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La entrevistadora dijo mi nombre y me quedé en blanco. Nunca digo mi nombre, ni siquiera mentalmente. Además, lo había pronunciado bien, para variar.
—Me llamo Adela. —Llevaba un parche en el ojo y tenía el pelo rubio, del mismo color y textura que la paja seca—. Soy la vicesecretaria.
—¿De...?
—Siéntate.
Era mi sexta ronda de entrevistas. Me presentaba a un puesto de promoción interna. Todo el papeleo llevaba el sello de «Credencial de seguridad requerida» —usar el de ALTO SECRETO en los documentos de rangos salariales se considera de mal gusto—, y nunca me habían concedido ese nivel de seguridad, así que nadie me decía en qué consistía el trabajo. De todos modos, como me ofrecían casi el triple de sueldo, no me importaba vivir en la ignorancia. Para llegar hasta aquí había sacado unas notas impecables en los exámenes de «Primeros auxilios», «Tutela de personas vulnerables» y «Vida en el Reino Unido» del Ministerio del Interior. Sabía que trabajaría estrechamente con uno o varios refugiados de especial interés para el gobierno y con necesidades particulares, pero desconocía de dónde estaban huyendo. Sospechaba que serían desertores políticos provenientes de Rusia o China.
Adela, vicesecretaria de Dios sabe qué, se prendió detrás de la oreja un mechón rubio que crujió como la paja.
—Tu madre fue refugiada, ¿verdad? —me dijo, que es una forma demencial de empezar una entrevista de trabajo.
—Sí, señora.
—De Camboya —añadió.
—Sí, señora.
Me habían hecho esa pregunta un par de veces a lo largo del proceso de selección. Normalmente la gente lo preguntaba esperando que los corrigiera, porque nadie es de Camboya. «No pareces camboyana», me había dicho un fantoche en una de las entrevistas del principio, antes de ponerse rojo como una luz de freno al darse cuenta de que lo estaban grabando para supervisar la formación del personal. Ese comentario iba a costarle una amonestación. Suelen hacérmelo a menudo, y en el fondo lo que quieren decir es: «Pareces de una etnia blanca de llegada tardía, tal vez española, y además no das la impresión de cargar con el trauma de un genocidio; afortunadamente, porque ese tipo de cosas incomoda a la gente.»
No hubo más seguimiento del genocidio (¿Algún familiar sigue allí mohín comprensivo? ¿Alguna vez vas de visita sonrisa de simpatía? Un país precioso ensombreciéndose hasta las lágrimas cuando lo visité visibles en el párpado inferior una gente tan amable...). Adela se limitó a asentir. Me pregunté si se decantaría por la cuarta opción, menos habitual, de decretar que era un país sucio.
—Mi madre nunca se referiría a sí misma como refugiada, ni siquiera como ex refugiada —agregué—. Me ha extrañado mucho oír ese comentario.
—Tampoco es probable que las personas con las que trabajes utilicen ese término. Nosotros preferimos «expatriado». En respuesta a tu pregunta, soy la vicesecretaria de Expatriación.
—¿Y son expatriados de...?
—La historia.
—¿Perdón?
Adela se encogió de hombros.
—Hacemos viajes en el tiempo —dijo, como si hablara de la máquina de café—. Bienvenida al Ministerio.
Cualquiera que haya visto una película en la que se viaja en el tiempo, o leído un libro donde aparecen viajes en el tiempo, o se haya abstraído en algún transporte público atascado contemplando la idea de viajar en el tiempo, sabrá que en cuanto intentas analizarlo según los principios de la física te metes en un jardín. ¿Cómo funcionaría? ¿Cómo va a funcionar? Yo existo simultáneamente al principio y al final de este relato, lo cual es una especie de viaje en el tiempo, y estoy aquí para decirte: no le des más vueltas. Basta con que sepas que, en tu futuro cercano, el gobierno británico desarrolló los medios para viajar en el tiempo, pero aún no los había puesto en práctica.
A fin de evitar el caos que entrañaría cambiar el curso de la historia —si es que la «historia» puede considerarse una narración cronológica coherente y única: otro jardín—, se acordó que lo más conveniente sería extraer a esos individuos de zonas de guerra, desastres naturales y epidemias históricas. Esos expatriados al siglo XXI habrían muerto de todos modos en sus respectivas líneas temporales. Eliminarlos del pasado no debía causar ningún impacto en el futuro.
Nadie tenía ni idea de cómo afectaría viajar en el tiempo al cuerpo humano. Por eso la segunda razón para elegir a individuos que hubiesen muerto en su línea temporal era que podían acabar muriendo en la nuestra, como esos peces abisales que aparecen varados en la arena de la playa. Quizá nuestro sistema nervioso no podía soportar el tránsito por tantas épocas. Si sufrían una especie de síndrome de descompresión temporal y se derretían hasta convertirse en una gelatina rosada en un laboratorio del Ministerio, no sería un asesinato, al menos a nivel estadístico.
