La cicatriz (Bas-Lag 2)

Fragmento

Creditos

Título original: The Scar 

Traducción: Manuel Mata Álvarez-Santullano 

1.ª edición: junio 2017 

© Ediciones B, S. A., 2017 

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España) 

www.edicionesb.com 

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-751-1 

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos. 

Contents
Contenido
Dedicatoria
Agradecimientos
Cita
Dos kilómetros bajo la nube más baja
Primera parte. CANALES
Capítulo uno
Capítulo dos
Capítulo tres
Capítulo cuatro
Capítulo cinco
Primer interludio: en otro lugar
Segundo interludio: Bellis Gelvino
Segunda parte. SAL
Capítulo seis
Capítulo siete
Capítulo ocho
Capítulo nueve
Capítulo diez
Capítulo once
Capítulo doce
Capítulo trece
Capítulo catorce
Tercer interludio: en otro lugar
Tercera parte. LA FÁBRICA DE BRÚJULAS
Capítulo quince
Capítulo dieciséis
Capítulo diecisiete
Capítulo dieciocho
Capítulo diecinueve
Capítulo veinte
Cuarto interludio: en otro lugar
Cuarta parte. SANGRE
Capítulo veintiuno
Capítulo veintidós
Capítulo veintitrés
Capítulo veinticuatro
Capítulo veinticinco
Capítulo veintiséis
Quinto interludio: Tanner Sack
Sexto interludio: en otro lugar
Quinta parte. TORMENTAS
Capítulo veintisiete
Capítulo veintiocho
Capítulo veintinueve
Capítulo treinta
Capítulo treinta y uno
Capítulo treinta y dos
Séptimo interludio: el Canal Basilisco
Octavo interludio: en otro lugar
Sexta parte. EL CAMINANTE DE LA MAÑANA
Capítulo treinta y tres
Capítulo treinta y cuatro
Capítulo treinta y cinco
Capítulo treinta y seis
Capítulo treinta y siete
Capítulo treinta y ocho
Capítulo treinta y nueve
Capítulo cuarenta
Noveno interludio: el Brucolaco
Séptima parte. EL VIGÍA
Capítulo cuarenta y uno
Capítulo cuarenta y dos
Capítulo cuarenta y tres
Capítulo cuarenta y cuatro
Capítulo cuarenta y cinco
Capítulo cuarenta y seis
Capítulo cuarenta y siete
Coda
Tanner Sack
Polvo 2 de Tathis de 1780. Armada
cicatriz

A Claudia, mi madre

cicatriz-1

Agradecimientos

Con profundo amor y agradecimiento a Emma Bircham, una vez más y siempre.

Toda mi gratitud para la gente de Macmillan y Del Rey, en especial mis editores, Peter Lavery y Chris Schulep. Y, como de costumbre, me faltan palabras para expresar lo mucho que le debo a Mic Cheetham.

Estoy en deuda con todos aquellos que leyeron el manuscrito y me dieron consejo: mi madre, Claudia Lightfoot; mi hermana, Jenima Miéville; Max Schaefer; Farah Mendelsohn; Mark Bould; Oliver Cheetham; Andrew Butler; Mary Sandys; Nicholas Blake; Jonathan Strahan; Colleen Lindsay; Kathleen O’Shea; y Simon Kavanagh. Sin ellos, este hubiera sido un libro mucho peor.

cicatriz-2

Pero la memoria no se pondría en el sol poniente, esa mirada verde y congelada dirigida al ancho mar azul que cura a golpes todas las heridas. Un cielo del todo ciego ha roído hasta dejar pelado el intelecto de los humanos huesos y, al desollar las emociones de la fractura, ha revelado la congoja que se escondía debajo. Y el espejo me muestra a mí, un hecho desnudo y vulnerable.

DAMBUDZO MARECHERA,

Black Sunlight

cicatriz-3

Dos kilómetros bajo la nube más baja, la roca perfora las aguas y el mar da comienzo.

Le han dado muchos nombres. Cada ensenada y cada bahía y cada arroyo han sido clasificados como si fueran diferentes. Pero son una sola cosa, en cuyo seno las fronteras son absurdas. Llena el espacio entre las piedras y la arena, se arrolla alrededor de las riberas y une entre sí los continentes.

En el extremo del mundo, el agua salada está tan fría que quema. Enormes sillares de agua helada imitan la tierra y se parten y se hacen pedazos y cambian de forma, hogar de gelo-jaibas, filósofos con caparazones de hielo vivo. En los bajíos del sur hay bosques de gusanos-tubería y quelpos y corales carnívoros. Los pejesoles se mueven con elegancia imbécil. Los trilobites anidan en los huesos y disuelven el hierro.

El mar hierve de vida.

Hay criaturas que viven y mueren en el oleaje, arrastradas por las mareas sin que jamás lleguen a ver la suciedad que hay debajo de ellas. En las lagunas neríticas y los lechos llanos florecen complejos ecosistemas que se extienden sobre los conos de derrubios hasta llegar a los extremos de las plataformas de roca y aún más allá, a zonas que no alcanza la luz.

Hay fosas abisales. Presencias que son en parte moluscos y en parte deidades descansan morosamente bajo quince kilómetros de agua.

En la fría negrura impera la brutalidad de la evolución. Toscas criaturas emiten limo y fosforescencia y se mueven con una trepidación de miembros inciertos. La lógica de sus formas deriva de las pesadillas.

