Prólogo
Holden
Chrisjen Avasarala había muerto.
Falleció mientras dormía en la Luna, hacía cuatro meses. Llevó una vida larga y saludable, sufrió una breve enfermedad y dejó a la humanidad muy cambiada tras su paso por la existencia. Todos los canales de noticias tenían obituarios y conmemoraciones pregrabados, listos para emitirlos por los mil trescientos sistemas por los que se había expandido la especie humana. Los titulares y los textos generados digitalmente habían sido muy hiperbólicos: «La última reina de la Tierra» o «La muerte del tirano y la despedida final de Avasarala».
Daba igual lo que dijesen, todos afectaron mucho a Holden. Era imposible imaginarse un universo que no se hubiese rendido a la voluntad de la pequeña anciana. Cuando llegó a Laconia la confirmación de que la noticia era cierta, Holden aún creía en el fondo que Avasarala estaba ahí fuera, en alguna parte, irritada y malhablada, llevando su cuerpo hasta el límite para retorcer la historia y desviarla lejos de las atrocidades, aunque fuese muy poco. Pasó casi un mes entre el momento en el que se enteró de las noticias y en el que aceptó que eran ciertas. Chrisjen Avasarala había muerto.
Pero eso no significaba que hubiese desaparecido.
Se había planeado un funeral de Estado en la Tierra antes siquiera de la intervención de Duarte. El tiempo que Avasarala había pasado como secretaria general de la Organización de las Naciones Unidas había sido un periodo crítico de la historia, y sus servicios tanto a su planeta como al resto de la humanidad le habían granjeado un lugar de honor que nunca iba a olvidarse. El cónsul general de Laconia creyó que lo correcto y adecuado era que el lugar de descanso definitivo de Avasarala fuese el centro del nuevo imperio. El funeral se celebraría en el Edificio Gubernamental, donde se llevaría a cabo un homenaje que ella no habría olvidado jamás.
No se hizo mención alguna al hecho de que Duarte fuese uno de los cómplices principales de la gran matanza de la Tierra que determinó la carrera de Avasarala. La historia ya había empezado a reescribirse por los vencedores. Holden estaba muy seguro de que, aunque no hubiese mención alguna en las notas de prensa ni en los canales de noticias oficiales, todo el mundo recordaba que Duarte y ella habían formado parte de bandos opuestos en el pasado. Y si la gente no lo recordaba, Holden tenía claro que él sí.
El mausoleo, que era solo de Avasarala, ya que aún no había nadie tan importante para compartirlo con tal eminencia, era de piedra blanca con pulido de alta precisión. Las puertas enormes se encontraban cerradas, y la ceremonia ya había terminado. Un retrato de Avasarala cubría el panel central de la pared norte de la estructura. Estaba grabado en la piedra sobre la fecha de su nacimiento, la de su muerte y unos versos que Holden no llegó a reconocer. Los cientos de sillas se encontraban dispuestas alrededor del estrado desde el que había hablado el sacerdote, y ahora la mitad estaban vacías. Había acudido gente de todo el imperio, que ahora había pasado a desperdigarse en pequeños grupos formados por personas que ya se conocían. La hierba que rodeaba la cripta no era igual que la de la Tierra, aunque formaba parte de la misma familia y se comportaba de la misma manera que lo que Holden solía considerar hierba. La brisa era lo bastante cálida como para ser agradable. El palacio se encontraba detrás de él, y le dio la impresión de que podía llegar a fingir que había salido a dar un paseo por la espesura de los jardines y era libre para marchar al lugar que quisiese.
Las ropas que llevaba eran de corte militar laconio, azules y con esas alas extendidas que Duarte había elegido como logotipo imperial. El cuello era alto y rígido. Le arañaba un poco la piel de los lados por debajo de la cabeza. El lugar donde tendría que haberse encontrado la insignia del rango estaba vacío, un vacío que al parecer podía llegar a considerarse como símbolo de un prisionero de honor.
—¿Acudirá a la bienvenida, señor? —preguntó un guardia.
Holden sopesó cuáles serían las consecuencias en caso de dar una respuesta negativa. En caso de ser un hombre libre y rechazar la hospitalidad del palacio. De ser así, no sabía qué era lo que ocurriría, pero tenía claro que era algo que ya se habría ensayado y que él no iba a salir muy bien parado.
—En breve —dijo Holden—. Me gustaría…
Dedicó un gesto vago a la tumba, como si la inevitabilidad de la muerte concediese alguna especie de permiso universal, como si fuese un recordatorio de la futilidad del resto de normas de la humanidad.
—Claro, señor —dijo el guardia, que luego volvió a girar la cabeza hacia la multitud.
Holden sabía muy bien que no era una persona libre. «Confinado con discreción» era lo máximo a lo que llegaba a aspirar.
Había una mujer sola a los pies del mausoleo, con la cabeza alzada hacia el retrato de Avasarala. Llevaba un sari de un azul intenso que se acercaba a la paleta de color laconia, lo justo para resultar educada, pero dejando un margen de diferencia lo bastante preciso como para que quedase claro que dicha educación no era sincera. Aunque no hubiese estado contemplando el retrato de su abuela, esa manera de insultar tan sutil y directa al mismo tiempo habría sido suficiente para reconocerla. Holden se acercó despacio.
Tenía la piel más oscura que la de Avasarala, pero la forma de sus ojos al mirarlo y la ligereza de su sonrisa eran las mismas.
—Mi más sentido pésame —dijo Holden.
—Gracias.
—No nos han presentado. Soy…
—James Holden —dijo la mujer—. Sé quién eres. La yaya hablaba de ti a veces.
—Ah, vale. Me hubiese encantado oírla. En ocasiones teníamos opiniones muy dispares.
—Sí, lo sé. Me llamo Kajri. Ella me llamaba Kiki.
—Era una mujer maravillosa.
Se quedaron en silencio durante dos segundos demasiado largos. La brisa ondeó la tela del sari de Kajri como si de una bandera se tratase. Holden estaba a punto de marcharse, pero la mujer volvió a hablar justo en ese momento.
—Sé que esto no le hubiese gustado nada —dijo—. El hecho de que la hayan traído al territorio de sus enemigos para celebrar que ya no podía darles una buena patada en los cojones. Apropiándose de su nombre ahora que ella no tiene voz para replicar. Estoy segura de que el enfado que tiene encima ahora mismo serviría para dar energía a un planeta entero, con todo lo que se estaría removiendo en su tumba.
Holden emitió un sonido tenue para indicar que estaba de acuerdo.
Kajri se encogió de hombros.
—O quizá no. Es posible que también le hubiese resultado gracioso. Con ella una nunca podía estar segura de nada.
—Le debía mucho —dijo Holden—. Nunca me di cuenta en su momento, pero hizo todo lo que estuvo en su mano para ayudarme. Nunca tuve la oportunidad de agradecérselo. O… sí que la tuve, supongo, pero nunca la aproveché. Si hay algo que pueda hacer por ti o por tu familia…
—No creo que estés en condiciones de ayudar a nadie, capitán Holden.
Holden miró el palacio detrás de él.
—Sí, la verdad es que no estoy en mi mejor momento. Pero, aun así, quería decirlo.
—Agradezco tus palabras —dijo Kajri—. Y, según me han dicho, has conseguido tener algo de influencia, ¿verdad? El prisionero que es capaz de influenciar al emperador.
—La verdad es que no tengo ni idea. Hablo mucho, pero no sé si hay alguien que me oye, a excepción de los de seguridad. Doy por hecho que esos lo oyen todo.
Ella rio entre dientes, un ruido más amable y compasivo de lo que Holden esperaba.
—Resulta complicado vivir sin intimidad en ninguno de los aspectos de tu vida. Crecí sabiendo que todas mis palabras podían llegar a ser grabadas, catalogadas, archivadas y juzgadas para ponerme en peligro a mí o a mi familia. En algún lugar de los servicios de inteligencia hay un registro de todas las veces en las que he tenido la regla.
—¿Eso fue cosa de ella? —preguntó Holden, que cabeceó en dirección a la tumba.
—Fue cosa de ella, pero también me dio las herramientas para superarlo. Nos enseñó a blandir los asuntos más vergonzosos de nuestras vidas como armas con las que humillar a todos los que nos subestimasen.
—¿Cuál es el secreto para hacerlo?
Kajri sonrió.
—La gente que tiene poder sobre ti también es débil. Cagan, sangran y se preocupan por que sus hijas ya no los quieran igual. Se avergüenzan de las cosas estúpidas que hicieron cuando eran jóvenes, esas que todos los demás han olvidado. Y por eso son vulnerables. Todos nos ponemos en valor comparándonos con la gente que nos rodea, porque así es como somos. Es superior a nosotros. Es por ello por lo que, cuando te miran, también te otorgan el poder de cambiarlos.
—¿Fue ella la que te enseñó eso?
—Así es —dijo Kajri—. Pero no lo sabía.
Un guardia se acercó por la hierba, como para demostrar que lo que acababa de decir Kajri era cierto, y se mantuvo a una distancia respetuosa hasta que se aseguró de que lo habían visto. Después les dio un poco de tiempo para que terminasen de hablar antes de acercarse. Kajri se giró hacia él y arqueó una ceja.
