1
Noche. Distrito Tres de la Zona de Comercio Autónoma Ho Chi Minh.
La lluvia corría por el toldo de plástico de la cafetería. Bajo su protección, envueltos en el vapor de la cocina y el parloteo de la gente, los camareros deambulaban entre las mesas con cuencos humeantes de sopa, vasos de café helado y botellines de cerveza.
Unas motocicletas pasaban a toda velocidad tras la pared de lluvia, como si de peces luminiscentes se tratasen.
«Mejor no pensar en peces».
Lawrence prefirió centrar su atención en la mujer frente a él, la que se dedicaba a pasar unas rodajas de lima por sus palillos. El revoloteo de color del escudo de identidad abglanz que le cubría la cara no dejaba de cambiar ni de temblar.
«Como si fuese algo que se encontrara debajo del agua…».
Lawrence se clavó las uñas en la palma de la mano.
—Lo siento… ¿Se puede configurar eso de otra manera?
La mujer ajustó algo. El abglanz consiguió fijarse en un constructo anodino de rostro de mujer. Lawrence atisbó a distinguir las facciones de su cara real, a la deriva bajo la superficie.
«A la deriva…».
—No suelo usar esta configuración. —Las oscilaciones del abglanz también equilibraron la inflexión de su tono de voz—. Las caras que muestra son muy extrañas. La mayoría de la gente prefiere el borrón.
Se llevó los palillos a la boca. Los fideos se hundieron en esa superficie parecida a un problema técnico, cerca de los labios de la máscara digital. En el interior se entreveía la sombra de otros labios y dientes.
«No la mires. Limítate a empezar».
—Vale. Mi historia. Para eso estamos aquí. Vine al archipiélago hace diez… No, hace once años. Antes trabajaba en una tienda de buceo en Nha Trang. Solo había dos de ellas en Con Dao cuando llegué: una, en un hotel de moda para occidentales, y otra, más pequeña, a la que no le iba muy bien. Pues esa fue la que compré. No pagué casi nada. Con Dao era un lugar sin mucho movimiento, casi despoblado y que apenas recibía visitas. Los oriundos del lugar creían que estaba encantado.
—¿Encantado?
—El lugar había sido una prisión en el pasado. Los cementerios están llenos con generaciones de disidentes torturados hasta la muerte por un gobierno detrás de otro. No era un buen lugar en el que abrir un negocio. Es posible. Pero sí que era un buen lugar si lo único que querías era arreglártelas con lo mínimo. Sobrevivir. Tenía sus problemas, claro. Muchos. Técnicamente, el Parque de Conservación Mundial cubría todo el archipiélago, tanto por tierra como por mar. No se permitía pescar ni cazar. Hasta un comité de vigilancia de la ONU se pasaba por allí una vez al año para redactar un informe al respecto. Pero la realidad era que siempre había barcos pesqueros por la zona, arrastrando redes barrederas por los arrecifes, usando cianuro y dinamita. Y todos los vigilantes del parque eran unos corruptos. ¿Cómo no iban a serlo, con el sueldo que les pagaban? Vendían huevos de tortugas, peces de arrecife de coral y lo que quiera que pasase por sus manos. Los lugareños también: hacían pesca submarina y buceo libre para pescar moluscos. Son, mi ayudante, hacía buceo libre.
—¿Y dónde está ahora?
—Ya te lo he dicho antes. No lo sé. Perdimos el contacto después de la evacuación.
—¿Era él quien estaba en la embarcación contigo el día del incidente?
—Sí. Ahí es adonde quería llegar. —«Es una información que quería evitar, más bien»—. La embarcación que naufragó era un carguero tailandés de casco de acero con sesenta metros de eslora. Se hundió a finales del siglo veinte. Es el único pecio de todo Vietnam al que se puede entrar buceando. Está solo a unos veinte metros de profundidad, aunque las condiciones meteorológicas suelen ser adversas. La corriente es muy fuerte, y la visibilidad, muy escasa. Solo es para clientes que sepan lo que hacen. Y no hay muchos clientes así en Con Dao, por lo que llevábamos años sin acercarnos. Esto ocurrió una mañana en la que nos sumergimos. En temporada baja. La visibilidad era terrible; puede que solo de un par de metros. Pero el tipo quería entrar en una embarcación naufragada, así que nos metimos en el agua y empezamos a descender. Solo estábamos él y yo.
Lawrence hizo una pausa.
—Creo que lo estoy contando de forma más dramática de lo que fue en realidad. No lo fue tanto. Era un mero trámite. Los calamares y las cobias chocaban contra nosotros. La visibilidad era pésima. Casi habíamos llegado al pecio, pero en ese momento decidí cancelarlo todo. Y, cuando me di la vuelta, vi que él había desaparecido. Era normal, sí. Uno suele perder de vista a los buceadores cuando la visibilidad es casi nula. Tienes que quedarte quieto. Si te pones a buscarlos es muy fácil desorientarse.
»Pero empecé a preocuparme al cabo de cinco minutos. Volví atrás por la barandilla del carguero. No dejaba de repetirme que seguro que el cliente sabía lo que estaba haciendo. De lo contrario, no se habría acercado a la embarcación sin mí. ¿Se le habría estropeado el equipo? ¿Habría decidido volver a la superficie?
»Empecé a ascender, con la esperanza de encontrarlo flotando allí arriba. Le grité a Son, que se encontraba en nuestro barco, para preguntarle si lo había visto. Nada. Volví a sumergirme.