Hay pozos sin fondo. Existen lugares en los que el granito y los sedimentos del fondo del mar descienden en túneles verticales de kilómetros de profundidad, bajo presiones tan grandes que el agua fluye espesa y untuosa. Supura a través de los poros de la realidad, formando peligrosas fuentes, fisuras por las que pueden emerger fuerzas desplazadas. En las frías profundidades medias se abren chimeneas hidrotérmicas entre las rocas que expulsan nubes de agua a gran temperatura. En este medio cálido pasan sus ociosas vidas unas criaturas intrincadas, sin saber que ni a medio metro del calor rico en sales minerales de las aguas la temperatura desciende tanto que bastaría para matarlas.

Bajo la superficie, el paisaje está erizado de montañas y cañones y bosques, cambiantes dunas, cavernas de hielo y cementerios. El agua está densa de materia. Islas imposibles flotan en las profundidades, a merced de mareas de ensueño. Algunas de ellas son del tamaño de ataúdes, pequeñas lascas de pedernal y granito que se niegan a hundirse. Otras son rocas nudosas de un kilómetro de longitud, suspendidas a centenares de metros de profundidad, arrastradas a lomos de corrientes lentas, arcanas. Hay comunidades en estas tierras insumergibles: hay reinos secretos.

Existe heroísmo y se libran brutales guerras en el lecho del océano, sin que los moradores de la superficie sepan nada de ello. Hay dioses y catástrofes.

Pasan navíos intrusos entre el mar y el aire. Sus sombras motean el fondo hasta donde alcanza la luz. Los barcos y barcazas mercantes, los balleneros, navegan sobre los restos putrefactos de otras embarcaciones. Los cuerpos de los marineros fertilizan el agua. Los peces carroñeros se alimentan de ojos y labios. Los dientes de la arquitectura coralina han reclamado mástiles y anclas. Se llora o se olvida a los barcos perdidos y el suelo viviente del mar los acoge y los oculta con percebes, se los entrega como cuevas a las morenas, los peces-rata y las jaibas ermitañas, y a cosas aún más salvajes.

En los lugares profundos, donde las leyes físicas se colapsan bajo la presión aplastante de las aguas, los cuerpos siguen cayendo muy despacio en la oscuridad, días después de que sus navíos hayan zozobrado.

Se pudren en su larga marcha hacia el fondo. Nada llegará a la negra arena de las profundidades del mundo salvo huesos cubiertos de algas.

En las faldas de las plataformas rocosas, donde el agua fría y liviana cede paso a una oscuridad que se aferra a todas las cosas, avanza pesadamente una jaiba. Avista una presa, profiere un chasquido y traquetea en el fondo de la garganta, mientras le quita la capucha a su calamar de caza y lo deja libre.

Este vuela como un rayo hacia el banco de lustrosas caballas que, semejante a una nube, se funde y cambia de forma a cinco metros de distancia. Los treinta centímetros de sus tentáculos se abren y vuelven a cerrarse con un latigazo. El calamar regresa junto a su amo, arrastrando un pez moribundo y el banco vuelve a formarse tras él.

La jaiba arranca la cabeza y la cola a la caballa y guarda el resto en una bolsa que lleva en la cintura. Le da la cabeza llena de sangre a su calamar para que la sorba.

La parte superior del cuerpo de la jaiba, la sección blanda, sin caparazón, es sensible a los minúsculos cambios de las mareas y la temperatura. Siente un hormigueo en la cetrina carne mientras complejas masas de agua se encuentran e interaccionan. Con un abrupto espasmo, la nube de caballas se coagula y desaparece entre el arrecife de coral.

La jaiba levanta el brazo y llama a su calamar, lo calma y lo acaricia con suavidad. Saca su arpón.

Se encuentra sobre una cresta de granito, donde las algas y los helechos marinos se mueven contra él, acariciándole el alargado abdomen inferior. A su derecha se alzan protuberancias de roca porosa. A su izquierda, la pendiente desciende con rapidez en dirección a unas aguas sombrías. Puede sentir el frío que emana de las profundidades. Su mirada se pierde en una aguda gradación de azul. Sobre su cabeza, en la superficie, se ven ondas de luz. Por debajo, los rayos no tardan en desaparecer. Solo está un poco por encima de la frontera de la oscuridad perpetua.

Camina con cuidado aquí, en el borde de la plataforma. A menudo viene a cazar a este lugar, donde las presas son menos cuidadosas, lejos de los más luminosos y cálidos bajíos. Algunas veces, emerge caza mayor de las profundidades, curiosa; no está preparada para sus astutas tácticas y sus arpones dentados. La jaiba se mece con nerviosismo en la corriente y escudriña el mar abierto. Algunas veces lo que escupe el crepúsculo no son presas sino depredadores.

Remolinos de frío dan vueltas a su alrededor. Arrastran algunos guijarros del suelo, que caen rebotando por la pendiente y se pierden en la oscuridad. La jaiba se agarra a las resbaladizas rocas.

Más abajo, en alguna parte, se produce una suave percusión de rocas. Un escalofrío que no es arrastrado por corriente alguna trepa por su piel. Las piedras se están realineando y las grietas vomitan una oleada de taumaturgia.

Algo funesto está emergiendo de las frías aguas, en el extremo de la oscuridad.

El calamar de la jaiba empieza a ceder al pánico y cuando este lo suelta, se lanza de inmediato ladera arriba, hacia la luz. La jaiba lanza una mirada atrás, a las tinieblas, buscando la fuente del sonido.

