Nota de Ken Liu sobre la traducción de lenguas y nombres
En Marea Tóxica hay una gran variedad de lenguas siníticas (o, para ser más precisos, «topolectos», de los que hablaré más adelante). El idioma de los oriundos de Isla de Silicio se basa en el dialecto de Shantou (también conocida como Swatow), que forma parte de la familia de lenguas chinas min nan, entre las que también se incluye el hokkien, del que a su vez forman parte el taiwanés y el dialecto de Amoy.
Los residuales, trabajadores migrantes de las regiones de China con menor desarrollo económico, llevan al lugar sus propias variedades regionales de chino (la mayoría de las cuales son dialectos del mandarín), pero se comunican entre ellos y con los oriundos de Isla de Silicio en mandarín estándar, que es la lengua franca de la China contemporánea.
Además, dado que Isla de Silicio se encuentra en la provincia de Cantón, cerca de Hong Kong y de la ciudad del mismo nombre, muchos de los habitantes del lugar entienden y hablan el cantonés (sobre todo, el dialecto hongkonés en mayor o menor medida) y conocen la cultura cantonesa (entre la que se incluye Hong Kong).
La gente con un poco más de formación también adereza sus palabras con alusiones y referencias extraídas del chino clásico, que es una lengua literaria.
Esta riqueza lingüística, que también forma parte del día a día de muchos chinos, presenta varios desafíos a la hora de trasvasar el texto para los lectores anglohablantes. La desafortunada tendencia que tienen los medios occidentales de dar importancia únicamente al mandarín estándar y al cantonés de Hong Kong, las dos lenguas siníticas más reputadas de la actualidad, dificulta la representación de un paisaje lingüístico que, en realidad, es mucho más variado. (En chino, la eficiente solución a la controversia entre lenguas y dialectos es la palabra fangyan, que literalmente significa «habla regional». He decidido tener en cuenta el uso actual y traducirla como «topolecto» en lugar de «dialecto», que es una palabra más problemática e imprecisa.)
He limitado mucho el uso el palabras y expresiones chinas en esta traducción por razones de legibilidad. Para mostrar parte de esa riqueza lingüística, he usado la fonética del dialecto teochew en lugares puntuales y dejado las marcas tonales en las notas al pie de página para agilizar la lectura. (Solo hay un momento en toda la novela en el que he dejado las marcas tonales en el texto para que se distinga el teochew del mandarín.) Las palabras que se han incorporado al inglés desde el cantonés, como dim sum o hakau; desde el mandarín, como fengshui; o incluso desde el japonés, como nori, están escritas de esta manera, ya que les resultarán familiares a los lectores anglohablantes. He usado un pinyin basado en mandarín estándar sin marcas tonales para el chino clásico y los neologismos contemporáneos, como shanzhai, que considero que terminarán por incorporarse al inglés.
Los nombres chinos están casi todos escritos en mandarín con un pinyin sin marcas tonales y anteponiendo los apellidos, como es costumbre en China. Esta regla se infringe con los personajes de Hong Kong, para los que he usado un cantonés fonético y sin marcas tonales con los nombres antepuestos, como es costumbre en Occidente.
Prólogo
Las nubes se agitaban en el sudeste como caballos a la fuga. El tifón Saola, que aún se encontraba a trescientos kilómetros de la costa, se acercaba a Hong Kong.
La ruta del tifón, acelerada y errática, hacía honor a su nombre.
A Sug-Yi Chiu Ho le vino a la mente por un instante el aspecto de aquel animal tan grácil que ahora solo existía pixelado en imágenes de bases de datos o disecado en museos.
«Saola» (un animal cuyo nombre científico es Pseudoryx nghetinhensis) era una palabra de los dai que se usaba en Vietnam. Los científicos tuvieron que esperar a que hubieran pasado dieciocho años desde que descubrieron unos cráneos insólitos para que los lugareños admitieran que habían visto un espécimen vivo. Cinco años después, estaban extinguidos.
Los saola tenían unas franjas blancas que les recorrían el morro. Unos cuernos largos y rectos que se curvaban un poco hacia delante y que les granjearon el nombre de «unicornios asiáticos». Cuando existía, la especie poseía las mayores glándulas odoríferas de entre los mamíferos que no estaban extintos, lo que se convirtió en una de las razones principales de su extinción. En el folclore de Vietnam y Laos eran un símbolo de buena suerte, felicidad y longevidad.
Ahora todo eso parecía un chiste.
«Menudo frío.»
La mujer, Sug-Yi, se aferró al lateral de la pequeña lancha motora con una mano mientras usaba la otra para abrigarse mejor con la chaqueta. El Observatorio de Hong Kong había emitido la alerta por ciclones tropicales de nivel ocho, que indicaba una velocidad del viento constante de entre sesenta y tres y ciento diecisiete kilómetros por hora con rachas ocasionales que podían superar los ciento ochenta.
«Sin duda he acertado con el día.»
La Flor de Tusílago se elevó, rompió a través de unas olas coronadas de espuma y se acercó al Larga Prosperidad, un carguero de 8.000 TEU. El carguero había cruzado el Pacífico desde el puerto de Nueva York y New Jersey. Se dirigía a los muelles de Kwai Tsing, desde donde el cargamento se distribuiría a los puertos más pequeños de China.
El timonel le hizo un gesto a Sug-Yi y ella asintió. El fuerte viento le azotaba la cara, que tenía una palidez particular. Los números que descendían por las gafas de Sug-Yi indicaban que el objetivo había aminorado la velocidad en diez nudos, como exigía la norma de las autoridades portuarias, para reducir la cantidad de polución vertida en las aguas del puerto y la estela del barco, que podía afectar a embarcaciones más pequeñas.