»Sentí cómo el pánico se apoderaba de mí poco a poco. Las condiciones habían empezado a empeorar ahí abajo: el agua se había llenado de barro y había siluetas por todas partes. Los peces no dejaban de arremolinarse frente a mis ojos. Decidí entrar al fin en la embarcación. Era lo único que me quedaba por hacer. Una vez en el interior, no tardé demasiado en encontrarlo. No estaba muy lejos: su cuerpo había quedado atrapado debajo de una pasarela que se encontraba en la bodega principal. Tenía un tajo en la sien. Los peces habían comenzado a tirar de la herida y a arrancar pedazos de carne.
»Lo llevé a la superficie. Son insistió en tratar de reanimarlo, pero yo sabía que ya estaba muerto. Ya estaba muerto en el momento en el que lo encontré.
—Y, en tu opinión, ¿por qué murió?
—No fue por el corte. Era superficial. Se ahogó porque algo le había robado el regulador, la máscara y la botella de aire comprimido. Todo. Ya sin equipamiento, seguro que se dio un golpe en la cabeza a causa del pánico y perdió la consciencia. No debió de tardar mucho en morir sin máscara ni regulador.
—¿Y el regulador? ¿La botella? ¿La máscara? ¿Los encontraste?
Su rostro impasible semejaba el de la una fotografía emborronada, y el tono neutro de la voz alterada hizo que Lawrence recordase la isla, recordase cómo había contado aquella historia una y otra vez. A los vigilantes. A la policía. A los reporteros. Acusaciones, incredulidad… Y, al final, indiferencia.
—Nunca encontramos el equipo.
—Pero buscaste por la embarcación.
—No. No lo hice. Mentí al respecto.
—¿Mentiste?
—No fui capaz de bajar ahí. Le dije a la policía que lo habíamos buscado, por todo el navío, pero… No lo hice. Tenía miedo. Nunca se llevó a cabo una búsqueda propiamente dicha.
Ella hizo una pausa.
—Ya veo. ¿Y qué hiciste, entonces?
—La tienda de buceo de la competencia usó la muerte para arrebatarme la clientela. Mi negocio empezó a hundirse, pero al final dio igual. La evacuación se llevó a cabo tres meses después del incidente. Que quede claro que me alegro de que hayáis comprado la isla. Ahora, al menos sé que estará protegida. Conozco Con Dao al dedillo, todos los arrecifes que han destruido y todos los peces que cocinaron. Es mejor así: evacuar a todo el mundo y acordonar todo el archipiélago. Protegerlo. Es la única manera. Yo fui uno de los primeros en aceptar vuestra oferta y marcharme. La indemnización fue muy generosa, tanto como para volver a empezar en otro lugar. Se podría decir que, en mi caso, tuve mucha suerte incluso.
Quizá. Lawrence no sabría decirlo; mientras tanto, se alejaba de la cafetería bajo la lluvia. Los tamarindos se agitaban mecidos por la brisa. El poncho que llevaba puesto estaba rasgado por un lado, y sentía cómo la humedad se extendía por la ropa, fría al rozarle la piel.
«¿Qué viste?». Eso le preguntaban siempre. Los vigilantes. La policía. Los reporteros. «¿Qué viste?».
Nada. No había visto nada. Pero no podía olvidar la sensación de notar que algo lo había visto a él.
Aquella sensación no lo abandonaba. Se alegraba de haberse ido del archipiélago. Pero no era suficiente: la sensación volvía cada vez que pensaba en el océano.
Con Dao había sido su hogar, el primero que había tenido jamás. Lo que le había ocurrido al barco le había arrebatado ese hogar. Esa era la historia que quería contar. Pero la mujer de DIANIMA no lo había comprendido.
¿Era de DIANIMA? No le había dicho que lo fuese, ¿verdad?
Daba igual. A lo mejor era de DIANIMA, o tal vez fuera de una empresa rival. La ZCAHCM tenía espías corporativos, conspiraciones internacionales.
Lawrence había ido a Vung Tau hacía una semana, al océano. Llevaba meses sin ver el mar y creyó que ya era hora de volver a nadar. Pero salió del agua antes de que las olas le llegasen a la cintura, se tomó una copa en un bar de la playa y luego regresó a la habitación del hotel y se marchó antes de tiempo.
No había vuelto a bucear.
Volvió a su pequeño apartamento en el Distrito Tres y siguió viendo cómo la «indemnización generosa» de DIANIMA menguaba mientras él no daba con la manera de ganarse la vida.
A dos manzanas de la cafetería, sintió unos calambres que lo hicieron caer al suelo. Una motocicleta se detuvo. Lo tocaron unas manos desconocidas. La voz de una mujer.
—¿Se encuentra bien?
La visión se le había reducido a poco más que un túnel neblinoso lleno de lluvia.
—Pida ayuda. Por favor.
Después vio la jeringuilla en la mano de la mujer.
Las motos pasaban de largo, siluetas emborronadas por los ponchos impermeables que cubrían tanto a los vehículos como a los conductores. La lluvia no dejó de caer en los ojos abiertos y observadores de Lawrence.
