Misericordia auxiliar (Imperial Radch 3)

Ann Leckie

Fragmento

Capítulo 1

1

En determinado momento estaba dormida y, al siguiente, me despertaron los familiares sonidos de alguien que estaba preparando un té. Pero me habían despertado seis minutos antes de lo que yo tenía previsto. ¿Por qué? Amplié mi percepción.

La teniente Ekalu estaba de guardia. Por alguna razón estaba enfadada; incluso un poco indignada. La pantalla que tenía delante mostraba una vista de la estación Athoek y de las naves que había a su alrededor. La bóveda que cubría los Jardines apenas resultaba visible desde aquel ángulo y la mitad del planeta Athoek estaba oscurecida por las sombras mientras que la otra mitad brillaba con sus colores blanco y azul. Los sonidos de fondo de las comunicaciones me indicaron que todo estaba en orden.

Abrí los ojos. Las pantallas de mi habitación mostraban la misma vista del espacio que la que veía la teniente Ekalu desde el puente de mando: la estación Athoek, las naves, el planeta, y también las balizas de los cuatro portales interestelares del sistema. Yo no necesitaba que las pantallas me mostraran esa vista porque podía verla en cualquier momento y desde cualquier lugar simplemente con desearlo. De hecho, no había pedido verla a través de las pantallas, así que debía de tratarse de una iniciativa de Nave.

Seivarden estaba preparando té en la encimera que había en un extremo de mi habitación de tres por cuatro metros. Utilizaba el viejo juego esmaltado de té del que solo quedaban dos tazones. Uno de ellos estaba descascarillado como resultado de los primeros y torpes intentos de Seivarden de ser útil, hacía ya más de un año. Había transcurrido un mes largo desde que actuó como sirvienta mía por última vez, pero su presencia me resultaba tan familiar que, al despertarme, la acepté sin darle mayor importancia.

—Seivarden —la llamé.

—En realidad soy Nave. —Inclinó la cabeza hacia mí pero solo levemente, sin apartar la atención del té. La Misericordia de Kalr se comunicaba con la tripulación sobre todo por medio de implantes auditivos y visuales: nos hablaba directamente al oído o mostraba palabras o imágenes en nuestro campo de visión. Me di cuenta de que eso era lo que hacía en aquel momento y de que Seivarden leía las palabras que Nave le transmitía—. Ahora mismo soy Nave. Mientras dormía, hemos recibido dos mensajes para usted, pero nada que requiera su inmediata atención, capitana de flota.

Me senté y aparté la manta. Tres días antes, tenía el hombro cubierto por un correctivo que anestesiaba e inmovilizaba mi brazo y todavía valoraba la recién recuperada libertad de movimiento.

—Creo que, a veces, la teniente Seivarden echa de menos esto —continuó Seivarden. Los datos que Nave obtenía de ella y que yo podía percibir solo con desearlo, nos indicaron que se sintió ligeramente aprensiva y avergonzada, pero Nave tenía razón, estaba disfrutando de aquel breve retorno a nuestros antiguos roles, aunque me di cuenta de que yo no lo hacía—. Hace tres horas, la capitana de flota Uemi envió un mensaje. —La capitana de flota Uemi era mi homóloga al otro lado de uno de los portales, en el sistema Hrad. Estaba al mando de todas las naves militares radchaai emplazadas en aquel sistema con las implicaciones que eso conllevaba, ya que el espacio radchaai estaba enfrascado en una guerra civil y tanto la autoridad de la capitana de flota Uemi como la mía procedían de la parte de Anaander Mianaai que, en aquel momento, dominaba el palacio Omaugh—. El palacio Tstur ha caído.

—¿Tiene sentido que pregunte en manos de quién?

Seivarden se volvió con un tazón de té en una de sus enguantadas manos y se acercó a mí, que seguía sentada en la cama. Después de tanto tiempo, me conocía demasiado bien para que le sorprendiera mi pregunta o le incomodara el hecho de que todavía no me hubiera puesto los guantes.

—En las manos de la Lord de Mianaai, ¿de quién si no? —replicó mientras esbozaba una leve sonrisa. Y me tendió el tazón de té—. La que, según la capitana de flota Uemi, siente muy poco aprecio hacia usted, capitana de flota, o hacia la misma capitana de flota Uemi.

—Ya.

Para mí había muy poca diferencia entre cualquiera de las partes de Anaander Mianaai, la Lord del Radch, y ninguna de ellas tenía razones para estar complacida conmigo. Pero yo sabía a cuál de esas partes apoyaba la capitana de flota Uemi. Posiblemente incluso era esa parte. Anaander disponía de multitud de cuerpos y solía estar en docenas, por no decir cientos de lugares a la vez. Pero ahora era menos numerosa, se había fragmentado y había perdido muchos de sus cuerpos clonados en la lucha contra sí misma. Yo estaba casi segura de que la capitana Uemi era una segmento de la Lord del Radch.

—La capitana de flota Uemi añadió que la Anaander que se ha adueñado de Tstur también ha conseguido cortar la conexión consigo misma fuera del sistema Tstur, así que el resto de sí misma no sabe qué pretende. La capitana de flota Uemi dice que, si ella fuera Anaander Mianaai, ahora que ha tomado el palacio, dedicaría la mayor parte de sus recursos a garantizar la seguridad del sistema, pero que también enviaría a alguien para que, si pudiera, acabara con usted, capitana de flota. La capitana de la flota Hrad también desea señalar que recibió la información de una nave situada en el palacio Omaugh, de modo que tiene semanas de antigüedad.

Bebí un sorbo de té.

—Si la tirana fuera lo bastante estúpida para enviar naves aquí nada más asumir el control de Tstur, lo antes que podría llegar sería... —La Misericordia de Kalr me mostró unos datos—, dentro de una semana.

