Game Over

Javier Ikaz

Fragmento

23 de junio de 1984. Noche de San Juan

23 de junio de 1984.

Noche de San Juan

El descampado está abarrotado de personas y el griterío es considerable. «Parecen las fiestas del pueblo» es una de las frases que más repiten todos. Desde las ventanas de los altos edificios de hormigón asoman las personas mayores que han preferido ver las fogatas a la película Pelham 1, 2, 3 que dan en Sábado Cine, en vez de Aeropuerto 75, que es la que estaba anunciada.

Los chavales han hecho un buen trabajo y las montañas de maderas, tablas y escombros son aún más grandes que las del año pasado. Llevan cuatro días pidiendo material para quemar en las hogueras por los pisos y talleres cercanos, y alguno de los estudiantes de la vecindad les ha dado todos sus libros y cuadernos de octavo de EGB porque el próximo año ya pasan al instituto y están deseando verlos arder. Como pasa siempre, ha habido piques y alguna montaña se ha quemado antes de tiempo. Menos mal que este año no llueve.

Los bares del barrio están a tope, muchos han puesto una barra de madera fuera y piden a la gente que devuelvan los vasos y que no los rompan. La fanfarria de los jubilados se ha prestado a amenizar la noche más corta del año.

Posiblemente ese niño de peto de pana beis y camisa marrón de cuadros se anime a decirle a la rubita de la clase de al lado lo que piensa antes de que lo sepa más gente y el pitorreo sea insoportable. También puede ser que el matrimonio de la farmacia se decida a romper una relación a todas luces muerta. Lo que es menos probable es que la anciana del último piso reciba siquiera una llamada de su hijo, el que trabaja fuera, en Madrid, y apenas viene a verla. Todos tienen su historia, todos tienen cosas que desear y que dejar atrás. Aun así, las ganas de fiesta y la despreocupación reinan en una noche que, además, esta vez cae en fin de semana.

Aunque lleva días sin llover, en el descampado nunca faltan charcos y lo normal es acabar con los pies llenos de barro. Es el aparcamiento improvisado del barrio y siempre hay coches y camiones (incluso carros) que, en esta ocasión, se agolpan al final para dejar sitio solo por una noche.

Empiezan los fuegos, los más románticos llevan sus papelitos con frases que lanzan a las hogueras tímidamente, sin acercarse demasiado; los mayores apuran sus chatos con la in­ten­ción de ir al bar a por más, algún animado ha bajado un infiernillo y está haciendo unos chorizos, mientras que los más pequeños juegan con la advertencia de sus madres de que no se acerquen mucho a las fogatas. En efecto, parecen las fiestas del pueblo.

Y es uno de esos niños, una chiquilla de unos doce años, quien lo descubre mientras juega al escondite. Cerca de una tapia. Algo brillante, liso. Algo que parece una maquinita de esas de Game & Watch. Contenta, creyendo que se va a encontrar por la cara un Donkey Kong o algo parecido, se acerca sin avisar a nadie. Pero no, no es una maquinita. La decepción es enorme. El caso es que no sabe lo que es. Nunca ha visto nada parecido.

No lo sabe, pero lo que tiene entre manos es un smartphone.

A lo lejos, la fiesta continúa ajena a tal descubrimiento.

Agosto de 2024

La Central, sede de la Organización

El silencio característico de los largos pasillos grises de La Central se vio bruscamente interrumpido por la aparición de tres personas vestidas de negro que avanzaban con paso nervioso hasta el final, donde se hallaba el despacho presidencial.

A pesar del revuelo notorio, momentos antes se había oído el helicóptero que los traía de urgencia; nadie de las oficinas laterales dejó su labor frente a los monitores y ordenadores, ni siquiera una furtiva mirada siguió a los tres individuos, que ya habían alcanzado la puerta y la abrieron sin mayor miramiento.

—¿Tan urgente es que no se podía esperar a mañana, y tan grave que tenéis que venir los tres?

—Me temo que sí.

Unos segundos de pausa.

—¿Y bien?

—No sabemos muy bien qué ha podido pasar, pero me temo que le hemos perdido la pista.

—Pero eso es imposible.

—Eso pensábamos.

La tensión dentro del despacho se podía palpar.