«Pero también es una buena oportunidad.»
Hizo un gesto a la tripulación para indicarles que se mantuviesen alerta.
La Flor de Tusílago aceleró y se acercó al Larga Prosperidad hasta que quedaron a la par e igualó la trayectoria y la velocidad. Al lado de aquel contenedor gigante, fabricado por Samsung Heavy Industries, de 334,8 metros de eslora y 45,8 de manga, la lancha motora parecía una rémora unida a un tiburón peregrino.
—¡Rápido!
El rugido del motor ahogó casi por completo la voz de Sug-Yi.
La escalerilla de cuerda magnética salió disparada como una tela de araña y se sujetó con firmeza a unos dos metros por debajo de la barandilla de estribor del Larga Prosperidad. La parte inferior de la escalerilla siguió unida a la lancha motora para darle más estabilidad. Un miembro armado del equipo de asalto empezó a subir por ella con mucha destreza. Colgaba de la parte inferior de la escalerilla y le daba la espalda al mar para aprovecharse de los garfios que tenía en la suela de las botas, y también para evitar marearse al ver el mar agitado.
Pese a estar muy bien entrenado, el hombre solitario se balanceaba muchísimo en la escalerilla, como un insecto herido atrapado en la tela de una araña al que no dejaban de sacudir el viento y las olas. Los veinticinco metros que tenía que recorrer parecían poca distancia, pero iban a ser difíciles.
«¡Deprisa, deprisa!»
El miedo de Sug-Yi se incrementaba a cada segundo. La Flor de Tusílago había interceptado al Larga Prosperidad con tanta facilidad que la tripulación del carguero aún no había podido reaccionar. Pero se agotaba el tiempo. Cuando llegaran a las aguas poco profundas del puerto, las olas serían todavía más altas, y las maniobras, más peligrosas.
—¿Lo estás grabando? —preguntó a la joven que tenía al lado, que asintió muy nerviosa mientras la cámara en miniatura que tenía junto a la oreja subía y bajaba al ritmo de su cabeza. Era su primera misión. Sug-Yi le indicó que estabilizara la grabación.
«El espectáculo debe continuar.»
Soltó una carcajada. ¿Cuándo había pasado de disgustarle aquella filosofía a convertirse en una de sus fieles practicantes? Era similar a esas «acciones directas no violentas» que empleaba Greenpeace: tumbarse en las vías para detener trenes, abordar balleneros, interceptar residuos radiactivos... Lo hacían una y otra vez, y cada actuación era más radical que la anterior, una manera muy tenaz de poner a prueba la tolerancia de los gobiernos y las megacorporaciones. Eran acciones que le daban a su organización una notoriedad creciente y que también ayudaban a que la población fuese más consciente de los problemas medioambientales y quizá ayudasen a aprobar leyes al respecto.
«Es una buena justificación, ¿verdad?»
Recordó una charla que había dado su mentor, el doctor Guo Qide, fundador de la organización Flor de Tusílago, durante la última fiesta de bienvenida de nuevos miembros.
Había atenuado las luces y proyectado un cuadro en la pantalla gigante: un barco de vela con tres mástiles que navegaba entre olas gigantescas y estaba a punto de volcar. Parte de la tripulación escapaba aterrorizada en botes salvavidas y dejaba detrás a algún que otro incauto que se afanaba a bordo del barco. El claroscuro del mar negro contra las olas blancas llamaba mucho la atención.
—Este cuadro, L’Incendie du Kent, se pintó en 1827 y es obra de Jean Antoine Théodore Gudin. —La cautivadora voz del doctor Guo sedujo al público—. El barco representa el mundo en el que vivimos, el que estamos a punto de perder. Algunos ya han saltado a los botes salvavidas, pero otros aún son ajenos a lo que ocurre y no están al tanto.
»Nuestro trabajo en Flor de Tusílago es tocar los tambores, hacer sonar el gong, hacer el payaso, lanzar fuego por la boca y usar cualquier medio a nuestro alcance para llamar la atención de todo el mundo. Debemos hacer ver a la población que el barco está a punto de naufragar. El problema es que los responsables de que estemos así creen que pueden escapar ilesos. A menos que consigamos entretejer nuestros destinos, nos dejarán atrás y seremos nosotros quienes paguemos por sus errores.
Un grito muy agudo interrumpió la duermevela de Sug-Yi. Levantó la cabeza y vio que varios miembros de la tripulación del Larga Prosperidad la miraban desde la borda. Intentaban soltar el enganche magnético de la escalerilla, pero como el casco del carguero estaba diseñado para maximizar el espacio en la cubierta de la bodega, la parte superior se curvaba hacia afuera en un ángulo muy pronunciado. Para conseguir llegar hasta la escalerilla, los tripulantes tenían que inclinarse tanto que sus cuerpos quedaban colgando en la nada. Intentaron sin éxito enfrentarse a los vientos huracanados que les impedían llegar hasta ella y cejaron en su empeño.
El hombre de la escalerilla empezó a subir aún con más brío. Solo le quedaban diez metros para llegar.
Un chorro blanco de agua rompió contra la cubierta del Larga Prosperidad y lo golpeó. La escalerilla se agitó como un columpio. Las manos del hombre se soltaron de la cuerda y empezó a caer hacia el mar embravecido de abajo.
Sug-Yi se tapó la boca con la mano, pero no fue capaz de apartar la mirada. La joven de la cámara gritó.
