— las habría encontrado muy extrañas: rostros suaves, pieles suaves, demasiado pequeñas y demasiado gruesas, con sus monos abultados en el trasero. Llevaban monos porque no siempre se pueden arreglar las cosas con las manos mecánicas; y veces hay que usar las propias. Una era vieja y tenía el pelo blanco; una era muy joven; otra llevaba el pelo largo que adoptan algunas jóvenes de Whileaway «para pasar el rato».[1] Seis pares de ojos fijos y curiosos examinaron al hombre vestido de azul.
—Eso, mes enfants —dijo la tractorista al fin—, es un hombre. Eso es un verdadero hombre de la Tierra.
VI
A veces te agachas para atarte un zapato, y luego te lo atas o no; puede que te levantes instantáneamente o puede que no. Cada elección crea por lo menos dos mundos de posibilidad, es decir, uno en el que sí y otro en el que no; o probablemente muchos más, uno en que lo haces rápidamente, otro en que lo haces lentamente, uno en el que no, pero vacilas, otro en el que vacilas y frunces el ceño, otro en el que vacilas y estornudas, etc. Si llevamos este argumento más lejos, debe de haber un número infinito de posibles universos (tal es la fecundidad de Dios), porque no hay razones para pensar que la naturaleza actúa con prejuicio en favor de las acciones humanas. Cada desplazamiento de cada molécula, cada cambio en la órbita de cada electrón, cada cuanto de luz que dé aquí y no allí... todo eso debe de tener en algún lugar su alternativa. Es posible, asimismo, que no exista una línea o tendencia definida de probabilidad, y que vivamos en una especie de trenza retorcida, deslizándonos de un lado a otro sin saberlo siquiera, siempre que nos mantengamos dentro de los límites de un conjunto de variantes que realmente no suponen ninguna diferencia para nosotros. Así, la paradoja del viaje en el tiempo deja de existir, porque el Pasado que visitamos no es nunca nuestro propio Pasado, sino siempre el de algún otro; o, más bien, nuestra visita al Pasado crea instantáneamente otro Presente (en el que la visita ya ha ocurrido) y lo que visitas es el Pasado perteneciente a ese Presente: algo completamente diferente de tu propio Pasado. Y a cada nueva decisión que tomes (allí atrás, en el Pasado), ese nuevo universo probable se bifurca, creando simultáneamente un nuevo Pasado y un nuevo Presente, o, para entendernos, un nuevo universo. Y cuando vuelves a tu propio Presente, solo tú sabes cómo era el otro Pasado y qué hiciste allí.
Por tanto, es probable que Whileaway —un nombre para la Tierra dentro de diez siglos, pero no «nuestra» Tierra, tú ya me entiendes— no se verá afectado en absoluto por esta escapada al pasado de algún otro. Y viceversa, por supuesto. Los dos podrían ser mundos independientes.
Whileaway, quizá ya lo has deducido, está en el futuro.
Pero no en «nuestro» futuro.
VII
Vi a Jeannine poco después, en un salón donde yo había ido para ver a Janet Evason en la televisión (yo no tengo televisor). Jeannine parecía muy descolocada; me senté junto a ella y se sinceró conmigo: «Este no es mi sitio». No me imagino cómo llegó allí, de no ser por accidente. Iba vestida como para una película de época, permanecía sentada en la sombra con su cinta en el pelo y sus zapatos de cuña, una muchacha de miembros largos que parecía un potrillo, enfundada en unas ropas que le quedaban algo pequeñas. La moda (al parecer) tarda en recuperarse después de la Gran Depresión. No aquí y ahora, claro. «Este no es mi sitio», murmuró Jeannine Dadier otra vez, bastante agobiada. Sus manos sé movían inquietas. «No me gustan estos sitios.» Clavó un dedo en el cuero rojo del asiento.
—¿Qué? —dije.
—Las vacaciones pasadas me fui de excursión a pie —dijo con los ojos muy abiertos—. Eso sí que me gusta. Es sano.
Ya sé que se supone que es conveniente correr saludablemente por los campos de flores, pero a mí me gustan los bares, los hoteles, el aire acondicionado, los restaurantes buenos y el transporte de reacción, y se lo dije.
—¿De reacción? —dijo.
