Los juegos de Nemesis (The Expanse 5)

Fragmento

Prólogo. Filip

Prólogo

Filip

Los astilleros gemelos de Calisto estaban uno junto al otro en el hemisferio de la luna que siempre quedaba oculto a la superficie de Júpiter. El Sol era la única estrella que resplandecía en la noche infinita, y la extensa mancha de la Vía Láctea brillaba con mucha más fuerza. Unas luces de obra blancas y adustas recorrían el borde de los cráteres e iluminaban los edificios, las palas cargadoras y los andamios. Las cuadernas de las naves a medio construir se distinguían entre el regolito del polvo de las piedras y del hielo. Eran dos astilleros, uno civil y el otro militar; uno de la Tierra y el otro propiedad de Marte. Ambos protegidos por los mismos cañones de riel antimeteoros y ambos dedicados a construir y reparar los navíos que llevarían a la humanidad hacia nuevos mundos al otro lado de los anillos cuando se resolviese el conflicto de Ilo, si es que eso llegaba a ocurrir.

Ambos iban a tener más problemas de lo habitual.

Filip avanzaba a la cabeza del resto de su equipo, que lo seguía de cerca. Había arrancado las luces led del traje y lijado el enchapado de cerámica para que la superficie no emitiese ningún reflejo. Hasta la pantalla de aviso estaba tan oscura que casi comprometía su visibilidad. Las voces que resonaban en sus oídos (tráfico de las naves, canales de seguridad y conversaciones de civiles) no obtenían respuesta alguna por su parte. Las oía sin responder. El láser de objetivo que llevaba a la espalda estaba apagado. Su equipo y él eran sombras entre las sombras. La tenue cuenta atrás que se columbraba a la izquierda de su campo visual bajó de quince minutos. Filip agitó la mano en aquel aire que tenía una densidad casi igual que la del vacío, gesto que en el idioma de los cinturianos significaba que avanzaran más despacio. Los compañeros que lo rodeaban le hicieron caso.

En el vacío que se extendía sobre ellos y a demasiada distancia como para que los viesen, los navíos marcianos que protegían el astillero intercambiaban mensajes con tono entrecortado y profesional. La flota se había desperdigado tanto que solo habían dejado dos naves en órbita. Solo dos, lo más seguro. Era posible que también hubiese otras ocultas en la negrura, sobreviviendo gracias al calor residual para ocultarse de los radares. Era posible, pero poco probable. Y, como decía el padre de Filip, en la vida había que arriesgarse.

Catorce minutos y treinta segundos. Dos temporizadores adicionales aparecieron junto a la cuenta atrás. Uno empezó en cuarenta y cinco segundos, y el otro en dos minutos.

—Transporte Frank Aiken, todo despejado para el atraque.

—Mensaje recibido, Carson Lei —dijo Cyn con ese bramido tan característico. Filip sintió la sonrisa del viejo cinturiano en las palabras—. ¿Coyos savent el mejor endroit pour boire cuando bajemos?

En algún lugar de las alturas, la Frank Aiken bañaba las naves marcianas con unos inocuos láseres de cálculo ajustados a la misma frecuencia que el que Filip llevaba a la espalda. La voz del oficial de comunicaciones marciano que se oyó después no evidenciaba ni un atisbo de miedo.

—No le he recibido, Frank Aiken. Repita, por favor.

—Lo siento, lo siento —dijo Cyn entre risas—. Estimado y respetable señor, ¿sabe algún lugar en el que una pobre tripulación de cinturianos podría echar un trago cuando lleguemos a la superficie?

—No puedo ayudarle, Frank Aiken —respondió el marciano—. Mantengan la ruta.

Tu sais sa. Claro como el agua. Seguimos rectos como una bala.

El grupo de Filip llegó a la parte superior del cráter y este bajó la mirada hacia la tierra de nadie que era el perímetro militar marciano, tal y como esperaba. Buscó los almacenes y los depósitos de suministros. Sacó el láser de objetivo, enterró la base en el hielo sucio y lo encendió. El resto del grupo, que se había esparcido por el borde del cráter a una distancia suficiente para quedar dentro del campo de visión de los demás, hizo lo propio con sus láseres. Eran viejos y habían montado las bases de alineación que llevaban debajo con todo tipo de elementos reutilizados de otros artefactos. Antes de que el pequeño led rojo de la base se pusiera verde, la primera de las dos cuentas atrás secundarias llegó a cero.

La alerta de seguridad tritonal resonó en el canal civil, seguida de la voz angustiada de una mujer.

—Tenemos un mecha de carga fugitivo en el terreno. Se dirige a la batería antimeteoros.

El pánico y la inquietud de la voz se extendió por el sistema auditivo de Filip mientras él hacía que su equipo se dispersara por el borde del cráter. Unas pequeñas volutas de polvo se levantaron a su alrededor y empezaron a formar una neblina en lugar de caer al suelo. El mecha de carga, que no respondía al control manual, avanzó a zancadas por esa tierra de nadie y se abalanzó sobre los cañones de la línea de defensa antimeteoros para bloquearlos, aunque solo fuese durante unos minutos. Cuatro marines marcianos salieron del búnker tal y como exigía el protocolo. Avanzaron por la superficie como si de una pista de hielo se tratase gracias a las servoarmaduras que llevaban. Cualquiera de ellos podía acabar de un plumazo con el equipo de Filip y volver ileso a su puesto, quizá afectado tan solo por un ligero remordimiento. Filip odiaba a todos sin distinción. El equipo de reparaciones ya iba de camino a la batería de defensa dañada. Todo volvería a la normalidad en menos de una hora.

Doce minutos y cuarenta y cinco segundos.

Filip hizo una pausa para mirar a su equipo: diez soldados voluntarios, lo mejor que el Cinturón podía ofrecer. Él era el único que conocía la importancia de esa incursión en el depósito de suministros marciano y cuáles serían las consecuencias. Todos estaban preparados para morir si llegaba a ser necesario, porque sabían quién era. Sabían quién era su padre. Filip lo sintió en las entrañas y también en el nudo que se le había formado en la garganta. No era miedo, era orgullo. Orgullo.

Doce minutos y treinta y cinco segundos. Treinta y cuatro. Treinta y tres. Los láseres que había colocado se activaron y bañaron a los cuatro marines, el búnker en el que estaban los refuerzos, las vallas del perímetro, los talleres y los barracones. Los marcianos se dieron la vuelta, ya que las armaduras eran tan sensibles que hasta notaban el más mínimo roce de esos láseres invisibles. Levantaron las armas al tiempo que echaban un vistazo alrededor. Filip se dio cuenta de que uno había visto al equipo y pasó de encañonar los láseres a apuntar hacia ellos. Hacia él.

Contuvo la respiración.

Dieciocho días antes, una nave que se encontraba en el sistema joviano y que Filip no tenía ni idea de cuál era había pegado un acelerón y llegado hasta diez o quizá incluso quince g. Justo en el nanosegundo que los ordenadores habían calculado, la nave había soltado unas pocas decenas de estructuras alargadas de wolframio con cuatro propulsores a chorro desechables en el centro de masas y unos sensores baratos de frecuencia fija unidos a ellos. Casi no tenían la complejidad necesaria para poder llamarse máquinas. Un niño de seis años podía construir cosas más sofisticadas que esas, pero con la aceleración que llevaban, que era de ciento cincuenta kilómetros por segundo, no tenían por qué ser complejas. Lo único que hacía falta era apuntarlas en la dirección deseada.

Todo terminó antes de que la señal que llegó al ojo de Filip se propagase por su nervio óptico para abrirse camino hasta el neocórtex visual. Cuando los enemigos ya habían muerto sintió el ruido sordo, y también vio las partículas que ocupaban el lugar donde antes se encontraban esos marines y el resplandor de las dos pequeñas estrellas que hasta hacía un momento eran busques de guerra. En ese momento, activó la radio de su traje.

—Ichiban —dijo, orgulloso de que su voz sonase tan calmada.

El grupo empezó a botar pendiente abajo por el cráter mientras arrastraba los pies. Los astilleros marcianos se convirtieron en un paisaje onírico: copetes de llamas surgieron de los talleres destrozados cuando estallaron los gases inflamables; una nieve suave se elevó entre los barracones cuando la atmósfera salió despedida hacia el exterior y se congeló. Los marines habían quedado devastados, sus cuerpos cercenados y desperdigados por el terreno. Una nube de polvo y hielo envolvió al cráter y dejó su visión de los objetivos a merced de las indicaciones del visor táctico.

Diez minutos y trece segundos.

El equipo de Filip se dividió. Tres avanzaron hasta la mitad del espacio abierto y encontraron un lugar lo suficientemente grande como para empezar a desplegar la negra estructura de carbono del andamio de evacuación. Otros dos desenfundaron unas pistolas ametralladoras sin retroceso y se prepararon para disparar a quienquiera que saliese de entre los escombros. Otros dos corrieron hacia la armería, y los tres restantes lo siguieron hasta los cobertizos de suministros. El edificio surgió ante ellos entre el polvo, inhóspito e imponente. Las puertas de acceso estaban cerradas. Un mecha de carga yacía volcado junto a ellas, y su conductor había muerto o estaba a punto. El especialista técnico de Filip se acercó a los controles de las puertas y se deshizo de la carcasa con un cortador de energía.