Pero el hombre dejó de caer. Se quedó colgando bocabajo en el aire: los ganchos de la suela de las botas lo habían salvado en el último momento. Se dobló en el aire, cogió la cuerda con las manos y continuó el ascenso.
—¡Bien hecho! —gritó Sug-Yi.
La tripulación del Larga Prosperidad empezó a rociar al hombre con la manguera de alta presión, como si fuese una llama que ascendiese por la escalerilla. El principal peligro al que tenía que enfrentarse el abordador no era el impacto de la superficie contra su cuerpo, sino la privación temporal de oxígeno debido al agua que le cubría la nariz y la boca. Por suerte, estaba preparado. Se bajó el visor para que le cubriese la cara y siguió ascendiendo impertérrito. Ocho metros, siete metros...
Sug-Yi esbozó una sonrisa. Se sentía identificada con el hombre: hacía años, de joven, se había impregnado del olor de un saola para colarse en autobuses, vagones de metro y ferris llenos de gente que se tapaba la nariz y la miraba con indignación, para proclamar a todos los que la oían que hasta el perfume más valioso se convertía en un hedor intolerable cuando se fabricaba a costa de la extinción de una especie.
Fueron muchos los que le preguntaron si había valido la pena hacerlo. Ella había respondido que sí una infinidad de veces. Claro que había valido la pena. Aunque el mundo entero hubiese empezado a pensar que solo quería llamar la atención, había sido fiel a sus principios, y eso era suficiente.
La tripulación del carguero apagó la manguera de alta presión.
«¿Y si se les ha ocurrido otra argucia?»
—¡Cambian el rumbo! —gritó el timonel de la lancha motora.
Sug-Yi miró las lecturas de las gafas: el Larga Prosperidad había empezado a virar hacia la Flor de Tusílago y acelerado hasta los doce nudos al mismo tiempo. Era un intento de interrumpir la misión de la lancha motora sin llamar la atención de las autoridades portuarias. Esta empezó a balancearse de arriba abajo de manera errática debido al oleaje que levantaba el carguero. La escalerilla osciló y empezó a bambolearse como una serpiente, y el hombre que estaba sujeto a ella se aferró con todas sus fuerzas.
—Acelera y colócala en paralelo —ordenó Sug-Yi—. Mantenla estable.
El hombre intentó seguir subiendo. Su cuerpo se contorsionó para ajustar su centro de gravedad y su postura, de modo que pudiera mantener la escalerilla más estable y equilibrada. Cinco metros, cuatro metros... Era como un practicante de yoga muy habilidoso que bailaba en una cuerda en mitad de una tormenta.
«Ya casi está.»
Sug-Yi contuvo el aliento y empezó una cuenta atrás silenciosa.
El siguiente objetivo del hombre era usar unas ventosas para escalar desde el punto en el que se había clavado la escalerilla hasta la cubierta, todo ello mientras evitaba a los tripulantes. Cuando llegase allí, se encadenaría a un contenedor como Houdini, preferiblemente después de haber desplegado la bandera de la organización Flor de Tusílago, y esperaría a la llegada de los medios de comunicación y del Departamento de Protección Ambiental. Según la sentencia con la que habían quedado absueltos los seis activistas de Greenpeace en el caso de la central de energía de Kingsnorth, mientras Flor de Tusílago fuese capaz de alegar una «excusa legal» relacionada con el activismo medioambiental, las acciones que habían llevado a cabo aquel día no se considerarían ilegales. Claro que todo dependía de que la información de la que disponían fuese rigurosa: actuaban bajo la premisa de que los contenedores que había en el barco, que habían salido de New Jersey e iban en dirección a Isla de Silicio, transportaban la llamada Dádiva del diablo, un residuo tóxico capaz de desatar un desastre ecológico.
No era un plan sencillo, pero estaban a punto de superar la parte más complicada.
... dos metros, un metro. El hombre consiguió llegar al otro extremo de la escalerilla, pero no se puso los guantes con ventosas. En lugar de ello, se quedó colgando de la cuerda y empezó a balancearse de un lado a otro como un péndulo.
—¿Qué hace? —preguntó Sug-Yi, enfadada.
—Es que... a Thomas le gusta el parkour —murmuró la joven de la cámara sin dejar de grabar.
«Así que se llama Thomas.»
Durante aquellos años se habían unido a la organización nuevos miembros muy idealistas y habilidosos, por lo que era imposible que Sug-Yi supiese el nombre de cada uno de ellos.
«Ser joven es una bendición. Casi siempre.»
Thomas siguió balanceándose mientras calculaba con inquietud el ángulo y la distancia. La maniobra que tenía en mente implicaba que debía soltarse cuando su cuerpo se encontrara a más altura, volar por los aires y, al mismo tiempo, girar noventa grados para aferrarse a la borda, lo que requería mucha fuerza, flexibilidad y plenas facultades mentales.
—¡Thomas, para! —gritó Sug-Yi—. ¡No saltes!
Demasiado tarde. La mujer vio cómo el cuerpo atlético y proporcionado del hombre salía despedido por los aires y le dio la impresión de que, por un instante, se quedaba congelado mientras rotaba noventa grados despacio y con elegancia, y sus manos terminaban por chocar con fuerza contra el costado del barco. Las planchas de acero vibraron cuando su cuerpo se vio arrastrado por la gravedad. Lo único que le quedaba por hacer era flexionar los brazos y apretar los abdominales para impulsarse hacia arriba y completar la pirueta.
Sug-Yi se preparó para aplaudir la audacia.