Volvía a estar allí. En la embarcación. Un agua embarrada llena de formas…, formas confusas que su mente no hacía más que intentar transformar en otra cosa…
Surgimos del océano, y la única manera que tenemos de sobrevivir es llevar con nosotros el agua salada durante toda nuestra vida: en la sangre, en las células. El mar es nuestro verdadero hogar. Es lo que explica que la costa sea un lugar tan tranquilizador para nosotros: permanecemos en pie donde rompen las olas, como exiliados que regresan a casa.
Doctora HA NGUYEN,
Cómo piensan los océanos
2
Las luces de aterrizaje del dron hexacóptero, haces llenos de esa lluvia agitada por el viento, recorrieron la superficie picada del océano. Cruzaron sobre una extensión de manglares y después iluminaron el asfalto del aeropuerto.
Eran las únicas luces que se apreciaban en el suelo. Las ruinas de una pista cubrían una zona de tierra estrecha de la isla. La plataforma de aterrizaje para helicópteros era poco más que un borrón descolorido. Unos aviones antiguos se oxidaban junto a una hilera de árboles. El revestimiento de plástico del edificio principal estaba descascarillado, como escamas arrancadas de un pez muerto.
El hexacóptero se abalanzó en un descenso final. Giró hasta posarse con una sacudida, indiferente a la comodidad humana pero llena de eficiencia. Los rotores se detuvieron. Se abrieron las puertas.
Ha oyó la cacofonía de insectos de la jungla, el ulular de las conversaciones de los macacos. La lluvia caía de lado al interior de la cabina. Cogió el equipo del compartimento de almacenaje. Los motores del dron chasquearon al enfriarse.
Vio una aureola de luces acuosas entre los árboles: el comité de bienvenida. Se apagaron los faros del dron. En ese momento, Ha contempló la luna llena, a medio cubrir por las volutas de unos cirros. Unos cúmulos flotaban más abajo y regaban los bosques tropicales de la isla.
Ha cogió aire, cerró los ojos, los abrió y la vista empezó a acostumbrársele a la oscuridad. Se oyó un chasquido en el canal de comunicaciones del hexacóptero.
—Se acerca el equipo de recogida en tierra. Apártese del vehículo.
Cogió las maletas y corrió para refugiarse bajo uno de los salientes del aeropuerto. Las luces del hexacóptero volvieron a encenderse de repente. Se alzó del asfalto y voló en un ángulo de ataque y a una velocidad lo bastante brusca como para dejar inconsciente a un pasajero. Desapareció en cuestión de segundos, cubierto por las nubes.
El transporte terrestre estaba blindado y había sido militar; era un vehículo autónomo para tropas con portillas reforzadas y con llantas colmena.
El interior estaba preparado para resultar muy cómodo. La cabina de pasajeros estaba acolchada para amortiguar el ruido y los zarandeos. El motor de células de combustible del vehículo era bastante silencioso, pero la transmisión chirriaba y enviaba vibraciones extrañas por todo el compartimento. Ha atenuó las luces de la cabina.
Los gruesos estratos de vidrio y policarbonato de la portilla distorsionaban el paisaje del exterior. Miró por ella y apareció la barrera ondulante de selva que se enseñoreaba de la carretera estrecha. Unas paredes de escombros en ruinas salpicaban unos pequeños claros, estructuras que bien podrían haber sido fortalezas en el pasado. O molinos. O fábricas. Cualquier cosa. La luna llena iluminaba las olas en la superficie del mar.
El coche entró en la ciudad oscura rodeada por el bosque y por el océano. Los tejados pesados de tejas rojas de los edificios coloniales franceses goteaban a causa de la lluvia, con las paredes de estuco manchadas de humedad tropical. Las contraventanas estaban cerradas, y los jardines cubiertos de enredaderas y musgo. Se apreciaba por aquí y por allá algún edificio de arquitectura brutalista propio del comunismo que destacaba en el paisaje: un instituto, el edificio administrativo del Partido Comunista. Monstruos de hormigón manchados de líquenes húmedos, incoloros a esas horas de la noche.
A la luz del día, la ciudad desierta destacaría en tonos pastel, escabrosos y descascarillados. Ficus con troncos de un blanco descolorido, calles rectas cubiertas por restos de vegetación: hojas, ramas caídas, tegumentos y frutas.
El transporte se desvió en dirección a una rambla flanqueada por un rompeolas. Los faros iluminaron a dos monos que se peleaban, como si fuesen dos niños humanos, para ganarse un tesoro ambiguo. En los confines de la ciudad, las casas dieron paso a chabolas de techumbres hundidas de las que las enredaderas se habían apoderado casi en su totalidad.
La carretera seguía la costa. A la izquierda, el paisaje descendía hacia las rocas, y las olas oceánicas se mecían a la luz de la luna. Las espaldas negras de las islas más pequeñas del archipiélago se alzaban de las aguas. La espina dorsal de la mayor de ellas sobresalía justo a la derecha de la carretera, cubierta de árboles.
Unos focos iluminaban los techos de una pagoda, recortada contra la colina, lo que hacía que diese la impresión de haber vida en aquel archipiélago que habían evacuado. Pero iluminar la estructura era probablemente una costumbre municipal automatizada. Una baliza para turistas que nunca iban a regresar.
La estación de investigación se encontraba en la zona de un hotel abandonado: una estructura de seis pisos construida en un lugar a sotavento de la parte más ventosa de la isla. El hotel se alzaba desde los matorrales circundantes, iluminado desde atrás por los focos. El lado de la construcción que daba a la carretera se encontraba en las sombras, con las ventanas oscuras. Una carretera de acceso bajaba hasta un perímetro de seguridad con una valla doble cubierta de concertina.