—La bienvenida dará comienzo en veinte minutos, señora —dijo el guardia—. El cónsul general ha comunicado expresamente su voluntad de reunirse con usted.
—No se me ocurriría decepcionarlo —dijo ella, con una sonrisa que Holden había visto antes reflejada en otros labios. Holden le ofreció el brazo, y Kajri lo agarró. Mientras se alejaban, él cabeceó en dirección a la tumba y a las palabras escritas en ella. SI HAY MÁS VIDA, ALLÍ TE ENCONTRARÉ. SI NO, BUSCARÉ.
—En una cita interesante —dijo Holden—. Diría que me suena de algo. ¿Quién la escribió?
—No lo sé —dijo Kajri—. Nos dijo que quería que fuese su epitafio, pero no de quién era.
Todos los que ostentaban algún cargo se encontraban en Laconia. Un cargo de cualquier tipo. El plan de Duarte de apartar el centro de la humanidad del Sistema Solar y llevarlo hasta el corazón de su imperio había tenido tal aceptación y tanto nivel de cooperación que Holden se había sorprendido mucho al principio, y luego se había quedado con una sensación sutil y permanente de decepción con respecto a la especie humana. Los institutos de investigación más prestigiosos habían mudado sus laboratorios a Laconia. Cuatro compañías de ballet habían dejado atrás siglos de rivalidad para compartir el mismo Instituto de Arte Laconio. Las celebridades y los académicos no tardaron en asentarse en nuevas residencias palaciegas subvencionadas por el Estado. Ya habían comenzado a rodarse películas en el lugar. El poder sosegado de la cultura ya había inundado las redes y los canales con mensajes tranquilizadores del cónsul general Duarte y la permanencia de Laconia.
También empezaron a prosperar los negocios. Duarte tenía bancos e instalaciones de oficinas construidos y listos para ser ocupados por los propietarios. La Asociación de Mundos había dejado de ser Carrie Fisk en una oficina de mierda en la estación Medina. Ahora era una catedral que se encontraba en el centro de la capital y que tenía un vestíbulo mayor que un hangar y paredes con vidrieras policromadas que parecían alzarse hasta el infinito. La sede central de la Unión de Transportes también estaba allí, en un edificio más pequeño y con menos comodidades, para que quedase claro tanto física como socialmente cuál de ellos estaba más aceptado. Holden lo veía todo desde el Edificio Gubernamental que era su hogar y su prisión, y le daba la impresión de estar viviendo en una isla.
Dentro de los límites de la ciudad, Laconia era más limpia, más nueva, más reluciente y más controlada que la mayoría de las estaciones espaciales en las que había estado Holden. Pero una vez salías de ella, la espesura era una sobre la que solo había leído en libros de historia. Había bosques antiguos y ruinas alienígenas que se tardarían generaciones en controlar y explorar. Holden había oído rumores y cotilleos sobre tecnologías remanentes que habían adquirido vida gracias a pruebas primerizas con la protomolécula: gusanos del tamaño de naves espaciales, drones de reparación parecidos a perros que no distinguían entre carne y mecanismos, cuevas cristalinas con efectos piezoeléctricos que inducían alucinaciones de música y también un vértigo paralizante. La ciudad que era la capital había empezado a convertirse en sinónimo de la humanidad en sí, pero el planeta que se extendía alrededor de ella aún era ajeno. Parecía una isla muy familiar que surgía de un mar de cosas que aún no llegaban a comprenderse. En cierta manera, resultaba tranquilizador que Duarte no lo hubiese conseguido controlar todo en unas pocas décadas, por mucho que se las diese de emperador.
Pero también resultaba aterrador.
La sala de banquetes era inmensa, pero no demasiado pretenciosa. Si Laconia se había construido a imagen y semejanza de Duarte, viendo ese lugar podría considerarse que el alma del cónsul general aún albergaba un extraño atisbo de contención personal. Por muy grandilocuente que fuese la ciudad, por muy sobrecogedoras que fuesen sus ambiciones, las instalaciones palaciegas y el hogar de Duarte no eran tan llamativos ni estaban demasiado ornamentados. El salón de baile estaba lleno de líneas rectas y contaba con una paleta de colores neutros que echaba mano de la elegancia sin preocuparse demasiado por la opinión de los demás. Había sillas y sillones por aquí y por allá, que los invitados podían reubicar según exigiese la situación. Unos jóvenes ataviados con uniforme militar servían copas de vino y té especiado. Duarte conseguía que todo lo que lo rodeaba pareciese nacido de la confianza en lugar del poder. Era un buen truco, porque engañaba a Holden aunque no se diese cuenta.
Holden aceptó una copa de vino que le ofreció una joven y luego se abrió paso a través de la multitud. Reconoció a alguno de los suyos de inmediato: Carrie Fisk, de la Asociación de Mundos, que era el centro de atención en una mesa muy larga y hablaba con los gobernadores de media docena de colonias que se afanaban por ser los primeros en reírle las gracias. Thorne Chao, la cara visible del canal de noticias más popular, que se había fundado en Bara Gaon. Emil-Michelle Li, que llevaba un traje verde y vaporoso que había convertido en todo un distintivo personal cuando no actuaba en una película. Y por cada rostro al que Holden era capaz de poner nombre, había muchos más que le resultaban vagamente familiares.
Avanzó a través de esa niebla social y etérea de sonrisas y cabeceos de reconocimiento tan carentes de compromiso. Solo estaba allí porque Duarte quería que lo viesen, pero el diagrama de Venn de las personas que querían ganarse el favor del cónsul general y de las que también deseaban granjearse su animadversión por mostrarse agradables con el prisionero más importante del lugar no se solapaba demasiado.
Aunque sí un poco.
—No estoy lo bastante borracha para esto.
Camina Drummer, la presidenta de la Unión de Transportes, estaba de pie y apoyada en una mesa, con las manos alrededor de una copa. Parecía mayor en persona. Holden vio las arrugas alrededor de los ojos y la boca, mucho más nítidas ahora que no lo hacía a través de una pantalla, de una cámara que se encontraba a miles de millones de kilómetros. La mujer se movió unos centímetros para hacerle hueco en la mesa, y él aceptó la invitación.
—La verdad es que no sé cómo de borracho habría que estar para soportar algo así —dijo él—. ¿Borracho en plan de no acordarte de nada el día siguiente? ¿Borracho en plan pelearse con todo el mundo? ¿O borracho de ir llorando por los rincones?
—Tú no estás ni achispado.
—No. Ya casi no bebo alcohol.
—¿Para mantenerte alerta?
—Y porque me sienta mal en el estómago.
Drummer sonrió y soltó una carcajada.
—Han dejado salir al prisionero de honor para que se mezcle entre los invitados. Algo me dice que ya no les eres tan útil. ¿Te han exprimido todo el zumo?
Por la manera en la que lo había dicho, bien podría haber sido una broma entre antiguos compañeros que han caído en desgracia para pasar a vivir en el ocaso de la aceptación política. También podría haber sido cualquier otra cosa. Una manera de preguntarle si lo habían obligado a traicionar a los bajos fondos de la estación Medina, si habían conseguido hacerlo hablar. Drummer sabía tan bien como él que alguien estaría escuchando esa conversación.
—He ayudado todo lo que he podido con el problema de la amenaza alienígena. Las respuestas que pudiese dar sobre cualquier otro tema seguro que están desfasadas. Y ahora doy por hecho que estoy aquí porque Duarte cree que le puedo ser útil.
—Como parte de este espectáculo forense.
—Circense —apostilló Holden. Al ver la reacción de Drummer, explicó—: Se dice espectáculo circense.
—Sí, eso —dijo ella.
—¿Y tú qué? ¿Cómo va el desmantelamiento de la Unión de Transportes?
Los ojos de Drummer se abrieron como platos y luego ensanchó la sonrisa. Luego respondió con una voz propia de un canal de noticias, nítida, agradable y falsa como una bellota tallada en madera.
—Estoy más que satisfecha con la facilidad con la que se le están traspasando todas las competencias a las autoridades laconias y a la Asociación de Mundos. Estamos centrados en que se mantengan todas nuestras prácticas para luego optimizarlas e integrar también procedimientos que sirvan para limar las asperezas. Hemos conseguido mantener e incluso incrementar la eficiencia del comercio sin comprometer la seguridad que requiere el portentoso destino de la humanidad.
—¿Tan mal va?
—Tampoco me quejo. Podría ir peor. Mientras yo sea una soldadita que se porta bien y Duarte crea que le soy útil para conseguir que Saba entre en razón, no me encerrará en una jaula.
Resonaron murmullos cerca de la entrada principal, y poco después la multitud empezó a agitarse. Todos los que se encontraban en el salón de baile centraron su atención hacia allí, como virutas de metal atraídas por un imán. A Holden no le hizo falta mirar para saber que Winston Duarte acababa de llegar, pero lo hizo de igual manera.