—Pues como no lo encontréis estamos jodidos, y vuestras cabezas van a ser las primeras en rodar.

Los tres sujetos abandonaron aún más nerviosos las oficinas de la Organización. Desde luego la situación era sumamente grave.

PRIMERA PARTE

¿Ava? ¿Quieres jugar?

1

Tres, dos, uno…
Contacto

1984

Lo malo de esperar algo con ansia es que a menudo las expectativas superan en mucho a la realidad, por lo que, una vez que esta se materializa, provoca una extraña mezcla entre decepción y tristeza. Es como cuando llevas varios meses esperando la noche de Reyes para que te traigan el hovercraft Ballena de G. I. Joe o el armario de Nancy y cuando al fin los tienes en tus manos te dura la ilusión lo que tardas en abrir la caja y sacar todos los accesorios del juguete. Es una especie de broma del destino que hace que te preguntes si eres una persona caprichosa, de gustos aleatorios, o si por el contrario el castillo de Grayskull es, efectivamente, mejor regalo que lo que habías pedido.

El caso que nos ocupa no tiene nada que ver con los Reyes Magos ni con regalos (de hecho, los juguetes comentados son de esos que anuncian en la tele con un escueto «más de 5000 pesetas» que los vuelve inaccesibles para la mayoría, o al menos para los chavales de este colegio). No, lo esperado durante meses y que había llegado por fin a nuestra historia eran las vacaciones de verano. Era 29 de junio, viernes, y en el colegio Viuda de Epalza (el pequeño edificio colorido del gris Zuloa, el barrio humilde de Bilbao) no se daba clase. Habían colocado las mesas en forma de una U enorme en el patio; por la megafonía, que sonaba como a lata y hacía que la de la iglesia pareciese profesional, emitían los últimos números uno de Los 40 Principales: «Lobo-hombre en París», «Radio Ga-Ga», «Pánico en el Edén»… Los largos manteles de papel del patio del Viuda de Epalza parecían los de la cervecería de Antón. En los platos uno se encontraba desde galletitas saladas de pececillos, chóped o patatas fritas de bolsa hasta tortillas que algunas madres animadas habían mandado con sus hijos en un plato de Duralex «con vuelta».

—Lady, lady, lady se pinta los ojos con Titanlux, aunque hace mil años que dejó atrás el puticlub…

Era inevitable que algunos chavales, al sonar esa canción, o la que fuese, la llevasen a su terreno convirtiéndose en expertos improvisadores de lo escatológico o sexual para algarabía del resto de compañeros y enfado de los profesores, que mal disimulaban una sonrisa picarona.

Los alumnos de los cursos más bajos habían ido disfrazados y se veían D’Artacanes y Heidis junto con piratas, princesitas y animales varios. El ambiente en el patio era animado, además: había salido el sol por fin después de una racha de lluvia continua que solo había respetado, una semana antes, la noche de San Juan.

No, no, no, no, no me puedes dejar así.

Quédate un poco más aquí

Justo en ese momento romántico, uno de los altavoces se quedó mudo y provocó una bajada de intensidad sonora en todo el patio. Casi todos dejaron de hacer, por unos segundos, lo que quisiera que estuvieran haciendo, como si mirar a los profesores fuese suficiente para que volviese la música. A su vez los tutores no sabían cómo reaccionar. Juanjo, el profesor de gimnasia, y el más avezado, se acercó al altavoz y dio los mismos golpes que recibía su tele cuando se iba la señal creyendo que así regresaría la voz de Luis Miguel. Nada. Entonces apareció Ava, una alumna de sexto aplicada e inteligente, aunque de las que pasaba desapercibida y tenía cierta fama de friki, incluso entre los profesores. Su pelo suelto y la ropa amplia y masculina tampoco ayudaban.

—¿Puedo? —preguntó a Juanjo que, con una sonrisa de autosuficiencia y cierto paternalismo rancio, hizo un gesto como de «tú misma»—. Gracias. Lo primero, apaga la radio, y necesito un destornillador.