Nueve minutos y siete segundos.

—Josie —llamó Filip.

En travaillant, sa sa? —respondió Josie con brusquedad.

—Sé que estás trabajando —dijo Filip—. Pero si no puedes abrirlas...

Las enormes puertas de acceso se movieron, se estremecieron y empezaron a ascender. Josie se dio la vuelta y encendió un instante las luces del casco para que Filip viese el mohín que le acababa de dedicar. Entraron en el almacén. Repartidas por el lugar, había unas torres curvadas de cerámica y acero más densas que montañas. También unos cables finos como cabellos de cientos de kilómetros de largo enrollados en enormes carretes de plástico que eran más altos que Filip. Unas enormes impresoras esperaban listas para crear las placas que se unirían en el vacío, definir un volumen y crear una burbuja de aire, agua y organismos complejos que se asemejaran a los de un hábitat humano. Las luces de emergencia parpadearon y le dieron al amplio espacio el inquietante brillo de un desastre inminente. Avanzó. No recordaba haber desenfundado el arma, pero la llevaba en la mano. Miral, no Josie, había empezado a amarrarse a un mecha de carga.

Siete minutos.

La luz estroboscópica roja y blanca del primer vehículo de emergencia parpadeó entre el caos del astillero; parecía venir al mismo tiempo de todas partes y de ninguna. Filip atravesó hileras de equipamiento de soldadura e impresoras de metal. Baldas de polvo de acero y de cerámica más fino que el talco. Monturas en espiral. Capas y capas de armaduras de asalto de espuma y kevlar apiladas formando la que parecía la mayor cama de todo el Sistema Solar. En una esquina del lugar había un motor Epstein al completo desmontado como si fuese el rompecabezas más complejo del universo. Filip lo ignoró todo.

El aire no tenía la densidad suficiente para transportar el sonido de los disparos. Su visor táctico envió la alerta de amenaza en el mismo momento en el que una marca resplandeciente aparecía en la viga de acero que tenía a la derecha. Se lanzó al suelo y, debido a la microgravedad, su cuerpo cayó mucho más lento de lo que lo hubiese hecho durante una aceleración. El marciano bajó de un salto hasta donde se encontraba. No llevaba la servoarmadura de los guardias, pero sí un exoesqueleto de técnico. Filip apuntó a su centro de masas y vació medio cargador. Los proyectiles resplandecieron al salir del cañón, quemaron su combustible y dejaron líneas llameantes de un gris rojizo en el aire poco denso de Calisto. Cuatro de ellos impactaron en el marciano, y unas gotas de sangre se elevaron en el ambiente como si fuesen copos de nieve rojos. El exoesqueleto pasó a estado de emergencia y sus leds se volvieron de un ámbar inquietante. En una frecuencia, alguien anunció a los servicios de emergencia del lugar que había ocurrido algo terrible. Era una vana devoción por el deber que a Filip le resultó graciosa en aquel contexto.

Oyó la voz suave de Miral:

Hoy, Filipito. Sa boîte sa palla?

Filip tardó un momento en encontrar al hombre. Estaba en el mecha de carga, y le costaba distinguir su oscurecido traje espacial del mecha, como si se hubiesen fabricado para formar una unidad. Lo único que distinguía a Miral de un operador al que hubiesen dejado abandonado era el círculo dividido de la APE que se entreveía debajo de la mugre. Los contendedores de los que hablaba aún seguían amarrados a los palés. Cada uno era de mil litros y había cuatro en total. En la superficie curvada tenían un aviso que rezaba: REVESTIMIENTO DE RESONANCIA DE ALTA DENSIDAD. Se trataba del revestimiento de absorción de energía que hacía que las naves marcianas fuesen indetectables. Tecnología de camuflaje. La había encontrado. Sintió que desaparecía de su interior un miedo que no había identificado hasta el momento.

—Sí —dijo Filip—. Eso es.

Cuatro minutos y treinta segundos.

El mecha de carga chirrió en la distancia, y el sonido se expandió gracias a las vibraciones que recorrían la base de la estructura en lugar de por la atmósfera poco densa. Filip y Josie avanzaron hacia las puertas. Las luces resplandecían aún más y parecían haber adquirido cierta direccionalidad. La radio del traje de Filip captó frecuencias en las que se oían gritos y alertas de seguridad. El ejército de Marte había ordenado la retirada de los vehículos de emergencia de la zona civil, preocupados por si se trataba de un ataque terrorista o enemigos de incógnito. Y era normal. En otras circunstancias, podría haberse tratado de eso. El visor táctico de Filip había delineado los edificios, marcado el andamio de evacuación a medio construir y evaluado su mejor suposición sobre la ubicación de los vehículos a tenor de los cálculos con los infrarrojos y las luces, que eran demasiado complicados para los ojos de Filip. Sintió que andaba por un croquis del que solo distinguía ángulos y superficies poco definidas, que el suelo se estremecía bajo sus pies mientras andaba por el regolito. Puede que hubiese sido una detonación. O un edificio que caía al suelo después de un largo y lento derrumbamiento. El mecha de carga de Miral apareció por las puertas abiertas recortado contra las luces del almacén. Llevaba los contenedores en las garras, negros e indistinguibles. Filip avanzó hacia el andamio y cambió la radio a su canal encriptado mientras arrastraba los pies.

—Informad.

—Un pequeño problema por aquí —dijo Aaman. Era el encargado del andamio. El regusto metálico del miedo se extendió por la boca de Filip.

—Aquí vamos bien —dijo, intentando sonar calmado—. ¿Qué ha pasado?

—Esas partículas de mierda están jodiendo el andamio. Hay gravilla en las juntas.

Tres minutos y cuarenta segundos. Treinta y nueve.

—Voy —anunció Filip.

La voz de Andrew los interrumpió.

—Nos disparan en la armería, jefecillo.

Filip ignoró el diminutivo.

—¿Cuántos?

—Muchos —respondió Andrew—. Chuchu ha caído y yo empiezo a tener problemas. Puede que necesite ayuda.

—Aguanta —dijo Filip mientras le daba vueltas a la situación. Tenía dos guardias apostados junto al andamio de evacuación listos para disparar a cualquiera que no perteneciese a su bando. Los tres constructores se afanaban con un soporte. Filip saltó hacia ellos y se agarró a la estructura negra. Andrew gruñó por la línea.

Supo al instante cuál era el problema al ver el conector que los retrasaba y la gravilla negra. De haber atmósfera, lo hubiese solucionado con un soplido fuerte, pero era imposible en la situación en la que se encontraban. Aaman había empezado a escarbar frenéticamente con un cuchillo, muy poco a poco, para dejar limpias las estrechas y complicadas junturas de la estructura de metal.

Tres minutos.

Aaman intentó forzar el soporte para conectarlo al resto de la estructura. Estuvo cerca, muy cerca, pero volvió a desengancharse cuando lo soltó. Filip vio que el hombre soltaba un taco y que el visor del casco se le llenaba de gotas de saliva. Si tuviesen una lata de aire...

Claro que la tenían.

Le quitó el cuchillo de las manos a Aaman y apuñaló la muñeca de su traje por la articulación, donde era menos robusto. Un dolor agudo le indicó que se había pasado un poco, pero daba igual. Ignoró la alarma del traje que había empezado a sonar. Se inclinó hacia delante, colocó la pequeña raja junto a la juntura atascada, y el aire que salía empezó a limpiar el hielo y la tierra. También surgió una única gota de sangre que se congeló al instante y formó una esfera perfecta y escarlata que rebotó contra la estructura. Filip dio un paso atrás, y Aaman unió las piezas. En esta ocasión, sí encajaron bien. El traje roto selló el agujero tan pronto como Filip sacó el cuchillo.

Se dio la vuelta. Miral y Josie había liberado los contenedores de los palés y atado uno al andamio. Las resplandecientes luces de emergencia se habían atenuado, y los vehículos pasaban a su alrededor entre la neblina y la confusión. De camino a apagar el fuego de la armería, suponía. Allí era donde Filip pensaría que se encontraba la mayor amenaza, si no supiese lo que ocurría en realidad.

—Jefecillo —llamó Andrew con voz baja y ansiosa—. Por aquí estamos al límite.

Non ti preoccupare —dijo Filip—. Ge gut.

Una de los dos guardias le puso una mano en el hombro.

—¿Quieres que me encargue? —preguntó—. ¿Voy a salvarlos?