—Esa parte de la Lord del Radch tiene razones para estar sumamente enfadada con usted —señaló Seivarden en nombre de Nave—. Y tiene antecedentes de reaccionar drásticamente frente a quienes la enojan lo suficiente. Si hubiera podido, habría venido a acabar con nosotras antes. —Seivarden frunció el ceño al ver las siguientes palabras que aparecieron en su visión, claro que yo también podía verlas y sabía qué diría a continuación—. El segundo mensaje es de Giarod, la gobernadora del sistema.

No respondí enseguida. La gobernadora Giarod era la autoridad designada para regir en la totalidad del sistema athoeki. También era, más o menos indirectamente, la causa de que hubiera sufrido las heridas de las que justo acababa de recuperarme. De hecho, casi había fallecido debido a ellas. Por ser quien era y lo que era, yo ya conocía el contenido del mensaje. No era necesario que Seivarden lo leyera en voz alta.

En el pasado, la Misericordia de Kalr tenía auxiliares: cuerpos humanos sometidos a su inteligencia artificial y que constituían sus ojos, oídos, manos y pies. Aquellas auxiliares ya no estaban, le fueron arrebatadas, y ahora la tripulación de Nave era enteramente humana. Yo sabía que las soldados comunes que había a bordo a veces actuaban en su nombre: hablaban por ella y hacían cosas que ella ya no podía hacer, como si fueran las auxiliares que había perdido, aunque, por lo general, no lo hacían delante de mí. Yo también era una auxiliar, la última segmento que quedaba de la crucero de batalla Justicia de Toren, que fue destruida veinte años atrás, y los intentos de mis soldados de imitar lo que yo había sido anteriormente no me divertían ni me reconfortaban. Aun así, no se lo había prohibido. Hacía muy poco que mis soldados se habían enterado de mi pasado. Además, parecían encontrar en esa práctica una forma de protegerse de la ineludible intimidad que implicaba vivir en una nave pequeña.

Pero Seivarden no necesitaba actuar así, de modo que debía de estar haciéndolo por voluntad de Nave. ¿Por qué Nave querría hacer algo así?

—La gobernadora Giarod solicita que usted regrese a la estación a la mayor brevedad posible conforme a su conveniencia —declaró Seivarden. Declaró Nave. La solicitud, con o sin el leve amago de cortesía de la expresión «conforme a su conveniencia», era más autoritaria de lo estrictamente correcto. Seivarden no estaba tan indignada como la teniente Ekalu por ello, pero era indudable que se preguntaba cómo reaccionaría yo—. La gobernadora no ha explicado la razón de su solicitud, aunque, ayer por la noche, Kalr Cinco percibió un alboroto justo fuera del Subjardín. Seguridad arrestó a alguien y, desde entonces, están todas nerviosas.

Nave me mostró breves fragmentos de lo que Cinco, quien seguía en la estación, había visto y oído.

—¿El Subjardín no había sido evacuado? —pregunté en voz alta, porque obviamente Nave quería que la conversación se desarrollara de aquella forma sin importar cómo me sentía yo al respecto—. Debería estar vacío.

—Exacto —confirmó Seivarden. Confirmó Nave.

La mayoría de las residentes del Subjardín eran ychanas, que eran despreciadas por las xhais, otro grupo étnico athoeki que había respondido mejor a la anexión que muchos otros. En teoría, cuando las radchaais anexionaban un nuevo mundo a su imperio, las distinciones étnicas se volvían irrelevantes, pero la realidad no era tan simple. Por otro lado, algunos de los temores más irracionales de la gobernadora Giarod estaban relacionados con las ychanas que vivían en el Subjardín.

—Estupendo. Despierta a la teniente Tisarwat, ¿quieres, Nave?

Desde que llegamos, Tisarwat había dedicado tiempo a establecer contactos en el Subjardín y también entre el personal de administración de la estación.

—Ya lo he hecho —contestó Seivarden en nombre de la Misericordia de Kalr—. Cuando usted se haya vestido y desayunado, su lanzadera ya estará preparada.

—Gracias.

Me di cuenta de que no quería decir «Gracias, Nave» ni «Gracias, Seivarden». Ninguna de las dos.

—Capitana de flota, espero no haber deducido demasiado... —añadió Nave a través de Seivarden.

La inquietud se sumó a la leve aprensión que Seivarden experimentaba. Había aceptado hablar en nombre de Nave, pero de repente sintió preocupación; quizá presintió que Nave se acercaba al tema central de la conversación.

—De ningún modo te imagino deduciendo demasiado, Nave.

De hecho, Nave percibía casi todo lo que me ocurría: cada respiración, cada temblor de cada músculo y mucho más, ya que yo todavía tenía los implantes de una auxiliar, aunque no lo fuera de Nave. Sin duda, sabía que el hecho de que utilizara a una oficial como falsa auxiliar me molestaba.

—Quería preguntarle algo, capitana de flota. Antes, en Omaugh, me ofreció la posibilidad de ser mi propia capitana. ¿Lo dijo en serio?

Por un instante, sentí como si la gravedad de la nave se hubiera desactivado. Era inútil que intentara ocultar mi reacción ante las palabras de Nave, ya que ella podía percibir hasta el menor detalle de mis respuestas físicas. Seivarden nunca había sido especialmente buena fingiendo impasibilidad y su consternación se reflejó en sus facciones aristocráticas. Debía de ignorar que era esto lo que Nave iba a decir. Abrió la boca como si fuera a decir algo, parpadeó y volvió a cerrarla. Luego frunció el ceño.

—Sí, lo dije en serio —repuse yo.

Para las radchaais, las naves no éramos personas. Éramos equipos, armas, máquinas que funcionábamos conforme a las órdenes que recibíamos y cuando las recibíamos.