El uniforme de Duarte era casi igual que el de Holden. Tenía esa misma calma afable con la que solía ir a todas partes. La seguridad que lo rodeaba sí que era mucho más obvia que la que rodeaba a Holden. Dos guardaespaldas musculosos con armas cortas y ojos que relucían a causa de los implantes. Cortázar también había llegado con él, pero se mantuvo al margen, como un adolescente al que hubiesen apartado de la mesa para la cena de los adultos. La adolescente de verdad era Teresa, la hija de Duarte, que entró junto a su padre como una sombra.
Carrie Fisk se acercó hasta Duarte y dejó a su suerte a la caterva de gobernadores. Le estrechó la mano. Hablaron durante unos instantes antes de que Fisk se girase hacia Teresa y también estrechase la mano de la joven. Una pequeña multitud se había ido congregando detrás de Fisk, personas que esperaban su turno para hablar con el hombre influyente, pero con discreción.
—Ese hijo de puta da mucho miedo, ¿verdad?
Holden gruñó. No sabía muy bien a qué se refería Drummer. Podría haberlo dicho por la manera en la que todo el mundo que lo rodeaba le rendía pleitesía. Eso habría sido suficiente. Pero puede que ella también viese parte de lo que veía Holden: la manera en la que se movían sus ojos o esa sombra perlada que parecía relucirle debajo de la piel. Holden había visto la protomolécula en acción tanto como cualquiera que formase parte del equipo de trabajo de los laboratorios de Cortázar. Era probable que esa fuese la razón por la que los efectos secundarios del tratamiento de Duarte le resultaban tan obvios.
Se dio cuenta de que llevaba un rato mirando a Duarte. No solo eso: se dio cuenta de que todo el mundo llevaba un rato mirando a Duarte, y que él se había dejado llevar por la corriente que provocaba dicha atención general. Volvió a mirar a Drummer haciendo un esfuerzo consciente para apartar la mirada. Le resultó más complicado de lo que le hubiese gustado admitir.
Quiso preguntar si había alguna noticia de los bajos fondos, si el gobierno de Duarte parecía tan inevitable ahí fuera en el gran vacío entre mundos como lo parecía ahí dentro en su hogar.
—¿Alguna noticia de los bajos fondos? —preguntó Holden.
—Siempre hay personas insatisfechas —respondió ella, a caballo entre lo inocuo y lo significativo—. ¿Y tú qué? ¿Cómo le va al famoso capitán James Holden? ¿Va a muchas fiestas? ¿Agita puñitos cerrados con rabia e impotencia?
—No. Me limito a planear algo y a esperar al momento adecuado de dar el golpe —dijo Holden.
Ambos sonrieron, como si hubiese sido un buen chiste.
1
Elvi
«El universo siempre es más extraño de lo que crees».
Era una de sus frases favoritas de un profesor que Elvi había tenido en sus días de universidad. El profesor Ehrlich, un alemán anciano y gruñón con una barba blanca y larga que a Elvi siempre le recordaba a un gnomo de jardín. Repetía esas palabras cada vez que alguien se sorprendía al revisar los resultados de las pruebas de laboratorio. En aquella época, Elvi sabía que la frase era cierta hasta el punto de rozar lo banal. Claro que el universo albergaba sorpresas inesperadas.
El profesor Ehrlich estaría muerto casi con toda seguridad. Cuando Elvi tenía veintipocos, él ya estaba al límite de lo que la tecnología antienvejecimiento era capaz de conseguir. Y ahora Elvi tenía una hija de más de veintipocos. Pero, de seguir vivo, le habría enviado una disculpa larga y sincera.
El universo no solo era más extraño de lo que podías pensar, sino más de lo que podías llegar a imaginar. Cada nuevo descubrimiento, sin importar lo sorprendente que fuera, sentaba las bases de un descubrimiento posterior aún más sorprendente. El universo tenía una definición siempre cambiante de la palabra «extraño». El descubrimiento de lo que todos creían que era vida extraterrestre cuando se encontró la protomolécula en Febe había revolucionado la sociedad y, de alguna manera, fue menos inquietante que cuando se descubrió que la protomolécula no era un extraterrestre, sino una herramienta usada por los extraterrestres. Para ellos era como una llave inglesa, una capaz de convertir la estación de Eros en una nave espacial, apropiarse de Venus, crear la puerta anular y dar acceso repentino a más de mil trescientos sistemas planetarios.
«El universo siempre es más extraño de lo que crees».
Vaya si lo es, profesor.
—¿Qué es eso? —dijo su marido Fayez.
Estaban en el puente de la nave de Elvi, la Halcón. Era el navío que el Imperio laconio le había dado. En la pantalla frente a ellos había proyectada una imagen a buena resolución de lo que todo el mundo llamaba «el objeto», que la ocupaba poco a poco. Era un cuerpo planetario algo más grande que Júpiter y casi del todo transparente, como una enorme pelota de cristal con una ligera tonalidad verdosa. La única estructura del sistema Adro.
—Los espectómetros pasivos indican que está formada casi por completo de carbono —dijo Travon Barrish sin ni siquiera alzar la vista de su pantalla, mientras los datos la recorrían. Era el científico de materiales del equipo y la persona que se tomaba las cosas de manera más literal que Elvi había conocido jamás. Claro que había respondido a Fayez con datos, pero ella sabía que la pregunta de su marido no iba por ahí. La pregunta que había querido hacer Fayez era: «¿Por qué existe algo así?».
—Tiene un entramado muy denso —dijo Jen Lively, la física del equipo—. Es…
Se quedó en silencio, por lo que Elvi terminó la frase.
—Es un diamante.
Cuando tenía siete años, Elvi Okoye había regresado a Nigeria con su madre por la muerte de su tía abuela, una mujer que Elvi no conocía. Mientras su madre se encargaba de preparar el funeral, Elvi se dedicaba a deambular por la casa. Se convirtió en una especie de juego: intentó crear una imagen de la fallecida a través de todos los objetos que había dejado en aquel lugar. En una estantería junto a la cama se encontraba la fotografía de un joven sonriente con la piel oscura y ojos claros que bien podría haber sido un marido, un hermano o un hijo. En el pequeño baño, entre los paquetes desperdigados de jabones baratos y desmaquillador, una botella de cristal muy bonita llena de un líquido verde y misterioso. ¿Perfume? ¿Veneno? Sin haber conocido a la mujer, los objetos que había dejado atrás eran fantásticos y cautivadores.
Muchos años después, mientras se enjuagaba la boca, el olor le hizo recordar aquel día y se dio cuenta de que era muy probable que el líquido verde de la botella fuese enjuague bucal. Había resuelto el misterio, pero surgieron varias preguntas. ¿Por qué tenía el enjuague bucal en una botella tan bonita en lugar de dejarlo en el envase reciclable en el que venía? ¿De dónde había sacado la botella? ¿Lo usaba de enjuague bucal o tenía funciones ocultas en las que Elvi no había pensado nunca? La mujer había muerto, por lo que eran preguntas que quedarían sin resolver. Algunas cosas solo podían comprenderse en contexto.
En la pantalla, contempló ese diamante de brillo verdoso que contaba con una suavidad perfecta que parecía conseguida con una máquina y que flotaba en un sistema planetario que no tenía más planetas, orbitando alrededor de una estrella enana blanca. Una botella de enjuague bucal dentro de un cristal y rodeada de jabones baratos sobre el lavabo sucio de un baño. Fayez tenía razón. La única pregunta que importaba era por qué existía algo así, pero todos los que lo sabían habían muerto. La única respuesta que le quedaba era la que le había dado el profesor Ehrlich.
La Halcón se había diseñado particularmente para ella a petición del cónsul general Duarte, y solo tenía una misión: visitar los «sistemas muertos» de la red de puertas para ver si tenían alguna pista sobre ese enemigo anónimo que había destruido a la civilización de los constructores de la protomolécula, o sobre esas extrañas balas no físicas que ellos (elles o cualquiera que fuese el pronombre que se usase para esos ancestros extradimensionales y sin ubicación concreta) habían dejado a su paso.
La Halcón ya había visitado tres de esos sistemas. Y cada una de las veces había sido toda una experiencia. A Elvi no le gustaba el nombre «sistemas muertos». La gente había empezado a llamarlos así porque no tenían planetas capaces de albergar vida, pero ella creía que se trataba de una clasificación simplista e irritante. Sí, no había vida que ellos comprendieran capaz de vivir en un diamante del tamaño de Júpiter que flotaba alrededor de una enana blanca. Pero no existía un proceso natural concebible que explicase un artefacto así. Tenía que haber sido creado por alguien. Fruto de una ingeniería a una escala que era increíble en el sentido más literal de la palabra, una que inspiraba asombro y pavor a partes iguales. Considerarlos «muertos» porque en ellos no crecían plantas era como permitir que el pavor sobrepasase a ese asombro.
—Lo han esquilmado todo —dijo Fayez. Cambiaba entre el telescopio y las imágenes de radar del sistema planetario—. No hay ni discos circunestelares a una distancia de un año luz de la estrella. Se han apoderado de todos los materiales de este sistema para convertirlos en carbono y molerlos para crear un puñetero diamante.