Filip levantó un puño y lo agitó con suavidad adelante y atrás. No. La mujer se envaró al comprender lo que significaba ese mensaje y, por un instante, se planteó desobedecer la orden. Era su elección. En una situación así, amotinarse era castigo más que suficiente. Josie colocó el último contenedor en su lugar y ajustó los amarres. Aaman y los suyos colocaron el último soporte.

Un minuto y veinte segundos.

—¡Jefecillo! —gritó Andrew.

—Lo siento, Andrew —dijo Filip.

Se hizo el silencio durante un instante de estupefacción y luego oyó una ristra de obscenidades y vituperios. Los servicios de emergencia del astillero militar cada vez resonaban menos. La voz de una mujer que hablaba un alemán brusco y tranquilo daba órdenes con la casi aburrida eficiencia de alguien que está acostumbrado a las crisis, y otras voces le respondían con una profesionalidad similar. Filip señaló el andamio. Chuchu y Andrew habían muerto. Y, aunque no hubieran muerto, para él sí lo estaban. Filip se colocó en posición en el andamio y se ciñó los amarres a la cintura, debajo de la entrepierna y por el pecho. Luego apoyó la cabeza en las gruesas almohadillas.

Cincuenta y siete segundos.

Niban —dijo.

No ocurrió nada.

Cambió al canal encriptado de la radio. Andrew lloraba y aullaba.

—¡Niban! ¡Ándale! —gritó Filip.

El andamio de evacuación se agitó bajo él y notó de repente que pesaba. Cuatro cohetes químicos aceleraron, iluminaron el suelo, desperdigaron los palés vacíos y volcaron el mecha de carga que Miral había abandonado. La aceleración hizo que la sangre circulara por las piernas de Filip y la visión de túnel limitó su percepción. Los sonidos de la radio se volvieron difusos, distantes, y sintió un vahído. Notó que el traje se le pegaba a los muslos, como si se los aplastase un gigante, y que la sangre volvía a circular por ellos. Volvió a recuperar un poco el sentido.

Bajo él, el cráter era una ampolla oblonga de polvo en la superficie de la luna. Las luces se agitaban por él. Las torres que había en el borde se habían quedado a oscuras, pero ahora parpadeaban como si los sistemas intentasen reiniciarse. Los astilleros de Calisto se tambaleaban como un alcohólico o una persona que acabase de recibir un fuerte golpe en la cabeza.

La cuenta atrás llegó a dos segundos. Luego a uno.

Cuando llegó a cero, se produjo el segundo ataque. Filip no vio el impacto de la roca. Al igual que los proyectiles de wolframio, iba a demasiada velocidad para que la percibiese el ojo humano. Lo que sí vio fue la nube de polvo que se levantó de improviso como si alguien le hubiese dado un susto, y luego la enorme onda expansiva que se extendió con tanta fuerza que hasta consiguió ver la atmósfera casi inexistente.

—Agarraos —indicó Filip, aunque en realidad no hacía falta. Todos los que se encontraban en el andamio ya se habían agarrado. En una atmósfera más densa aquello hubiese significado la muerte, pero allí solo era un poco peor que una mala tormenta. Aaman gruñó.

—¿Algún problema? —preguntó Filip.

—Una pinche piedra me ha hecho un agujero en el pie —respondió—. Duele.

Grazie que no te lo hizo en la polla, coyo —apuntilló Josie.

—No me quejo —dijo Aaman—. No me quejo.

Los propulsores del andamio se desengancharon solos y se redujo la gravedad de la aceleración. Bajo ellos, la muerte había llegado a los astilleros. No había luces. Ni fuegos que ardiesen. Filip se volvió hacia la resplandeciente mancha de estrellas, el disco galáctico que brillaba sobre todos. Una de esas luces no era una estrella, sino el penacho del motor de la Pella, que iba camino de recoger a su obstinada tripulación. Excepto a Chuchu. Excepto a Andrew. Filip se preguntó por qué no se sentía mal por la pérdida de esas dos personas que estaban a su cargo. Era su primera misión. La prueba de que podía liderar una misión real, una en la que había riesgos de verdad, y salir indemne.

No quería hablar, de verdad que no quería. Quizá solo fuese un susurro que sopló entre sus labios. Miral rio entre dientes.

—No jodas, Filipito —dijo el anciano—. Joyeux anniversaire, tu sais quoi?

Filip Inaros levantó una mano como señal de agradecimiento.

Ese día cumplía quince años.

1. Holden

1

Holden

Un año después de los ataques de Calisto, casi tres después de que su tripulación y él partiesen hacia Ilo y unos seis días más tarde de que llegaran de vuelta, James Holden flotaba junto a su nave mientras contemplaba cómo la desmontaba un mecha de demoliciones. Ocho cables tensos mantenían la Rocinante fija en las paredes de su atracadero. Era uno de los muchos muelles de reparación de la estación Tycho, y esa zona era solo una de las muchas que había en esa gigantesca construcción esférica. Había toda una variedad de proyectos en marcha a lo largo del kilómetro de volumen de la esfera de construcción, pero Holden solo tenía ojos para su nave.

El mecha terminó de cortar y desmontó una gran sección del casco exterior. Bajo ella se encontraba el esqueleto de la nave, unas robustas cuadernas rodeadas por una maraña enredada de cables y conductos bajo la que estaba la segunda piel de la nave, el casco interior.

—Sí —dijo Fred Johnson, que flotaba junto a él—. La habéis dejado para el arrastre.

Esas palabras, a pesar de estar distorsionadas y sonar con tono neutro debido al sistema de comunicaciones de los trajes espaciales, fueron como un puñetazo en la boca del estómago para Holden. Que Fred, el líder electo de la Alianza de Planetas Exteriores y uno de los tres hombres más poderosos del Sistema Solar, se preocupara personalmente por la condición de su nave debería de haber sido tranquilizador. En lugar de ello, sintió como si fuese un padre que le revisara la tarea para asegurarse de que lo había hecho bien.

—Las monturas del interior están dobladas —dijo una tercera voz por el comunicador. Un hombre de rostro anodino llamado Sakai, el nuevo jefe de ingeniería de Tycho después de la muerte de Samantha Rosenberg en lo que ahora todo el mundo conocía como el Incidente de la Zona Lenta. Sakai supervisaba las reparaciones desde su despacho cercano gracias a las cámaras y los escáneres de rayos X del mecha.

—¿Cómo le habéis hecho eso? —Fred señaló a la carcasa del cañón de riel que había en la parte inferior de la nave. El cañón del arma medía casi tanto como la nave, y más de uno de los montantes que lo unían al buque estaban visiblemente retorcidos.

—Bueno, ¿te he contado lo de esa vez que usamos la Roci para arrastrar un carguero pesado a una órbita planetaria más alta usando el cañón de riel como motor de reacción?

—Sí, menudo meneo —dijo Sakai sin humor alguno en la voz—. Puede que podamos arreglar algunos de los montantes, pero lo más seguro es que la aleación tenga tantas microfracturas que lo mejor sea reemplazarlos todos.

Fred silbó.

—Eso no os va a salir barato.

El líder de la APE era el inestable patrocinador y mecenas de la tripulación de la Rocinante. Holden esperaba que se encontrase en una fase de la relación en la que estuviese dispuesto a ayudarlos. La reparación de la nave iba a costar muy cara si no conseguía un descuento por cliente preferente. Aunque podían permitírselo.

—Hay muchos agujeros mal parcheados en el casco exterior —continuó Sakai—. El interior parece estar bien a simple vista, pero lo examinaremos al dedillo para asegurarnos de que no hay escapes.

Holden estuvo a punto de decir que el viaje de vuelta de Ilo hubiese tenido muchas más asfixias y muertes si el casco interior no estuviera bien, pero prefirió quedarse en silencio. No había razón para llevarle la contraria al hombre responsable de hacer que su nave siguiese volando. Sintió un dolor en el pecho al recordar la sonrisa traviesa de Sam y esa manía que tenía de soltar alguna broma cada vez que lo criticaba. Habían pasado años, pero de vez en cuando le sorprendía la aflicción.

—Gracias —dijo en su lugar.

—No será rápido —aseguró Sakai.

El mecha voló hacia otra parte de la nave, clavó las patas magnéticas y un fuerte resplandor indicó que había empezado a cortar otra sección del casco exterior.

—Vayamos a mi despacho —dijo Fred—. A mi edad uno no puede pasar mucho tiempo en un traje espacial.

Había muchas cosas relacionadas con la reparación de las naves que resultaban mucho más sencillas en ingravidez y sin atmósfera. A cambio, los técnicos tenían que llevar trajes espaciales mientras trabajaban. Holden dio por hecho que Fred necesitaba orinar y no se había preocupado de colocarse el catéter tipo condón.

—Vale, vamos.

El despacho de Fred era grande para estar en una estación espacial, y también olía a cuero viejo y a buen café. La caja fuerte que tenía en la pared estaba hecha de titanio y acero deslucido, como si fuese utilería de una película antigua. La pantalla de pared que había detrás del escritorio mostraba la estructura de tres naves a medio construir. Tenían un diseño grande, aparatoso y funcional. Como el de una almádena. Eran los comienzos de la construcción de la flota naval personalizada de la APE. Holden sabía por qué la alianza necesitaba crear su propia fuerza defensiva, pero después de todo lo que había pasado durante los últimos años, no podía evitar pensar que la humanidad siempre superaba sus traumas de la manera equivocada.