Janet Evason apareció en la televisión. Era solo una foto fija. Luego nos dieron noticias de Camboya, Laos, Michigan, el lago Canandaigua (polución) y el globo del mundo girando a todo color con sus diecisiete satélites artificiales dando vueltas a su alrededor. El calor era espantoso. Yo he estado ya en un estudio de televisión: la galería que corre por los lados, cada centímetro del techo cubierto de luces, para que la mujer-niña de la vocecita pueda inclinarse sobre el horno o la pila, poniendo morritos. Entonces salió Janet Evason con ese aire de burbuja que la gente tiene en la pequeña pantalla. Se movía con cuidado y lo miraba todo con interés. Iba bien vestida (con un traje de chaqueta). El anfitrión, el entrevistador, o como se llame, le dio la mano y luego todos se dieron la mano unos a otros, como en una boda francesa o en una película muda. Alguien la condujo a un asiento y ella sonrió y asintió de esa forma exagerada en que lo hacemos cuando no sabemos si estamos actuando correctamente. Miró a su alrededor y se protegió los ojos de la luz. Luego habló.
(La primera cosa que dijo el segundo hombre que visitó Whileaway fue: «¿Dónde están todos los hombres?». Janet Evason, apareciendo en el Pentágono, con las manos en los bolsillos y los pies plantados y muy separados, dijo: «¿Dónde diablos están todas las mujeres?».)
El sonido de la televisión falló por un momento y entonces Jeannine Dadier se evaporó; no es que desapareciera, simplemente ya no estaba allí. Janet Evason se levantó, volvió a dar la mano, miró a su alrededor, hizo gestos de que comprendía, asintió y salió del campo de la cámara. Nunca nos enseñaron la guardia gubernamental.
Yo lo oí en otra ocasión y fue así:
ENTREVISTADOR: ¿Le gusta esto, señorita Evason?
JANET (Mira el estudio, confusa): Hace demasiado calor.
E: Quiero decir que si le gusta... bueno, la Tierra.
J: Pero yo vivo en la Tierra. (Se esfuerza por poner atención.)
E: Quizá sería mejor que nos explicara eso... Quiero decir, la existencia de distintas probabilidades y... todo eso de lo que usted nos habló antes.
J: Viene en los periódicos.
E: Pero, por favor, señorita Evason, si usted pudiera explicárselo a los telespectadores que estén viendo el programa.
J: Que lo lean. ¿No saben leer?
(Hubo un momento de silencio. Luego el entrevistador habló.)
E: Nuestros expertos en ciencias sociales, así como nuestros físicos, nos dicen que han tenido que revisar muchas teorías, a la luz de la información proporcionada por nuestra visitante de otro mundo. No ha habido hombres en Whileaway en ocho siglos, por lo menos —no quiero decir seres humanos, naturalmente, sino varones—, y esa sociedad, regida exclusivamente por mujeres, ha llamado mucho la atención, como es lógico, desde la aparición, la semana pasada, de su representante y primera embajadora, la dama aquí presente. Janet Evason, ¿puede usted decirnos cómo cree que reaccionará la sociedad de Whileaway ante la reaparición de los hombres de la Tierra —quiero decir nuestra Tierra actual, claro— después de un aislamiento de ochocientos años?
J (Se lanzó a responder, probablemente porque era la primera pregunta que entendía): Novecientos años. ¿Qué hombres?
E: ¿Qué hombres? Seguramente esperarán que los hombres de nuestra sociedad visiten Whileaway.
J: ¿Por qué?
E: Información, comercio, eeeh... contactos culturales (risas). Temo que me lo está usted poniendo difícil, señorita Evason. Cuando la, eeeh... plaga de la que habló mató a todos los hombres de Whileaway, ¿no los echaron de menos? ¿No quedaron rotas las familias? ¿No cambió todo el modelo de vida?
J (Pausadamente): Supongo que la gente siempre echa de menos aquello a lo que está acostumbrada. Sí, los echaron de menos. Incluso un conjunto de palabras, como «él», «hombre», etc., han sido desterradas. Luego, la segunda generación las empleaban entre ellas, por rebeldía, y la tercera generación no, por cortesía, y a la cuarta, ¿qué le importaba? ¿Quién se acordaba ya?
E: Pero seguramente... es decir...
J: Disculpe, puede que interprete mal lo que usted dice, puesto que este idioma es solo una afición mía, y no lo domino como quisiera. Lo que nosotras hablamos es un panruso, ni siquiera los rusos lo entenderían; sería como el inglés medieval para ustedes, solo que al revés.
E: Comprendo. Pero volviendo a la cuestión...
J: Sí.
E (Difícil situación la suya, entre las autoridades y este extraño personaje envuelto en su ignorancia como un jefe salvaje: inexpresiva, atenta, posiblemente civilizada, con un desconocimiento total. Finalmente, dijo): ¿No desea usted que los hombres regresen a Whileaway, señorita Evason?
J: ¿Para qué?