—La gente solía regalar diamantes para hacer proposiciones matrimoniales —dijo Jen—. Puede que alguien quisiese asegurarse de que no le diesen calabazas.
De repente, Travon apartó la cabeza de la consola y parpadeó mirando a Jen durante varios segundos. La manera tan literal en la que se tomaba las cosas también lo privaba a nivel químico de cualquier tipo de sentido del humor, y Elvi había visto en más de una ocasión cómo la ironía frívola de Jen pasaba del todo desapercibida.
—No creo que… —comenzó a decir Travon, pero Elvi lo interrumpió.
—Centraos en el trabajo, gente. Necesitamos desentrañar todo lo que podamos sobre este sistema antes de que conectar el catalizador y empezar a romper cosas.
—Entendido, jefa —dijo Fayez, que le guiñó el ojo sin que nadie más lo viese.
El resto del equipo, los mejores científicos y técnicos de todo el imperio, elegidos a dedo y puestos bajo su mando por el mismísimo cónsul general, volvieron a centrarse en sus pantallas. En lo referente a los asuntos científicos de la misión, las órdenes de Elvi tenían la misma categoría que una ley imperial. Nadie del equipo le discutía nunca nada.
Pero debía tener cuidado, porque no todo el mundo estaba en su equipo y no todo se consideraba una cuestión científica.
—¿Quieres decirle tú que vamos a retrasar el lanzamiento? —preguntó Fayez—. ¿O lo hago yo?
Ella volvió a mirar la pantalla con cierta nostalgia. Era muy probable que hubiese estructuras en ese diamante, rastros como de una tinta transparente en un idioma desconocido, pistas que los hicieran avanzar hasta el próximo misterio, la próxima revelación, la próxima rareza inenarrable. Elvi no quería contarle nada a nadie. Quería investigar.
—Yo me encargo —dijo Elvi, que se dirigió hacia el ascensor.
El almirante Mehmet Sagale era un hombre que bien podría considerarse una montaña, con ojos negros como el carbón en un rostro plano como un plato. Era el comandante militar de la misión y dejaba a los científicos en paz siempre que podía. Pero cuando algo se torcía y las órdenes especificaban que pasaba a entrar en sus competencias, era tan implacable e inamovible como sugería su tamaño. Y el hecho de sentarse en ese despacho austero suyo siempre tenía algo de disciplinario, parecido a que te enviasen a la oficina del director por haber copiado en un examen. Elvi odiaba suplicarle a un militar, pero en el Imperio laconio los militares siempre estaban por encima en la cadena de mando.
—Doctora Okoye —dijo el almirante Sagale. Se frotó el puente de la nariz con la punta de unos dedos tamaño salchicha y la miró con la misma mezcla de afecto y condescendencia con la que ella había mirado a sus hijos cuando hacían alguna tontería—. Por desgracia, vamos muy retrasados, como bien sabrá. Mis órdenes son…
—Este sistema es increíble, Met —dijo ella. Usar el diminutivo era como una pequeña agresión, pero una que él llegaba a tolerar—. Es demasiado increíble como para descartarlo a causa de la impaciencia. ¡Creo de verdad que tenemos que investigar ese artefacto antes de lanzar el catalizador para ver si algo explota!
—Comandante Okoye —dijo Sagale, que usó el rango militar de Elvi para recordarle con sutileza cuál era su lugar en la cadena de mando—. Tan pronto como tu equipo termine de recabar los datos preliminares, lanzaremos el catalizador y veremos si este sistema tiene algún tipo de valor militar. Tal y como dictan nuestras órdenes.
—Almirante —insistió Elvi, a sabiendas de que volver a usar el diminutivo no serviría de nada ahora que había comprobado de qué humor estaba y la manera en la que intentaba imponer respeto—. Solo necesito un poco más de tiempo. Ya lo recuperaremos durante el viaje de vuelta. Duarte me confió la nave científica más rápida de la historia de la humanidad para pasar más tiempo investigando y menos tiempo viajando. Eso es justo lo que te estoy pidiendo ahora.
Le recordó a Sagale que tenía línea directa con el cónsul general y que él valoraba su trabajo lo suficiente hasta el punto de construirle una nave solo para ella. No había sido muy sutil, la verdad.
Sagale permaneció impertérrito.
—Tienes veinte horas para terminar de recopilar datos —dijo mientras cruzaba los brazos sobre su vientre ancho como un Buda—. Ni un minuto más. Informa a tu equipo.
—Esa manera de pensar tan inflexible es precisamente la razón por la que es tan difícil investigar en el Imperio laconio —dijo Elvi—. Yo tendría que estar dirigiendo el departamento de biología de una universidad en alguna parte. Soy demasiado vieja como para llevar bien lo de acatar órdenes.
—Estoy de acuerdo —dijo Fayez—. Pero es lo que hay.
Fayez y ella estaban en su camarote para ducharse y comer algo antes de que Sagale y sus soldados de asalto lanzasen la muestra viva de protomolécula y se arriesgasen a destruir un artefacto de miles de millones de años de antigüedad solo para comprobar si estallaba de una manera que les resultase útil.
—¡Les da igual que se rompa mientras los ayude a crear mejores bombas de las que ya tienen!
Se giró hacia Fayez mientras lo decía, y él se retiró medio paso hacia atrás. Elvi se dio cuenta de que aún sostenía el plato de la cena con una mano.
—No voy a tirarlo —dijo—. No soy de tirar cosas.
—Ya lo has hecho antes —respondió él. Fayez también estaba viejo. El pelo negro que tenía en el pasado ahora estaba cubierto casi por completo de canas, y unas arrugas propias de la risa le adornaban las comisuras de los ojos. A Elvi no le importaba. Le gustaba que sonriese en lugar de fruncir el ceño. Ahora estaba sonriendo—. Has lanzado cosas.
—Nunca he… —empezó a decir, preguntándose si Fayez tenía miedo de verdad de que ella pudiese llegar a lanzarle un plato por culpa de la frustración o si solo le estaba gastando una broma para tranquilizarla un poco. Llevaban décadas juntos, pero a veces Elvi era incapaz de saber qué se le estaba pasando por la cabeza.
—Bermudas, justo después de que Ricki se marchase de casa para ir a la universidad. Nos tomamos nuestras primeras vacaciones de verdad en años y tú…
—Había una cucaracha. ¡En mi plato!
—Casi me arrancas la cabeza cuando lo lanzaste.
—Bueno… Me asusté.
Ella rio. Fayez sonreía como si hubiese ganado un premio. Sí, lo había hecho para gastarle una broma y hacerla reír era su objetivo desde un primer momento. Elvi soltó el plato.
—Mira, sé que hacer saludos militares y cumplir órdenes no es lo que tenías en mente cuando nos sacamos la carrera —continuó Fayez—, pero esta es la realidad que nos ha tocado mientras Laconia tenga el control. Así que…
En realidad, haber acabado formando parte de la Junta Directiva Científica era culpa suya. Laconia dejaba a la gente en paz, generalmente. Los planetas elegían a sus representantes y gobernadores en la Asociación de Mundos. Podían crear sus propias leyes mientras no contraviniesen de manera directa las leyes imperiales. Y, a diferencia de la mayoría de dictaduras de la historia, Laconia no parecía muy interesada en restringir la educación superior. Las universidades funcionaban más o menos igual que antes del cambio de gobierno. A veces un poco mejor, incluso.
Pero Elvi había cometido el error de convertirse en la mayor experta de la humanidad en la protomolécula, en la civilización desaparecida que la había creado y en la maldición que había acabado con ella. Cuando era mucho más joven, la habían enviado a Ilo como parte del primer destacamento científico en analizar la biología de un planeta alienígena. Hasta ese momento, su especialización en exobiología había sido teórica, y se centraba en su mayor parte en vida batipelágica y la del hielo a profundidades extremas, lo que en aquel momento creía que eran buenos análogos de las bacterias que podrían encontrarse bajo la superficie de la luna Europa.
Nunca habían llegado a encontrar bacterias en Europa, pero luego se abrió la red de puertas y, de repente, la exobiología se convirtió en una realidad con más de mil trescientos nuevos biomas que analizar. Elvi había marchado a Ilo con la esperanza de estudiar criaturas parecidas a los lagartos y, en lugar de eso, se había topado con los artefactos de una guerra galáctica que eran más antiguos que su especie. Luego se había obsesionado por entenderlos. Claro que sí. Se encontraba en una casa del tamaño de una galaxia, llena de habitaciones con una variedad de cosas fascinantes cuyos dueños llevaban muertos desde hacía milenios. Había dedicado el resto de su vida profesional a desentrañarlo. Por lo que, cuando Winston Duarte la invitó a liderar un equipo que explorase dicho misterio y le aseguró que tendría una financiación ilimitada para hacerlo, Elvi había sido incapaz de rechazar la oferta.