—¿Café? —preguntó Fred.

Holden asintió, y Fred empezó a trastear con la máquina que tenía en una mesilla para preparar dos tazas. La que le pasó a Holden tenía un emblema borroso. El círculo dividido de la APE, tan desgastado que era difícil de ver.

Holden la cogió, hizo un gesto hacia la pantalla y dijo:

—¿Cuánto tiempo?

—Nuestra estimación actual es de seis meses —respondió Fred al tiempo que se sentaba en la silla y emitía un gruñido propio de un anciano—. Aunque podría no llegar nunca. La estructura social de la galaxia de hace un año no tiene nada que ver con la que tenemos en la actualidad.

—La diáspora.

—Si quieres llamarlo así... —dijo Fred, que asintió—. Yo lo llamo la fiebre por el territorio. Muchas caravanas que parten hacia la tierra prometida.

Había más de mil mundos disponibles, y personas de todos los planetas, estaciones y rocas del Sistema Solar se preparaban para hacerse con su parte. Y en el sistema natal, tres gobiernos se apresuraban por fabricar navíos de guerra suficientes para controlar la situación.

Un soldador resplandeció con tanta intensidad en el casco de una de las naves que la pantalla se oscureció.

—¿Lo de Ilo no debería haber sido una advertencia que indique que todo el mundo puede morir si hace lo mismo? —preguntó Holden—. ¿Es que nadie ha visto lo que ha pasado?

—Se ve que no ha servido para cohibirlos. ¿No recuerdas lo que ocurrió en el pasado en Estados Unidos?

—Sí. —Holden dio un sorbo al café de Fred. Estaba delicioso. Cultivado en la Tierra y de sabor intenso. Los privilegios de su posición—. Pillé tu referencia a las caravanas. Y crecí en Montana, ya sabes. Ese rollo fronterizo no ha pasado de moda por esos lares.

—Pues como bien sabrás, la doctrina del destino manifiesto dio lugar a muchas tragedias. Muchas de esas caravanas no consiguieron llegar, y gran parte de las personas que sí lo hicieron acabaron como mano de obra barata de granjeros ricos, trabajando en minas o construyendo vías de tren.

Holden bebió el café sin dejar de mirar la construcción de la nave.

—Eso sin mencionar la tragedia de toda la gente que vivía en esos territorios antes de que llegasen las caravanas y les contagiasen una bonita plaga. Al menos en nuestra doctrina del destino galáctico no nos hemos topado con nada más avanzado que un lagarto mimo.

Fred asintió.

—Puede ser. Hasta ahora ha sido así. Pero todavía no se han investigado bien los ciento trece sistemas. Quién sabe qué nos vamos a encontrar.

—Robots asesinos y reactores de fusión del tamaño de continentes a la espera de que alguien pulse un interruptor para hacer estallar medio planeta, si no me falla la memoria.

—Ese solo es el ejemplo de lo que hay en uno de ellos. Podría ser peor.

Holden se encogió de hombros y terminó el café. Fred tenía razón. No había manera de saber lo que podía estar a la espera en esos mundos ni a qué peligros tendrían que enfrentarse los colonos que se precipitasen a reclamarlos.

—Avasarala no está contenta con lo que he hecho —dijo Holden.

—No, no lo está —convino Fred—. Pero yo sí.

—¿Cómo dices?

—Mira, esa anciana quería que fueses a ese lugar para demostrarle a todo el Sistema Solar lo peligroso que era. Que se asustasen y así aceptasen esperar a que el gobierno comprobara que era seguro. Todo para recuperar el control de la situación.

—Pero sí que asustaba mucho. ¿No fui lo suficientemente claro?

—Lo fuiste, pero también sobreviviste. Y ahora Ilo se prepara para introducir cargueros llenos de litio en el mercado del Sistema Solar. Se van a hacer ricos. Puede que sea una excepción, pero cuando nos queramos dar cuenta ya habrá gente buscando la siguiente mina de oro.

—No tengo claro qué hice mal.

—Nada —aseguró Fred—, pero Avasarala, el primer ministro Smith de Marte y el resto de los lumbreras políticos quieren tener el control. Y has hecho que sea imposible.

—¿Y entonces tú por qué estás contento?

—Porque —empezó a decir Fred con una amplia sonrisa— yo no intento tener el control de nada. Y esa es la razón por la que, a la larga, terminaré teniendo el control.

Holden se levantó y se sirvió otra taza del delicioso café de Fred.

—Bueno, pues vas a tener que ser un poco más concreto conmigo —dijo mientras se apoyaba en la pared que había junto a la máquina.

—Tengo la estación Medina, una embarcación autosuficiente por la que tiene que pasar todo aquel que quiera atravesar los anillos y que también se dedica a enviar refugios de emergencia y paquetes de semillas a todo aquel que los necesita. Hemos empezado a vender compost y filtros de agua a buen precio. Toda colonia que sobreviva lo hará en parte porque los hemos ayudado, por lo que cuando llegue el momento de organizar una especie de consejo de administración galáctico, ¿a quién van a hacer caso? ¿A los quieren conseguir la hegemonía a punta de pistola o a los que estuvieron allí para ayudarlos en los peores momentos?

—Te harán caso a ti —dijo Holden—. Y por eso has empezado a construir las naves. Ahora que todo el mundo necesita ayuda, tienes que dar la impresión de ser servicial, pero cuando quieran un gobierno quieres provocarles una sensación de seguridad.

—Así es —dijo Fred al tiempo que se reclinaba en la silla—. La Alianza de Planetas Exteriores siempre ha representado todo lo que está más allá del Cinturón. Eso seguirá siendo así, aunque lo expandiremos un poquito.

—No puede ser tan fácil. No me creo que la Tierra y Marte se queden con los brazos cruzados mientras tú te haces con el control de la galaxia por vender casetas y menús de almuerzo.

—Nada es fácil —admitió Fred—, pero empezaremos tal y como te he dicho. Mientras tenga el control de la estación Medina, el centro del tablero será mío.

—¿Has leído bien mi informe? —preguntó Holden, incapaz de eliminar del todo la incredulidad de tu voz.

—No infravaloro los peligros que dejaron en esos mundos...

—Olvida lo que dejaron. —Holden soltó la taza de café a medio terminar y cruzó la estancia hasta inclinarse sobre el escritorio de Fred. El anciano se reclinó con el ceño fruncido—. Olvida los robots y ese ferrocarril que aún funciona después de llevar apagado durante mil millones de años. Los reactores explosivos. También las babosas mortales y los microbios que se te meten en los ojos y te dejan ciego.

—¿Cómo de larga es la lista?

Holden lo ignoró.

—Lo único que deberías recordar es la bala mágica que lo detuvo todo.

—Encontraste el artefacto por casualidad. Teniendo en cuenta que...

—No, no fue casualidad. Es la resolución más terrorífica a la paradoja de Fermi que se me ocurre. ¿Sabes por qué no hemos hablado de nativos americanos en nuestra analogía del Viejo Oeste? Porque están muertos. Sean quienes sean esas cosas que construyeron todo eso, empezaron con ventaja y usaron ese constructor de puertas de protomolécula para matar a todos los demás. Y lo peor no es eso, lo que da miedo de verdad es que luego apareció algo diferente y les pegó un tiro en la nuca a los primeros para después dejar sus cadáveres desperdigados por toda la galaxia. ¿Quién disparó la bala mágica? Eso es lo que deberíamos preguntarnos. ¿Crees que van a compadecerse de nosotros si vamos de víctimas?

Fred había cedido a la tripulación dos suites en el piso de viviendas del equipo directivo del anillo habitacional de la estación Tycho. Naomi y Holden compartieron una, mientras que Amos y Alex se quedaron en la otra, aunque en la práctica se podía decir que solo la usaban para dormir. Cuando los chicos no estaban disfrutando de algunos de los muchos divertimentos de la estación, pasaban el resto del tiempo en el apartamento de Holden y Naomi.

Cuando Holden entró, Naomi se encontraba sentada en el comedor y desplazaba hacia abajo lo que parecía un documento complejo en su terminal portátil. Le sonrió sin levantar la cabeza. Alex estaba sentado en el sofá que había en el salón. La pantalla de pared estaba encendida y en ella se veían unos gráficos y los presentadores de un canal de noticias, pero el sonido estaba silenciado y el piloto tenía la cabeza reclinada y los ojos cerrados. Roncaba apacible.

—¿Ahora también duermen aquí? —preguntó Holden al tiempo que se sentaba a la mesa frente a Naomi—. Amos va a comprar algo de cenar. ¿Cómo vas con eso?