Quizá fuese el viento, o quizá el agua que anegaba la borda, pero se oyó un rasguño estridente contra el metal y la mano de Thomas se resbaló. Empezó a caer sin remedio. Asustado, se agarró con una mano a la escalerilla ondeante, pero el peso lo hizo caer contra el casco del carguero. Se oyó un chasquido brusco y ruidoso que parecía venir del visor y la cabeza se le quedó girada en un ángulo poco natural. Las manos de Thomas se aflojaron, y siguió cayendo.
Su cuerpo se zambulló en el mar con un chapoteo silencioso, una imagen imborrable.
La joven cámara se quedó aturdida. Las lentes que tenía junto a la oreja habían capturado la escena al completo, así como los gritos y los llantos. Era un vídeo que terminaría por reproducirse una y otra vez en medios de comunicación y en todo tipo de páginas web. Más tarde, los comentaristas de internet lo llamarían «anuncio de reclutamiento» para la organización Flor de Tusílago. ¿La consigna de la campaña? «Ser joven no es sinónimo de ser imbécil.»
Sug-Yi lo contempló todo anonadada. No dio la orden de recuperar el cuerpo ni tampoco se movió ni mostró emoción alguna.
«¿Acaso valía la pena hacerlo?»
No distinguió si la pregunta iba dirigida a Thomas o a sí misma.
El Larga Prosperidad siguió acelerando hacia la lancha motora. El timonel de Sug-Yi no había recibido nuevas órdenes, por lo que no hizo nada. El casco de la Flor de Tusílago chocó contra el del carguero y la lancha se elevó por los aires entre los chirridos del metal al deformarse. La tripulación se aferró a lo que tenía más a mano para evitar caer al mar por la borda, que no dejaba de inclinarse. El agua helada, espumosa y tumultuosa empezó a inundar la cubierta.
La lancha comenzó a hundirse.

El Convenio de Basilea sobre el Control de los Movimientos Transfronterizos de los Desechos Peligrosos y su Eliminación es un tratado internacional que se diseñó para reducir el transporte de desechos peligrosos entre naciones y, sobre todo, para evitar su traslado de países desarrollados a países menos desarrollados (PMD).
El convenio se aprobó el 22 de marzo de 1989 y entró en vigor el 5 de mayo de 1992. La Unión Europea y ciento setenta y nueve países lo han ratificado.
Estados Unidos, el mayor productor de residuos electrónicos, nunca lo ha hecho.
Entrada de Wikipedia
relativa al Convenio de Basilea
1
La exquisita maqueta de madera de un junco tallado a mano que había en el centro del expositor de cristal relucía a causa del barniz de color caoba, que le daba un aire antiguo. A su alrededor no había ninguna escena holográfica. En lugar de ello, el fondo era un mapa hecho a mano de Isla de Silicio, que en realidad era una península unida al continente por un istmo, aunque todo el mundo la considerase una isla, y del océano que la rodeaba. Era evidente que el cartógrafo se había esforzado demasiado en capturar la belleza innata del lugar, ya que le había aplicado unos colores demasiado intensos que le daban un aspecto antinatural.
—... es un símbolo de Isla de Silicio, y representa las buenas cosechas, la prosperidad, la armonía...
Scott Brandle estaba fascinado con la maqueta del barco y no le prestaba mucha atención al parloteo del guía. El color y la textura de la reproducción, sobre todo las velas hinchadas como si soplase el viento, le recordaban a las langostas cocidas que habían servido durante la reunión la noche anterior. Ni era vegetariano ni era un ferviente defensor del Foro Mundial para la Naturaleza, pero le había resultado muy sospechoso el hecho de que hubiese tres pinzas en el plato y de que, al parecer, hubieran remendado el caparazón de la langosta con mucho cuidado. Pensar que aquella «langosta fresca» que tenía una extremidad adicional hubiera sido criada en una piscifactoría cercana le había quitado el apetito, por lo que se había limitado a contemplar cómo los funcionarios chinos se atiborraban.
—Señor Scott, ¿qué le gustaría investigar mañana? —preguntó el director Lin Yiyu, ya borracho, en el topolecto local.
Chen Kaizong (también llamado Caesar Chen), el asistente de Brandle, no corrigió la confusión de Lin al usar el nombre en lugar del apellido de su jefe y la tradujo de manera literal.
—Me gustaría entender mejor Isla de Silicio.
Aunque Scott había bebido algo de baijiu, la bebida espirituosa destilada que era ineludible en las reuniones sociales chinas, aún estaba muy sobrio, por lo que omitió anteponer la palabra «verdadera» al nombre del lugar.
—Bien, bien.
El director Lin, con la cara roja debido al baijiu, se giró y le dijo algo al resto de los funcionarios. Todos rieron a carcajadas. Kaizong no lo tradujo al momento. Un rato después le dijo a Scott:
—El director Lin dice que se asegurará de cumplir sus deseos.
Ya habían pasado más de dos horas bajo el intenso aire acondicionado del Museo de Historia de Isla de Silicio y la visita no parecía estar llegando a su fin. El guía no dejaba de hablar con mucho acento mientras los llevaba por las iluminadas salas de exposiciones. Les había mostrado los más de mil años de historia de aquel lugar, que se remontaba hasta el siglo IX, con poesía antigua, correspondencia gubernamental, fotografías restauradas, artefactos y herramientas recreados, falsos documentales y dioramas hechos con maniquís de plástico.