En aquel momento, solo sabía de Laconia lo mismo que todo el mundo, lo que se había dicho en los canales de noticias: que era imposiblemente poderosa y militarmente imbatible, pero no estaba interesada en limpiezas étnicas ni en genocidios, que puede que incluso intentase conseguir lo mejor para la humanidad. No le había costado mucho usar el dinero de Laconia para investigar, sobre todo porque tampoco es que tuviese demasiadas opciones. Cuando el rey dice: «Ven y trabaja para mí», no es que haya muchas formas de negarse.
El arrepentimiento llegó después, cuando la introdujeron en el ejército y descubrió cuál era el origen de la apabullante ventaja tecnológica de Laconia.
Cuando le mostraron los catalizadores.
—Tenemos que volver —dijo Fayez, que había terminado de limpiar la vajilla de la cena—. Se nos acaba el tiempo.
—Iré. Dame un momento —respondió ella mientras entraba en el pequeño baño privado que compartían. Uno de los privilegios de su rango. Una anciana la miró desde el espejo que había encima del lavabo. Sus ojos estaban afligidos por lo que estaba a punto de hacer.
—¿Estás lista? —gritó Fayez.
—Ve tú. Ahora te alcanzo.
—Dios, Els. No vas a ir a verlo otra vez, ¿verdad?
A verlo. A esa cosa. Al catalizador.
—No es culpa tuya —dijo Fayez—. Tú no has diseñado este estudio.
—Pero acepté supervisarlo.
—Cariño. Cielo. Luz de mi vida. Da igual lo que digamos que es Laconia en público, no deja de ser una dictadura —aseguró Fayez—. No tuvimos elección.
—Lo sé.
—Entonces ¿por qué te haces esto? —preguntó Fayez.
Ella no respondió. No podría haberlo explicado ni aunque quisiese.
La zona de almacenamiento del catalizador se encontraba en el centro de la Halcón, rodeada por capas densas de uranio empobrecido y por la jaula de Faraday más complicada de la galaxia. La humanidad no había tardado en descubrir que la protomolécula se comunicaba más rápido que la velocidad de la luz. La teoría principal era que se llevaba a cabo algún tipo de entrelazamiento cuántico, pero fuese cual fuese el mecanismo la protomolécula desafiaba la localidad, de la misma manera que el sistema de puertas anulares que se había creado con ella. Cortázar y su equipo habían tardado años en descubrir la manera de conseguir evitar que una muestra de la protomolécula hablase consigo misma, pero habían tenido décadas para hacerlo y terminaron por usar una combinación de materiales y capas que engañaban a un nódulo de la protomolécula para conseguir que se aislase del resto.
Un nódulo. El catalizador.
Dos de los marines de Sagale protegían la puerta del lugar donde se encontraba. Llevaban una servoarmadura pesada y azul que chirriaba y chasqueaba cuando se movían. Estaban equipados con un lanzallamas. Por si las moscas.
—Pronto usaremos el catalizador. Me gustaría echarle un vistazo —dijo Elvi al espacio que había entre los dos guardias. Por mucho rango militar que tuviese, no solía saber bien quién era el superior de quién en cada contexto. Le faltaba la experiencia del campo de entrenamiento y una vida de práctica que los laconios daban por sentado.
—Claro, comandante —dijo la de la izquierda. Parecía demasiado joven como para ser la superior, pero aquello era algo que pasaba a menudo con los laconios. La mayoría parecían demasiado jóvenes para el título que ostentaban—. ¿Va a necesitar escolta?
—No —respondió Elvi.
«No. Siempre lo hago sola».
La joven marine tocó algo en la muñeca de su armadura, y la puerta que tenía detrás se deslizó para abrirse.
—Avísenos cuando esté lista para salir.
La estancia del catalizador era un cubo de cuatro metros de lado. No tenía cama ni lavabo ni baño. Solo metal duro y sumideros de malla. Una vez al día, la habitación se llenaba con un líquido disolvente que luego se drenaba y se quemaba. Los laconios estaban obsesionados con los protocolos de contaminación de todo lo relacionado con la protomolécula.
El nódulo, esa cosa, el catalizador, había sido una mujer a punto de cumplir sesenta años. En los registros oficiales a los que Elvi tenía acceso, no se decía cuál había sido su nombre ni por qué se había seleccionado para infectarla con la protomolécula. Pero descubrió lo que era el Redil cuando no llevaba demasiado tiempo en el ejército. Era el lugar donde se enviaba a los convictos para infectarlos deliberadamente, para que el imperio tuviese un suministro ilimitado de protomolécula con el que trabajar.
Pero el catalizador era especial. Gracias al trabajo de Cortázar o algún tipo de casualidad propia de la genética de la mujer, esta se había convertido en un mero recipiente. No tardó mucho en mostrar señales de la infección, como cambios en la piel y en la estructura ósea, pero durante los meses que llevaba a bordo de la Halcón, dichos cambios no habían progresado de ninguna manera. Nunca llegó a pasar a lo que todo el mundo denominaba la fase de «zombi vomitador», en la que los sujetos no dejaban de vomitar para extender la infección.
Elvi sabía que estaba muy segura a pesar de encontrarse en la misma habitación que el catalizador, pero aun así se estremecía cada vez que entraba.
La mujer infectada la contemplaba con la mirada perdida y movía los labios en un susurro silencioso. Olía al baño de disolvente al que la sometían todos los días, pero también a algo más. Un hedor a morgue propio de la carne en descomposición.
Sacrificar animales era normal. Ratas, palomas, cerdos. Perros. Chimpancés. La biología siempre había sufrido ese contraste de saber que los seres humanos no eran más que otra especie animal y, al mismo tiempo, afirmar que eran moralmente diferentes. Estaba bien matar a un chimpancé en aras de la ciencia. Pero no hacer lo mismo con una persona.
Aunque al parecer no siempre era así.
Puede que el catalizador estuviese de acuerdo con acabar así. Puede que esta alternativa fuese mejor que una muerte horripilante, aunque no tenía ni idea de qué podía ser peor que aquello.
—Lo siento —le dijo Elvi a la mujer, igual que hacía siempre que entraba en la estancia del catalizador—. Lo siento mucho. No sabía que hacían este tipo de cosas. De haberlo sabido, nunca hubiese aceptado.
La cabeza de la mujer se bamboleó en el cuello en una parodia de asenso.
—Jamás me olvidaré de que te hicieron esto. Si puedo hacer algo para solucionarlo, lo haré.
La mujer se apoyó en el suelo con las manos, como si quisiese ponerse en pie, pero no tenía fuerza suficiente en los brazos, y daba la impresión de que había perdido los huesos de las extremidades. No eran más que movimientos involuntarios. Eso era lo que Elvi no dejaba de repetirse. Instintos. El cerebro de la mujer había desaparecido, o al menos había cambiado para convertirse en algo que no podía considerarse un cerebro. En aquel cuerpo no quedaba una persona viva en realidad. Ya no.
Pero antes sí que la había.
Elvi se enjugó las lágrimas. El universo siempre era más extraño de lo que creías. A veces estaba lleno de maravillas, pero otras veces albergaba horrores.
—No me olvidaré.
2
Naomi
Naomi echaba de menos la Rocinante, pero hoy en día echaba de menos muchas cosas.
Su vieja nave y hogar aún seguía aparcado en Pleno Dominio. Antes de marcharse, Alex y ella habían encontrado un sistema de cuevas en el extremo del continente más meridional, con una entrada lo bastante grande como para meter allí una nave. La habían dejado en un túnel seco y luego pasado una semana colocando sellos y lonas de almacenaje que mantendrían alejadas a la fauna y a la flora local. Cuando regresasen a la Roci, estaría allí lista y a la espera. Si nunca volvían, se quedaría durante siglos en ese lugar. Aún a la espera.
A veces, cuando estaba a punto de dormirse, Naomi daba un paseo mental por ella. Conocía la nave al dedillo, desde la parte superior de la cabina hasta la curva del cono del motor. Podía recorrerla sin estar allí, tanto en gravedad de aceleración como a flote. Había oído que algunos antiguos académicos de la Tierra creaban en sus mentes algo parecido llamado palacios de la memoria. Se imaginaba a Alex en la cabina, sosteniendo un reloj de arena para marcar el tiempo. Después se imaginó que bajaba a la cubierta de vuelo, donde Amos y Clarissa lanzaban una pelota de golgo con el número dos pintado en ella para indicar la velocidad inicial y la final y dividirlas entre dos. Luego descendía a su camarote, a Jim. El mismísimo Jim. Jim, que significaba desplazamiento. Una ecuación cinemática, tres cosas que eran iguales, fáciles de recordar porque todas le hacían sentir una punzada en el corazón.
Esa era una de las razones por las que había accedido a aquel juego de trileros cuando Saba y los bajos fondos se habían puesto en contacto con ella. Los recuerdos eran como fantasmas, y mientras Jim y Amos no estuviesen en la nave, la Roci siempre le daría la impresión de estar un poco encantada.
Y no era solo Jim, aunque él había sido el primero. Naomi también había perdido a Clarissa, que habría muerto a causa del veneno lento de sus implantes en caso de no elegir la violencia. Amos había aceptado una misión de alto riesgo de los bajos fondos, una en territorio enemigo, y luego habían perdido la comunicación con él. Tampoco se había presentado en el punto de recogida en varias ocasiones, hasta que todos habían decidido dejar de esperarlo. Incluso Bobbie, que ahora estaba sana y en perfecto estado, aunque en la silla de capitana de su propia nave. Todos representaban pérdidas para Naomi, pero la de Jim era la peor.