—¿Quieres que primero te dé las malas noticias o las peores? —Naomi levantó al fin la vista del terminal. La inclinó hacia un lado y entornó los ojos—. ¿Has conseguido que nos vuelva a despedir?

—Esta vez no. La Roci está para el arrastre. Sakai dice que...

—Veintiocho semanas —interrumpió Naomi.

—Eso mismo. ¿Me has pirateado el terminal?

—Estoy analizando las hojas de cálculo —dijo al tiempo que señalaba la pantalla—. Me las enviaron hace una hora. Este... este Sakai es bastante bueno.

El «pero no tan bueno como Sam» se quedó flotando en el ambiente sin que ninguno de los dos lo pronunciara. Naomi bajó la vista hacia la mesa y ocultó el rostro bajo su pelo.

—Vale, esas son las malas noticias —dijo Holden—. Medio año de inactividad, y aún estoy esperando a que Fred venga a decirme que nos lo paga él. Aunque sea una parte. Un poco, lo que sea.

—Estamos forrados igualmente. Ayer nos ingresaron el pago de la ONU.

Holden hizo un gesto con la cabeza para obviar el comentario.

—Vamos a olvidarnos del dinero por un momento. No consigo que nadie me haga caso cuando les hablo de ese artefacto.

Naomi hizo un gesto de indiferencia con las manos a la manera cinturiana.

—¿Y por qué creías que ahora sí lo iban a hacer? Nunca han hecho caso.

—Me gustaría que por una vez mi visión optimista de la humanidad se correspondiese con la realidad.

—He hecho café —dijo ella mientras señalaba la cocina con la cabeza.

—Fred me ha dado un poco del suyo, y era tan delicioso que por el momento prefiero no arruinar el recuerdo con otros de menos calidad. Es lo único bueno que he sacado de la reunión.

La puerta del apartamento se deslizó a un lado y apareció Amos con un par de bolsas enormes. El aroma a curri y cebolla inundó la estancia.

—La manduca —dijo mientras soltaba las bolsas en la mesa frente a Holden—. Por cierto, capi, ¿cuándo me devuelven la nave?

—¿Eso es comida? —dijo Alex con voz grave y soñolienta desde el salón. Amos no respondió, sino que se limitó a sacar las cajas de las bolsas y a colocarlas en la mesa. Holden creía que estaba demasiado molesto como para comer, pero el olor especiado de la comida india le hizo cambiar de opinión.

—Va a tardar lo suyo —respondió Naomi a Amos con la boca llena de tofu—. Hemos retorcido los montantes.

—Joder —dijo Amos antes de sentarse y coger un par de palillos—. Os dejo unas semanas a solas con mi niña y la liais.

—Se usaron superarmas alienígenas —dijo Alex mientras entraba en la estancia con el pelo despeinado y sudoroso—. Se alteraron las leyes de la física. Y se cometieron errores.

—El rollo de siempre —dijo Amos mientras le pasaba al piloto un cartón de arroz con curri—. Pon el sonido. Eso parece Ilo.

Naomi activó el sonido del canal de vídeo, y la voz de un presentador resonó por el apartamento.

—... una restauración parcial de la energía, pero fuentes del lugar afirman que este contratiempo...

—¿Es pollo de verdad? —preguntó Alex mientras cogía otro de los cartones—. ¿No estamos despilfarrando mucho dinero?

—Calla —imprecó el mecánico—. Están hablando de la colonia.

Alex puso los ojos en blanco, pero se quedó en silencio mientras se echaba en el plato varias tiras de pollo picante.

—... en otro orden de cosas, esta semana se ha filtrado un borrador de informe que detalla la investigación sobre el ataque a los astilleros de Calisto del año pasado. Aunque el texto no es definitivo, los informes preliminares sugieren que ha sido obra de una célula disidente de la Alianza de Planetas Exteriores, y la gran cantidad de bajas...

Amos volvió a silenciar el canal dándole un golpe a los controles de la mesa.

—Joder, quería saber más de lo que ocurre en Ilo, no ver como unos vaqueros imbéciles de la APE hacen saltar cosas por los aires.

—Me pregunto si Fred sabe quién es el responsable —dijo Holden—. Seguro que le está poniendo difícil a la línea dura de la APE esgrimir esa teoría de «nosotros contra todo el Sistema Solar».

—Pero ¿qué era lo que buscaban allí? —preguntó Alex—. En Calisto no almacenan la munición pesada. Ni las bombas nucleares. No hay nada que merezca realizar una incursión.

—Vale, ¿ahora le estamos buscando sentido a esa gilipollez? —preguntó Amos—. Mira, que alguien me pase el naan.

Holden suspiró y se reclinó en la silla.

—Supongo que esto me convierte en un papanatas ingenuo, pero pensaba que después de Ilo tendríamos un momento de paz. Que nadie iba a necesitar hacer saltar cosas por los aires.

—Pero en realidad es así como están las cosas, ¿no? —dijo Naomi antes de soltar un eructo y dejar los palillos en la mesa—. Parece que la Tierra y Marte han firmado una tregua algo tensa y la facción legítima de la APE está gobernando en lugar de batallando. Los colonos de Ilo están trabajando con la ONU en lugar de dispararse entre ellos. No podemos pretender que esté todo en calma. Somos humanos, al fin y al cabo. Un porcentaje de la especie siempre va a estar formado por estúpidos.

—Un buen discurso, jefa —dijo Amos.

Terminaron de comer y se sentaron en amistoso silencio durante varios minutos. Amos sacó cervezas de un pequeño frigorífico y se las pasó a los demás. Alex empezó a hurgarse los dientes con uña del dedo meñique y Naomi volvió a examinar los pronósticos de las reparaciones.

—Bueno —dijo unos minutos después mientras examinaba los números con mucha atención—, las buenas noticias son que si la ONU y la APE deciden que tenemos que hacernos cargo de las facturas de la Roci, podremos pagarlas solo con lo que tenemos en los ahorros de emergencia de la nave.

—Seguro que hay mucho trabajo llevando a los colonos a través de los anillos —aventuró Alex—. Cuando podamos volar de nuevo, claro.

—Claro, como si pudiésemos transportar mucho abono con la bodega tan pequeña que tenemos —dijo Amos con un bufido—. Además, quizá no deberíamos buscar clientes con el perfil de tipos sin blanca y desesperados.

—Afrontémoslo —dijo Holden—, si las cosas siguen así, nos va a costar mucho encontrar encargos para un navío de guerra privado.

Amos rio.

—Deja que te suelte un «te lo dije» preventivo. Porque cuando veas que lo que acabas de decir no se cumple, como siempre, quizá no esté contigo para decírtelo.

2. Alex

2

Alex

Lo que más le gustaba a Alex Kamal de los viajes largos era la manera en la que cambiaban la percepción del tiempo. Las semanas, o incluso meses, que pasaba en aceleración transcurrían como si se encontrasen en un pequeño universo independiente. Todo se reducía a la nave y a las personas que se encontraban en ella. Lo único que tenían que hacer durante largos períodos de tiempo era realizar el mantenimiento básico de los sistemas, y la vida perdía toda su urgencia. Todo transcurría según lo planeado, y lo planeado se limitaba a que no hubiese ninguna emergencia. Viajar a través del vacío del espacio le aportaba una sensación irracional de paz y bienestar. Esa era la razón por la que podía dedicarse a ello.

Había conocido a otros, hombres y mujeres jóvenes en su mayor parte, que tenían una opinión diferente. Cuando estaba en la armada, conoció a un piloto que había participado en muchas misiones en los planetas interiores, entre la Tierra, la Luna y Marte. Lo habían trasladado para realizar un viaje a las lunas jovianas bajo el mando de Alex. Cuando pasó el lapso de tiempo en el que habría terminado un viaje entre los planetas interiores, el hombre empezó a desmoronarse: se enfadaba por cualquier cosa, comía demasiado o no comía nada, se paseaba nervioso desde el centro de mando hasta la sala de máquinas de la nave como un tigre que merodea por su jaula. Cuando llegaron a Ganímedes, el doctor de la nave y Alex empezaron a echar sedantes en su comida para que las cosas no fueran a más. Al final de la misión, Alex había recomendado que nunca se le volviese a asignar un viaje largo a ese piloto. El entrenamiento era una cosa, pero algunos no servían para una prueba real.

Sin embargo, él también tenía su estrés y sus preocupaciones. La ansiedad no abandonaba a Alex desde la destrucción de la Canterbury. La Rocinante solo tenía cuatro tripulantes, una cantidad escasa para una nave de ese tamaño. Amos y Holden tenían una personalidad masculina y fuerte que podía acabar con la dinámica del día a día si llegaban a enfrentarse. El capitán y la segunda de a bordo eran pareja y, si rompían su relación, aquello sería el fin de mucho más que su trabajo. Eran el mismo tipo de preocupaciones que tenía siempre, independientemente de la tripulación con la que volase. Llevaban años en la Roci sin que nada se descontrolase, y de por sí eso ya le daba cierta estabilidad. A pesar de todo, Alex siempre se sentía relajado al terminar un viaje y, al mismo tiempo, siempre se sentía aliviado cada vez que empezaba el siguiente. Y si no siempre, al menos casi siempre.