La valla era nueva y brillante, pero el hotel tenía aspecto de haber sido abandonado mucho antes de que se evacuase la isla. Unas cortinas ajadas caían por las ventanas rotas de los pisos superiores. Serpentinas de moho y humedad descendían por la fachada.
El vehículo se detuvo frente a una puerta doble en la valla.
Una silueta con un poncho para la lluvia se alejó de la estructura y se acercó a la valla. Apartó a un lado una de las puertas, y el transporte avanzó al interior. Allí, la primera de las puertas estaba cerrada, y la segunda, abierta. El transporte continuó y llegó hasta un lugar que había detrás del hotel, una terraza de baldosas de terracota resquebrajadas cubierta por hojas muertas de las palmeras, ajenas a la isla, y que estaban plantadas por todo el hotel.
Dominaba la terraza una piscina de diseño exagerado llena de algas y hojas. Probablemente había sido una de esas de agua salada que eran tan populares, que permitía a los clientes del hotel nadar en el océano sin hacerlo en realidad. Algo en la piscina se agitó al ver el vehículo y volvió a meterse en el agua.
Un dron de mercancías dejó dos unidades de investigación móviles, del tamaño estándar de un contenedor, junto a la piscina. Parecían dos cabañas de piscina de tipo industrial.
Se abrió la puerta del transporte. El interior se inundó de gotas de lluvia iluminadas por los focos, como chispas. La silueta envuelta en el poncho se inclinó hacia el interior. El rostro de una mujer, encapuchado. Pómulos marcados y grandes, ojos inclinados hacia arriba en las esquinas, negros. La lluvia le caía por las mejillas. Espetó una frase en un idioma que Ha fue incapaz de reconocer. Una voz femenina, autoritaria e insulsa, parecida a la megafonía de un tren, se oyó por encima de la voz de la silueta, por el altavoz de una unidad de traducción resistente al agua y a los golpes que le colgaba del cuello.
—Tú bienvenida al Puesto de Investigación Avanzada de Con Dao. Mi nombre Altantsetseg. Contratada como protectora y ayudante. Yo coger tus maletas. Lluvia ser mierda.
Ha parpadeó. Por un momento, le dieron ganas de soltar una carcajada histérica. Había sido un viaje muy largo.
Altantsetseg se quedó mirándola y pronunció una frase en otro idioma; le pareció una barrera de consonantes.
—Traductor no funcionar bien, ¿no? Fornicar.
—No. Sí que funciona bien. Lo suficiente.
—Pues moverse.
La mujer se alzó junto a Ha. Mediría unos dos metros o más. En ese momento, vio el fusil, el cañón pequeño y práctico que colgaba del hombro de Altantsetseg.
La lluvia arreció. Sin el chirrido del transporte ni el grosor del blindaje ahogando el sonido, Ha oyó el viento que agitaba las palmeras, los ruidos y aullidos de los animales en la oscuridad de la isla, las olas de la playa ubicada debajo de la terraza del hotel…, todo ello, cubierto por la estática de la lluvia.
Caminaron rápido, inclinadas para que no les cayesen muchas gotas en la cara. Había unas pocas luces en aquel lado del hotel, en el primer y el segundo piso. Era como una urna de cemento resquebrajada con la puerta de cristal del recibidor.
En el interior, Altantsetseg guio a Ha por el recibidor vacío. Unas sillas cubiertas de moho se apilaban sobre las mesas, divanes húmedos e hinchados agrupados en círculos silenciosos desde hacía demasiado tiempo. Había unas pocas mesas en un espacio que alguien había despejado en el centro de la estancia. También había maletas desperdigadas por el lugar, una cocina portátil, una cafetera. Aparatos electrónicos. Restos de ocupación en aquel vestíbulo cavernoso de mármol sintético.
La habitación de Ha se hallaba en el piso superior. Era una suite enorme que olía a humedad y que no parecía usarse desde hacía mucho tiempo, pero estaba limpia. Altantsetseg soltó las maletas de Ha en el interior y se marchó.
Ha ansiaba una ducha desde hacía horas, pero en lugar de hacerlo se derrumbó en la cama sin molestarse en desvestirse siquiera. Al menos, alguien le había puesto sábanas limpias.
Volvió a soñar con sepias.
A veces, cuando un cefalópodo descansa, su piel se convierte en un fluir de colores y texturas que parece brotar de manera inconsciente, como si el flujo electroquímico de sus pensamientos se proyectase en la superficie de su cuerpo. Se podría considerar una mente que flota, liberada por la carne, en el océano abierto.
Doctora HA NGUYEN,
Cómo piensan los océanos
3
En el sueño, Ha nunca había visto a las sepias en la flor de la vida, brillantes y luminosas, cubiertas por cambios de color caleidoscópicos, con los brazos como semáforos amenazantes o curiosos. No. En el sueño, Ha descendía encerrada por el ruido blanco del respirador. A esas aguas de un gris calcítico. A las aguas neblinosas a causa de la tinta, contaminadas de telarañas de oscuridad a la deriva. A un fondo de cieno cubierto de piedras.
Los huevos de sepia estaban desperdigados por las fisuras de las rocas. Las crías del interior de los huevos relucían, haces de luz atrapados tras las membranas de las cáscaras.