—Desde que lo dijo, he estado reflexionando sobre ello —declaró Seivarden. No, declaró la Misericordia de Kalr—. Y he llegado a la conclusión de que no quiero ser capitana, aunque me gusta la idea de poder serlo.

Era evidente que Seivarden no sabía si sentirse aliviada o no por la respuesta de Nave. Ella sabía lo que yo era y, posiblemente, también sabía por qué dije lo que dije aquel día en el palacio Omaugh, pero era una radchaai de alta cuna y, como cualquier otra oficial radchaai, estaba acostumbrada a esperar que su nave cumpliera siempre con lo que se le ordenaba y estuviera siempre ahí para ella.

Yo también había sido una nave. Las naves podían albergar sentimientos muy intensos hacia sus capitanas o sus tenientes. Yo lo sabía por propia experiencia. ¡Vaya si lo sabía! Durante la mayor parte de mis dos mil años de vida, nunca pensé que, por ninguna razón, pudiera desear algo más. Por otro lado, la pérdida irrevocable de mi tripulación provocó en mí un gran vacío que había aprendido a ignorar. Mayormente. Al mismo tiempo, durante los últimos veinte años me había ido acostumbrando a tomar mis propias decisiones sin consultarlas con nadie, a tener autoridad sobre mi propia vida.

¿Se me había ocurrido pensar que mi nave pudiera sentir por mí lo que yo había sentido por mis capitanas? No era posible. Las naves no experimentaban esos sentimientos hacia otras naves. ¿Había pensado en esa posibilidad? ¿Por qué habría de hacerlo?

—De acuerdo —repuse.

Bebí un sorbo de té. No encontraba ninguna razón que justificara que Nave hubiera decidido decirme aquello a través de Seivarden. Claro que Seivarden era totalmente humana, y también era la teniente Amaat de la Misericordia de Kalr. Quizá la destinataria de las palabras de Nave no era yo, sino ella.

Seivarden nunca había sido el tipo de oficial a quien le importara o ni siquiera fuera consciente de lo que su nave sentía. Durante el tiempo que sirvió en la Justicia de Toren, nunca fue una de mis favoritas. Pero las naves tenían gustos diferentes y sentían predilección por personas diferentes, y Seivarden había mejorado mucho durante el último año.

Una nave con auxiliares expresaba lo que sentía de mil maneras sutiles y distintas. El té de una oficial favorita nunca estaba frío. Su comida se preparaba exactamente como ella deseaba. El uniforme siempre era de buena hechura, siempre le sentaba bien a la primera. Sus pequeños deseos y necesidades eran satisfechos en cuanto los experimentaba. La mayor parte de las veces, la oficial solo notaba que se sentía cómoda, más que en cualquiera de las naves en las que, en su caso, había servido.

Nave era, casi siempre, claramente parcial. Semanas antes, en el palacio Omaugh, yo le había dicho que podía ser una persona y que podía capitanearse a sí misma y ahora ella me decía, y yo estaba convencida de que no era casual que lo hiciera a través de Seivarden, que deseaba serlo, al menos potencialmente. Quería que ese derecho le fuera reconocido. Quería, quizás, una pequeña contraprestación o al menos que los sentimientos que albergaba fueran, de algún modo, reconocidos.

Yo no había notado que las amaats de Seivarden estuvieran especialmente solícitas con ella, claro que, como el resto de las soldados de la Misericordia de Kalr, eran humanas, no apéndices de la nave. Quizá, si hubieran tenido que actuar como auxiliares de Nave, se habrían sentido incómodas ante los pequeños pero innumerables actos de intimidad hacia Seivarden que Nave podría haberles pedido.

—De acuerdo —repetí.

La teniente Tisarwat, que estaba en sus dependencias, se calzó las botas. Todavía estaba medio dormida. Bo Nueve esperaba cerca de ella con un té. El resto de la decuria Bo dormía profundamente y algunas de las bos soñaban. Las amaats de Seivarden estaban terminando las tareas del día y se preparaban para la cena. Médico y la mitad de mis kalrs todavía dormían, aunque su sueño era ligero. Nave las despertaría al cabo de cinco minutos. Ekalu y sus etrepas todavía estaban de guardia. La teniente Ekalu seguía estando un poco indignada por el mensaje de la gobernadora del sistema y estaba preocupada por alguna otra cosa, aunque yo no estaba segura de cuál. En el exterior, de vez en cuando el polvo resbalaba por el casco de la Misericordia de Kalr y la luz del sol athoeki lo calentaba.

—¿Hay algo más?

Lo había. Seivarden, que estaba nerviosa desde que había empezado aquella parte de la conversación, parpadeó esperando ver algún tipo de respuesta en su visión. Durante un segundo entero, no apareció nada, pero entonces vio: «No, capitana de flota. Eso es todo.»

—No, capitana de flota. Eso es todo —leyó con voz titubeante.

Para alguien que conociera a las naves, aquel minuto de pausa resultaba muy elocuente. En cierto modo, me sorprendió que Seivarden, quien siempre se había mostrado ajena a los sentimientos de sus naves, se hubiera dado cuenta. Parpadeó tres veces y frunció el ceño. Estaba preocupada, desconcertada, inusualmente insegura de sí misma.

—Su té se está enfriando —declaró.

—Está bien —repliqué, y me lo bebí.

Hacía días que la teniente Tisarwat deseaba regresar a la estación Athoek. Solo llevábamos algo más de dos semanas en el sistema, pero ella ya tenía amigas y había establecido contactos. Desde que puso el pie en la estación, había intentado conseguir algún tipo de influencia en la administración del sistema, lo que, teniendo en cuenta sus circunstancias, no era de extrañar. Durante algún tiempo, Tisarwat no había sido Tisarwat. Anaander Mianaai, la Lord del Radch, había manipulado a la desafortunada teniente de diecisiete años con el objetivo de convertirla en un apéndice de sí misma, en una parte más de la Lord del Radch. Anaander esperaba que yo no me diera cuenta y así poder vigilarme y controlar a la Misericordia de Kalr. Pero yo la descubrí, retiré los implantes con los que había sometido a la teniente Tisarwat y ahora Tisarwat era otra persona, una Tisarwat nueva, con los recuerdos y, posiblemente, algunas de las inclinaciones de la antigua, pero también alguien que, durante varios días, había sido la persona más poderosa del espacio radchaai.