De pronto, la niña rarita del grupo de los raritos se hizo la jefa y comenzó a mandar a los mayores cual cirujano en plena operación. Celo, tijeras, cinta aislante, incluso unas pinzas. Pronto se formó un círculo alrededor de ella y la operación se convirtió en algo más importante que las gallinitas ciegas, los churro va, mediamanga, mangoteros o las coreografías a lo Vi­cky Larraz. Ava actuaba decidida, seria, incluso chistó al graciosito de turno que seguía tarareando «Lady, lady» para conseguir el silencio necesario (puro teatro). Cuando hubo acabado, cerró la tapa, colocó de nuevo el altavoz en su lugar e hizo un gesto a un ya humillado Juanjo para que volviese a encender la radio. La expectación no podía ser mayor. Se mascaba la esperanza y la tragedia con la misma intensidad. Si funcionaba, Ava sería la heroína del día, si no, aparte de rarita habría hecho el mayor ridículo en lo que iba de curso, y eso arrastraría inevitablemente a Vera, Koldo, Piti y, lo que es peor, a Peio.

Juanjo se hizo de rogar más que la chica de la canción de Luis Miguel, pero, finalmente, y con miedo, encendió la radio. De pronto atronó en estéreo «El pistolero» de Los Pistones, para júbilo de los alumnos.

… acabaré con él…

Sufrió el pobre de Juanjo, que agarró, con rabia, un puñado de patatas fritas. Se escuchó incluso algún aplauso. Ava, ajena al resultado de su triunfo, volvió con sus amigos, los raritos, que miraban alrededor con orgullo esperando una aceptación que, justo antes de las vacaciones de verano, habría llegado demasiado tarde.

—Los has dejado con la boca abierta, Ava —dijo Piti con un tono sorprendentemente animado para ser él.

—Sí, sobre todo a Juanjo, el chulito —adornó Vera, de quinto de EGB—, con lo que le gusta a él ser el que sabe de todo delante de la seño Marian… —Vera era muy de radiografiar a la gente, a pesar de su corta edad, algo que detestaba su hermano mayor, Peio, que remató, un tanto molesto por lo ocurrido:

—Bueno, venga, vale de chácharas, ¿qué vamos a hacer al final?

—A mí lo del campamento me da yuyu —entró en escena Koldo—, en todas las pelis de terror aparece un asesino en un campamento. No tienen ni que hacer una noche de miedo, las tienen todos los días…

—Ya está el de las pelis… —dijo Vera poniendo los ojos en blanco, y es que Koldo se estaba obsesionando desde que en su casa entró un vídeo Beta.

—Tú ríete, pero cuando estés en tu tienda de campaña y aparezca uno con una máscara de hockey y un machete…

—Le diré a mi hermano que deje de hacer el tonto.

Definitivamente Peio no podía con su hermanita. Y eso le encantaba a Vera. Al principio decía que, cuando se espera algo con mucha intensidad, el destino te guarda la sorpresa de la decepción y cierta tristeza, y esa es la extraña sensación que sentía este pequeño grupito de dos chicas y tres chicos. Un pequeño grupo de los varios que había de raritos en el Viuda de Epalza. En la colección de grupos de frikis se encontraban en el escalafón mayor, esto es, el de los ignorados. Era el lugar deseado por los no guais, ya que, si bajabas en ese estrato social del colegio, había mucha víctima de abusones y chulitos.

Pero vamos a lo que importa: la sensación de decepción y tristeza. Esa extraña sensación era la de la llegada de las vacaciones de verano. Nadie quería estar en clase (ni siquiera en EGB) y las vacaciones se antojaban el paraíso. Cientos de horas para no hacer nada o, mejor dicho, para hacer muchísimas cosas, pero de las que molaban. Responsabilidad cero, buen tiempo, jugar, no madrugar…; pues bien, Ava y sus amigos estaban a pocas horas de estrenar vacaciones y no parecían precisamente alegres. Y no porque les gustase el cole, qué va, el problema era otro. Todos, más o menos, tenían su plan para el verano y a todos se les había chafado por una u otra razón. Menos a Peio y Vera, cuyo verano sería como siempre, una bosta. Resultaba que sus padres, de origen humilde, tenían como gran imperio un pequeño bar de barrio que no abandonaban en todo el año, y en julio y agosto contaban además con la ayuda de sus hijos. Vamos, que los pobres nunca habían sabido lo que era irse de vacaciones. Por su parte, Ava y sus hermanos mayores solían viaj

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