En el supuesto de que los «expatriados» sobrevivieran, eso significaría que iban a ser personas de pleno derecho, lo cual siempre es un engorro. Cuando se trata con refugiados, sobre todo si llegan en masa, es mejor no pensar en ellos como personas. Complica el papeleo. Sin embargo, desde la perspectiva de los derechos humanos, los expatriados cumplían con los requisitos para solicitar asilo del Ministerio del Interior. Por tanto, sería éticamente cuestionable evaluar sólo las secuelas fisiológicas del viaje en el tiempo. Para saber si se habían adaptado de verdad, los expatriados debían vivir en el futuro, supervisados en todo momento por un acompañante, que resultaba ser el puesto para el que me habían elegido en la entrevista. «Puentes», nos llamaban, tal vez porque el epígrafe de «auxiliar» estaba por debajo de nuestro rango salarial.
Desde el siglo XIX el lenguaje ha recorrido un largo camino. «Sensato» solía significar «sensible». «Gay» significaba «alegre». «Asilo de locos» y «solicitante de asilo» parten del mismo significado básico de «asilo»: un refugio inviolable donde encontrar amparo.
Nos habían contado que traíamos a los expatriados a un lugar seguro. Nos negamos a ver la sangre y el pelo en el suelo del manicomio.
Fue una alegría que me dieran el puesto. En el Departamento de Idiomas del Ministerio de Defensa me había estancado. Trabajaba como traductora-consultora especializada en el sudeste asiático, concretamente en Camboya. Las lenguas de las que traducía las había aprendido en la universidad. A pesar de que en casa mi madre nos hablaba en jemer, no lo practiqué durante mis años de formación. Llegué a mi herencia cultural como extranjera.
Me gustaba mi trabajo en Idiomas, pero quería ser agente de operaciones, y al haber suspendido dos veces los exámenes no sabía muy bien hacia dónde encaminar mi carrera. No era eso lo que se esperaba de mí en casa. Desde muy niña mi madre me había dejado claras sus ambiciones. Quería que fuera primera ministra. Como primera ministra, podría «meter baza» en la política exterior británica, y además llevaría a mis padres a lujosas cenas gubernamentales. Tendría chófer. (A mi madre no le gustaba conducir; el chófer era importante.) Por desgracia también me inculcó las repercusiones kármicas de las habladurías y las mentiras —el cuarto precepto budista es inequívoco en este sentido—, y así, a los ocho años, mi carrera política acabó antes de empezar.
A mi hermana pequeña se le daban mejor las trampas. Yo era obediente con el lenguaje, mientras que ella era esquiva, rebelde. Por eso me hice traductora y ella escritora; o al menos intentó ser escritora porque acabó siendo correctora. A mí me pagaban bastante más que a ella y mis padres entendían en qué consistía mi trabajo, así que yo diría que el karma se puso a mi favor. Mi hermana soltaría un comentario tipo «Anda y que te den», pero seguro que lo diría en plan simpático.
Hasta el mismo día en que íbamos a reunirnos con los expatriados seguíamos dándole vueltas a la palabra «expatriado».
—Si son refugiados, deberíamos llamarlos «refugiados» —dijo Simellia, otra de los puentes—. Tampoco es que vayan a mudarse a una casa de verano en la Provenza.
—Tened en cuenta que ellos no necesariamente se considerarán refugiados —comentó la vicesecretaria Adela.
—¿Alguien les ha preguntado qué se consideran?
—Se ven como víctimas de un secuestro, la mayoría. Mil novecientos dieciséis cree que está en territorio enemigo. Mil seiscientos sesenta y cinco piensa que está muerta.
—¿Y nos los entregan hoy?
—El equipo de Bienestar cree que el proceso de adaptación se resentirá si los retienen más tiempo en el pabellón —dijo Adela, seca como un sistema de archivo.
Debatíamos la cuestión —o mejor dicho, Simellia y Adela la debatían— en una de las interminables salas del Ministerio: de color gris piedra, con luces empotradas en el techo, modular en la medida que insinuaba que al abrir una puerta se accedía a otro espacio idéntico, y de ahí a otro, y de ahí a otro más. Ese tipo de salas están diseñadas para incentivar la burocracia.
Se suponía que iba a ser la última reunión presencial de los cinco puentes: Simellia, Ralph, Ivan, Ed y yo. Todos habíamos pasado por un proceso de seis rondas de entrevistas en las que nos habían taladrado hasta la saciedad. «¿Está o ha estado alguna vez condenada o involucrada en alguna actividad que pudiera poner en riesgo su nivel de seguridad?» Después, nueve meses de preparación: inacabables grupos de trabajo, verificaciones de los antecedentes, construcción de puestos fantasma en nuestros antiguos departamentos (Defensa, Diplomacia, Interior). Y ahora estábamos allí, en una sala donde se oía el zumbido de la electricidad en las bombillas, a punto de hacer historia.