La llegada a la estación Tycho también debería haber sido un alivio. La Roci estaba peor de lo que Alex la había visto nunca, y los astilleros de Tycho eran de los mejores del sistema, además de ser en los que se sentían más cómodos. El prisionero que habían traído de Nueva Terra había pasado a ser problema de otro y ya no se encontraba en la nave. La Edward Israel, la otra mitad del convoy neoterrano, también viajaba apaciblemente en dirección a los planetas interiores. Los siguientes seis meses solo iban a ser de reparaciones y esparcimiento. Lo normal era que no tuviesen demasiadas preocupaciones.

—¿Qué te preocupa? —preguntó Amos.

Alex se encogió de hombros, abrió la pequeña unidad de refrigeración de comida que había en la suite, la cerró y volvió a encogerse de hombros.

—Venga, sé que te pasa algo, joder.

—Es verdad.

Las luces tenían ese resplandor azul y amarillento que imitaba el amanecer, pero Alex no había dormido. O no mucho, al menos. Amos estaba sentado junto a la encimera y se había servido una taza de café.

—No vamos a hacer uno de esos numeritos en los que necesitas que te haga varias preguntas para sentirte más cómodo al expresar tus sentimientos, ¿verdad?

Alex rio.

—No, eso nunca funciona.

—Vale, pues nada de eso.

Mientras viajaban en la nave, Holden y Naomi solían centrarse el uno en el otro aunque no se diesen cuenta de ello. Era normal en una pareja que se sintiesen más cómodos entre ellos que con el resto de la tripulación. De haber sido de otra manera, Alex hubiera empezado a preocuparse. Pero eso los dejaba a Amos y a él como únicos compañeros. Alex se enorgullecía de poder llevarse bien con casi todo el mundo en un navío, y Amos no era la excepción. Era un hombre con el que no hacía falta leer entre líneas. Cuando decía que necesitaba pasar un momento a solas, era porque necesitaba pasar un momento a solas. Cuando Alex le preguntaba si quería ver con él uno de los estrenos del nuevo cine negro que había descargado de la Tierra, la respuesta estaba única y exclusivamente enfocada a esa pregunta concreta. No había acusaciones ni represalias sociales ni voluntad de dejarlo de lado. Era lo que era y ya está. A veces, Alex se preguntaba qué habría pasado si Amos hubiese sido uno de los que murieron en la Donnager y hubiese pasado todos aquellos años con su antiguo médico, Shed Garvey.

Lo más seguro era que las cosas no hubiesen ido tan bien. O quizá Alex se habría adaptado. Quién sabe.

—He estado teniendo unos sueños que... me perturban —respondió Alex.

—¿Pesadillas y eso?

—No. Sueños de los buenos, de los que son mejores que el mundo real. Esos con los que te sientes mal por haberte despertado.

—Vaya —dijo Amos, pensativo mientras se tomaba el café.

—¿Has tenido ese tipo de sueños alguna vez?

—Qué va.

—Pues lo que me pasa es que en todos sale Tali.

—¿Tali?

—Talissa.

—Tu ex mujer.

—Sí —dijo Alex—. Siempre aparece en ellos y las cosas van... bien. O sea, no me refiero a que estemos juntos, pero a veces yo estoy en Marte y otras ella está en la nave. Pero está presente, y estamos bien, y luego me despierto y no está y no estamos juntos y...

Amos frunció el ceño y curvó los labios en un gesto retorcido que hacía que su cabeza pareciese más pequeña y le daba cierto aire reflexivo a su rostro.

—¿Quieres volver con tu ex?

—No, de verdad que no.

—¿Estás cachondo?

—No, no son sueños húmedos.

—Pues poco más te puedo decir. Tú verás.

—Empecé a tenerlos en ese lugar —continuó Alex, que se refería al otro lado de los anillos, cuando orbitaba alrededor de Nueva Terra—. Salió su nombre en una conversación y desde ese momento... Le fallé.

—Ya te digo.

—Se pasó años esperando por mí, y luego no conseguí ser el hombre que quería ser.

—No, no lo fuiste. ¿Quieres un café?

—Lo necesito —aceptó Alex.

Amos le puso uno. El mecánico no le echó azúcar, pero dejó vacío un tercio de la taza para rellenarlo con crema. Era lo que tenía haber compartido tanto tiempo juntos en una nave.

—No me gusta cómo acabaron las cosas con ella —dijo Alex. Era una afirmación muy simple, no una revelación, pero la pronunció como si fuera una confesión.

—Normal —convino Amos.

—Una parte de mí cree que esto es una oportunidad.

—¿Esto?

—El hecho de que la Roci se tenga que quedar tanto tiempo en el dique seco. Podría ir a Marte para verla y pedirle perdón.

—¿Y volver a dejarla en la cuneta cuando podamos volver a encender el motor de la nave?

Alex bajó la mirada y miró el café.

—Me gustaría arreglar las cosas.

Amos le dedicó un profundo encogimiento de hombros.

—Pues ve.

Se le ocurrieron una gran cantidad de objeciones. Los cuatro no se habían separado desde que habían formado la tripulación, y no creía que fuese buena idea hacerlo ahora. Puede que el equipo de reparaciones de Tycho lo necesitase o que le hiciesen un cambio a la nave del que no tuviese conocimiento hasta que todo llegase a un punto crítico más adelante. O peor, quizá se marchase para no volver. A lo largo de los últimos años, el universo le había demostrado que nada era para siempre.

Lo salvó el sonido de un terminal portátil. Amos se sacó el dispositivo del bolsillo, lo miró, tocó la pantalla y frunció el ceño.

—Necesito un poco de intimidad.

—Claro —dijo Alex—. Sin problema.

Las ligeras curvas de la estación Tycho se extendían por el exterior de la suite. El lugar era una de las joyas de la corona de la Alianza de Planetas Exteriores. Ceres era mayor y la estación Medina dominaba esa extraña zona de vacío que había entre los anillos, pero la estación Tycho había sido el orgullo de la APE desde el principio. Sus formas eran más parecidas a las de un velero que a las de cualquiera de las otras naves en las que Alex había servido, y no eran nada prácticas. Lo atractivo de la estación era que se trataba de un lugar del que uno podía presumir. Era el lugar en el que se encontraban las mentes que habían hecho girar Eros y Ceres, también donde se encontraba el astillero que había construido el mayor navío de la historia de la humanidad. Los hombres y mujeres que, hacía tan solo unas pocas generaciones, habían desafiado al abismo que se encontraba más allá de Marte también habían sido tan inteligentes y poderosos como para construir aquel lugar.

Alex se abrió paso hasta una gran avenida. Las personas que pasaban junto a él eran cinturianos, con cuerpos más alargados que el estándar de la Tierra y las cabezas más anchas. El propio Alex había crecido en la gravedad relativamente más baja que había en Marte, pero ni él llegaba a tener esa fisiología tan característica de un niño que había crecido en ingravidez.

Había plantas que crecían en los espacios vacíos de los amplios pasillos, unas parras que se alzaban contra la gravedad de la rotación igual que lo hubiesen hecho contra la de la Tierra. Los niños deambulaban por el lugar, fugados de la escuela igual que había hecho él cuando vivía en Londres Nova. Se bebió el café e intentó disfrutar de la calma que suponía no tener nada que hacer. La estación Tycho era tan artificial como la Roci, y el vacío del exterior de su casco no era menos indulgente, pero no consiguió tranquilizarse. No estaba en su nave, no era su hogar. Los que pasaban junto a él mientras se dirigía a las zonas comunes y contemplaba la enormidad y las capas de cerámica pura de ese espectáculo reluciente que eran los astilleros no formaban parte de su familia. Y no dejaba de preguntarse qué hubiese pensado Tali de la situación en la que se encontraba. Si podría haber llegado a apreciar la belleza de aquella vida a pesar de que él había sido incapaz de hacerlo con la que ella quería en Marte.

Alex se dio la vuelta al terminarse el café. Caminó entre la multitud y se abrió paso hasta los carritos eléctricos mientras intercambiaba disculpas educadas en esa catástrofe lingüística y políglota que era el argot cinturiano. No le dio mucha importancia al lugar al que se dirigía hasta que llegó.

La Roci estaba medio desnuda en el vacío. Le habían quitado el casco exterior, y el interior resplandecía como nuevo a las luces de trabajo. Parecía más pequeña. La mayor parte de las cicatrices de sus aventuras habían afectado al casco exterior. Ahora solo le quedaban las peores. No podía verlas desde allí, pero sabía dónde estaban. La Rocinante era la nave que había pilotado durante más tiempo en toda su carrera, y era a la que más cariño le tenía. Más incluso que a la primera.