Por otra parte, no echaba nada de menos Pleno Dominio. La experiencia de encontrarse bajo un cielo vasto y enorme tenía cierto encanto durante un tiempo, pero la inquietud duraba más que la novedad. Si iba a vivir como una fugitiva y una paria, al menos podía hacerlo en algo donde el aire se encontrase en el interior de una estructura visible. Su nuevo camarote, por muy limitado y horrible que fuese, al menos era así.
Desde el exterior, tenía el aspecto normal de un contenedor de mercancías donde se transportaba un reactor de fusión planetario de bajo rendimiento. Era del tipo que usaban los colonos de los mil trescientos nuevos sistemas para dar energía a una ciudad pequeña o a una estación de minería de tamaño medio. Cuando no albergaba su mercancía, había espacio suficiente para un asiento de colisión con cardanes, un reciclador de apoyo de emergencia, suministro de agua y media docena de torpedos de corto alcance modificados. El asiento de colisión era su cama y su lugar de trabajo. El reciclador de apoyo era su fuente de energía, de comida y también el lugar al que tirar sus residuos. Era lo que se usaba en las naves a la deriva para que la tripulación se mantuviese con vida durante semanas, pero no era nada cómodo. El suministro de agua era para beber, pero también formaba parte del sistema de ocultación, que estaba conectado a unos pequeños paneles de evaporación que había en el exterior del contenedor y que servían para disipar el calor del interior.
Y los torpedos eran ahora la manera en la que se relacionaba con el mundo que había en el exterior.
Pero no aquel día. Aquel día iba a encontrarse con gente de verdad. A respirar su aire, a tocar su piel. A oír sus voces cara a cara. No estaba segura de que fuese algo que le gustase demasiado o si lo que sentía en las entrañas era un presentimiento. Eran sensaciones que siempre le habían resultado muy parecidas.
—¿Permiso para abrir? —dijo, y el monitor del asiento de colisión titubeó y envió el mensaje. Poco después, llegó respuesta: CONFIRMADO. SALIDA A LAS 18:45 ESTÁNDAR. NO LLEGUES TARDE.
Naomi se desamarró del asiento, se impulsó a la puerta interior del contenedor y se colocó el casco del traje de camino. Cuando el traje le indicó que los sellos estaban asegurados, volvió a comprobarlos por si acaso. Después inició el ciclo para almacenar el aire del contenedor en el reciclador de emergencia, lo que hizo que el interior quedase en un vacío casi absoluto. Cuando la presión alcanzó el límite recomendado de la unidad y dejó de bajar, Naomi abrió las puertas y se impulsó a la vastedad de la bodega de carga del exterior.
La Profunda Verdad era un carguero de hielo reconvertido que hacía las veces de navío de transporte de mercancías de largas distancias para las colonias. La bodega que Naomi tenía alrededor era tan amplia como el cielo de Pleno Dominio, o eso le parecía a ella al menos. La Rocinante y once naves iguales más habrían cabido en el interior sin rozar los lados. Pero, en lugar de eso, dentro había miles de contenedores como el de Naomi, anclados y listos para salir del Sistema Solar en dirección a las nuevas ciudades y estaciones que estaba creando la humanidad, para domesticar la nueva espesura de planetas que no conocían los códigos genéticos de los humanos ni su árbol de la vida. Y la mayoría de los contenedores eran lo que decían ser: tierra, incubadoras de levadura industrial, cultivos de bacterias.
Y, como en su caso, algunos eran algo del todo diferente.
Ese era el juego de trileros que había aceptado.
Naomi no sabía si la idea se le había ocurrido a Saba o si su mujer, la presidenta de la Unión de Transportes, había encontrado una manera discreta de hacerle llegar el plan. La estación Medina y la zona lenta estaban bajo el firme yugo de Laconia, por lo que el mayor problema al que se enfrentaban los bajos fondos era mover naves y efectivos de un sistema a otro. Ni siquiera algo tan pequeño como la Roci podía aspirar a evitar la batería de sensores de Medina sin ser detectada. El control del tráfico entre las puertas era demasiado importante como para permitir algo así.
Pero los registros podían falsificarse mientras la Unión de Transportes estuviese al mando de sus propias naves. Los contenedores de mercancías como el suyo podían moverse de nave a nave, lo que complicaba o hacía del todo imposible que otro navío rastrease sus comunicaciones, o las de Saba o las de Wilhelm Walker o las de cualquier otro líder de los bajos fondos.
O, si la recompensa parecía justificar el terrible riesgo, también se podía transportar algo mayor, algo peligroso en ocasiones. Podía llevarse al Sistema Solar algo como esa nave capturada llamada Tormenta Inminente. Y, en su interior, a Bobbie Draper y a Alex Kamal, personas a las que no había visto desde hacía un año. Y que, ahora mismo, la estaban esperando en el punto de encuentro.
Naomi se impulsó por la hilera de contenedores, evitándolos con una agilidad propia de toda una vida de práctica. Las luces de guía parpadeaban en los bordes para indicar el camino por ese laberinto siempre cambiante y guiándola hacia la escotilla de la tripulación. El espacio para los tripulantes era mucho menor que el de la Rocinante. Y aquel contenedor de mercancías secreto en el que había viajado Naomi era más espacioso que los camarotes.
No sabía quiénes formaban parte de la tripulación que había cargado con ella durante los últimos meses. Y la mayoría de ellos tampoco tenían ni idea de que Naomi estuviese dentro de uno de los contenedores. Saba siempre preparaba así los planes. Cuanta menos gente lo supiese, menos personas podrían chivarse. Había un antiguo término cinturiano para designar algo así: «guerraregle». Normas de guerra. Ella había vivido así cuando era pequeña, en los antiguos días malos. Y también era como vivía ahora.
Naomi encontró la esclusa de aire que daba a la nave e inició el ciclo de apertura. Su contacto la esperaba. Era una joven de poco más de veinte años, de piel pálida y unos ojos grandes y negros. Tenía la cabeza afeitada, lo que a buen seguro tenía la intención de hacerla parecer más dura, pero a Naomi solo le recordaba a un bebé. Puede que en realidad no se llamase Blanca, pero era el nombre que le habían dicho a Naomi.
—Tiene vía libre durante veinte minutos, señora —dijo Blanca. Tenía una voz bonita. Era musical y nítida, con un acento marciano que le recordaba a Alex—. Después de eso, se acaba mi turno. Puedo quedarme por aquí, pero no evitar que venga el próximo.
—Es más que suficiente —dijo Naomi—. Solo necesito llegar hasta el anillo residencial.
—No será problema. Vamos a trasladar el contenedor a la Mosley en el embarcadero mil seiscientos diez. Tardará unas horas, pero el traslado ya está aprobado.
La pelota de trilero iba a cambiar de cubilete. Cuando Naomi estuviese lista para enviar las próximas órdenes y resultados de sus análisis, la Profunda Verdad habría cruzado la puerta del Sistema Solar y estaría de camino a otro sistema. Y Naomi estaría en ese pequeño agujero suyo, durmiendo en el mismo asiento minúsculo, pero viajando en una nave diferente. Blanca sería reemplazada por un nuevo contacto que la esperaría en los muelles. Naomi había perdido la cuenta de todas las veces que había hecho algo así. Ya casi era una rutina.
—Gracias —dijo, y empezó a impulsarse hacia la esclusa de la dársena.
—Ha sido un honor, señora —dijo Blanca, que escupió las palabras rápidamente—. Ha sido un honor conocerla, conocer a Naomi Nagata.
—Gracias por todo lo que has hecho por mí. Te lo agradezco más de lo que puedo expresar.
Blanca clavó los pies en el suelo para hacer un saludo militar. Le daba la impresión de teatrillo, pero Naomi le dedicó el mismo saludo igualmente. Parecía importante para la joven, y habría sido maleducado que Naomi no la hubiese tratado con respeto. Peor, habría sido cruel.
Después se impulsó por el pasillo verde y estrecho de la Profunda Verdad y dejó tras de sí a Blanca. Esperaba no volver a verla jamás.
La Estación de Transferencia Tres se hallaba siempre entre la órbita de Saturno y de Urano, posicionada con respecto a la puerta del Sistema Solar. Tenía una arquitectura familiar: un muelle esférico y grande capaz de aceptar varias docenas de naves a máxima capacidad y un anillo residencial que giraba a un tercio de g. Era, al mismo tiempo, un núcleo muy importante para la salida y entrada de tráfico del sistema y un complejo de almacenes glorificado. Las naves de todo el sistema llevaban allí cargamento listo para enviar a los mundos coloniales, o iban al lugar para recoger lo que les llegaba. Era un sitio en el que siempre había más artefactos alienígenas que en cualquier otro del sistema.