—¿No cree que lanzarlos al mundo cuando creen que están en el más allá o en el frente occidental podría impedir que se adapten? —preguntó Simellia—. Lo pregunto tanto en calidad de psicóloga como de persona con un grado normal de empatía.
Adela se encogió de hombros.
—Podría ser. Pero este país nunca hasta ahora ha aceptado expatriados de la historia. Podrían morir por mutaciones genéticas dentro de un año.
—¿Debemos esperar que eso suceda? —pregunté alarmada.
—No sabemos qué esperar. En eso consiste precisamente vuestro trabajo.
En la sala que el Ministerio había preparado para la entrega se respiraba un aire de ceremonia antigua: paneles de madera, cuadros al óleo, techos altos. Tenía bastante más lustre que las salas modulares. Sin duda lo había organizado alguien del equipo administrativo con sentido de la teatralidad. Por su estilo y el modo en que las ventanas atenuaban la luz del sol, esa estancia probablemente no se había tocado desde el siglo XIX. Mi supervisor, Quentin, ya estaba allí. Parecía irritado, que es como se manifiesta la excitación.
Dos agentes condujeron a mi expatriado por la puerta del otro extremo de la sala antes de que me hubiera hecho a la idea de que llegaba.
Estaba pálido, demacrado. Le habían cortado el pelo tan al rape que apenas se le notaban los rizos. Giró la cabeza para mirar la habitación y vi un perfil de nariz imponente, como si en medio de la cara hubiera crecido una flor de invernadero, portentosa y atractiva. Todos sus rasgos eran excesivos y, en cierto modo, le daban una apariencia hiperrealista.
Se puso muy erguido y clavó los ojos en mi supervisor. Algo en mí le había hecho mirarme y apartar la vista rápidamente.
Di un paso adelante y el eje de su mirada cambió.
—¿Comandante Gore?
—Sí.
—Soy su puente.
Graham Gore (comandante, Marina Real; c.1809-c.1847) llevaba cinco semanas en el siglo XXI, aunque, al igual que los demás expatriados, estaba lúcido desde hacía apenas unos días. El proceso de extracción había requerido dos semanas de ingreso hospitalario. Dos de los siete expatriados originales no lo habían superado, de manera que sólo quedaban cinco. Gore había llegado con neumonía, quemaduras severas por el frío, primeras fases de escorbuto y dos dedos de los pies rotos, con los que por lo visto había estado caminando tan campante. También hubo que curarle las laceraciones causadas por una táser: disparó a dos de los miembros del equipo que había ido a expatriarlo y un tercero se vio obligado a soltarle una descarga.
Había intentado huir del pabellón del Ministerio tres veces y hubo que sedarlo. Cuando dejó de debatirse, los psicólogos y los victorianistas le dieron las coordenadas esenciales. Para facilitar la adaptación, los expatriados sólo recibían información inmediata y práctica. Llegó a mí con los conocimientos básicos sobre la red eléctrica, el motor de combustión interna y el sistema de fontanería. No sabía nada de las Guerras Mundiales, la Guerra Fría, la liberación sexual de los años sesenta o la guerra contra el terrorismo. Habían empezado hablándole del desmantelamiento del Imperio británico y no había ido muy bien.
El Ministerio había puesto a nuestra disposición un chófer que nos llevaría a la casa. Gore sabía que existían los automóviles, pero era la primera vez que se montaba en uno. Miraba por la ventanilla, pálido por lo que supuse que era asombro.
—Si tiene alguna pregunta, no dude en hacerla —le ofrecí—. Soy consciente de que es mucho lo que hay que asimilar.
—Me complace descubrir que, incluso en el futuro, los ingleses no han perdido el sutil arte de la ironía —dijo sin mirarme.
Tenía un lunar en el cuello, cerca del lóbulo de la oreja. En el único daguerrotipo suyo que se conservaba aparecía vestido a la moda de 1840, con un corbatón bien ceñido. Me quedé embobada mirando el lunar.
—¿Esto es Londres? —preguntó finalmente.
—Sí.
—¿Cuánta gente vive aquí ahora?
—Cerca de nueve millones de personas.
Echó atrás la cabeza y cerró los ojos.
—Es una cifra excesiva para ser real —murmuró—. Voy a correr un tupido velo sobre lo que acabas de decirme.
El alojamiento que nos había proporcionado el Ministerio era una casa victoriana de ladrillo rojo originalmente construida para los trabajadores del barrio. Gore la habría visto terminada si hubiera llegado a octogenario. El caso es que tenía treinta y siete años y no había conocido las crinolinas, ni Historia de dos ciudades, ni la emancipación de la clase obrera.