No obstante, las exhibiciones del museo no mostraban la menor traza de cuál era el ideario de sus diseñadores. Puede que todo aquello se hubiese montado para mostrar cómo Isla de Silicio había progresado de la pesca y la ganadería hasta la era industrial moderna y de ahí a la era de la información, pero lo único que veía Scott eran estancias llenas de artefactos aburridos que reflejaban una propaganda machacona. El lugar conseguía un efecto hipnótico que era muy parecido a sus recuerdos de los discursos de su instructor militar durante los entrenamientos.
Pero el intérprete, Chen Kaizong, había quedado fascinado por las presentaciones, como si no supiese nada acerca de Isla de Silicio. Scott se había dado cuenta de que, desde el momento en el que Kaizong había puesto un pie allí, la prematura indiferencia que había mostrado el chico se había convertido en una satisfacción y una curiosidad que parecían más propias de un joven de veintiún años.
—... maravilloso... increíble...
El inexpresivo Scott pronunciaba un elogio de vez en cuando, como si fuese un robot.
El director Lin asintió agradecido. La sonrisa de su gesto se parecía a la de los maniquís de plástico, y llevaba una camisa de rayas dentro de los pantalones de pinza. A diferencia de los otros funcionarios, aún no tenía una tripa prominente. No se podía decir que su presencia fuese avasalladora, pero sí que daba la impresión de ser una persona muy eficiente. Al lado de Scott, que medía casi un metro noventa, Lin Yiyu tenía la apariencia de un insecto palo.
Aun así, era un hombre capaz de hacer sufrir y dejar sin palabras a Scott, como un mudo a quien le obligasen a masticar hierbas amargas.
«Dice una cosa, pero piensa otra», razonó Scott. Al fin había entendido lo que había querido decir el director Lin la noche anterior. Antes de llegar a China, había comprado un ejemplar de China para ignorantes, donde había leído una perla de sabiduría: «Los chinos no suelen decir lo que piensan». Su reacción había sido pensar: «Pues igual que los estadounidenses».
Quizá habían obligado a acudir a los funcionarios que estaban presentes en el banquete de bienvenida la noche anterior. No había visto por allí a ninguno de los mandamases. A tenor de la cantidad de baijiu que habían consumido, sin duda los funcionarios habían conseguido (o incluso rebasado) el objetivo de crear un ambiente distendido durante el banquete. En realidad, el director Lin no se había mostrado nada cooperativo, y Scott tenía muy claro que aquel viaje de investigación para TerraGreen Recycling Co., Ltd. no estaría libre de contratiempos.
Las personas clave de los tres clanes principales de Isla de Silicio no iban a aparecer. Lo único que Scott podía esperar era que le llevasen de visita por alguna calle muy característica y alguna fábrica aldea Potemkin, que le invitasen a comer un dim sum sabroso y selecto y que le regalasen una montaña de souvenirs para llevar de vuelta a San Francisco.
Pero ¿acaso no era esa la razón por la que TerraGreen Recycling había enviado a Scott Brandle y no a otra persona? Una ligera sonrisa adornó las angulosas facciones de Scott. Quitando el accidente de Ahmedabad, había tenido éxito en muchas ocasiones, como en Ghana o en Filipinas. Isla de Silicio no sería una excepción.
—Dígale que iremos a la aldea Xialong esta tarde —susurró Scott mientras se inclinaba para susurrarle al oído a Kaizong—. Oblíguelo.
Luego frunció los labios, le dedicó una sonrisa impertérrita y echó un vistazo a su alrededor. A Kaizong le quedó muy claro que su jefe iba en serio, por lo que tuvo una breve conversación con el director Lin.
El museo estaba demasiado iluminado y demasiado limpio, igual que la historia blanqueada y reescrita que intentaba mostrar, igual que la versión de Isla de Silicio que los oriundos intentaban enseñar a los forasteros. Todo estaba envuelto en un optimismo tecnológico que era demasiado ficticio y superficial. En aquel lugar no se mencionaban el Convenio de Basilea, las dioxinas o el furano, la neblina ácida, el agua cuyo contenido en plomo superaba el límite permisible en dos mil cuatrocientas veces, la tierra cuya concentración de cromo excedía el límite marcado por la Agencia de Protección Ambiental en mil trescientas treinta y ocho veces, y, como era de esperar, tampoco se mencionaba a los hombres y mujeres que bebían esa agua y dormían en esa tierra.
«Toda historia es historia contemporánea», recordó que había asegurado Chen Kaizong durante la entrevista.
Scott negó con la cabeza. El director Lin y Kaizong se afanaban por mantener una conversación amistosa, pero como no conseguían llegar a ningún acuerdo empezaron a alzar las voces. Si hablasen en mandarín, quizá habría conseguido intercambiar algunas palabras con Lin gracias a la ayuda de un programa de traducción, pero se comunicaban en el antiguo topolecto de Isla de Silicio, que contaba con ocho tonos y unas reglas de sandhi tonal muy complicadas. No tenía otra elección que confiar en el talento especial de su ayudante, un recién graduado y especializado en Historia de la Universidad de Boston que solo había contratado por su herencia lingüística.
—Dígale que, si tiene alguna objeción...
La mirada de Scott se centró en una foto grupal e intentó arriesgarse a nombrar al azar a cualquiera que apareciese en los documentos que había revisado antes del viaje. Se encontraba en una zona que contaba con una velocidad de transferencia de bits restringida en la que no podía acceder a bases de datos remotas, y las caras de todos los chinos le parecían iguales.
—... haremos que sea el ministro Guo quien lo convenza directamente.
El ministro Guo Qidao estaba adscrito al Departamento Provincial de Ecología y Medio Ambiente y lo habían seleccionado para convertirse en viceministro del Ministerio Nacional de Ecología y Medio Ambiente. Se podría decir que había sido el que había preseleccionado a las empresas que iban a formar parte de la licitación del proyecto.