Hay una vibración ominosa. Mientras él trata de ver a través del agua teñida de polvo y plancton, algo se mueve. Allá abajo se estremece una roca más grande que un hombre. La jaiba se muerde el labio al tiempo que la gran piedra irregular sale despedida de repente y empieza a descender a saltos.

El estrépito de su paso sigue resonando mucho tiempo después de que haya dejado de verse.

Ahora hay un agujero en la ladera, un agujero que tiñe el mar de oscuridad. Nada se mueve y nada se oye durante un rato y los dedos de la jaiba acarician el arpón con ansiedad, lo aferran, lo empuñan y siente que todo su cuerpo tiembla.

Y, entonces, con suavidad, algo frío, algo que no tiene color, brota deslizándose de la oscuridad.

Confunde a la vista, revoloteando con una grotesca premura orgánica que parece carecer de propósito, como la sangre al manar de una herida. La jaiba no se mueve. Su miedo es intenso.

Emerge otra forma. Tampoco a esta puede distinguirla: lo evade, es como un recuerdo o una impresión, algo que no puede especificarse. Es rápida y corpórea y fríamente aterradora.

Aparece otra y luego otra más, hasta que la oscuridad supura una corriente rápida y constante. Las presencias se mueven y cambian, no del todo invisibles, fundiéndose y disipándose, con movimientos opacos.

La jaiba permanece inmóvil. Puede oír extraños conciliábulos susurrados en las mareas.

Sus ojos se abren al avistar enormes dientes retráctiles, cuerpos salpicados de concreciones y arrugas. Cosas sinuosas y fuertes que aletean en las gélidas aguas.

La jaiba empieza a retroceder con pasos que apenas rozan la roca de la ladera, tratando de moverse silenciosamente, pero demasiado despacio: hace pequeños ruidos.

Con un solo movimiento, una convulsión perezosa y predatoria, las siniestras cosas que farfullan apelotonadas debajo de él se mueven. La jaiba avista la oscuridad de una docena de ojos y sabe que lo están observando.

Y, entonces, con una elegancia monstruosa, se elevan y caen sobre él.

cicatriz-4

Primera parte

CANALES

cicatriz-5

Capítulo uno

Solo han transcurrido quince kilómetros desde la ciudad cuando el río pierde su impulso y se amolda con discurrir moroso al salobre estuario que alimenta la Bahía de Hierro.

Los barcos que salen de Nueva Crobuzon en dirección este llegan a unas tierras más bajas. Al sur hay cabañas y pequeños embarcaderos desde los que los campesinos pescan para complementar su monótona dieta. Los niños saludan a los viajeros con cautela. De vez en cuando se ve un afloramiento de roca o un pequeño bosque de arboscuros, lugares en los que no puede cultivarse la tierra, pero en su mayor parte esta es una zona de labranza.

Desde las cubiertas, los marineros avistan los campos sobre el linde de setos y árboles y zarzas. Es el rastrojado extremo de la Espiral del Grano, la alargada colección de granjas que alimenta a la ciudad. Dependiendo de la estación del año, pueden verse hombres y mujeres entre las cosechas, o arando la tierra negra o quemando los rastrojos. Entre los canales se avista con asombro el paso despreocupado de barcazas que navegan por lugares escondidos por bancos de tierra y vegetación. Van y vienen sin descanso entre la metrópolis y las haciendas. Llevan al campo productos químicos y combustible, piedra y cemento y productos de lujo. Regresan a la ciudad cargadas de sacos de grano y carne atravesando acres de campos de cultivo salpicados de cabañas, grandes casas y molinos.

El tráfico nunca para. Nueva Crobuzon es insaciable.

La orilla norte del Gran Alquitrán es más amplia.

Es una gran extensión de maleza y pantanos. Se prolonga durante más de ciento veinte kilómetros, hasta que las colinas y las montañas bajas que se arrastran hacia ella la cubren por completo. Jalonado por el río, las montañas y el mar, este rocoso paraje es un lugar desierto. Si mora en él algo más que los pájaros, permanece oculto.

Bellis Gelvino embarcó rumbo al este en la última estación del año, una época de lluvias constantes. Los campos que vio eran extensiones de frío barro. Los árboles medio desnudos estaban empapados. Sus siluetas parecían recién pintadas con tinta china sobre las nubes.

Más tarde, cuando volvía a pensar en aquella época miserable, Bellis se asombraba de la cantidad de detalles que poblaban su memoria. Podía recordar la formación de una bandada de gansos que había pasado graznando sobre el barco, el olor de la savia y la tierra, la sombra plomiza del firmamento. Recordaba haber buscado la línea de setos con la vista y no haber visto ni uno. Solo hebras del humo de la madera sobre el aire empapado y las casas de techo bajo cerradas a cal y canto para proteger a sus habitantes de las inclemencias del tiempo.

El movimiento manso de lo verde al viento.

Erguida en la cubierta y envuelta en su chal, había observado y había escuchado, tratando de encontrar rastro de niños jugando o pescadores o cualquier persona que se ocupase de las humildes huertas que veía. Pero solo se oían los pájaros salvajes. Las únicas formas humanas que avistó eran las de los espantapájaros, cuyos rasgos rudimentarios permanecían impasibles.

No había sido un viaje largo, pero su recuerdo le inundaba el cuerpo como una infección. Se había sentido atada por el tiempo mismo a la ciudad que dejaba atrás y los minutos se habían alargado, tensos, mientras se marchaba, más y más lentos cuanto más se alejaba en su pequeña travesía.