Salió del coche y miró la calle de arriba abajo con gesto cansado, como de hombre que llega de viajar por todo el continente y aún no ha encontrado su hotel. Bajé de un salto y lo seguí. Intenté ver lo que él veía. Quizá me haría preguntas sobre los coches aparcados o sobre las farolas.
—¿Tienes llaves? —preguntó en cambio—. ¿O ahora las puertas funcionan con contraseñas mágicas?
—No, tengo...
—Ábrete sésamo —susurró con voz siniestra en la boca del buzón.
Una vez dentro le dije que prepararía té. Me pidió permiso para echarle un vistazo a la casa. Se lo concedí. Dio una vuelta rápida. Pisaba con firmeza, como si esperase resistencia. Cuando volvió a la cocina-comedor y se apoyó en el quicio de la puerta, me quedé paralizada. Miedo escénico, pero también la impresión que me produjo de repente su presencia imposible. Cuanta más conciencia tomaba de que él estaba allí, obstinadamente, más me parecía que mis sentidos abandonaban mi cuerpo. Me estaba ocurriendo algo inverosímil, que sin embargo experimentaba con todo mi ser, e intentaba verme desde fuera para darle sentido. Pesqué la bolsita de té y la llevé hasta el borde de la taza.
—¿Vamos a... cohabitar? —quiso saber.
—Sí. Cada expatriado convive con su puente durante un año. Nosotros estamos aquí para ayudar a que se adapten a su nueva vida.
Se cruzó de brazos y me miró. Tenía ojos color avellana, con pintitas verdes, y pestañas espesas. Me parecieron al mismo tiempo llamativos y reservados.
—¿Estás soltera? —preguntó.
—Sí. No es una situación indecorosa, en este siglo. Una vez que lo consideren preparado para entrar en la vida pública, deberá referirse a mí como su compañera de piso, tanto fuera del Ministerio como con cualquiera que no esté involucrado en el proyecto.
—«Compañera de piso» —repitió con desdén—. ¿Qué implica eso?
—Que somos dos personas sin pareja, que compartimos los gastos de alquiler de una vivienda y no nos une ninguna relación sentimental.
Pareció aliviado.
—Bueno, al margen de las costumbres, no estoy seguro de que sea decente —sentenció—. Pero, si se permite que aquí vivan nueve millones de personas, quizá sea una necesidad.
—Ahí al lado tiene una caja blanca con un asa. Es un frigorífico, lo llamamos «nevera». ¿Podría abrir la puerta y sacar la leche, por favor?
Abrió la nevera y echó una ojeada dentro.
—Una fresquera —comentó con interés.
—Prácticamente. Aunque eléctrica. Creo que ya le explicaron que la electricidad...
—Sí. También sé que la Tierra gira alrededor del Sol. Para ahorrarte un poco de tiempo.
Abrió un cajón.
—Siguen existiendo las zanahorias entonces. Y la col también. ¿Cómo reconoceré la leche? Espero que me digas que todavía tomáis la leche de la vaca.
—Así es. La botella pequeña, en el estante superior, tapa azul.
Enganchó el dedo en el asa y me la acercó.
—¿La doncella tiene el día libre?
—No hay doncella. Ni cocinera. Nos encargamos nosotros mismos de la mayoría de las tareas domésticas.
—Vaya —dijo, y palideció.
Le presenté a la lavadora, la cocina de gas, la radio y la aspiradora.
—Aquí están tus doncellas —dijo.
—No va desencaminado.
—¿Dónde están las botas de mil leguas?
—Aún no las tenemos.
—¿Capa de invisibilidad? ¿Alas de Ícaro resistentes al sol?
—Tampoco.
Sonrió.
—Habéis esclavizado el poder del rayo y lo habéis utilizado para evitaros el tedio de contratar a sirvientes —dijo.
—A ver... —Tomé aire y me embarqué en un discurso pensado de antemano sobre movilidad social y trabajo doméstico, tocando por encima cuestiones como el salario mínimo, el tamaño de un hogar medio y la incorporación de las mujeres al mercado laboral. Me pasé cinco minutos hablando sin parar y acabé zozobrando en el mismo registro trémulo con el que solía suplicar a mis padres que me dejaran volver más tarde a casa.
Cuando terminé, sólo hizo un comentario:
—¿Un desplome del empleo tras la «primera» Guerra Mundial?
—Ah.
—Quizá sea mejor que eso me lo expliques mañana.