Los huevos no tendrían que haber quedado expuestos de esa manera en el cieno: las sepias colgaban sus valiosos huevos de la parte inferior de las rocas, en lugares más protegidos. Algo había ido muy mal.
Una sepia hembra y enorme flotaba sobre ellos para protegerlos. Ha no la había visto en un primer momento, debido a la tinta y al cieno del agua. Se apartó hacia atrás, sorprendida, pero la sepia no respondió a su gesto. Se quedó allí inmóvil, encarándose a ella, pero sin verla.
Se estaba muriendo. Su cuerpo era blanco, con manchas de un óxido leproso en varios lugares. Sin el patrón ni los colores de la piel sana, tenía un aspecto desnudo y vulnerable.
Había perdido varios brazos. Uno de los tentáculos de alimentación colgaba inerte, mecido por la corriente suave.
Las rocas del lugar formaban un círculo impreciso, como una fortaleza en ruinas. Los salientes parecían suelos de torres en ruinas. Las grietas eran como aspilleras. Vio tres sepias más, debajo de una terraza de piedra. También habían perdido gran parte de la piel, y a todas les faltaban brazos. Flotaban como espectros de cefalópodos, de un tono perlado y enfermizo, observando. Unos abanicos de un rojo y marrón opacos les cruzaban la piel que les quedaba, como un mapa de conexiones extintas.
Poco después, la primera de las sepias que había visto Ha descendió en dirección a los huevos. Las aletas ajadas estaban débiles. Nadaba como un barco fantasma que se acercase a puerto con las velas rasgadas. Mientras Ha la miraba, la sepia acarició un huevo con uno de los brazos intactos. Algunas de las partes de su piel relucieron de un amarillo desvaído. Le dio la impresión de que el movimiento y el color conllevaban un esfuerzo extraordinario al animal.
Dentro del huevo, una luz tenue titiló en respuesta.
La sepia empezó a alzarse. Ha nadó hacia arriba con ella. Cuando pasaron junto a las otras tres que flotaban debajo de un afloramiento rocoso, Ha notó que les ocurría algo, como si acabasen de estremecerse un poco. ¿La habían reconocido? ¿Era agradecimiento? ¿Se despedían de ella? La sepia hembra ascendió en espiral por la columna de agua, expulsando tinta en estelas irregulares como si de los motores de un avión estrellado se tratase, un avión que ascendía en lugar de caer.
Ha y ella alcanzaron la superficie juntas, llegaron a ese mundo de luminosidad explosiva, de estruendo caótico y turbulencias.
Pero la sepia se había quedado inerte, y Ha sabía que acababa de morir. Nadó hacia ella y la sostuvo. Se quitó un guante y le acarició la maltrecha cabeza, los apéndices rotos.
Sobre ella, las gaviotas giraban y aullaban, a la espera de que Ha abandonase la comida que acababan de encontrar. Ha nadó hacia el bote, sin dejar de sostener a la sepia como si fuese un bebé ahogado.
Despertó con el rostro bañado en lágrimas, como siempre.
La visión que había tenido mientras dormía era tanto un sueño como un recuerdo. Y no era capaz de distinguir qué elementos pertenecían a una cosa o a la otra. Había estado allí, en ese lugar, en la vida real. Pero la tinta era más densa, ¿verdad? Parecía una cortina que le rozaba la espalda. Había estado en ese lugar solitario, y visto las tres sepias senescentes a la deriva, como monjes, debajo de los aleros en ruinas de su castillo. Pero los huevos no habían brillado. Eso era imposible. Y tampoco había una hembra moribunda que flotara a la superficie como un avión estrellado.
No dejaba de pensar, una y otra vez, en los recuerdos de aquel lugar. Y, en cada una de las ocasiones en que lo hacía, la escena cambiaba. ¿Se estaría corrompiendo y alejando de la realidad con cada iteración? ¿O quizá se estaría acercando cada vez más a la verdad?
—Estás llorando. ¿Has vuelto a tener ese sueño?
Ha se incorporó. No recordaba siquiera haberlo hecho, pero al parecer había desplegado el terminal la noche anterior y luego lo había colocado en la mesilla de noche. O quizá se había desplegado solo con un temporizador.
Ahí estaba, un icosaedro sobre un soporte que parecían patas de origami, con una luz que brotaba de su óculo. Y, bajo esa luz, se encontraba Kamran, a los pies de la cama y bebiendo de una taza que solo podía ser de café.
Ha veía la silueta de la puerta por el cuello de la camisa que él llevaba puesta. También el fantasma de la alfombra por los zapatos.
—Sí. El mismo sueño.
—Tienes que olvidarte, Ha. Pasar página. No podías hacer nada.
Sí que podría haber hecho algo, y lo sabía. También podría no haber hecho algunas cosas. Pero Kamran nunca le permitía aceptar la culpa por nada, nunca le permitía sentirse responsable. No merecía la pena discutir otra vez con él al respecto, ya que lo único que iba a sacarle era un «Tienes que pasar página».
En lugar de eso, cambió de tema.
—¿Dónde estás?
—En el laboratorio.
—¡Pero si ahí son más de las dos de la madrugada! ¿Qué haces trabajando?
Kamran se encogió de hombros.
—Por favor, deja de incordiarme por mi vampirismo. ¿Cómo te ha ido el viaje?
—Ha sido largo. Y también había tormenta cuando salimos de la Zona de Comercio Autónoma de Ho Chi Minh. El piloto del dron era un cabrón insensible. Vomité cuando nos acercábamos a Con Dao.