Y entonces se habían partido con un chasquido y se había visto catapultada al aquí y ahora, sola y lejos de casa.

Mucho más tarde, encontrándose a kilómetros de distancia de todo cuanto conocía, Bellis despertaría, asombrada por no haber soñado con la ciudad que había sido su hogar durante más de cuarenta años. Había sido aquel pequeño trecho de río, aquel corredor de campo azotado por el tiempo lo que la había acompañado durante menos de un día.

Unos pocos cientos de metros más allá de la rocosa costa de la Bahía de Hierro, tres barcos decrépitos habían anclado en aguas tranquilas. Sus anclas estaban cubiertas por completo de sedimentos. Las amarras que los unían habían desaparecido bajo una costra de percebes de años de antigüedad.

Eran navíos poco marineros, pintados con brea negra, con grandes estructuras de madera a proa y a popa. Sus mástiles eran tocones. Las chimeneas estaban frías e incrustadas de guano viejo.

Los tres estaban muy juntos. Estaban rodeados por un círculo de boyas unidas entre sí con cadenas erizadas de púas, por encima y por debajo de la superficie del agua. Los tres viejos veleros estaban recluidos en su propio trecho de mar, inasequibles al movimiento de las corrientes.

Atraían la atención. Alguien los estaba observando.

En otro barco, a cierta distancia, Bellis se asomó por la portilla y los contempló, como había hecho varias veces a lo largo de las últimas horas. Cruzó los brazos por debajo del pecho y se inclinó sobre el cristal.

Su litera apenas se movía. El movimiento del mar era tan suave y lento que resultaba imperceptible.

El cielo estaba denso, pintado del gris del pedernal. La ribera y las colinas rocosas que jalonaban la Bahía de Hierro parecían gastadas y muy frías, salpicadas de cangrada y pálidos helechos salinos.

Aquellas flotantes moles de madera eran la cosa más siniestra que había a la vista.

Lentamente, Bellis se reclinó sobre su litera y recogió su carta. Estaba escrita como un diario: líneas o párrafos separados por fechas. Mientras releía lo último que había escrito abrió una caja de latón que contenía cigarrillos liados y cerillas. Encendió uno, le dio una profunda calada, sacó una estilográfica y añadió varias palabras en una letra concisa antes de exhalar el humo.

Día de la Calavera, 26 de Rinden de 1779. A bordo del Terpsícore

Ha pasado casi una semana desde que salimos del puerto de Bocalquitrán y me alegro de haberme marchado de allí. Es una ciudad fea y violenta.

Pasé las noches en mis aposentos, como me habían aconsejado, pero salía de día. Vi todo lo que podía verse allí. Es un manchón alargado, una franja de industria que se extiende unos dos kilómetros al norte y al sur del estuario, dividida en dos por el río. Cada día, al amanecer, una enorme cantidad de trabajadores, llegados desde Nueva Crobuzon en botes y carromatos, se une a sus escasos miles de residentes. Durante las noches, los bares y los prostíbulos están llenos de marineros extranjeros de paso.

Según me han contado, los barcos más importantes navegan unos pocos kilómetros más, hasta la propia Nueva Crobuzon, para descargar en los muelles de Arboleda. Los muelles de Bocalquitrán llevan más de dos siglos funcionando a media capacidad. Allí solo descargan vapores vagabundos y los armadores de poca monta. Sus cargamentos terminarán igualmente en la ciudad, pero no tienen ni el tiempo ni el dinero necesario para cubrir los kilómetros restantes y pagar el peaje impuesto por los agentes del canal.

Siempre hay barcos. La Bahía de Hierro está siempre llena de barcos que arriban de largas travesías o buscan refugio del mar. Mercantes de Gnurr Kett y Khadoh y Shankell, de camino o de regreso a Nueva Crobuzon, amarrados lo bastante cerca de Bocalquitrán como para que sus tripulaciones puedan ir a divertirse. Algunas veces, en la lejanía, en medio de la bahía, he avistado sierpes de mar, soltadas de los jaeces de los barcos-carroza, jugando y cazando.

La economía de Bocalquitrán no se limita a la prostitución y la piratería. La ciudad está llena de solares industriales y apartaderos. Vive, como lleva haciéndolo desde hace siglos, de la construcción de barcos. La ribera está jalonada de decenas de astilleros, gradas de construcción que semejan insólitos bosques de vigas verticales. En algunas de ellas puede verse la silueta fantasmal de un barco a medio construir. El trabajo es incesante, ruidoso y maloliente.

Por las calles se entrecruzan pequeñas vías ferroviarias privadas que transportan madera o combustible o cualquier otra cosa de un lado de Bocalquitrán al otro. Cada compañía ha construido su propia línea para enlazar sus diferentes propiedades e intereses. La ciudad es una maraña absurda de líneas férreas que solapan sus itinerarios entre sí.

No sé si sabías esto. No sé si has visitado esta ciudad.

La gente de aquí mantiene una relación ambivalente con Nueva Crobuzon. Bocalquitrán no podría sobrevivir un solo día sin el patronazgo de la capital. Ellos lo saben y no les gusta. Su hosca independencia es un mero alarde.

Tenía que quedarme casi tres semanas. El capitán del Terpsícore quedó muy sorprendido cuando le dije que me reuniría con él en la propia Bocalquitrán en vez de acompañarlo desde Nueva Crobuzon, pero insistí, pues no me quedaba más remedio. Mi posición en este barco estaba condicionada a un supuesto conocimiento del idioma jaiba de Salkrikaltor que me había atribuido falsamente. Faltaba menos de un mes para que partiéramos y ese era el tiempo con el que contaba para convertir aquella mentira en una verdad.