Tisarwat me esperaba en el exterior de la escotilla de entrada a la lanzadera. Tenía diecisiete años y no se podía decir que fuera alta, sino más bien larguirucha, como suelen serlo algunas jóvenes de diecisiete años que no han acabado de desarrollarse del todo. Todavía estaba un poco adormecida, pero iba perfectamente peinada y su uniforme marrón oscuro estaba impecable. Bo Nueve, que ya estaba dentro de la lanzadera, nunca habría permitido que su joven teniente saliera de sus dependencias en otro estado.

—Capitana de flota. —Tisarwat hizo una reverencia—. Gracias por llevarme con usted.

Sus ojos lilas, un vestigio de la antigua Tisarwat, que era frívola e inconstante y que con toda probabilidad empleó su primer sueldo en cambiar el color de sus ojos, tenían una expresión seria. Sin embargo, en el fondo se sentía genuinamente complacida, y también algo excitada a pesar de los medicamentos que la médico de la Misericordia de Kalr le había administrado. Los implantes que le colocó la Lord del Radch no funcionaron de forma adecuada y yo sospechaba que le habían provocado algún daño permanente. Cuando se los retiré, precipitadamente, resolví parte del problema, pero quizá le causé otros daños. Si añadíamos a esto su intensa, y totalmente comprensible, ambivalencia respecto a Anaander Mianaai, con quien, casi seguro, todavía compartía una parte de su identidad, el resultado era una angustia vital casi constante. Sin embargo, por lo que pude ver, en aquel momento se sentía bien.

—Ni lo mencione, teniente.

—Señor... —Era evidente que quería hablar de algo antes de subir a la lanzadera—. Giarod, la gobernadora del sistema, constituye un problema.

Giarod había sido designada por la misma autoridad que me envió al sistema athoeki. En teoría, éramos aliadas en el objetivo de mantener el sistema seguro y estable. Sin embargo, días antes había transmitido cierta información a mis enemigas, lo que casi había hecho que me mataran y, aunque era posible que en su momento no se diera cuenta, seguramente ahora era consciente de ello. Pero no me había comentado nada al respecto, ni una explicación, ni una disculpa, ningún reconocimiento de su error, nada. Solo aquel mensaje, que rayaba en lo irrespetuoso, y en el que solicitaba que acudiera a la estación.

—Creo que, en algún momento, necesitaremos una nueva gobernadora del sistema, señor —continuó Tisarwat.

—Dudo de que desde el palacio Omaugh vayan a mandarnos una próximamente, teniente.

—Cierto, señor —repuso Tisarwat—, pero yo podría hacerlo. Yo podría ser gobernadora. Lo haría bien.

—No tengo la menor duda, teniente —repliqué sin alterarme.

Me volví dispuesta a impulsarme más allá del límite entre la fuerza de gravedad artificial de la Misericordia de Kalr y la carencia de ella de la lanzadera. Percibí que, aunque Tisarwat había escuchado impertérrita mi respuesta, se había sentido herida. El dolor estaba amortiguado por los medicamentos, pero ahí estaba.

Al ser quien era, tenía que saber que rechazaría su oferta de ser la nueva gobernadora del sistema. Si yo seguía con vida era porque Anaander Mianaai, la Lord del Radch, creía que constituía o esperaba que constituyera un peligro para su enemiga. Claro que su enemiga era ella misma. A mí no me importaba especialmente qué facción de la Lord del Radch resultara victoriosa. En lo que a mí respectaba, todas eran lo mismo y prefería que fuera aniquilada por completo; un objetivo que estaba muy por encima de mis capacidades, pero ella me conocía lo bastante para saber que le causaría todo el daño que pudiera; a toda ella. Anaander Mianaai se había adueñado de la desafortunada teniente Tisarwat para estar cerca de mí y controlar esos daños en lo posible. La misma Tisarwat me lo contó poco después de que llegáramos a la estación Athoek. Además, unos días antes, Tisarwat me había dicho: «¿Comprende, señor, que las dos estamos haciendo exactamente lo que ella quiere?» Con «ella» se refería a Anaander Mianaai. Yo le respondí que no me importaba mucho lo que la Lord del Radch quisiera.

Me volví de nuevo, apoyé una mano en el hombro de Tisarwat y le dije, esta vez con un tono de voz más amable:

—Para empezar, superemos el día de hoy, teniente.

O podría haber dicho las semanas, los meses siguientes o incluso más. El espacio radchaai era vasto y las contiendas que estaban teniendo lugar en los palacios provinciales podían alcanzar Athoek el día, la semana o el año siguiente. O podían consumirse en los palacios mismos y no llegar nunca al sistema athoeki. Aunque yo no apostaba a favor de esa posibilidad.

A menudo, hablamos con ligereza de las distancias dentro de un mismo sistema solar. Decimos que una estación está cerca de una luna o un planeta; que un portal está cerca de la estación más importante de un sistema... Pero, en realidad, esas distancias se miden en cientos de miles, por no hablar de millones de kilómetros. Y las estaciones más alejadas de un sistema podían estar a cientos e incluso miles de millones de kilómetros de los portales.