También podía albergar unas veinte mil personas, aunque el tráfico rara vez llegaba a hacer que se llenase. La estación estaba habitada por el personal permanente y por las tripulaciones de las naves que iban y venían, así como los contratistas que llevaban los hospitales, los bares, los burdeles, las iglesias, las tiendas y los restaurantes, lugares que parecían acompañar a la humanidad dondequiera que fuese. Era una base en la que las tripulaciones de todo el sistema y de otros de los rincones más lejanos del lado opuesto de los anillos podían sentirse libres durante unos pocos días, ver rostros desconocidos, oír voces que no oían desde hacía meses o acostarse con alguien que no diese la impresión de ser familia. Creaba una fraternización constante que había llevado a la estación anular a adquirir ese nombre no oficial que tenía: «Demanda de Paternidad».
Era un lugar que gustaba a Naomi. Había algo tranquilizador en la estabilidad del comportamiento humano. Las civilizaciones alienígenas y el imperio, la guerra y la resistencia galácticas estaban presentes, pero también había bebida, karaoke, sexo y bebés.
Atravesó el pasillo público del anillo residencial con la cabeza inclinada. Los bajos fondos le habían suministrado una identificación falsa en el sistema de la estación, para que sus señales biométricas no hiciesen saltar las alarmas, pero ella intentaba pasar desapercibida igualmente, por si alguien terminaba por reconocerla.
El punto de encuentro era un restaurante que se encontraba en el nivel inferior y más externo del anillo. Esperaba que la llevasen hasta un almacén o un congelador, pero el tipo que había en la puerta la guio a un comedor privado. Antes de atravesar la puerta, sabía que ellos estaban allí.
Bobbie fue la primera en verla, momento en el que se puso en pie y sonrió. Llevaba un traje de vuelo anodino sin chapas de identificación ni parche alguno, pero conseguía que luciese como un uniforme. Alex se levantó al mismo tiempo, y vestía uno que parecía más antiguo. Había perdido peso, y tenía rapado el poco pelo que le quedaba. Daba la impresión de ser un contable o un general. Se acercaron sin palabras con los brazos en alto. Se dieron un abrazo de a tres: la cabeza de Naomi en el hombro de Alex y la mejilla de Bobbie contra la de Naomi. La calidez de sus cuerpos le resultó más reconfortante de lo que le hubiese gustado.
—Vaya. Joder —dijo Bobbie—. Cómo me alegro de volver a verte.
Rompieron el abrazo y se dirigieron hacia la mesa, donde los esperaban una botella de whisky y tres vasos, una señal inconfundible de que se avecinaban malas noticias. Tendrían que brindar, honrar un recuerdo y soportar otra pérdida. Naomi formuló la pregunta a través de su mirada inquisitiva.
—Ya te habrás enterado de lo de Avasarala —indicó Alex.
El alivio llegó de repente, seguido de la desazón por haber sentido dicho alivio. Solo había muerto Avasarala.
—Así es.
Bobbie sirvió tres chupitos y luego levantó uno de ellos.
—Era una mujer increíble. No volveremos a conocer a nadie así.
Chocaron los vasos, y Naomi bebió. Perder a la anciana había sido difícil, más aún para Bobbie que para cualquiera de ellos, probablemente. Pero al menos no estaban de luto por Amos. O por Jim.
—Bueno —dijo Bobbie mientras soltaba el vaso—. ¿Cómo va la vida como general secreta de la resistencia?
—Prefiero el título de diplomática secreta —dijo Naomi—. Y es agotador.
—Un momento, un momento —dijo Alex—. No podemos empezar a hablar sin comida. No estaremos en familia hasta que no tengamos platos delante.
El restaurante tenía un buen menú fusión de comida cinturiana y marciana. Algo llamado pienso blanco que tenía cierto parecido al plato que conocía Naomi, pero con verdura fresca y brotes de soja. También llegaron platos de carne cultivada, mezcla de ternera y cerdo, cocinada con la forma de una placa de Petri y con cierto toque de salsa picante dulce. Se inclinaron sobre la mesa igual que habrían hecho las versiones anteriores de sí mismos en la Rocinante.
Naomi no se había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos la risa de Bobbie o la manera en la que Alex le iba dejando pedazos de comida en el plato cuando ella estaba a punto de terminar de comer. Los pequeños detalles de una vida íntima durante décadas. Algo que ya se había acabado. Podría haberse puesto muy triste, de no ser por la alegría que le causaba estar allí en ese momento con los dos.
—La Tormenta ha terminado por tener una buena tripulación —continuó Bobbie—. Me preocupaba que fuesen solo cinturianos, pero se ha notado la mano de Saba. ¿Dos marcianos liderando una tripulación llena de tipos que aún nos llaman interianos?
—Podría haber sido un problema —convino Naomi.
—Saba consiguió un grupo de veteranos de la ONU y de la ARCM —dijo Alex—. También algunos jóvenes. Resulta extraño estar rodeado de personas que tenían la edad que tenía yo cuando lo dejé. Parecen bebés, ¿sabes? Con la piel tersa y muy serios.
Naomi rio.
—Lo sé. Ahora todos los que tienen menos de cuarenta me parecen unos niños.
—Son buenos —aseguró Bobbie—. He estado preparando simulacros y entrenamientos desde que atracamos.
—También han tenido lugar algunos enfrentamientos —apostilló Alex.
—Son los nervios —dijo Bobbie—. Durarán lo mismo que dure la misión.
Naomi le dio otro bocado al pienso blanco para no fruncir el ceño. Pero no funcionó. Alex carraspeó y habló con la misma voz que ponía siempre para cambiar de tema.
—Supongo que aún no sabemos nada del grandullón, ¿verdad?
Dos años antes, Saba había encontrado la oportunidad de infiltrar un operativo en Laconia con una bomba atómica portátil y un transmisor de localización. Era una misión a largo plazo para recuperar a Jim o destruir el gobierno de Laconia acabando con su líder. Saba le había preguntado a Naomi a quién podían encomendarle una misión tan importante. Tan peligrosa. Cuando Amos se enteró, había hecho las maletas en menos de una hora. A partir de ese momento, los laconios habían empezado a construir más defensas. Los bajos fondos habían perdido gran parte de su presencia en el sistema Laconio, y no sabían nada de Amos.
Naomi negó con la cabeza.
—Aún no.
—Ya, bueno —dijo Alex—. Seguro que sabremos algo pronto.
—Seguro —convino Naomi, igual que hacía siempre que tenían esa conversación.
—¿Queréis un café? —preguntó Alex. Bobbie negó con la cabeza al mismo tiempo que Naomi dijo: «Yo no». Alex se puso en pie—. Iré a pagar la cuenta.
Cuando la puerta se cerró detrás de él, Naomi se inclinó hacia delante. Quería dejar las cosas así, como si no fuese más que una reunión familiar. Una luz en la oscuridad. Quería, pero fue incapaz.
—Una misión con la Tormenta en el Sistema Solar es un gran riesgo —dijo.
—Es posible que llamemos mucho la atención —dijo Bobbie sin mirarla. Habló con naturalidad, pero había cierta advertencia en su voz—. Pero no es solo cosa mía.
—Saba.
—Y otros.
—No dejo de pensar en Avasarala —dijo Naomi—. Aún quedaba un poco de whisky en la botella. Se sirvió un dedo—. Era toda una luchadora. Nunca se rendía, ni siquiera después de perder.
—Era única —dijo Bobbie.
—Era una luchadora, pero no era una guerrera. Siempre lideraba el enfrentamiento, pero lo hacía encontrando a otros que hiciesen lo que había que hacer. Alianzas, presión política, intercambios, logística. La violencia siempre era su última opción.
—Tenía cosas con las que negociar —dijo Bobbie—. Era la líder de un planeta. Nosotros no somos más que un puñado de ratas que buscan grietas en el hormigón. Tendremos que hacer las cosas de manera diferente.
—También tenemos cosas con las que negociar —dijo Naomi—. Podemos trabajar para tener esas cosas con las que negociar.
Bobbie bajó el tenedor con mucho cuidado. La oscuridad de su mirada no era fruto de la rabia. O puede que no solo fuese rabia.
—Laconia es una dictadura militar. Si quieres que alguien se enfrente a Duarte, debemos mostrar al pueblo que tenemos alguna posibilidad. Y las acciones militares son las que demuestran a la población que hay esperanza. Eres cinturiana, Naomi. Lo sabes.
—Lo que sé es que algo así no funciona —replicó Naomi—. El Cinturón luchó durante generaciones contra los planetas interiores…
—Y venció —dijo Bobbie.
—No, no vencimos. No ganamos. Aguantamos hasta que llegó algo y tiró el tablero de un manotazo. ¿De verdad crees que hubiésemos conseguido algo parecido a la Unión de Transportes si no hubiesen aparecido las puertas? Solo tuvimos éxito porque ocurrió algo inesperado que cambió las normas por completo. Y ahora estamos fingiendo como si fuese a ocurrir otra vez.
—¿Estamos fingiendo?
—Saba está fingiendo —dijo Naomi—. Y tú lo apoyas.
Bobbie se reclinó en el asiento, estirándose como hacía cuando se sentía incómoda. La hacía parecer más grande aún de lo que era, pero costaba mucho intimidar a Naomi.