Hice algunos preparativos. En Bocalquitrán frecuenté la compañía de Marikkatch, una jaiba macho de avanzada edad que había accedido a actuar como mi tutor. Cada día me encaminaba a los canales salinos del barrio de las jaibas. Me sentaba en la balconada baja que rodeaba su habitación mientras él aposentaba su expuesto vientre inferior sobre algún mueble sumergido, se rascaba el velludo pecho humano y me arengaba desde el agua.

No fue fácil. Él no sabe leer. No es maestro. Solo está en la ciudad porque algún accidente o depredador lo ha mutilado, de modo que ya ni siquiera puede cazar los lentos peces de la Bahía de Hierro. Supongo que la historia mejoraría si dijera que sentía afecto por él, que es un encantador y viejo caballero, aunque un poco gruñón, pero la verdad es que es un mierda y un pelmazo. Aunque no podía quejarme. No tenía más remedio que concentrarme, llevar a cabo unos pocos encantamientos de enfoque, sumergirme en el trance del lenguaje (¡Y, oh, eso sí que fue difícil! ¡Llevaba tanto tiempo sin hacerlo que mi mente se ha vuelto fofa y asquerosa!) y absorber cada palabra que él me ofrecía.

Fue apresurado y nada sistemático —fue un lío, un auténtico lío—, pero cuando por fin el Terpsícore atracó en el pueblo, ya poseía un conocimiento más o menos aceptable de esa lengua chasqueante.

Dejé al amargado y viejo bastardo en sus aguas estancadas, recogí mis cosas y me metí en mi camarote..., el mismo camarote desde el que te escribo.

Partimos del puerto de Bocalquitrán la mañana de Polvo y nos dirigimos lentamente hacia las desiertas costas meridionales de la Bahía de Hierro, a unos treinta kilómetros de la ciudad. Avisté varios barcos, situados en cuidadosa formación en puntos estratégicos alrededor del extremo de la bahía, en calas tranquilas al pie de las colinas y junto a bosques de pinos. Nadie hablaba de ellos. Sé que son los barcos del gobierno de Nueva Crobuzon. Corsarios y otras cosas.

Hoy es Día de la Calavera.

El Día de la Cadena logré persuadir al capitán de que me dejara desembarcar y pasé toda la mañana en la costa. Bahía de Hierro es un lugar monótono pero cualquier cosa es mejor que seguir en el maldito barco. Estoy empezando a dudar que sea una mejora respecto a Bocalquitrán. El monótono e incesante balanceo de las olas empieza a volverme loca.

Dos taciturnos marineros me llevaron hasta tierra firme y observaron sin misericordia cómo saltaba por la borda de la pequeña barca y recorría los últimos metros de agua helada. Mis botas están todavía rígidas y manchadas de sal.

Me senté sobre unas piedras y arrojé guijarros al agua. Leí un poco de una novela larga y mala que he encontrado a bordo. Observé el barco. Está amarrado cerca de las prisiones, de modo que nuestro capitán puede entretenerse charlando con los carceleros. Yo me dediqué a observar los barcos prisión. No se veía movimiento alguno en sus cubiertas ni tras las portillas. Nunca hay ningún movimiento.

Te lo juro, no sé si puedo hacer esto. Os echo de menos, a ti y a Nueva Crobuzon.

Recuerdo mi viaje.

Cuesta creer que solo hay quince kilómetros entre la ciudad y este mar dejado de la mano de Dios.

Llamaron a la puerta del diminuto camarote. Bellis frunció los labios y agitó la hoja de papel para que se secara. La dobló sin ningún apresuramiento y volvió a guardarla en el cofre que contenía sus pertenencias. Levantó las rodillas un poco más y jugueteó con la pluma mientras veía cómo se abría la puerta.

Había una monja en el umbral, sujetando con los brazos los dos lados del marco.

—Señorita Gelvino —dijo con aire indeciso—, ¿puedo pasar?

—También es su camarote, hermana —dijo Bellis en voz baja. La pluma daba vueltas por encima y alrededor de su pulgar. Era un truquillo neurótico que había perfeccionado en la universidad.

La hermana Meriope entró arrastrando los pies y se sentó en la única silla que había en el camarote. Se alisó el hábito rojo oscuro y jugueteó con su griñón.

—Hace ya varios días que somos compañeras de camarote, señorita Gelvino —empezó a decir la hermana Meriope—, y me siento como si... no la conociera en absoluto. Y no quisiera que esta situación continuara. Dado que vamos a viajar y a convivir durante muchas semanas... algo de compañerismo, alguna proximidad no haría más que facilitarnos un poco las cosas... —le falló la voz y entrelazó las manos.

Bellis la observó sin moverse. A despecho de sí misma, sintió un atisbo de lástima despectiva. Podía imaginar cómo la veía la hermana Meriope. Angulosa, áspera, flaca hasta los huesos. Labios y cabellos teñidos del frío púrpura de los moratones. Alta e implacable.

Se siente usted como si no me conociera, hermana, pensó, porque no le he dicho ni veinte palabras en una semana y no la miro a menos que me hable y cuando lo hago es con ojos de desdén. Suspiró. La vocación de Meriope la había mutilado. Bellis podía imaginar que escribía en su diario: «La señorita Gelvino es muy callada, pero sé que acabaré por quererla como a una hermana.» No voy a, pensó Bellis, relacionarme con usted. No pienso convertirme en su caja de resonancia. No me utilizará para redimirse de la tragedia barata que la haya traído hasta aquí.