Unos días antes, la Misericordia de Kalr había estado verdadera y peligrosamente cerca de la estación Athoek, pero ahora lo estaba solo relativamente. El trayecto en la lanzadera duraría un día entero. La Misericordia de Kalr podía generar sus propios portales para crear atajos en el espacio tridimensional y podría habernos trasladado a nuestro destino mucho más deprisa. Pero aparecer repentinamente cerca de una estación con mucho tránsito entrañaba el riesgo de chocar con lo que una se encontrara al salir del portal espacial. Nave podría haberlo hecho y, en realidad, lo había hecho hacía muy poco. Pero en aquel momento era más seguro ir con la lanzadera, la cual era demasiado pequeña para generar su propia gravedad y, mucho menos, un portal propio. El problema de la gobernadora Giarod, fuera cual fuera, tendría que esperar.

De modo que yo disponía de bastante tiempo para plantearme qué podía encontrar en la estación. Seguramente, las dos facciones de Anaander Mianaai —suponiendo que solo hubiera dos, lo que quizá no era una suposición segura— tenían agentes allí. Pero ninguna de esas agentes sería militar. La capitana Hetnys, que además de ser enemiga mía era la persona a la que Giarod, la gobernadora del sistema, había transmitido imprudentemente información comprometedora, estaba congelada en un tanque de suspensión a bordo de la Misericordia de Kalr junto con todas sus oficiales. Su nave, la Espada de Atagaris, orbitaba lejos del planeta Athoek con los motores en modo automático y todas sus auxiliares en tanques de suspensión. La Misericordia de Ilves, la única nave militar emplazada en el sistema aparte de la Espada de Atagaris y la Misericordia de Kalr, estaba inspeccionando las estaciones del borde exterior y, de momento, su capitana no había mostrado indicios de querer desobedecer mis órdenes de seguir allí. Seguridad de la Estación y Seguridad Planetaria eran las únicas amenazas armadas que quedaban, pero las armas que empleaba Seguridad eran las porras paralizantes. Esto no significaba que Seguridad no pudiera ser una amenaza, porque sin duda lo era, en particular para las ciudadanas desarmadas, pero no lo era para mí.

Cualquiera que se hubiera dado cuenta de que yo no respaldaba la misma facción de la Lord del Radch que ella, solo dispondría de medios políticos para actuar en mi contra. Por lo tanto, debía de tratarse de una cuestión política. Quizá debería seguir el ejemplo de la teniente Tisarwat e invitar a cenar a la jefa de Seguridad de la estación.

Kalr Cinco seguía en la estación Athoek junto con Ocho y Diez. La estación ya estaba superpoblada incluso antes de que el Subjardín resultara dañado y fuera evacuado y no había suficientes camas para todo el mundo, así que mis kalrs habían colocado cajones de embalaje y camastros en el extremo de un pasillo sin salida. La ciudadana Uran estaba sentada y sin hacer ruido en uno de esos cajones mientras conjugaba con determinación verbos en raswar. Las ychanas de la estación Athoek hablaban, sobre todo, raswar y nuestras vecinas eran, en su mayoría, ychanas. Le habría resultado más fácil ir al Departamento Médico y aprender los fundamentos del idioma con la ayuda de medicamentos, pero manifestó con gran vehemencia que no deseaba hacerlo. Uran era la única miembro de mi escaso personal que no era militar. Tenía casi dieciséis años y no era familia mía ni de nadie de la Misericordia de Kalr, pero ahora yo era responsable de ella.

Cinco estaba cerca, aparentemente concentrada en que el té estuviera a punto cuando llegara la tutora de Uran, lo que ocurriría al cabo de pocos minutos, pero en realidad vigilaba de cerca a Uran. Unos metros más allá, Kalr Ocho y Kalr Diez fregaban el suelo de nuestro sector del pasillo. Ya tenía muchas menos marcas que antes y era perceptiblemente menos gris que el sector que había al otro lado de los límites de nuestra improvisada casa. Mientras trabajaban, cantaban, pero en voz baja, porque al otro lado de las puertas más cercanas había ciudadanas durmiendo.

El jazmín crecía

en el dormitorio de mi amada.

Se enroscaba en su cama.

Las hijas han ayunado y se han rapado la cabeza.

Dentro de un mes volverán a visitar el templo,

portando rosas y camelias.

Pero yo me sustentaré

solo con el perfume de las flores del jazmín

hasta el final de mis días.

Se trataba de una vieja canción, más vieja que Ocho y Diez; probablemente, más vieja que sus abuelas. Yo me acordaba de cuando se difundió por primera vez. En la lanzadera, donde no podían oírme ni Ocho ni Diez, la canté con ellas; en voz baja, porque Tisarwat estaba a mi lado, sujeta a su asiento y profundamente dormida. Sin embargo, la piloto de la lanzadera sí que me oyó y percibí que se ponía contenta.

El repentino viaje de vuelta a la estación y lo que había oído acerca del mensaje de la gobernadora Giarod la habían intranquilizado, pero si yo cantaba, todo debía de estar bien.

En la Misericordia de Kalr, Seivarden dormía y soñaba. Sus diez amaats también dormían apretujadas en las literas. La decuria Bo, bajo la dirección de Bo Una, puesto que Tisarwat estaba en la lanzadera conmigo, acababa de despertarse y recitaba, de una forma automática y desigual, la oración matutina: «La flor de la justicia es la paz. La flor de la corrección es la belleza en pensamiento y acción...»

Poco después, Médico acabó su turno y encontró a la teniente Ekalu en la diminuta sala de blancas paredes de la decuria con la mirada fija en la cena.

—¿Está usted bien? —le preguntó Médico mientras se sentaba a su lado.

La etrepa que estaba en la habitación colocó un tazón de té en la mesa frente a Médico.

—Estoy bien —mintió Ekalu.