E: Un sexo es solamente la mitad de una especie, señorita Evason. Cito (y repitió las palabras de un famoso antropólogo). ¿Desea usted desterrar el sexo de Whileaway? El sexo, la familia, el amor, la atracción erótica... llámelo como quiera. Todos sabemos que su pueblo está constituido por individuos competentes e inteligentes, pero ¿cree usted que eso es suficiente? Seguramente usted tiene el conocimiento intelectual de la biología de otras especies y sabe de qué estoy hablando.
J: Estoy casada. Tengo dos hijas. ¿Qué diablos quiere usted decir?
E: Yo... señorita Evason..., nosotros..., bueno, sabemos que ustedes forman lo que llaman «matrimonios», que registran a los hijos como descendientes de ambos cónyuges y que incluso forman «tribus»... utilizo el término de «sir»; ya sé que la traducción no es perfecta... y sabemos que esos matrimonios o tribus son magníficas instituciones para el mantenimiento económico de los niños y para algún tipo de mezcla genética, aunque confieso que ustedes están muy por delante de nosotros en las ciencias biológicas. Pero, señorita Evason, yo no estoy hablando de instituciones económicas, ni siquiera de las afectivas. Por supuesto, las madres de Whileaway aman a sus hijas, nadie lo duda. Y, naturalmente, sienten un afecto mutuo, nadie duda eso tampoco. Pero hay más, mucho más... Hablo de amor físico.
J (Cae en la cuenta): ¡Oh! Usted se refiere al coito.
E: Sí.
J: ¿Dice que nosotras no tenemos eso?
E: Sí.
J: Pero qué tontería. Claro que lo tenemos.
E: ¿Eh? (Está a punto de decir: «No me diga».)
J: Entre nosotras. Deje que le explique.
La cortaron instantáneamente y metieron un anuncio que describía poéticamente las delicias del pan en rebanadas. Se encogieron de hombros (fuera de cámara). Ni siquiera hubieran llegado hasta ahí de no ser porque Janet había insistido en poner un dispositivo de seguridad en el sistema de repetición. Era una transmisión en directo, con un desfase de cuatro segundos. Ella me gustaba cada vez más. Dijo: «Si ustedes esperan que observe sus tabúes, creo que tendrán que precisar más cuáles son exactamente». En el mundo de Jeannine Dadier, una entrevistadora le preguntó (le habría preguntado):
—¿Qué hacen las mujeres de Whileaway con su pelo?
J: Se lo cortan con conchas de almeja.
VIII
«¡La humanidad es antinatural!», exclamó la filósofa Dunyasha Bernadetteson (344-426 d.C.), la cual sufrió toda su vida a consecuencia del fallo de un cirujano genético, por culpa del cual tenía la mandíbula de una madre y los dientes de otra (la ortodoncia casi nunca es necesaria en Whileaway). Los dientes de su hija, sin embargo, eran perfectos. La plaga llegó a Whileaway en 17 a.C. (antes de la Catástrofe) y terminó en 3 d.C. con la muerte de la mitad de la población; había comenzado tan lentamente que nadie se dio cuenta hasta que era demasiado tarde. Atacó solamente a los hombres. La Tierra se había reformado completamente durante la Edad de Oro (300-hacia 180 a.C.) y las condiciones naturales eran considerablemente menos difíciles de lo que podrían haber sido en una catástrofe similar un milenio antes. En la época de La Desesperación (como se la conocía popularmente), Whileaway tenía dos continentes llamados simplemente Norte y Sur, y gran número de bahías o puertos ideales a lo largo de las costas. Las condiciones climáticas extremas no prevalecían por debajo de los 72 grados de latitud sur y los 68 de latitud norte. El transporte marítimo convencional, en el tiempo de la Catástrofe, se empleaba casi exclusivamente para mercancías, ya que para el transporte de pasajeros se utilizaban los aerodeslizadores, más pequeños y flexibles. Las casas eran autosuficientes, con fuentes de energía portátiles: motores de alcohol o células solares que reemplazaban a la antigua energía centralizada. El posterior invento de los prácticos reactores materia-antimateria (K. Ansky, 259 d.C.) provocó un gran optimismo durante una década más o menos, pero estos aparatos resultaron ser demasiado voluminosos para el uso doméstico. Katharina Lucison Ansky (201-282 d.C.) fue asimismo la descubridora de los principios que hicieron posible la cirugía genética. (La fusión de los óvulos se venía practicando desde hacía siglo y medio.) La vida animal había llegado a ser tan escasa antes de la Edad de Oro que muchas especies fueron reinventadas por entusiastas del período Ansky; en 280 d.C. hubo una epidemia de conejos en Newland (una isla que está cerca del istmo del Continente Norte), epizootia que no carecía de prec