—Volveré —le dijo a la nave. Un equipo de soldadura se iluminó como respuesta en el cono del motor y, por un momento, resplandeció más que el Sol al descubierto en el cielo de Marte.

La suite de Holden y Naomi estaba al final del mismo pasillo de la que él compartía con Amos, y la puerta tenía esa textura de madera hogareña y falsa con un número igual de brillante junto a ella en la pared. Alex entró sin pedir permiso e interrumpió la conversación que ambos mantenían en el interior.

—... si crees que es necesario —dijo Naomi desde la habitación principal de la suite—. Pero yo diría que hay pruebas más que suficientes de que la última vez lo limpiaste por completo. O sea, Miller no ha vuelto, ¿verdad?

—No —respondió Holden al tiempo que saludaba a Alex con la cabeza—. Pero el simple hecho de haber tenido ese mejunje en la nave durante tanto tiempo sin saberlo me pone los pelos de punta.

Alex levantó la taza de café, y Holden la cogió y la llenó de forma automática. Sin azúcar y con mucho espacio para la crema.

—Sí que los pone, sí —dijo Naomi al entrar en la cocina—. Pero no creo que sea razón suficiente para cambiar todo el mamparo, joder. Los repuestos nunca son tan resistentes como los originales. Ya lo sabes.

Alex había conocido a Naomi Nagata en la Canterbury. Aún veía a esa chica enfadada y huesuda que el capitán McDowell le había presentado como la nueva ingeniera. Se había ocultado detrás de su melena durante casi un año, melena en la que ahora empezaban a asomar las primeras canas. Estaba más alta y también se la veía más cómoda en su propio pellejo. Más segura de sí misma y más fuerte de lo que Alex pensaba que sería. Y Holden, el segundo de a bordo fanfarrón y egocéntrico que se había pasado al trabajo civil y que se vanagloriaba de que lo hubiesen echado por desacato, se había convertido en este hombre que ahora le pasaba la crema y admitía sin problema lo absurdo de sus miedos. Sospechaba que el tiempo los había cambiado a todos, aunque no estaba seguro de cómo le había afectado a él. La subjetividad le impedía darse cuenta, supuso.

Excepto Amos. Amos no había cambiado.

—¿Y tú, Alex?

Sonrió y respondió con marcado acento del Valles Marineris.

—Ya ves, si no nos mató cuando estaba ahí, no va a hacerlo ahora que no está.

—De acuerdo —accedió Holden con un suspiro.

—Nos ahorraremos dinero —dijo Naomi—. Y nos vendrá bien hacerlo.

—Lo sé —dijo Holden—. Pero aun así me voy a sentir un poco raro.

—¿Dónde está Amos? —preguntó Naomi—. ¿Sigue pendoneando por ahí?

—No —aseguró Alex—. Pasó tanto tiempo en los burdeles los primeros días que se ha quedado sin dinero en efectivo. Ahora nos dedicamos a pasar el rato.

—Tenemos que encontrar algo para mantenerlo ocupado mientras estamos en Tycho —dijo Holden—. Joder, en realidad tendríamos que encontrar algo para mantenernos todos ocupados.

—Podríamos buscar trabajo en la estación —aventuró Naomi—. No sé si hay alguna vacante.

—Media docena de sitios nos han ofrecido pagarnos por unas reuniones informativas sobre Nueva Terra —dijo Holden.

—A nosotros y a todos los que han regresado del Anillo —aseguró Naomi con tono burlón—. Pero las comunicaciones entre ambos lugares siguen funcionando.

—¿Te refieres a que no deberíamos hacerlo? —preguntó Holden con tono lastimero.

—Me refiero a que puedo encontrar muchos trabajos remunerados mejores que hablar de mí misma.

Holden se desmoralizó, solo un poco.

—Tienes razón. Pero aun así vamos a pasar mucho tiempo aquí, así que necesitamos hacer algo.

Alex respiró hondo. Ese era. El momento. Titubeó. Puso crema en la taza y la oscuridad del café dio paso a un agradable tono tostado. Sintió que el nudo que tenía en la garganta era del tamaño de un huevo.

—Bueno... —empezó a decir—. Yo... esto... he estado pensando... y...

La puerta de la suite se abrió de repente y entró Amos.

—Oye, capi. Voy a necesitar algo de tiempo libre.

Naomi ladeó la cabeza al tiempo que fruncía el ceño, pero fue Holden el que terminó por hablar.

—¿Tiempo libre?

—Sí, necesito volver a la Tierra una temporada.

Naomi se sentó en el taburete junto a la barra de la cocina.

—¿Ha pasado algo?

—No lo sé —respondió Amos—. Puede que no sea nada, pero necesito ir y comprobarlo. Para asegurarme. Ya sabéis.

—¿Algo va mal, Amos? —preguntó Holden—. Porque si es importante, podríamos esperar a que la Roci esté reparada e ir todos. Llevo mucho tiempo intentando encontrar una excusa para que Naomi baje a la Tierra y mi familia pueda conocerla.

La irritación cruzó el gesto de la ingeniera por tan poco tiempo que estuvo a punto de pasar desapercibida a la frecuencia de refresco de la visión de Alex. Esos momentos le ponían un poco nervioso. Holden era capaz de sacar a Naomi de su zona de confort sin ni siquiera darse cuenta. Pero, antes de que Amos volviese a hablar, la mujer ya se había recuperado.

—Pues quizá tengas que seguir buscando una excusa, capi. Tengo un poco de prisa. Ha muerto una mujer con la que solía pasar mucho tiempo. Necesito asegurarme de que todo va bien por allí.

—Vaya, lo siento mucho —dijo Naomi.

Al mismo tiempo, Holden preguntó:

—¿Problemas con la herencia?

—Algo así, sí —respondió Amos—. Pues eso, he reservado un viaje a Ceres y luego al pozo, pero necesito algo de efectivo de mi parte de los ahorros para gastar mientras esté allí.

El silencio se apoderó de la estancia durante un momento.

—Pero vas a volver —afirmó Naomi.

—Esa es la idea —confirmó Amos.

Alex se sorprendió al comprobar que la respuesta había sido mucho más sincera que un sí a secas. Amos planeaba volver, pero podía pasar cualquier cosa. En todo el tiempo que habían pasado juntos en la Cant o en la Roci, Alex solo había oído hablar a Amos de su vida en la Tierra en términos generales. Se preguntó si era porque no había nada interesante que contar de su pasado o si este era demasiado doloroso como para hablar de él. Siendo Amos, podría haberse tratado de ambas cosas a la vez.

—Claro —dijo Holden—. Dime cuánto necesitas.

La negociación fue breve e hicieron la transferencia a través de los terminales portátiles. Amos sonrió y le dio una palmada en el hombro a Alex.

—Bueno, pues te quedas la habitación toda para ti.

—¿Cuándo zarpas? —preguntó Alex.

—En una hora, más o menos. Debería ir a ponerme a la cola.

—Muy bien —dijo Alex—. Cuídate, compañero.

—Por supuesto —dijo Amos antes de marcharse.

Los tres tripulantes de la Roci restantes se quedaron en silencio en la cocina. Holden parecía estupefacto; Naomi, entretenida, y Alex sentía una mezcla de ambas cosas.

—Vaya, eso ha sido muy raro —dijo Holden—. ¿Creéis que estará bien?

—Es Amos —dijo Naomi—. Estoy más preocupada por los que se interpongan en su camino.

—Bien visto —dijo Holden, que se incorporó para sentarte en la encimera y se volvió hacia Alex—. Bueno, ¿qué era eso en lo que estabas pensando?

Alex asintió.

«Pensaba en lo difícil que es romper una familia y en la familia que rompí en el pasado, y también en que necesito volver a ver a mi ex mujer e intentar darle un final a quienes éramos y a todo lo que hicimos.»

Decir algo así parecía un tanto anticlimático en la situación en la que se encontraban.

—Pues visto que vamos a tener que pasar bastante tiempo en tierra, estaba pensando que podría ir a Marte y ver cómo va la cosa por allí.

—Genial —dijo Holden—. Pero volverás antes de que terminen las reparaciones, ¿verdad?

Alex sonrió.

—Esa es la idea.

3. Naomi

3

Naomi

La mesa de golgo estaba preparada para los primeros lanzamientos; el primer y el segundo marcador estaban intactos y el campo aún vacío. La machacona línea de bajo de la sala principal del Blauwe Blome hacía vibrar la cubierta y emitía un tenue murmullo que no entorpecía las conversaciones. Naomi sopesó la pelota de metal con una mano y notó la sutil diferencia entre masa y peso, que dependía de la gravedad. Malikah y sus compañeros de equipo del grupo de reparaciones se encontraban frente a ella y esperaban. Uno de ellos bebía un Azul Miserable, una bebida cerúlea y resplandeciente que le manchaba la boca como un pintalabios. Habían pasado... ¿tres años?, ¿cuatro?, desde que Naomi había jugado al golgo por última vez, y ellos jugaban todos los jueves. Volvió a sopesar la pelota, suspiró y la lanzó haciéndola girar. Las pelotas del equipo opuesto salieron disparadas al momento hacia la suya a la misma velocidad e intentaron bloquear su lanzamiento.