Apenas recuerdo nada más de las primeras horas que pasé con él. Nos separamos y pasamos el día esquivándonos tímidamente como burbujas en una lámpara de lava. Esperaba que el viaje en el tiempo le provocara un brote psicótico y me soltara un rapapolvo o me inmovilizara con intención asesina en cualquier momento. No paraba de tocar las cosas, pasando la mano por encima de todo de forma compulsiva, un gesto que más tarde supe que obedecía a las secuelas nerviosas de la congelación. Tiró de la cadena del váter quince veces seguidas, silencioso como un cernícalo mientras se llenaba la cisterna, ya fuera por asombro o por vergüenza. A las dos horas intentamos sentarnos en la misma habitación. Levanté la mirada cuando resopló por la nariz y alcancé a ver cómo apartaba los dedos de la bombilla de la lámpara. Se retiró un rato a su dormitorio y yo fui a sentarme al porche de atrás. Era una suave tarde de primavera. Unas palomas torcaces de ojos bobos se deslizaron torpemente por el césped hundidas en el trébol.
Arriba, oí que arrancaba una cauta polonesa en viento madera, luego titubeaba y acabó por cesar. Instantes después, sus pasos en la cocina. Las palomas levantaron el vuelo con un aleteo que sonó a risas ahogadas.
—¿La flauta me la ha proporcionado el Ministerio? —preguntó a mi espalda.
—Sí. Les dije que podría ayudarle a aterrizar.
—Gracias. Tú... ¿sabías que tocaba la flauta?
—Se menciona en algunas de sus cartas; tanto en las suyas como en las que se habla de usted.
—¿Leíste las cartas donde se aludía a mi piromanía y mi escabrosa historia con las peleas de gallos clandestinas?
Me volví y lo miré fijamente.
—Era una broma —aclaró.
—Ah. ¿Y va a haber muchas de ésas?
—Depende de la frecuencia con la que me sueltes frases parecidas a «He leído su correspondencia personal». ¿Puedo acompañarte?
—Por favor.
Se sentó a mi lado dejando una distancia respetable entre ambos. Los ruidos del vecindario sonaban todos a otra cosa. El viento corría entre los árboles como un arroyo. Las ardillas parloteaban como niños. Las conversaciones lejanas recordaban el crujido de guijarros bajo los pies. Sentí que debía traducírselos, como si viniera de otro planeta.
Tamborileaba con los dedos en la baranda del porche.
—Supongo —dijo con tiento— que vuestra época ha evolucionado dejando atrás vicios de tan mal gusto como el tabaco.
—Llega quince años tarde. Es una costumbre que se está quedando desfasada. Pero tengo una buena noticia para usted.
Me levanté —me di cuenta de que giraba la cabeza para no ver mis pantorrillas desnudas—, saqué un paquete de cigarrillos y un mechero de un cajón de la cocina y volví.
—Tome. Otra cosa que conseguí del Ministerio. Se podría decir que los cigarrillos sustituyeron a los puros en el siglo XX.
—Gracias. Seguro que me adaptaré.
Se entretuvo averiguando cómo quitar el precinto de celofán, que se guardó cuidadosamente en el bolsillo, prendió el zippo y frunció el ceño al ver el rótulo de advertencia. Me quedé mirando el césped y sentí como si me estuviera operando los pulmones sin anestesia.
Unos segundos más tarde soltó el humo con evidente alivio.
—¿Mejor?
—Me avergüenza expresar hasta qué punto. En mis tiempos, las jóvenes de buenos modales no toleraban el tabaco, pero veo que han cambiado muchas cosas. El largo de las faldas, por ejemplo. ¿Fumas?
—No...
Por primera vez me sonrió mirándome a los ojos. Los hoyuelos marcaban sus mejillas como un par de apóstrofos.
—Qué tono tan intrigante. ¿Fumabas?
—Sí.
—¿Dejaste de fumar porque todos los paquetes de cigarrillos llevan esta advertencia escandalosa?
—Más o menos. Como he dicho, ahora fumar está desfasado, porque hemos descubierto que es muy perjudicial para la salud. Maldita sea, ¿me da uno, por favor?
Sus hoyuelos —y su sonrisa— se habían desvanecido con el «maldita sea». Supongo que le impresionó igual que si hubiera soltado «joder». Me pregunté qué ocurriría cuando se me escapara un «joder», como acostumbraba a pasar al menos cinco veces al día. A pesar de todo, me ofreció un pitillo y me dio fuego con una galantería anacrónica.
Fumamos en silencio, sin prisa. En un momento dado, levantó un dedo hacia el cielo.
—¿Qué es eso?
—Es un avión. Una aeronave, para darle su nombre completo. Es... bueno. Una embarcación que navega por el cielo.
—¿Hay gente a bordo?
—Alrededor de un centenar de personas, seguramente.
—¿Dentro de esa flechita?
Lo observó entornando los ojos mientras apuntaba con el cigarrillo.
—¿A qué altura está?
—A unos diez mil metros, más o menos.
—Eso pensaba. Vaya, vaya. Pues sí que habéis hecho algo interesante sometiendo el poder del rayo. Debe de volar muy rápido.
—Sí. Un vuelo de Londres a Nueva York dura ocho horas.
Se atragantó y empezó a toser soltando una bocanada de humo.