«Hay ocasiones en las que un zorro puede mentar a un tigre para conseguir sus objetivos.» Era otro de los trucos que había aprendido de China para ignorantes.
La discusión terminó. El director Lin había adoptado una postura de sometimiento y parecía más enjuto y escuchimizado. Se frotó las manos. Parecía mucho más preocupado por no hacer bien su trabajo que por la amenaza del ministro Guo. Scott no le había dejado alternativa. Lin se esforzó por dedicarle una sonrisa, carraspeó y se dirigió hacia la salida.
—Misión cumplida. Pero primero iremos a comer.
La sonrisa amplia y petulante de Kaizong era justo la que se podía esperar de alguien que se había graduado en una universidad cara de la Costa Este.
«Esperemos no encontrarnos con más comida peligrosa como esa “langosta fresca”», pensó Scott para sí mientras pasaban junto a la maqueta del junco. Se alegraba por salir de aquel museo tan frío y lleno de falacias. La maqueta del junco le parecía una metáfora perfecta: en su idioma, el navío y la basura se podían designar con el mismo vocablo, un juego de palabras que quizá fuese el único nexo de unión entre Isla de Silicio y lo que se exhibía en el museo.
Se puso la máscara protectora de 3M, atravesó la neblina que se había formado junto a la salida a causa de la condensación y se zambulló en la húmeda y resplandeciente luz tropical.
El restaurante servía cerveza en lugar de baijiu, pero era un cambio que no tranquilizaba a Scott. El lugar parecía ser menos respetuoso con la salud y la higiene que el de la noche anterior. La estancia privada en la que se encontraban se llamaba El Pinar, y el antiguo aparato de aire acondicionado zumbaba como si alguien hubiese golpeado una colmena. Aun así, el sitio parecía estar impregnado de una pestilencia indeleble. En la pared había una enorme mancha de humedad que parecía la terra incognita de algún viejo mapa. La mesa y las sillas estaban relativamente limpias, o quizá diera esa impresión porque el propietario había elegido colores oscuros en los que costaba apreciar la suciedad.
No tardaron en traerles la comida. Emocionado, Kaizong le presentó a Scott cada uno de los platos: le explicó cuáles eran los ingredientes y la manera en la que se preparaban. A Kaizong le sorprendía que, a pesar de que se había marchado de Isla de Silicio con siete años, aún era capaz de recordar el sabor y los olores. Era como si cruzar el Pacífico le hubiese hecho viajar más de doce años al pasado.
A Scott se le había quitado el apetito, sobre todo después de que le contaran cómo se preparaban el hígado de pato, el pulmón de cerdo, la lengua de vaca, los intestinos de ganso y otros órganos animales. Eligió arroz congee y una sopa, decisión con la que también pretendía ingerir la menor cantidad de metales pesados. Resistió el impulso de sacar el equipo de pruebas. La regulación del acceso a la red imposibilitaba conectarse a las bases encriptadas remotas desde aquel lugar, por lo que era imposible determinar la composición de la comida, el aire, el agua y la tierra, y los peligros derivados. Como cabía esperar, también era imposible valerse de la realidad aumentada.
El director Lin se percató de la inquietud de Scott. Señaló los rickshaws eléctricos que transportaban agua por las calles en el exterior.
—El restaurante pertenece al clan Luo. Traen el agua de la aldea Huang, que se encuentra a nueve kilómetros de distancia.
El clan Luo controlaba el ochenta por ciento de los restaurantes y las zonas recreativas de alta gama de Isla de Silicio. El poder económico del clan se fundamentaba en gran cantidad de talleres de desmantelamiento de residuos electrónicos que había en la isla, entre los que se encontraban los de la aldea Xialong, lugar que ellos pretendían visitar esa misma tarde. El poder del clan Luo era tal que tenían prioridad para seleccionar los contenedores que pasaban por Kwai Tsing, y los otros dos grandes clanes se repartían las sobras. El triunvirato de los clanes Luo, Chen y Lin había quedado reducido a la dominancia exclusiva del clan Luo, un claro ejemplo del efecto Mateo. El clan tenía tanto poder que era capaz de influir en las políticas del gobierno.
Scott reflexionó sobre lo que acababa de decir el director Lin e intentó averiguar si había algún significado oculto en sus palabras. En ese momento recordó otra perla de sabiduría china: «No puedes levantarle la voz a alguien que te ha alimentado. No puedes levantarle la mano a alguien que te ha agasajado».
Cada vez se sentía más molesto con esas trampas de los chinos, ya que tenía que descifrar todas y cada una de las frases con una clave criptográfica imprevisible que cambiaba según el tono y el contexto. Decidió permanecer en silencio.
—Venga, venga, ¡bebamos!
Era la mejor manera de romper un silencio incómodo en una comida. El director Lin levantó una cerveza espumosa.
Varias rondas después, la cara de Lin volvía a estar roja como un tomate. Scott decidió ser más cauto ahora que sabía cómo reaccionar. Los chinos también tenían un dicho similar a in vino veritas, pero el director Lin no parecía hacer honor a él.
—Señor Scott, permítame serle sincero. —Lin se aferró al hombro de Scott y le soltó en la cara el aliento cargado de alcohol—. No pretendo entorpecer su escrutinio ni su investigación. Tengo mis propios problemas, pero, por favor, deje que le dé un consejo: el proyecto no va a funcionar y es mejor que se marche de aquí cuanto antes.