—Hemos servido juntas durante mucho tiempo —repuso Médico. Ekalu, desconcertada, no levantó la vista ni dijo nada—. Antes de que la promovieran, habría acudido a sus compañeras de decuria en busca de apoyo, pero ya no puede hacerlo. Ahora son de Seivarden. —Antes de que yo llegara, antes de que la anterior capitana de la Misericordia de Kalr fuera detenida por traición, Ekalu era Amaat Una—. Y supongo que siente que no puede recurrir a sus etrepas. —La etrepa que atendía a Ekalu permanecía impasible en una esquina de la habitación—. Muchas tenientes lo harían, claro que ellas no proceden de sus decurias, ¿no?

No añadió que a Ekalu quizá le preocupaba minar su autoridad frente a unas compañeras que, durante años, la habían conocido como soldado común. Tampoco añadió que Ekalu sabía, de primera mano, lo desigual que podía ser ese tipo de intercambio: pedir cualquier tipo de consuelo o apoyo emocional a las soldados que servían a su mando.

—Me atrevo a decir que es usted la primera en ser promovida de una decuria.

—No lo soy —replicó Ekalu con voz neutra—. La capitana de flota también lo fue. —Se refería a mí—. Supongo que usted lo sabía desde el principio.

Se refería a que Médico sabía que yo era una auxiliar, no una humana.

—Entonces ¿es ese el problema? —preguntó Médico. No había probado el té que la etrepa le había servido—. ¿Que la capitana de flota esté antes que usted?

—¡No, claro que no! —Ekalu por último levantó la vista y su expresión impasible cambió momentáneamente, pero enseguida volvió a la inexpresividad—. ¿Por qué habría de serlo?

Yo sabía que estaba siendo sincera. Médico realizó un gesto de indiferencia.

—Algunas personas sienten celos, y la teniente Seivarden está... muy unida a la capitana de flota. Y usted y la teniente Seivarden...

—Sería absurdo sentir celos de la capitana de flota —declaró Ekalu con voz átona.

Esto también lo dijo en serio. Su afirmación podía ser tomada como un desprecio hacia mí, pero yo sabía que no era esa su intención. Y estaba en lo cierto. No tenía el menor sentido sentir celos de mí.

—Ese tipo de cosas no siempre tienen sentido —observó Médico con sequedad. Ekalu guardó silencio—. A veces, me he preguntado qué pasó por la mente de Seivarden cuando descubrió que la capitana de flota era una auxiliar. ¡Ni siquiera era humana! —Entonces, en respuesta a un levísimo y breve cambio de expresión de Ekalu, añadió—: Pero no lo es. Me imagino que ella misma se lo dirá.

—¿Se referirá acaso a la capitana de flota como ello en lugar de ella? —La retó Ekalu, y enseguida apartó la mirada—. Le ruego que tenga la bondad de disculparme, Médico. Simplemente, eso no me parece bien.

Como yo podía ver lo que Nave veía, percibí que Médico reaccionaba con extrañeza ante la sumamente formal disculpa de Ekalu y ante su repentino y cuidadoso intento de disimular su habitual acento de clase baja. Pero Médico conocía a Ekalu desde hacía mucho tiempo, y la mayor parte de este, como la misma Médico había dicho, cuando todavía formaba parte de una decuria.

—Seguro que Seivarden cree que comprende lo que es estar en lo más bajo del montón —declaró Médico—. Sin duda, ha aprendido que es posible encontrarse ahí a pesar de haber nacido en una buena familia, tener unos modales impecables y que todo apunte a que Aatr le ha concedido una vida de abundancia y felicidad. Ha aprendido que es posible que alguien a quien ella desdeñaba y despreciaba sea merecedora de su respeto. Y ahora que lo ha aprendido, se imagina que la comprende a usted. —Se le ocurrió otra idea—. Por eso no le ha gustado que diga que la capitana de flota no es humana, ¿no es así?

—Yo nunca he estado en lo más bajo de ningún montón. —Ekalu siguió vocalizando con esmero, imitando la forma de hablar de Médico, de Tisarwat, de Seivarden. Incluso la mía—. Y ya le he dicho que estoy bien.

—Entonces debo de estar equivocada —replicó Médico sin rencor ni sarcasmo en la voz—. Le pido su indulgente perdón, teniente.

Se mostró más formal de lo necesario. Al fin y al cabo, conocía a Ekalu desde hacía mucho tiempo y, durante este, había sido su médico.

—Por supuesto lo tiene, Médico.

Seivarden seguía durmiendo. No era consciente de la frustración que experimentaba su colega y amante. No era consciente, al menos eso temía yo, de la buena disposición de Nave hacia ella, un sentimiento que yo empezaba a sospechar que se había convertido en cariño de verdad. Nave era capaz de hablar directamente de un montón de cosas, pero nunca de esos sentimientos. Yo estaba convencida de ello.

A mi lado, en la lanzadera, Tisarwat masculló algo y se agitó, pero no se despertó. Dirigí mis pensamientos a lo que podía encontrar en la estación Athoek cuando llegáramos y a lo que debía hacer al respecto.

Capítulo 2

2

Me reuní con la gobernadora Giarod en su oficina. Aquel día, las cortinas de seda verde y crema también cubrían el amplio ventanal que daba a la plaza principal de la estación Athoek. Numerosas ciudadanas transitaban por el rayado suelo blanco: iban o venían de Administración de la Estación o charlaban frente al templo de Amaat y sus enormes relieves de las cuatro Emanaciones. La gobernadora Giarod era alta, de espaldas anchas y apariencia serena, pero yo sabía, por experiencia, que era propensa a sentir recelo y a actuar conforme a ese sentimiento en los momentos más inoportunos. Me ofreció asiento, cosa que acepté, y un té, lo que rechacé. Kalr Cinco, que me había recibido en los muelles, permanecía impasible justo detrás de mí. Consideré la posibilidad de ordenarle que me esperara junto a la puerta o incluso en el pasillo, pero decidí que un recordatorio obvio de quién era yo y de los recursos de los que disponía podía serme útil.