—Uf... No me cuentes nada más por ahora, te lo ruego —dijo—. Ya es suficiente por hoy.
Apagó el cigarrillo en el porche.
—Ocho horas —murmuró—. En el cielo no hay mareas, supongo.
Pasé la noche en una desagradable duermevela mientras mi cerebro se balanceaba al filo de la conciencia como un insecto en la orilla de un estanque. Más que despertarme, renuncié al sueño.
En el rellano había una enorme sombra en forma de lengua que se extendía desde la puerta cerrada del cuarto de baño hasta mi dormitorio. Puse el pie encima y noté un chof.
—¿Comandante Gore?
—Ah —llegó su voz apagada desde el otro lado de la puerta—. Buenos días.
La puerta del baño se abrió de golpe con cierta culpabilidad.
Gore ya estaba completamente vestido y sentado en el borde de la bañera fumando. En el fondo de la bañera se veían posos de ceniza y espuma de jabón. Había dos colillas aplastadas en la jabonera.
Como pronto descubriría, ésa iba a ser su rutina: levantarse temprano, bañarse y tirar la ceniza en la bañera. No hubo manera de convencerlo de que no madrugara tanto, ni de que usara la ducha —que no le gustaba e insinuaba que era «antihigiénica»—, ni de que echara la ceniza en los ceniceros que puse a tal fin en el borde de la bañera. Le avergonzaba ver mi maquinilla, se afeitaba con navaja e insistía en que usáramos jabones distintos.
Todo eso estaba por venir. Aquella primera mañana, Gore fumaba sin parar mientras el agua manaba de una tubería. La cisterna del inodoro estaba volcada, reluciente como una ballena muerta. Un olor fétido subía del suelo.
—Quería saber cómo funcionaba —dijo cohibido.
—Ya veo.
—Me temo que me he dejado llevar.
Gore era un oficial de la Edad de la Vela, no un ingeniero. Estoy segura de que sabía mucho de aparejos náuticos, pero probablemente nunca había manejado un instrumento tecnológico más complejo que el sextante. A un hombre en su sano juicio no suele darle el arrebato de desmontar las cañerías. Le sugerí que se lavara las manos en el aseo de abajo; que yo llamaría a un fontanero y que quizá luego podíamos ir a dar un buen paseo por un descampado cercano.
Sopesó la propuesta a conciencia apurando las últimas caladas del cigarrillo.
—Sí, me gustaría —dijo al fin.
—Antes bajaremos a lavarnos las manos.
—Era agua clara —comentó apagando la colilla.
Evitaba mirarme a la cara, pero me fijé en su piel sonrosada bajo el lunar del cuello.
—Es por si hay gérmenes.
—¿«Gérmenes»?
—Mmm... Bacterias. Criaturas muy muy pequeñas que viven en... en todas partes, a decir verdad. Visibles sólo a través de un microscopio. Las malas propagan enfermedades. Cólera, tifus, disentería.
Puso cara de pasmo y poco le faltó para invocar al Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Se miró las manos y luego estiró lentamente los brazos hasta apartarlas de su cuerpo como si fueran un par de ratas rabiosas.
Lo consoló la idea de tomar «aire fresco», una vez que salimos a caminar por el descampado. La teoría de los gérmenes lo había impresionado más que la electricidad. Cuando nos cruzamos con el primero de los paseantes de perros de la mañana, yo estaba entusiasmada, gesticulando con las manos, explicándole la causa de las caries.
—No creo que sea muy gentil de tu parte decir que tengo gérmenes en la boca.
—Todo el mundo tiene gérmenes en la boca.
—Habla por ti.
—Hay gérmenes en sus zapatos y debajo de sus uñas. Así es como evoluciona el mundo. Un ambiente aséptico es... en fin: un ambiente muerto.
—Conmigo que no cuenten.
—¡No tiene elección!
—Pienso escribir una carta expresando mi más enérgica protesta.
Caminamos un poco más. Vi que sus mejillas habían empezado a recuperar el color, aunque se advertían las huellas de la tensión y el insomnio en sus ojos. Cuando se dio cuenta de que lo escrutaba, enarcó las cejas, y yo sonreí tímidamente.
—Cuidado. Se te ven los gérmenes —dijo.
—¡Qué bien!
Compramos cruasanes y té en un puesto de comida ambulante estacionado junto al parque infantil. Estos conceptos le resultaban familiares, o bien se explicaban por el contexto, y conseguimos desayunar sobre la marcha sin más revelaciones.
—Me han dicho que hay otros... expatriados —dijo finalmente.
—Sí, cinco en total.
—¿Podría saber quiénes son, por favor?
—Una mujer de 1665, extraída de la gran peste de Londres. Mmm.... Un hombre, teniente, creo, de 1645, de la batalla de Naseby. Opuso más resistencia incluso que usted. Un capitán del ejército, de 1916, de la batalla del Somme. Y alguien del París de Robespierre, de 1793; una mujer con un buen perfil psicológico.