Bellis miró a la hermana Meriope y no dijo nada.

Después de presentarse a sí misma, Meriope le había asegurado que viajaba a las colonias para fundar una parroquia a mayor gloria de Darioch y Jabber. Lo había dicho con un pequeño puchero y una mirada furtiva que resultaba casi idiota de tan poco convincente. Bellis no sabía por qué la estaban enviando a Nova Esperium, pero debía de tener que ver con alguna desgracia o pecado, la trasgresión de algún estúpido voto monacal.

Volvió la mirada hacia el vientre de Meriope en busca de alguna señal de hinchazón bajo la discreción del hábito. Esa sería la explicación más probable. Se suponía que las Hermanas de Darioch tenían que renunciar a los placeres carnales.

No pienso ser su confesora, pensó Bellis. Ya tengo un exilio propio del que preocuparme.

—Hermana —dijo—, me temo que me coge usted en pleno trabajo. Lamento decir que no tengo tiempo para cortesías. Quizás en otro momento —se enfureció consigo misma por aquella concesión minúscula, pero tampoco tenía la menor importancia. La hermana Meriope estaba deshecha.

—El capitán quiere hablar con usted —dijo la monja con una voz apagada, casi rayana en la desesperanza—. En su camarote. A las seis. —Abandonó la habitación en silencio, como un perro apaleado.

Bellis suspiró y maldijo para sus adentros. Encendió otro cigarrillo y se lo fumó entero, al mismo tiempo que se rascaba con fuerza la piel del puente de la nariz, antes de reanudar su carta.

—Me voy a volver loca de remate —garabateó rápidamente— si esta maldita monja sigue dorándome la píldora y no me deja en paz. Que los dioses me protejan. Que los dioses pudran este condenado barco.

Ya había oscurecido cuando Bellis acudió al camarote del capitán.

Su camarote era también su oficina. Era pequeño y estaba agradablemente decorado con madera de arboscuro y bronce. Había algunas pinturas y grabados en las paredes y Bellis las miró y supo al instante que no pertenecían al capitán sino que habían venido con el barco.

El capitán Myzovic le indicó que tomara asiento.

—Señorita Gelvino —dijo mientras lo hacía—, confío en que sus aposentos sean satisfactorios. ¿Y la comida? ¿La tripulación? Bien, bien. —Bajó la mirada un instante hacia los papeles que había sobre su mesa—. Quería intercambiar unas palabras con usted, señorita Gelvino —dijo, y se reclinó.

Ella esperó, sin apartar la mirada. Era un hombre apuesto, de rostro duro, de unos cincuenta años. Su uniforme estaba limpio y planchado, cosa que no podía decirse de los de todos los capitanes. Bellis no sabía si le convendría sostener su mirada o apartar los ojos con recato.

—Señorita Gelvino, no hemos hablado demasiado sobre sus obligaciones. Por supuesto, la trataré como a una dama. Debo decirle que no estoy acostumbrado a contratar a personas de su sexo y, si las autoridades de Esperium no se hubieran sentido tan impresionadas por su ficha y sus referencias, puedo asegurarle que... —dejó que la frase se disipara—. No tengo el menor deseo de hacer que se sienta incómoda. Se aloja usted en los dormitorios de pasajeros. Come en el comedor de pasajeros. Sin embargo, como usted bien sabe, no es un pasajero de pago. Es usted una empleada. Ha sido contratada por agentes de la colonia de Nova Esperium y, mientras dure este viaje, yo soy su representante. Y aunque eso supone poca diferencia en el caso de la hermana Meriope y el Dr. Tarfly y los otros, en el suyo... significa que soy su patrón. Por supuesto, usted no forma parte de la tripulación —continuó—. Nunca le daría órdenes como hago con ellos. Si lo prefiere así, solo solicitaré sus servicios. Pero debo insistir en que tales solicitudes sean obedecidas.

Se estudiaron mutuamente.

—Ahora bien —continuó, mientras relajaba ligeramente el tono—. No preveo ninguna demanda onerosa. La mayor parte de la tripulación proviene de Nueva Crobuzon o la Espiral del Grano y los que no hablan a la perfección el ragamol. Hasta que no lleguemos a Salkrikaltor no la necesitaré y eso no será hasta dentro de una semana larga o más, de modo que tiene tiempo de sobra para relajarse y conocer a los demás pasajeros. Partiremos mañana por la mañana temprano. Cuando usted se despierte ya estaremos en marcha, seguro.

—¿Mañana? —dijo Bellis. Era la primera palabra que pronunciaba desde que había entrado.

El capitán la miró a los ojos.

—Sí. ¿Hay algún problema?

—Al principio —dijo ella sin inflexión alguna en la voz— me dijo usted que partiríamos en Polvo, capitán.

—Así es, señorita Gelvino, pero he cambiado de idea. He terminado el papeleo un poco antes de lo que esperaba y los oficiales están preparados para transferir a los presidiarios esta noche. Saldremos mañana.

—Confiaba en poder volver a la ciudad para enviar una carta —dijo Bellis. Mantuvo un mismo volumen de voz—. Una carta importante para un amigo de Nueva Crobuzon.

—Imposible —dijo el capitán—. No podrá hacerlo. No pienso pasar un solo día más aquí.