—¿Has tenido la oportunidad de reunirte con ella?
—¿Con la doctora Mínervudóttir-Chan? ¿En Ho Chi Minh? No. Está en el eje SF-SD, asegurando la compra de unas instituciones de investigación costeras. Es lo que me dijo su sub-4. Eso y nada más. Todo es muy misterioso. O eso, o esa gente tampoco sabe lo que está pasando. Ese sub-4 me dijo que el líder de equipo de Con Dao me informaría cuando llegase aquí.
—¿Y lo ha hecho?
—Aún no me he reunido.
Ha se había puesto en pie y empezado a moverse, a rebuscar en las maletas para sacar algo de ropa limpia. Atravesó la pierna de Kamran.
—Perdón.
—Casi ni lo he sentido —aseguró Kamran.
—Tengo que contarte lo de la agente de seguridad que vino a buscarme anoche.
—Sí, no puedo esperar a que lo hagas —dijo Kamran—. Pero ahora no. Tienes prisa. Te lo noto. Tienes que asentarte en el lugar y orientarte. Y yo tengo que aprovechar el café que me acabo de tomar.
—Lo que tienes que hacer tú es volver a casa y dormir. ¿Estás evitando volver al apartamento?
Kamran miró a un lado.
—Puede.
—Bueno, pero no te pongas tan sentimental como para empezar a dormir debajo de las mesas del laboratorio.
—Ve a darte una ducha. Pareces sucia y tienes el pelo grasiento.
—Gracias. Eres un encanto.
—Siempre.
Kamran titiló hasta desaparecer sin despedirse, como tenía por costumbre.
Comprendemos la codificación de las secuencias genéticas, el plegamiento de proteínas para la formación de las células del cuerpo y hasta gran parte de los cambios epigenéticos que controlan esos procesos. Y, aun así, no llegamos a comprender lo que ocurre cuando leemos una oración. El significado no es un cálculo neuronal en el cerebro, ni tampoco las manchas de tinta minuciosas en una página o las zonas de luz y oscuridad en una pantalla. El significado no tiene masa ni carga. No ocupa espacio, pero es algo que aún marca la diferencia en el mundo.
Doctora HA NGUYEN,
Cómo piensan los océanos
4
Altantsetseg, sentada, comía un huevo duro en la cocina improvisada. La mesa estaba cubierta por las partes de un fusil desmontado, trapos manchados de aceite, varios terminales y algunos componentes electrónicos. Altantsetseg llevaba un mono azul oscuro. El mono tenía unas tiras de velcro donde colocar insignias de identificación o parches en los brazos y sobre los bolsillos del pecho, pero estaban vacías. Llevaba el pelo casi rapado. Era negro, con alguna que otra hebra gris que destacaba por aquí o por allá. Podría haber tenido treinta y cinco años, o cuarenta, o incluso más. Las manos eran gruesas, hinchadas a causa del clima y del trabajo. También tenía varias manchas negras por el nacimiento del pelo, en la parte izquierda de la cara. No habría costado confundirlas con lunares, pero Ha había conocido a otros veteranos de guerra. Sabía que las marcas eran cicatrices de metralla.
El olor del café recién hecho consiguió contrarrestar el del aceite para armas, ozono, moho y desidia que reinaba en el vestíbulo. Una luz tenue y matutina se proyectaba por las ventanas, y también entraba el olor salado del mar. Altantsetseg cabeceó en dirección a un cuenco con huevos y una pila de tostadas que había junto a la cafetera.
—Gracias.
Ha se sirvió el café en una de la media docena de tazas casi limpias. El calentador de la cafetera no funcionaba demasiado bien y estaba tibio. Se lo bebió de un trago. No se sentó, pero sí que cogió un huevo. Vio la unidad de traducción sobre la mesa, entre aquella naturaleza muerta conformada por equipamiento, cáscaras de huevo y migas.
—¿Eres la líder de equipo? —preguntó Ha.
Altantsetseg se encogió de hombros y dijo algo que sonó como:
—Sign igloo.
Después empezó a hacer rodar otro huevo sobre la mesa para romper la cáscara.
Ha extendió el brazo hacia una pequeña bolsa de papel que llevaba y sacó un macaron. Lo colocó delante de Altantsetseg.
Ella lo miró, y después dedicó a Ha un gesto inquisitivo. Ha hizo un ademán exagerado para indicarle que podía comérselo.
—Macaron. —Se señaló—. Los hago yo. Un regalo.
Altantsetseg se quedó mirándola sin cambiar la expresión.
—Vale. Es broma. Los postres se me dan fatal. Los compré en la ZCA de Ho Chi Minh. Están buenos.
Dejó a Altantsetseg sentada contemplando aquel redondel marrón y dorado de coco con gesto suspicaz.
Se dirigió hacia las baldosas resquebrajadas de la terraza del hotel mientras se comía el huevo. Vio al líder de equipo: una figura alta y esbelta que se encontraba de pie en la playa, dándole la espalda. Lo que quiera que habitase en la piscina volvió a moverse y a chapotear en el agua cuando Ha pasó a su lado.
El mar estaba en calma. La superficie se agitaba y reflejaba el gris nacarado y el amarillo neblinoso de la mañana, como una cortina agitada por la brisa.
El líder de equipo se dio la vuelta al notar que Ha se acercaba.