Kaizong terminó de traducir y, al mirar a Scott, vio un indicio de enfado en su gesto.
—Entiendo. Tenemos jefes diferentes. ¿Me permite que yo también le dé un consejo? Este proyecto va a ser beneficioso para todas las partes. No tiene ningún inconveniente. Todo se puede discutir, eso sí. Y, si lo sacamos adelante, será un modelo para todo el sudeste chino. Se trata de un paso muy importante para la estrategia de reciclado nacional del país. Una ayuda que no olvidaremos.
—¡Ja! —El director Lin soltó una risotada burlona y se bebió lo que le quedaba en el vaso—. Interesante. Primero los estadounidenses tiran su basura en la puerta del vecino y, poco después, aparecen para decir que le ayudarán a limpiarla y que lo hacen por su bien. Señor Scott, ¿le parece una buena estrategia nacional?
La inteligencia del contraargumento de Lin pilló por sorpresa a Scott. Parecía que aquel hombre era algo más que el burócrata cobarde que había supuesto que era. Se pensó bien la respuesta e hizo todo lo posible por que sus palabras sonasen sinceras.
—El mundo está cambiando. El reciclado es una industria emergente que mueve cientos de miles de millones de dólares. Quizá incluso llegue a controlar el destino de la producción mundial. Isla de Silicio tiene una clara ventaja en ese aspecto. Cambiar de paradigma es mucho más sencillo en este lugar que en los países desarrollados, ya que ustedes aquí pueden actuar sin tener en cuenta los impedimentos políticos y legales a los que ellos se tendrían que enfrentar. Lo que necesitan es tecnología y prácticas de gestión modernas para aumentar la eficiencia y reducir la polución. En estos momentos, tanto el Sudeste Asiático como África Occidental son focos de inversión para las empresas que pretenden quedarse una parte del pastel. Pero le puedo garantizar que los términos que les ofrece TerraGreen Recycling son los mejores. Además, somos muy generosos con los que nos ayudan...
Scott hizo mucho hincapié en la palabra «generosos». Recordó cómo los funcionarios de Filipinas le habían insinuado que aceptaban sobornos.
El director Lin no creía que el estadounidense fuese a ser tan directo, que dejase a un lado las palabras rimbombantes y vacuas y la amabilidad impostada que se esperaba de él. Titubeó, levantó el vaso vacío, lo volvió a bajar y tomó una decisión.
—Me alegro de que haya sido tan directo conmigo. Pondré mis cartas sobre la mesa también. El problema no es el dinero, sino la confianza. Los oriundos del lugar no confían ni en los chinos que viven fuera de la isla. Imagínese cuál es su opinión sobre los estadounidenses.
—Pero no todos los estadounidenses son iguales. Del mismo modo que no todos los chinos son iguales. Usted mismo me ha demostrado que no se parece a los demás.
Scott acababa de usar un truco fruto de la experiencia y que funcionaba en cualquier parte del planeta.
El director Lin lo miró con sus ojos amarillentos y llenos de voluminosos vasos sanguíneos. Parecía borracho, pero no lo estaba. Un instante después, carraspeó y dijo:
—Se equivoca, Scott. Todos los chinos son iguales. Sin excepción.
Scott se quedó sorprendido. Era la primera vez que el director Lin lo había llamado «Scott» en lugar de «señor Scott». Pero la pregunta que Lin le hizo a continuación le sorprendió aún más:
—¿Tiene hijos? ¿Cómo es su ciudad natal?
La experiencia social limitada pero no inexistente de Scott con los chinos le había demostrado que la mayoría se dedicaban a conversar sobre política internacional y tendencias mundiales. Algunos hablaban de negocios y eran pocos los que sacaban temas como la religión o las aficiones, pero nunca se había encontrado a nadie que hablara sobre la familia ni le hubiese preguntado por la suya. Los chinos eran diplomáticos natos: no dejaban de hablar del mundo a escala global y se preocupaban mucho por toda la gente, pero las conversaciones con Scott nunca versaban sobre sus vidas privadas como padres, hijos, maridos o hermanos.
—Tengo dos hijas: una de siete años y la otra de trece. —Scott sacó la cartera y le enseñó una fotografía arrugada al director Lin—. Es una foto vieja. Siempre me olvido de cambiarla. Crecí en una pequeña ciudad de Texas que ahora es poco más que un pueblo fantasma, aunque en el pasado era muy bonito. ¿Ha visto las películas de La matanza de Texas? Algo así, pero menos espeluznante.
Scott rio, y Kaizong hizo lo propio.
El director Lin agitó la cabeza y le devolvió la fotografía.
—Cuando sean mayores serán todas unas rompecorazones. Yo solo tengo un hijo. Tiene trece años y va a secundaria.
Se hizo el silencio. Scott asintió para que Lin continuase. La verdad es que no tenía ni idea de adónde conducía aquella conversación.
—La mayor esperanza que albergan todos los habitantes de Isla de Silicio es ver a sus hijos marcharse de este lugar: cuanto más lejos, mejor. Nosotros ya somos viejos y no podemos abandonar el nido, pero los jóvenes son diferentes. Son como folios en blanco, llenos de potencial para albergar todo tipo de imágenes. En la isla no hay esperanza. El aire, el agua, la tierra y la gente llevan mucho tiempo rodeados de basura. Ha llegado un punto en nuestras vidas en el que ya no somos capaces de distinguir la basura de lo que no lo es. Dependemos de los residuos para alimentar a nuestras familias y para hacernos ricos, pero cuanto más dinero ganamos, peor para el medio ambiente. Es como si nos aferrásemos a la soga que tenemos atada al cuello; cuanto más tiramos de ella, más nos asfixiamos, pero si la soltamos caeremos sin remedio al pozo sin fondo sobre el que nos encontramos y nos ahogaremos.