Bellis se quedó paralizada. No se sentía intimidada por aquel hombre, pero no tenía el menor poder sobre él. Trató de imaginar qué era lo que podría ganarle sus simpatías, conseguir que le concediera lo que quería.

—Señorita Gelvino —dijo de repente y, para sorpresa de Bellis, su voz era un poco más amable—, me temo que ya es cosa hecha. Si lo desea, puedo entregarle la carta al teniente carcelero Catarrs, pero, para serle sincero, no puedo asegurarle que sea de fiar. Podrá usted enviar su carta desde Salkrikaltor. Aunque no encontremos ningún barco de Nueva Crobuzon allí, hay una consigna de la que todos nuestros capitanes tienen llave y que se utiliza para recoger información y guardar mercancías y correo. Deje su carta allí. La recogerá el próximo barco que vaya a casa. La demora no será mucha. Puede aprender de esto, señorita Gelvino —añadió—. En el mar, uno no puede perder el tiempo. Recuérdelo: no espere.

Bellis siguió allí un rato, pero no había nada que pudiera hacer, así que frunció los labios y se marchó.

Permaneció un largo rato bajo el frío cielo de la Bahía de Hierro. No se veían las estrellas; la luna y sus dos hijas, sus dos pequeños satélites, estaban medio escondidas. Bellis caminó, tensa por el frío, subió por la escalerilla a la proa sobreelevada y se encaminó al bauprés.

Se sujetó a la barandilla de hierro y se puso de puntillas. Apenas veía lo que había más allá; el mar estaba a oscuras.

Tras ella, los sonidos de la tripulación se fueron apagando. A cierta distancia podía ver dos puntos de luz roja y parpadeante: una antorcha en el puente de un barco-prisión y su gemela sobre el negro oleaje.

En la cofa del vigía o en alguna otra parte del velamen, en algún punto indistinto situado treinta metros o más por encima de su cabeza, se alzó un son de música coral. No era como las estúpidas salmodias que había escuchado en Bocalquitrán. Esta era lenta y compleja.

Tendrás que esperar a que lleguen tus cartas, dibujaron sus labios a las aguas mientras ella guardaba silencio. Tendrás que esperar para saber de mí. Tendrás que esperar un poco más, hasta el país de las jaibas.

Siguió contemplando la noche hasta que desaparecieron las últimas líneas de división entre la costa, el mar y el cielo. Entonces, acunada por la oscuridad, caminó despacio hacia popa, hacia la estrecha escotilla y los pasillos de paredes inclinadas que conducían a su camarote, un retazo de espacio que era como un defecto en el diseño del navío.

(Más tarde el barco se agitó, incómodo, en la hora más fría, y ella se estremeció en su litera y se tapó con la manta hasta el cuello y advirtió, en alguna parte de su mente, por debajo de sus sueños, que el cargamento viviente estaba subiendo a bordo.)

Estoy cansado, aquí en la oscuridad, y estoy lleno de pus.

Mi piel está tirante por su culpa, se estira y forma abscesos y no puedo tocarla sin que se enfurezca. Tengo una infección. Si me toco me duele y me toco por todas partes para asegurarme de que me duele, de que aún no he perdido toda la sensibilidad.

Pero sigo dándole gracias a lo que quiera que haga que por estas venas mías corra aún la sangre. No dejo de tocarme las costras y se desbordan y yo me desbordo con ellas. Y eso es un pequeño consuelo y me olvido del dolor.

Vienen a buscarnos cuando el aire está inmóvil y es negro y no se oye ni el graznido de una gaviota. Abren las puertas y encienden luces y aparecemos. Casi me avergüenzo de ver cómo nos hemos rendido, cómo nos hemos rendido a la suciedad.

No puedo ver nada más allá de sus luces.

Nos apartan unos de otros cuando yacemos juntos y rodeo con mis brazos la materia espástica que me hormiguea en el vientre mientras empiezan a reunirnos y sacarnos de allí. Nos llevan por pasadizos mugrientos y salas de máquinas y no tengo el menor deseo de saber qué es lo que pasa. Pero aun así estoy más ansioso y soy más rápido que algunos de los viejos que se doblan sobre sí mismos, tosiendo y vomitando, temiendo moverse.

Y en ese momento algo se nos traga y me eleva la oscuridad y me engulle el frío hacia sus entrañas y dios, ¡joder!, estoy ciego, estamos fuera.

Fuera.

Estoy ciego. Ciego de asombro.

Ha pasado mucho tiempo.

Nos acurrucamos juntos, cada hombre apretado contra el siguiente como trogloditas, como ganado miope. Ellos, los viejos, están asustados por todo, por la falta de muros y de bordes y por el movimiento del frío, por el agua y el aire.

Yo podría gritar dioses ayudadme. Podría.

Todo negro sobre negro, pero aún y con todo puedo ver colinas y agua y puedo ver nubes. Puedo ver la prisión por todas partes, balanceándose como un flotador de pesca. Que Jabber se nos lleve a todos, puedo ver nubes.

Maldito sea, estoy canturreando como si le cantara una nana a un niño. Así que ese ruido enfermizo es cosa mía.

Y entonces nos empujan como si fuéramos vacas, vacas cargadas de cadenas, meándose y tirándose pedos, farfullando de asombro, a través de una cubierta que se comba bajo el peso de los cuerpos y los grilletes, hasta un tembloroso puente de cuerdas. Y nos azuzan para que lo crucemos a toda prisa, a todos nosotros, y cada hombre se detiene un instante en mitad del paso bajo que une ambos navíos, asaltado por un pensamiento visible y tan brillante como una explosión química.