La gobernadora Giarod no pudo evitar fijarse en la soldado que permanecía en posición de firmes detrás de mí, pero actuó como si no la viera.

—Cuando restablecimos la gravedad, capitana de flota, la administradora de la estación Celar pensó, y yo estuve de acuerdo con ella, que debíamos realizar una inspección exhaustiva del Subjardín para asegurarnos de que la estructura no estaba dañada.

Pocos días antes, los jardines públicos, que estaban justo encima de aquella parte de la estación cuyo nombre derivaba de ellos, empezaron a desmoronarse y los cuatro niveles de debajo estuvieron a punto de inundarse. La IA de la estación Athoek solucionó la emergencia desconectando la gravedad de toda la estación mientras evacuaban el Subjardín.

—¿Encontró usted escondidas allí, como temía, a docenas de personas no autorizadas?

A todas las radchaais se les implantaba un rastreador nada más nacer, de modo que ninguna ciudadana podía pasar inadvertida o escapar a la visión de cualquier IA que estuviera conectada. En concreto, en el relativamente pequeño espacio de la estación Athoek, la idea de que alguien pudiera vivir o desplazarse por allí sin que Estación lo supiera era totalmente absurda. Aun así, la creencia de que cientos de personas sin identificar se escondían en el Subjardín y que todas ellas constituían una amenaza para las ciudadanas respetuosas con la ley era alarmantemente común.

—Sé que en su opinión esos temores son absurdos —replicó la gobernadora Giarod—. No obstante, como resultado de nuestra inspección, encontramos a una de esas personas. Se escondía en los túneles de acceso que comunican los niveles tres y cuatro.

—¿Solo una? —pregunté con voz neutra.

La gobernadora me indicó, con un gesto, que comprendía el alcance de mi pregunta: una persona ni siquiera se aproximaba a lo que algunas personas, incluida, por lo visto, la gobernadora, temían.

—Es ychana. —La mayoría de las residentes del Subjardín eran ychanas—. Nadie admite saber nada de ella, aunque es obvio que algunas la conocen. Está en una celda en Seguridad. Pensé que querría usted saberlo, sobre todo teniendo en cuenta que la última persona que hizo algo así era una alienígena.

Se refería a la traductora Dlique, la representante medio humana de las misteriosas y aterradoras presgeres, quienes, antes de firmar el tratado con el Radch —en realidad con toda la humanidad, ya que las presgeres no distinguían entre los distintos tipos de humanas—, solían destruir naves humanas y despedazar a las humanas mismas simplemente por diversión. Las presgeres eran tan poderosas que ninguna fuerza humana, ni siquiera del Imperio radchaai, podía destruirlas o defenderse de ellas. Al final resultó que Dlique, la traductora de las presgeres, podía eludir los sensores de Estación con una facilidad alarmante y no tuvo paciencia para permanecer recluida en la residencia de la gobernadora. Su cadáver estaba en un tanque de suspensión en el Departamento Médico a la espera del esperanzadoramente lejano día que las presgeres fueran a buscarla y tuviéramos que explicarles que una auxiliar de la Espada de Atagaris la había matado al sospechar que había pintarrajeado sobre una pared del Subjardín.

Como mínimo, la inspección que había dado lugar al hallazgo de aquella persona debería haber disipado los temores de que una horda de ychanas asesinas vivían ocultas en el Subjardín.

—¿Han examinado su ADN? ¿Es pariente cercana de alguna de las residentes del Subjardín?

—¡Qué pregunta tan extraña, capitana de flota! ¿Sabe algo que no ha compartido conmigo?

—Muchas cosas —repliqué yo—, pero la mayoría no le interesan. No está emparentada con nadie de aquí, ¿no?

—No —contestó la gobernadora Giarod—. Y Médico me ha informado de que tiene algunas marcas que no se veían por aquí desde antes de la anexión de Athoek. —«Anexión» era el término cortés para referirse a la invasión y colonización de otros sistemas solares por parte del Imperio radchaai—. Y como no puede ser descendiente reciente de un linaje que se extinguió hace siglos, la única otra posibilidad, en el sentido más amplio de la palabra, es que tenga más de seiscientos años.

Había otra posibilidad, pero la gobernadora Giarod todavía no la había contemplado.

—Probablemente, se trate de eso, aunque debe de haber pasado buena parte de ese tiempo en suspensión.

La gobernadora Giarod frunció el ceño.

—¿Sabe usted de quién se trata?

—No sé quién es, al menos no específicamente —le contesté—, pero sí que tengo sospechas acerca de qué es. ¿Puedo hablar con ella?

—¿Me hará partícipe de sus sospechas?

—Si resultan ser infundadas, no. —Lo único que me faltaba era que la gobernadora incorporara otra enemiga fantasma a su lista—. Quiero hablar con ella y que una médico la examine de nuevo. Una médico discreta y con criterio.

La celda era diminuta; dos por dos metros, un camastro y un recipiente con agua en una esquina. La persona que estaba en cuclillas sobre el rayado suelo tenía la mirada fija en un cuenco con skel que, obviamente, era su cena. A primera vista, parecía una persona común y corriente. Vestía el tipo de ropa preferido por la mayoría de las ychanas del Subjardín: unos pantalones y una camisa anchos y de vistosos colores verdes, amarillos y naranjas, pero aquella persona también llevaba puestos unos sencillos guantes grises que parecían sospechosamente nuevos. Probablemente procedían de los almacenes de Estación, y Seguridad había insistido en que se los pusiera. Casi nadie del Subjardín llevaba guantes y esta era otra de las razones que alimentaban la creencia de que las personas que vivían allí eran incivilizadas y también inquietante y quizás incluso peligrosamente extrañas. Para nada radchaais.