En lugar de traducirlo al momento, Kaizong se emocionó un poco y empezó a discutir con el director Lin en el topolecto local. El director no dejaba de negar con la cabeza.
—Esa es justo la razón por la que hemos venido —aseguró Scott—. Mis padres eran como usted. Querían que me marchara de casa para vivir en una gran ciudad, pero al hacerlo me di cuenta de que es imposible obviar la responsabilidad que todos tenemos sobre nuestros hombros. Uno puede mirar hacia otro lado y hacer caso omiso de ciertas cosas o enfrentarse a ellas para cambiarlas. Todo depende del tipo de persona que pretenda ser.
Era un discurso digno de una película de Hollywood. Scott no contaba con conseguir mucho apoyo por parte del director Lin, pero, tal y como estaba la situación, evitar granjearse un enemigo le valía tanto como hacer un amigo.
—Es muy complicado —continuó el director Lin sin dejar de agitar la cabeza—. He leído su propuesta y su oferta con mucha atención. No sé lo suficiente como para opinar sobre la tecnología, pero sé que TerraGreen Recycling es una empresa líder en reciclado y el plan medioambiental que nos propone es muy atractivo. No obstante, hay un gran problema: dicho plan requiere la destrucción de los miles de talleres que hay por toda la isla y que la empresa organice, desmantele y procese los futuros desechos electrónicos. ¿Entiende lo que supone para ellos?
Scott sabía a quién se refería con ese «ellos». Los clanes Luo, Lin y Chen monopolizaban la industria de reciclado y procesado de desechos electrónicos en Isla de Silicio, que contaba con una capacidad de procesado anual de millones de toneladas y unos beneficios económicos que ascendían a miles de millones de dólares. Para una industria tan grande, un avance así supondría una redistribución de beneficios que sin duda sería inclemente y sacrificada.
—Nuestro plan consiste en crear decenas de miles de nuevos puestos de trabajo respetuosos con el medio ambiente y muy rentables. Y gracias a la magnífica tecnología de la que dispone TerraGreen Recycling, el proceso sería mucho más eficiente y reduciría las pérdidas que hay actualmente con el procesado y desmantelado manuales. Los resultados económicos mejorarían en un treinta por ciento, pero lo más importante es que realizaríamos una inversión especial para ayudar a Isla de Silicio con un completo plan de descontaminación medioambiental. Devolveríamos a este lugar su antigua gloria: los cielos azules y el agua limpia.
Básicamente, lo que acababa de hacer Scott era recitar la propuesta de negocio. Kaizong se quedó impresionado por la memoria de su jefe, sobre todo porque lo había hecho sin poder usar la realidad aumentada.
—Ya lo sabía. —El director Lin parecía haber recuperado la sobriedad y había pedido una taza de té bien cargada—. Pero a todo el mundo le da igual. A los oriundos no les importa. Ellos solo quieren conseguir tanto dinero como sea posible a costa de la poca vida que queda en este lugar. A los trabajadores migrantes también les da igual. Ellos solo quieren ganar dinero tan rápido como les sea posible para regresar a sus aldeas natales y abrir una tienda o construir allí un nuevo hogar y casarse. Odian la isla. A nadie le interesa el futuro de este lugar. Solo quieren marcharse y olvidar este período de sus vidas. Tirarlo igual que tiran la basura.
—¡Pero al gobierno debería importarle!
Scott no había podido evitarlo.
—El gobierno tiene cosas más importantes de las que preocuparse. —El director Lin dio un gran sorbo de té. Hablaba con tranquilidad y el rubor había desaparecido de su rostro. La sonrisa amable y educada había vuelto a aparecer en su cara, como si el padre sincero en el que parecía haberse convertido hacía un instante nunca hubiera existido—. Se está haciendo tarde. Tenemos que llegar a la aldea Xialong. Créame, no se quedará mucho tiempo en este lugar.
«Hay dos Islas de Silicio», pensó Scott Brandle mientras veía la escena que se desplegaba poco a poco por la ventana del Land Rover.
Los funcionarios del gobierno les habían llevado a visitar Ciudad Isla de Silicio. Scott se había sorprendido al reconocer una gran cantidad de coches caros entre el caos del tráfico, coches cuyos conductores no dejaban de tocar la bocina: BMW, Mercedes-Benz, Porsche... Hasta le dio la impresión de ver un Maserati color rojo rubí aparcado al lado de la acera, junto al que su dueño estaba acuclillado y comía marisco a la barbacoa que había comprado a un vendedor callejero.
A pesar de lo mal considerado que estaba en comparación con otras regiones administrativas de China, Ciudad Isla de Silicio era un lugar próspero. Scott vio muchas tiendas de moda especializadas en marcas de lujo, de esas que solo esperaba encontrar en las mayores ciudades de China. Entre los lugareños se había puesto de moda construir mansiones caras y tradicionales de estilo hiasuanhoun,[1] pero también les gustaba añadir elementos europeos, lo que le daba al lugar una especie de exotismo deslumbrante, aunque incongruente y artificial. No era infrecuente que un visitante sintiese que había acabado en una feria de arquitectura de tercera: una casa tenía influencia mediterránea y la siguiente era propia de un minimalismo escandinavo.
Tal y como se decía en la guía de China de Scott: eran los nuevos ricos de la China contemporánea. Compraban los m