Ella se detuvo y por poco no se tropezó en la arena, por lo que estuvo a punto de soltar la bolsa de papel que llevaba. Las manos largas del líder de equipo sostenían caracolas de diferentes tamaños. Esperó mientras Ha trataba de recuperar la compostura.
Ha había visto una entrevista en el techo de una habitación de hotel. Uno de esos divulgadores científicos que hacían desde programas infantiles hasta documentales, y que le hablaba a una persona…, no…, a un ser. Hablaba con Evrim.
Quien se encontraba frente a ella era Evrim. Alguien con quien no habría esperado encontrarse en toda su vida. Se los veía en la pantalla del espejo del baño, en el techo o en el cristal empañado del vagón del metro. Los veías en las pantallas, seres que tenían forma de persona y que hablaban como personas, pero que vivían en otro lugar. Pertenecían a un mundo flotante en el que ella no iba a entrar jamás. Un mundo en el que ocurrían las cosas. Un lugar que no se parecía en nada al mundo rutinario desde el que los veías. Y jamás se te pasaba por la cabeza encontrarte con ellos. Hablarles. Pero allí estaba Evrim.
Evrim le tendió el brazo.
—Me alegro mucho de conocerte. Esperaba anhelante tu llegada.
Ha le estrechó la mano sin hacer fuerza.
—Puedes estrechármela con confianza —dijo Evrim—. El desarrollo costó más de doscientos cincuenta millones de dólares. Gran parte de la tecnología que se usó para crearla es militar, para la fabricación de extremidades protésicas. No creo que se vaya a romper.
Evrim le dedicó una sonrisa a Ha, que se dio cuenta de que había empezado a buscar algo en sus ojos, algo en la manera en que se mantenía en pie. Una diferencia. Pero no la percibió a simple vista. La mano estaba fría, como lo estaría una mano junto a un amanecer en la costa, pero también tenía cierta calidez, del todo análoga a la de la mano de una persona. Le quedaron granos de arena entre los dedos y en la palma, de las caracolas que Evrim había recogido. Ha se percató de que le había estrechado la mano durante demasiado tiempo y la soltó.
—Ha.
—Sí. La doctora Ha Nguyen. Te doy la bienvenida. Veo que me conoces.
Evrim se giró para volver a mirar el mar. Ha reparó en que le estaba dando algo de tiempo para recuperarse de la impresión. Estaba siendo una maleducada. Evrim medía más que ella, unos treinta centímetros, y tenía la cara ovalada y las extremidades largas. Sus proporciones tenían una neutralidad preciosa, un tanto idealizada. Contaba con una de esas constituciones que hacían que hasta la ropa horrible le quedase bien, la misma de los maniquíes en los escaparates y las pasarelas. Y Ha comprendió que, en su fuero interno, había empezado a tratarlo con pronombres masculinos. Pero Evrim no era así. Él era… Elle era… ¿Qué era?
«Veo que me conoces».
¿Conocía a Evrim? ¿Qué conocía? Ha se dispuso a hacer una lista de las cosas que sabía de Evrim: era el único ser consciente que había creado la humanidad (o eso se decía). Un androide, concluyó al fin. El proyecto más caro que había llevado a cabo una empresa privada, con la única salvedad de los relacionados con la exploración espacial. No dejaba de repetirse que era algo que la humanidad había esperado durante mucho tiempo: vida consciente surgida de la nada, a partir de nuestra voluntad tecnológica.
Y Evrim también era la inspiración, y el objetivo, de una serie de leyes tramitadas deprisa y corriendo que convertían su presencia, y la creación de cualquier otro ser hecho a su imagen y semejanza, en algo ilegal en la mayoría de las estructuras de gobierno del mundo, incluyendo todos los países del Consejo de Administración de las Naciones Unidas. El propio Evrim… ¿La propia Evrim? ¿Le propie Evrim? Ha se irritó mucho por lo cerrado de miras que era su cerebro en lo tocante a identidad de género. Evrim era ilegal en la mayor parte del mundo. Su mera existencia había provocado revueltas por todo el planeta. Ha recordó a los hombres armados que habían asaltado la sede de DIANIMA en Moscú, y a los que habían bombardeado las oficinas de París. El vicepresidente de ingeniería de DIANIMA había sido víctima de una mina voladora capaz de rastrear el ADN cuando se encontraba en su yate en mitad del Caribe. Ha recordó una imagen en el techo de una habitación de hotel: un hombre quemándose vivo a las puertas del Vaticano.
«Un hombre que se quemaba vivo por su mera existencia. ¿Cómo se sentirá Evrim por algo así?».
Ha llegó a la conclusión de que lo que más le inquietaba de Evrim era que su cerebro intentaba atribuirle una categoría en la que bajo ningún concepto podría encajar sin distorsionar un poco su ser. Tenía que olvidarse, hacer caso omiso de la necesidad de hacer encajar a Evrim en un género concreto como si fuese uno de esos juguetes de formas geométricas de los bebés. Ha había trabajado a nivel internacional con otros científicos. Se había acostumbrado a hablar (y a pensar) en inglés. Y también a usar los anticuados pronombres ingleses para la tercera persona.
Intentó obligarse a pensar en turco, que era su segundo idioma. En él, el pronombre para la tercera persona era «o» y no tenía marca de género. «O» no suponía problema alguno. Podía usarse para el masculino, el femenino, el neutro «ello» o para «elle». Ha empezó a pensar en Evrim recurriendo al pronombre turco «o», redondo, holístico e inclusivo, como la forma de la grafía que lo representaba. El problema del género desapareció por completo y la sensación de discordancia comenzó a desvanecerse. Ambos dieron paso al asombro y la sorpresa.