—¿No «extrajeron» a nadie más de la expedición?
—No.
—¿Puedo saber por qué?
—Bueno, se trata de un proyecto experimental. Queríamos seleccionar individuos de periodos tan diversos como nos fuera posible.
—¿Y me eligieron a mí en lugar de, pongamos por caso, al capitán Fitzjames?
Parpadeé sorprendida.
—Sí. Teníamos pruebas documentales de que usted... había abandonado la expedición.
—De que había muerto.
—Ajá. Sí.
—¿Cuáles fueron las circunstancias de mi muerte?
—No las especificaron. Se refirieron a usted como «el difunto comandante Gore».
—¿Quiénes?
—El capitán Fitzjames, el capitán Crozier. Ambos quedaron al frente de la expedición tras la muerte de sir John Franklin.
Habíamos caído en una marcha lánguida y noté que se quedaba taciturno.
—El capitán Fitzjames habló maravillas de usted —me atreví a decir—. «Un hombre con mucho aplomo, muy buen oficial y de lo más encantador.»
Eso, por fin, hizo aparecer los hoyuelos de su sonrisa.
—Entonces ¿escribió sus memorias a su regreso? —dijo Gore, con alegría.
—Ah, comandante Gore.
—¿Sí?
—Creo que debería... ¿podríamos sentarnos? En ese banco de ahí.
Se detuvo tan en seco que me di una patada en el tobillo al pararme.
—Está a punto de contarme que el capitán Fitzjames sufrió algún percance, ¿verdad?
—Vamos a sentarnos. Aquí.
—¿Qué ocurrió?
Sus hoyuelos habían desaparecido. Al parecer no me iba a recrear mucho contemplándolos.
—Algo le ocurrió a... todo el mundo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, con un punto de impaciencia.
—La expedición se perdió.
—¿Se perdió?
—En el Ártico. No regresó nadie.
—Había ciento veintiséis hombres a bordo de dos de los barcos más poderosos de la armada británica —señaló—. ¿Me estás diciendo que ninguno regresó a Inglaterra? ¿El capitán Crozier? Él ya había estado en la Antártida...
—No sobrevivió nadie. Pensé que se lo habían dicho en el Ministerio.
Me miró fijamente. Los anillos verdes de sus ojos brillaron como castañas cuando ladeó la cabeza.
—Cuéntame qué sucedió —dijo despacio—. Cuando... me fui.
—A ver. Sí. De acuerdo. Le recogimos en 1847, en cabo Félix. Sabíamos que allí había existido un campamento de verano, pero no estábamos seguros de por qué...
—Era un observatorio magnético. También servía de base para las partidas de caza.
—Bien, de acuerdo. Pues no estábamos seguros de por qué lo habían abandonado a toda prisa. Cuando se localizó el lugar, en 1859, se encontraron con que habían dejado allí todo el equipo. Tiendas de campaña. Instrumentos científicos. Pieles de oso. Los historiadores nunca supieron con certeza por qué, pero pensamos...
—Fue por vosotros —dijo cayendo en la cuenta—. Pensé que eran... relámpagos. Luego vi aquella... puerta de luz azulada.
—Sí.
—Vi unas siluetas en la puerta. Había una... red enorme... Me hice daño.
—Lo siento. No podíamos mandar a nadie al otro lado del portal; no sabíamos qué podía sucederle. Creo que era una malla de acero, ¿verdad? Para impedir que usted pudiera cortarla y escapar.
Volvió a escrutarme en silencio. Me apresuré a añadir:
—No estábamos seguros de haber sido la causa de que sus hombres abandonaran el campamento hasta que hicimos la incursión. Ése es siempre uno de los «grandes misterios», así que pensamos que podíamos arriesgarnos y...
—¿Tu gente aniquiló a toda la expedición? —preguntó. Mantenía una extraña serenidad, pero advertí que se le encendían las mejillas—. Conozco a mis oficiales. Los conocía. Habrían salido en mi busca. Habrían enviado una brigada a buscarme.
—Estoy segura de que fueron en su busca, pero el portal ya se había cerrado.
—¿Cómo murieron, entonces?
—Bueno. No llegó el deshielo. Los dos barcos quedaron atrapados en la banquisa. En el invierno de 1847 la expedición había perdido nueve oficiales y quince hombres. No sé cuántos murieron mientras usted aún estaba...
—Freddy... el señor Des Voeux y yo habíamos dejado una nota para el Almirantazgo en la tierra del rey Guillermo. En un túmulo de piedras del cabo Victoria. Contenía...
—Sí, la expedición encontró su nota en abril de 1848. Crozier y Fitzjames la usaron para dejar constancia de que habían abandonado los barcos y de que toda la tripulación partía hacia el sur, hacia el río Back. La tierra del rey Guillermo es... bueno, una isla, por cierto.