Era la típica jugada que se usaba contra un principiante. Naomi estaba oxidada, pero no era una principiante. La jugada terminó y la mesa registró el tiro. Cuando apareció, el marcador de Naomi se encontraba a mucha más distancia del indicador de la mitad. Su equipo la vitoreó y Malikah gruñó. Todos sonreían. Era un juego amistoso, algo que no se podía decir de otros.

—¡Siguiente, siguiente! —gritó uno de los compañeros de equipo de Naomi mientras agitaba una mano grande y pálida. Se llamaba Pere o Paar. Algo así. Ella cogió la pelota de metal y se la pasó. El hombre sonrió y le echó una mirada de arriba abajo por todo el cuerpo. Pobrecito. Naomi se apartó, y Malikah se acercó para colocarse junto a ella.

—Aún se te da bien —dijo. Tenía una voz bonita, y el acento de la estación Ceres suavizaba los tonos más marcados, propios de la zona más profunda del Cinturón.

—Pasé mucho tiempo jugando la última vez que estuve por aquí —dijo Naomi—. Uno no olvida lo que hace de joven, ¿no?

—Ni aunque quiera hacerlo. —Malikah rio, y Naomi hizo lo propio.

Malikah vivía en un bloque de habitaciones que había tres niveles por debajo y a treinta grados en dirección rotatoria del club. La última vez que Naomi había estado por allí, las paredes estaban cubiertas con una tela estampada de patrones marrones y dorados y el aire tenía un aroma agradable a incienso artificial que no obstruía los recicladores de aire. Naomi había dormido en un saco sobre la cubierta durante dos noches, y había conciliado el sueño con una melodía de arpa y los murmullos de Malikah y Sam de fondo. Pero ahora Sam estaba muerta, ella había vuelto con Jim y la humanidad había heredado miles de soles que se encontraban a dos años de distancia. Estar allí riendo con Malikah y los equipos de reparaciones le hacía darse cuenta aún más de cómo habían cambiado las cosas en tan poco tiempo.

Malikah tocó el hombro de Naomi y frunció el ceño.

Bist ajá?

—Eso estaba pensando —dijo Naomi. Le había costado entender la jerga cinturiana. Al parecer el golgo no era lo único con lo que necesitaba práctica.

Las comisuras de los labios de Malikah descendieron al mismo tiempo que la mesa de golgo estalló en vítores de alegría y consternación. Por un momento, fue como si Sam también estuviese allí. No la propia mujer pelirroja que hacía gala de esa chabacanería vivaracha y la costumbre de usar palabras más propias de niños (bu, bu y pupa) para describir cascos atravesados por meteoroides, sino el espacio en el que debería haberse encontrado. Ambas sabían que en ese lugar faltaba alguien.

Paar o Pere le pasó la pelota al siguiente jugador, el jefe de ingeniería Sakai, mientras el otro equipo le daba palmaditas burlonas en la espalda. Naomi avanzó para ver cómo iba la partida. Estar entre cinturianos, solo cinturianos, le resultaba extrañamente reconfortante. Quería a su tripulación, pero eran dos terrícolas y un marciano. Había conversaciones que nunca podría tener con ellos.

Se dio cuenta de que Jim había llegado sin que le hiciese falta darse la vuelta. Los jugadores que tenía frente a ella en la mesa le dieron palmaditas socarronas en la espalda. Abrieron los ojos como platos y una ligera emoción se apoderó del ambiente. Nadie dijo nada, pero era como si lo hubiesen hecho:

«¡Mirad, es James Holden!».

Era fácil olvidar que Jim era quien era. Dos guerras habían dado comienzo por su culpa, y también había tenido un papel importante en el final de ambas. Había capitaneado la primera nave humana que había atravesado el Anillo, o al menos la primera que había sobrevivido. También había entrado en la base alienígena que había en el centro de la zona lenta y vuelto con vida. Había sobrevivido a la estación Eros y a la destrucción de la Agatha King. Había estado en Nueva Terra, la primera colonia humana en un planeta extraterrestre, y conseguido allí una tregua algo torpe e insólita. Llegaba a ser incómodo ver cómo los demás reaccionaban al ver a ese Holden, el que aparecía en las pantallas y en los canales de noticias. Sabía que Jim no se parecía en nada a ese James Holden, pero no había razón alguna para decirlo. Algunas cosas seguían siendo un secreto aunque las gritases a los cuatro vientos.

—Hola, amor —dijo Jim al tiempo que la rodeaba con el brazo. En la otra mano llevaba un martini de uva.

—¿Es para mí? —preguntó Naomi mientras cogía el cóctel.

—Eso espero. Yo no me lo bebería ni por una apuesta.

—¡Oye, coyo! —dijo Paar o Pere, que había levantado la pelota—. ¿Quieres tirar?

Unas fuertes carcajadas estallaron en el ambiente. Algunas eran de alegría («¡James Holden va a jugar al golgo con nosotros!»), pero otras eran más crueles («A ver cómo la caga el pez gordo»). Naomi se preguntó si Jim se había dado cuenta de cómo cambiaba el ambiente de un lugar cada vez que llegaba él. Supuso que lo más seguro era que no.

—No —respondió Jim con una sonrisa—. Se me da fatal. No sabría qué hacer.

Naomi se inclinó hacia Malikah.

—Debería irme. Muchas gracias por dejarme jugar. —Lo que en realidad significaba: «Te estoy muy agradecida por dejarme pasar un rato con otros cinturianos como yo».

—Eres très bienvenida, coya-mis —dijo Malikah. Lo que en realidad significaba: «No eres culpable de la muerte de Sam, y si lo fueses ya te habría perdonado».

Naomi agarró a Jim por el hombro y le hizo girar hacia la barra. La música empezó a retumbar aún más cuando atravesaron la puerta, momento en el que la luz y el sonido se unieron en un asalto sensorial. La gente se arremolinaba en grupos o en parejas por la pista de baile. En el pasado, mucho antes de conocer a Jim, la idea de emborracharse muchísimo y restregarse con todos esos cuerpos le hubiese parecido atractiva. Recordaba con cariño a la chica que solía ser, pero no era una época que quisiese revivir. Se detuvo en la barra y se terminó el martini. La música estaba demasiado alta para mantener una conversación, pero se entretuvo mirando cómo la gente se daba cuenta de que Jim acababa de llegar y examinando sus caras de «es o no es». Por su parte, Jim parecía aburrido pero afable. La idea de ser el centro de atención le resultaba extraña. Era una de las cosas de él que le gustaban a Naomi.

Cuando se acabó el martini, lo cogió de ambas manos y lo llevó hacia el pasillo público que salía del club. Había hombres y mujeres esperando para entrar, casi todos cinturianos, que se los quedaron mirando. Era de noche en la estación Tycho, lo que tampoco es que fuese muy importante. La estación se administraba en tres turnos rotatorios de ocho horas: diversión, trabajo y sueño. El turno en el que trabajabas determinaba a las personas que conocías. Era como vivir en tres ciudades diferentes que ocupaban el mismo espacio. Un mundo en el que siempre había dos tercios de desconocidos. Rodeó a Jim por la cintura con el brazo y lo arrastró hacia ella hasta que notó que sus muslos empezaban a frotarse.

—Tenemos que hablar —dijo.

Jim se tensó un poco, pero mantuvo la voz suave y apacible.

—¿Una charla de mujer a hombre?

—Peor —dijo Naomi—. De segunda a capitán.

—¿Qué ha pasado?

Subieron a un ascensor, y Naomi pulsó el botón que los llevaba a la cubierta donde se encontraba su suite. Naomi recapituló sobre lo que iba a decir mientras la cabina chirriaba y las puertas se cerraban poco a poco. No es que no supiese lo que tenía que decir, pero a él le iba a gustar tan poco como a ella.

—Deberíamos empezar a pensar en contratar a más tripulación.

Conocía muy bien los silencios de Jim, y reconoció aquel. Levantó la mirada hacia su gesto impertérrito, a cómo sus ojos parpadeaban una fracción de segundo más rápido de lo que era habitual.

—¿Tú crees? —dijo—. Yo diría que estamos bien así.

—Lo estamos. Lo hemos estado. La Roci tiene diseño militar. Funciones inteligentes y muchos sistemas automatizados, lo que conlleva que haya muchas redundancias. Esa es la razón por la que hemos sido capaces de volar con un tercio de la tripulación que debería tener durante tanto tiempo.

—Eso y porque somos la mejor puta tripulación que surca el espacio.

—Sí, eso también ayuda. Está claro que tenemos un grupo la mar de bueno si atendemos a nuestra hoja de servicios, pero también somos muy frágiles.

La cabina se agitó debido a las complejas fuerzas de la rotación de la estaci

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