Ha se percató de que le había ofrecido un macaron a Evrim, sin ser consciente de lo que hacía en realidad. En aquella entrevista que vio en el techo sobre la cama del hotel, había oído que elle no comía, aunque sí que podía oler y saborear las cosas. Que tampoco dormía. Y que nunca olvidaba nada.
«Pero ¿cómo puedes ser humano sin tener la capacidad de olvidar? ¿Y sin dormir? ¿Y sin comer?».
Evrim miró el objeto que Ha tenía en la mano.
—¿Es una caracola? ¿Una criatura marina?
—Es un macaron.
—¿Qué significa esa palabra?
—Es un dulce.
—¡Ah! —Evrim lo cogió, lo sostuvo en la palma y lo tanteó con un dedo índice alargado. Luego lo olió. Y sonrió—. Gracias. Nunca me habían regalado nada parecido.
Pienso en mis predecesores observando las ramificaciones de neuronas de cerebros muertos a través de microscopios. Se aproximaban tanto a la vida que antaño había ocupado aquellos órganos como los arqueólogos a los recuerdos de la persona que había sostenido una jarra de agua, de esas que habían encontrado enterradas y hechas pedazos. Los pioneros de la neurociencia solo eran capaces de esbozar los mapas más irregulares de las conexiones que llegaban a ver, los cimientos imprecisos de lo que otrora fuese una fortaleza.
Nosotros, por otra parte, ahora somos capaces de reconstruir el castillo por completo, hasta el más mínimo detalle: no solo cada una de las puntadas de los tapices, sino incluso los devaneos de las mentes de los cortesanos que vivieron y murieron en él.
Doctora ARNKATLA
MÍNERVUDÓTTIR-CHAN,
Edificando mentes
5
La cafetería en la que Rustem hacía la mayoría de su trabajo se encontraba en una zona en decadencia de Astracán, cerca de las paredes encaladas del antiguo Kremlin. Siglos antes, había sido el hogar de un mercader iraní. El propietario anterior la había decorado como una mezquita: laminado de oro y trompas de yeso que zigzagueaban desde los techos abovedados. Pero, independientemente del arquitecto que hubiese contratado a finales del siglo XX, el lugar tenía cierto aire art déco que hacía que todo tuviese un aspecto agradable y vegetal. Y, a pesar del estilo tipo mezquita del lugar, el propietario anterior tenía una inclinación sacrílega por la humanidad, sobre todo por mujeres flexibles y con un velo colocado de forma estratégica, que recogían agua de manantiales maravillosos o estaban reclinadas en divanes debajo de arbustos voluptuosos a rebosar de uvas.
El tiempo lo había cubierto todo con una pátina, y también había descascarillado varias de las representaciones más interesantes de los frescos. Todo se había echado a perder por culpa de unos añadidos chapuceros: revestimientos que dividían por la mitad a una belleza bañándose o puertas que hacían que terminase antes de tiempo la caza del león del sultán. Pero la arquitectura y su división posterior, a lo largo de décadas, en apartamentos y almacenes ofrecía privacidad. La cafetería era un dédalo de habitaciones pequeñas, protegidas por entramados de madera o alejadas de la vista de cualquiera gracias a unas cortinas de seda podridas o por tapices singularmente sugerentes con una mezcla de Las mil y una noches y algo propio del estilo de finales del Imperio ruso.
Quien gestionaba la cafetería era un turco que daba a entender que se había exiliado de la República de Estambul por haber cometido un crimen atroz. Se encontraba en el piso inferior, entre el vapor de un multisamovar enorme y reluciente de latón capaz de servir cientos de tazas de té en una hora. El tipo preparaba un café turco tan denso que hasta un búfalo de agua sería capaz de flotar en él. También había contratado a un kazajo que se encargaba de asar esturiones que el turco aseguraba haber birlado en el mar Caspio. Esta confesión de ilegalidades añadía más sabor a los esturiones, como si se tratase de una especie ilícita, aunque todo el mundo sabía que la carne de los peces se cultivaba en laboratorio; el último esturión del mar Caspio o bien se encontraba ahí fuera oculto evitando su destrucción en el silencio de los fondos abisales del lugar, o bien se había consumido hacía ya mucho tiempo.
El turco aceptaba mensajes y te avisaba directo a tu terminal cuando una persona a la que no querías ver te estaba buscando. Era un servicio que ofrecía gratis a los clientes habituales.
Rustem había sido cliente habitual desde hacía casi un año, desde el mismo día de su llegada a la República de Astracán. La mayoría de los días se iba a dormir temprano a una alcoba con cortinas del tercer piso, y empezaba el día siguiente con el kahvalti de la cafetería, que consistía en aceitunas, queso feta, un huevo duro, pan ácimo y mermelada de higo. Había muchos días en que no dejaba aquel rincón hasta que se había puesto el sol.
El negocio iba bien. La República de Astracán siempre estaba a la caza de ciudadanos con habilidades interesantes y les proporcionaba un pasaporte y también la dudosa protección de sus autoridades.
Cuando entró aquel día, el turco lo saludó con un cabeceo.
—Una mujer te espera en tu alcoba. Tiene un abglanz. Preguntó por tu nombre. Que lo sepas.