Me dio la espalda y sacó el paquete de cigarrillos del abrigo.
—El río Back estaba a ochocientas millas —dijo al fin.
—Sí. No lo lograron. Murieron de hambre en la travesía.
—¿Todos?
—Todos.
—No puedo imaginar al capitán Fitzjames muriendo de algo tan macabro como inanición. ¿O a Harry Goodsir? Era uno de los hombres más inteligentes que he...
—Todos sin excepción. Lo lamento.
Contempló el descampado y exhaló lentamente.
—Parece que me he librado de una muerte miserable —concluyó.
—Lo sien... ¿De nada?
—¿Cuánto aguantaron?
—Testimonios inuit sugieren que un reducido grupo de hombres regresó a las embarcaciones y sobrevivió a un cuarto invierno. Pero todos habían muerto en 1850.
—¿Qué es un testimonio «inuit»?
—Ah. Ustedes los llamaban «esquimales». Lo correcto es llamarlos «inuit».
Para mi sorpresa, se sonrojó profundamente y se quedó con gesto apesadumbrado, lo que me pareció una muestra de culpabilidad desproporcionada, teniendo en cuenta que los victorianos carecían de corrección política. Pero lo único que dijo fue:
—¿No mandó partidas de rescate, el Almirantazgo?
—Mandó varias. Lady Franklin financió otras tantas. Sin embargo, todas fueron en la dirección equivocada.
Cerró los ojos y sopló una voluta de humo en dirección al cielo.
—La mayor expedición de nuestra era —dijo.
No había rastro de emoción en su voz: ni rabia, ni tristeza, ni ironía. Nada.
—Te pido disculpas por mi reacción. Ha sido... un golpe, pero debería haberlo soportado con más estoicismo. Después de todo, sabíamos a lo que nos enfrentábamos. Espero que no sintieras que me enfadaba contigo —me dijo más tarde, ese mismo día.
—No. Sólo lamento que haya oído la historia de forma tan desordenada.
Se apartó y me observó. Si hubiera sido otro tipo de hombre, habría jurado que me estaba dando un repaso, pero le faltaba lascivia. Simplemente me miraba de los pies a la cabeza por primera vez.
—¿Por qué eres tú mi puente? ¿Por qué no me asignaron a alguien con un cargo oficial? Mientras me estaba... recuperando insistieron mucho en el secretismo del «proyecto», como decís vosotros.
—Supongo que soy un cargo oficial, en cierto modo. Soy una profesional, en cualquier caso. Trabajé en el Departamento de Idiomas como traductora-consultora. Mi especialidad es el sudeste asiático continental.
—Ya veo. Bueno, en realidad, no, no lo veo. ¿Qué significa todo eso?
—Tengo acceso a información confidencial y he trabajado con... personas desplazadas. La intención del Ministerio en un principio era que los expatriados convivieran con terapeutas, pero al final pensaron que tenía más sentido que contasen con... un amigo.
Me miró con desconcierto y me ruboricé, porque también a mí me había sonado a ruego. Y añadí:
—Ya sabía mucho de usted. Había leído sobre la expedición. Se han escrito infinidad de libros sobre el tema. Roald Amundsen, que descubrió el Polo Norte y el Polo Sur, emprendió su viaje porque estaba obsesionado con la expedición de John Franklin. Él...
—Juegas con ventaja —me dijo.
—Así es.
Aparecieron los hoyuelos. No con una alegría desbordante, pero aparecieron.
—¿Y quién encontró el paso del Noroeste? Ése era nuestro objetivo en un principio.
—Robert McClure, en 1850.
—¡¿Robbie?!
—Efectivamente. Lo encontró durante una de las partidas que salieron en su búsqueda. Les dijo a los inuit que estaba buscando a un «hermano perdido». Como usted era el único miembro de la expedición a quien había conocido personalmente, siempre supuse...
—Ah —murmuró.
Guardé silencio. Ese «ah» sonó como si le hubiera clavado una aguja. Para mí sólo eran nombres que salían en los libros de historia, mientras que para él hacían referencia a personas que aún sentía vivas. Le embargó un vértigo desolador. Me dio tanta vergüenza que acepté como una autómata el cigarrillo que me ofrecía, a pesar de que, como ya he dicho, había dejado de fumar hacía años.
Cuanto más lo conocía, más me daba cuenta de que Gore era la persona más plena y realizada con la que me había topado nunca. En su época había sido aficionado a la caza, dibujaba, tocaba la flauta travesera, que además se le daba muy bien, y gozaba de la compañía de la gente. Ahora la caza estaba descartada por completo y su vida social limitada por orden del Ministerio. Al final de la primera semana saltaba a la vista que iba a perder la cabeza si no podía hablar con nadie más que conmigo.
—¿Cuándo conoceré a los otros expatriados?
—Pronto...
—¿Se