—Sé que no estás de acuerdo con la manera de hacer las cosas, y sé que no te gusta que Saba no te haya contado los detalles, pero…
—Ese no es el problema —dijo Naomi.
—A todos nos gustaría tener algo con lo que negociar. Y nadie se ha negado a encontrar una solución política al problema. Pero el pacifismo solo funciona cuando tu enemigo tiene conciencia. Laconia tiene una larga tradición disciplinaria que se apoya en el castigo, y yo sé que… No, mira. Lo sé porque también es una tradición marciana. Tú creciste en el Cinturón, pero yo crecí en Marte. Puedes decirme que mi manera de ver las cosas no servirá para alcanzar la victoria. Vale, te creo. Pero yo te digo que la tuya es demasiado apocada y no servirá contra ellos.
—¿Y qué hacemos entonces?
—Pues lo mismo de siempre —dijo Bobbie—. Hacerlo lo mejor que seamos capaces hasta que ocurra algo inesperado. Lo bueno es que casi siempre ocurre algo inesperado.
—Eso no es tan tranquilizador como crees —dijo Naomi, que rio entre dientes para intentar quitarle hierro al asunto.
Bobbie no la entendió y siguió:
—Porque a veces esa cosa inesperada es que perdemos a Clarissa o a Holden. O que perdemos a Amos. O que me perdéis a mí. O a Alex. O a ti. Pero eso son cosas que van a pasar. Todos terminaremos por perdernos, y eso es así antes de que formásemos parte de la misma tripulación. La vida es así. Lo demás solo son detalles. Y mis detalles en este momento son que lidero una misión militar de alto secreto en el Sistema Solar usando una nave capturada del enemigo para atacarlos, porque es el único plan que tenemos, aunque no sea el mejor. Y puede que este riesgo que corro a ti te dé algo con lo que negociar.
«Pero yo no quiero que te arriesgues —pensó Naomi—. He perdido demasiado. No podría soportar perder algo más».
Los rasgos de Bobbie se suavizaron solo un poco. Puede que lo hubiese entendido.
El repiqueteo de un pie en el suelo que oyó al otro lado de la puerta le sonó demasiado familiar, como si Alex acabase de pronunciar su nombre. Naomi respiró hondo y se obligó a relajarse.
No quería estropearle la reunión también a él.
3
Alex
Bobbie y Naomi habían vuelto a hacer de las suyas.
Se tranquilizaron cuando Alex volvió a la estancia, pero sintió que llevaban un rato teniendo una conversación acalorada, mientras él estaba ausente. Naomi había agachado la cabeza y dejado que el pelo le cayese frente a los ojos, lo que hacía siempre cuando estaba irritada. El rostro de Bobbie estaba un poco más serio de lo habitual, ruborizado a causa de la rabia o de la emoción. Alex había vivido en la misma nave pequeña con Naomi durante décadas, y con Bobbie solo un poco menos. No había casi nada que pudiesen ocultarse los unos de los otros.
Le sentaba muy mal que lo intentasen, porque eso significaba que él también tenía que ocultar que lo sabía.
—Ya está pagado —dijo Alex.
Bobbie asintió y tamborileó con los dedos en la mesa. Naomi le dedicó una breve sonrisa a través del pelo.
Alex habría apostado lo que fuese a que habían tenido la misma discusión a la que no dejaban de volver desde que habían salido de Pleno Dominio. Hacer como si no hubiese ocurrido nada era la única elección segura. Un hombre sabio nunca se interpondría entre dos animales rabiosos, pero ni siquiera un imbécil se atrevería a inmiscuirse en una discusión entre Naomi Nagata y Bobbie Draper. No si quería conservar todos los dedos de las manos. Metafóricamente hablando, claro.
—Bueno… —empezó a decir Alex, dejando la palabra en el aire hasta que comenzó a sentirse incómodo.
—Sí —respondió Naomi—. Tengo mucho que hacer antes de regresar a mi contenedor.
Bobbie asintió, hizo un amago de hablar y luego se detuvo. En un abrir y cerrar de ojos, cruzó la distancia que la separaba de Naomi y la rodeó con esos enormes brazos suyos. Las dos mujeres eran más o menos de la misma altura, pero Bobbie le sacaba unos cuarenta kilos a Naomi. Era como ver a un oso polar abrazar a un perchero. Pero no era el principio de un enfrentamiento, porque ambas empezaron a llorar y a darse palmaditas en la espalda.
—Me alegro mucho de verte —dijo Bobbie, que abrazó a Naomi un poco más fuerte y la levantó de la cubierta.
—Te echo de menos —respondió ella—. Os echo de menos a los dos. Más de lo que soy capaz de expresar.
Lo de «a los dos» había sonado como una invitación, por lo que Alex se acercó y abrió los brazos para abrazarlas a ambas. Él también se puso a llorar al momento. Un rato después, cuando lo creyeron oportuno, se separaron. Bobbie se enjugó los ojos con un pañuelo, pero Naomi ignoró los regueros de lágrimas que le caían por las mejillas. Sonreía. Alex se dio cuenta de que quizá fuese la primera sonrisa real que había visto en su gesto desde que habían encerrado a Holden en Laconia. Verla le hizo preguntarse la soledad a la que estaría enfrentándose Naomi desde entonces, oculta en su contenedor y pasando de nave en nave y de estación en estación. Era la elección que habían tomado juntos, pero sintió una punzada de culpabilidad por dejarla sola. Bobbie necesitaba un piloto, y Naomi ahora era una mujer de estado nómada a la que no le hacía falta uno. Y tampoco lo quería.
—¿Cuándo te volveremos a ver? —preguntó Bobbie.
—Ojalá lo supiese —respondió Naomi—. ¿Pasaréis mucho tiempo en el Sistema Solar?
—No depende de mí —dijo Bobbie, que se encogió de hombros.
En ese caso, era cierto, pero de no haberlo sido la respuesta hubiese sido la misma. Uno nunca sabía cuándo podía haber alguien escuchando, y hasta allí, en una estación de la Unión de Transportes y en la trastienda de un bar regentado por un simpatizante de la APE, había que tener cuidado con lo que se decía.
Una alarma resonó en el terminal de Alex, como si fuese una señal. Habían empezado a prepararse para transferir la Tormenta de la nave en la que estaba ahora a la siguiente. Naomi no era la única que vivía dentro del cubilete de un trilero a gran escala.
—Jefa, tengo que ir a supervisar la transferencia de la nave —dijo a Bobbie.
—Iré contigo —respondió ella. Después le dio a Naomi un último abrazo con fuerza—. Ten mucho cuidado, segunda.
—Sí, es lo único que hago hoy en día —dijo Naomi con una sonrisa triste en el gesto.
No le gustó nada dejarla allí. Nunca le gustaba.
Alex nunca lo hubiese admitido en voz alta, pero la Tormenta Inminente lo asustaba mucho. La Rocinante no había dejado de ser su primer amor. La Roci era cómoda, familiar y segura, como una herramienta que se hubiese adaptado por completo a la forma de su mano. Era un navío de guerra muy peligroso, pero lo consideraba un hogar. Estaba cómodo en él. Lo echaba mucho de menos.
La Tormenta era como vivir dentro de una criatura alienígena que fingía ser una nave de carreras demasiado potente, una modificada a posteriori por alguien para amañarla con una potencia de fuego descomunal. Volar con la Roci era como una conversación, como si la nave fuese una extensión de su voluntad, pero hacerlo con la Tormenta era como negociar con un animal muy peligroso. Cada vez que se sentada en el asiento del piloto, Alex tenía miedo de recibir un mordisco.
Bobbie había recorrido la nave con los técnicos de popa a proa para asegurarle a Alex que ninguna de las especificaciones del navío lo convertía en un peligro para sus tripulantes, que era igual de peligrosa que cualquier nave. Pero no habían conseguido convencerlo. Había algo en el hecho de usar los controles que lo hacía sentir como si la nave reaccionase a todo lo que hacía. Le daba la impresión de que la Tormenta interpretaba sus órdenes y las aceptaba, pero también de que tomaba sus puñeteras decisiones. La única persona a la que se lo había dicho era a su copiloto, Caspar Asoau.
—A ver, vale que da la impresión de que los controles están un poco duros, pero no creo que eso signifique que la nave se está resistiendo —había dicho Caspar mientras dedicaba a Alex una mirada de soslayo cargada de sospecha.
Alex no había vuelto a sacar el tema. Pero llevaba pilotando naves muchos años y ahí había algo raro. La Tormenta era algo más que metal y carbono y lo que quiera que fuese esa mierda reflectante como el cristal. Lo sabía, aunque fuese el único que se había dado cuenta.
La nave era muy bonita, a pesar de todo.
Alex se encontraba tras una pequeña ventana de observación y veía cómo la movían con cuidado del hangar abierto de la nave de transporte anterior a la nueva. Los dos enormes cargueros se encontraban a ambos lados de la Tormenta mientras la pasaban de uno a otro, y la mole gigantesca de la parte central de la estación de