Yo no podía indicarle, de ningún modo, que quería entrar. Además, al estar detenida en Seguridad, no disponía de la menor privacidad. A mi requerimiento, Estación, la IA que controlaba la estación Athoek y que, a todos los efectos, era la estación misma, abrió la puerta. La persona que estaba acuclillada en el suelo ni siquiera levantó la vista.

—¿Puedo entrar, ciudadana? —le pregunté.

Aunque el término «ciudadana» era, casi con certeza, un término equivocado para dirigirme a ella en aquel lugar, en radchaai era prácticamente el único cortés posible.

La persona no contestó. Entré, lo que supuso dar un solo paso, y me acuclillé delante de ella. Kalr Cinco se quedó en el umbral de la puerta.

—¿Cómo se llama? —le pregunté.

La gobernadora Giarod me había contado que, desde que la detuvieron, aquella persona se había negado a hablar. Habían programado someterla a un interrogatorio a la mañana siguiente. Claro que, para que un interrogatorio surtiera efecto, una tenía que saber qué preguntas debía formular y era probable que, en aquel caso, nadie las supiera.

—No podrá seguir guardando su secreto —continué yo, dirigiéndome a la persona que estaba en cuclillas frente a mí y con la mirada fija en el cuenco de skel. No le habían proporcionado ningún utensilio para comer temiendo, quizá, que se hiriera con él. Tendría que comer las gruesas hojas con las manos o introducir la cara en el cuenco, y cualquiera de las dos opciones era desagradable y degradante para una radchaai—. Han programado someterla a un interrogatorio mañana por la mañana. Estoy segura de que serán lo más cuidadosas posible, aun así, no creo que se trate de una experiencia especialmente agradable.

Como muchas de las personas anexionadas por el Radch, la mayoría de las ychanas estaban convencidas de que los interrogatorios siempre iban acompañados de la reeducación a la que se sometía a las delincuentes convictas para garantizar que no volvieran a delinquir. Sin duda, las drogas que se utilizaban en ambos casos eran las mismas y una interrogadora incompetente podía provocar importantes lesiones a una persona. Incluso las más radchaais de las radchaais sentían terror hacia los interrogatorios y la reeducación y daban incontables rodeos para evitar hablar de esos temas aunque les resultaran ineludibles.

Seguí sin obtener una respuesta. Aquella persona ni siquiera levantó la mirada. Yo era tan capaz como ella de seguir en cuclillas y en silencio. Pensé en pedirle a Estación que me mostrara lo que podía detectar en ella: sin duda, los cambios de temperatura, seguramente el ritmo cardíaco y posiblemente otros datos. Estaba segura de que fueran cuales fueran los sensores que había en Seguridad, estaban programados para captar tanta información como fuera posible de las presas. En cualquier caso, dudaba de que esos datos me sorprendieran.

—¿Conoce alguna canción? —le pregunté.

Creí percibir un cambio, aunque pequeño, en su postura, en la posición de sus hombros. Mi pregunta la había sorprendido. Tenía que admitir que se trataba de una pregunta absurda. Casi todas las personas que había conocido durante mis dos mil años de vida conocían, como mínimo, varias canciones.

—Eso la ha sorprendido, capitana de flota —me informó Estación al oído.

—Indudablemente —respondí yo en silencio.

No levanté la vista cuando Cinco se apartó para dejar paso a Ocho, que llevaba en las manos una caja de oro con cristales rojos, azules y verdes encastados. Antes de salir de la oficina de la gobernadora, le envié un mensaje pidiéndole que me la llevara. Le indiqué, con un gesto, que la dejara a mi lado en el suelo, y cuando lo hizo, abrí la tapa.

Antes, la caja contenía un juego de té antiguo formado por un termo, un colador y doce tazones fabricados en oro con incrustaciones de cristales azules y verdes. Había durado tres mil años sin romperse, posiblemente más, pero ahora estaba roto, hecho pedazos, desparramado por el interior de la caja o acumulado en los huecos que antes contenían las piezas ajustadamente manteniéndolas a salvo. Cuando estaba intacto, valía una auténtica fortuna, pero hecho pedazos seguía siendo muy valioso.

La persona que estaba acuclillada frente a mí finalmente volvió la cabeza para mirarlo y preguntó con voz monótona y en radchaai:

—¿Quién ha hecho esto?

—Sin duda usted sabía, cuando lo vendió, que algo así podía suceder —repuse yo—. Ciertamente sabía que nadie más lo valoraría tanto como usted.

—No sé de qué me está hablando. —Seguía mirando fijamente el juego de té roto y su voz seguía siendo inexpresiva. Hablaba el radchaai con el mismo acento que otras ychanas a las que yo había oído hablar en el Subjardín—. Es obvio que se trata de un objeto valioso y quien lo rompió es, indudablemente, alguien por completo incivilizada.

—Creo que se siente ofendida, capitana de flota —declaró Estación en mi oído—. En cualquier caso, se ha dejado llevar por sus emociones. Me resulta difícil ser más concreta cuando solo dispongo de los datos externos y no conozco bien a la persona.

Yo sabía a lo que se refería por propia experiencia, pero no se lo dije. Le contesté, en silencio:

—Gracias, Estación, es bueno saberlo.

Yo también sabía por propia experiencia lo útil que podía resultar una IA si una le caía bien y los problemas y dificultades que podía ocasionar si, por alguna razón, una le caía mal o la IA le guardaba rencor por algo. Yo estaba genuina y agradablemente sorprendida por el hecho de que Estación me transmitiera información por iniciativa propia.

—¿Cómo se llama? —le pregunté en voz alta a la persona que estaba acuclillada delante de mí.

—Que la jodan —contestó ella con voz uniforme y anodina y sin dejar de mirar el juego de té destroza

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