Piensan en saltar.

A las aguas de la bahía.

Pero las paredes de cuerda a ambos lados del puente son altas y estamos cercados por alambre de espinos y nuestros pobres cuerpos están doloridos y débiles y cada uno de los hombres titubea y sigue adelante y cruza el agua hasta llegar a un nuevo barco.

También yo me detengo como los demás cuando me llega el turno. Como ellos, estoy demasiado asustado.

Y entonces hay una nueva cubierta bajo nuestros pies, hierro suave, fregado y limpio que unos motores hacen trepidar, y más pasillos y el crujido de llaves y, después de todo ello, otra habitación alargada y a oscuras donde nos dejamos caer exhaustos y perplejos y nos levantamos lentamente para ver quiénes son nuestros nuevos vecinos. A mi alrededor vuelven a empezar entre las discusiones y riñas y peleas y seducciones y violaciones que conforman nuestra política. Se forman nuevas alianzas. Nuevas jerarquías.

Yo me siento aparte durante un rato, en las sombras.

Sigo atrapado en el mismo momento que al comienzo de la noche. Es como ámbar. Soy como un gusano en ámbar. Me atrapa y me condena, pero me hace parecer hermoso.

Ahora tengo un nuevo hogar. Viviré en ese momento mientras pueda, hasta que los recuerdos se descompongan, y entonces saldré, saldré a este nuevo lugar al que nos han llevado.

En alguna parte resuenan tuberías como grandes martillos.

cicatriz-6

Capítulo dos

Más allá de la Bahía de Hierro, el mar se volvía rebelde. Su asalto desatado despertó a Bellis. Salió del camarote pasando junto a la hermana Meriope, que estaba vomitando. No creía que fuera tan solo a causa del mareo.

Al salir se encontró con una ventolera y el tremendo crujido de las velas que sacudían sus cabos como animales. La enorme chimenea expulsaba un poco de hollín y el barco zumbaba a causa de la potencia del motor de vapor de sus entrañas.

Bellis se sentó en un contenedor. De modo que hemos partido, pensó con nerviosismo. Hemos levado anclas. Estamos en camino.

El Terpsícore había parecido muy ajetreado mientras estuvieron amarrados: siempre había alguien fregando algo o levantando una pieza de maquinaria o corriendo de un extremo a otro del barco. Pero ahora aquella sensación de actividad se había multiplicado por un número elevadísimo.

Bellis se volvió con la mirada entornada hacia la cubierta principal. Todavía no estaba preparada para mirar el mar.

Los aparejos eran un hervidero de movimiento. La mayoría de la tripulación era humana, pero aquí y allá corría algún hotchi por las jarcias y se encaramaba a la cofa del vigía. En las cubiertas, los hombres arrastraban contenedores y daban vueltas a enormes tornos, al tiempo que se transmitían órdenes en una taquigrafía incomprensible y se ajustaban cadenas a gruesos volantes mecánicos. Había altos cactacae, demasiado pesados y torpes para trepar por los cabos, y que compensaban esta deficiencia con sus esfuerzos en cubierta, tirando y atando con sus fuertes y fibrosos bíceps vegetales.

Entre ellos caminaban oficiales ataviados con uniformes azules.

El viento soplaba sobre el barco y los sombreretes periscópicos de cubierta aullaban como flautas fúnebres.

Bellis se terminó el cigarrillo. Se puso en pie tranquilamente y caminó hacia un costado, mirando al suelo hasta que llegó a la borda. Entonces levantó la mirada y contempló el mar.

No había tierra a la vista.

Oh, dioses, mira eso, pensó asombrada.

Por primera vez en toda su vida, Bellis extendió la vista y no vio más que agua.

A solas bajo un cielo colosal y amenazante, sintió que la ansiedad se acumulaba en su interior como la bilis. Deseó estar de regreso entre las callejuelas de su ciudad.

Por todos lados se alzaban lenguas de espuma, desapareciendo y reapareciendo en un movimiento incesante. El agua se arremolinaba en un intrincado oleaje color mármol. Sacudía el barco de un lado a otro, como podría haber hecho con una ballena, con una canoa o una hoja caída, e igualmente podía volcarlo con un topetazo repentino.

Era como un enorme niño retrasado. Poderoso, estúpido y caprichoso.

Bellis miró a su alrededor con nerviosismo, en busca de una isla cualquiera, del contorno de una costa. Por el momento, no se veía ninguna.

Una bandada de aves marinas los acompañaba, se sumergía en busca de carroña tras la estela del barco y salpicaba de guano la cubierta y la espuma.

Navegaron sin detenerse durante dos días.

Bellis estaba casi pasmada de resentimiento por haber dado comienzo al viaje. Recorría los corredores y las cubiertas, se encerraba en su camarote. Observaba con la mirada vacía mientras el Terpsícore dejaba atrás atolones e islas diminutas en la distancia, iluminadas por la grisácea luz del sol o por la luna.

Los marineros escudriñaban el horizonte mientras engrasaban los cañones de gran calibre. Con centenares de islotes y aldeas mercantiles sin cartografiar, con incontables barcos para suministrar el insaciable sumidero comercial de Nueva Crobuzon, situado en uno de sus extremos, el Canal Basilisco era un hervidero de piratas.

Bellis sabía que era casi imposible que un barco de aquel tamaño, con casco de acero y los colores de Nueva Crobuzon ondeando sobre el velamen, fuera atacado. La vigilancia de la tripulación resultaba solo un poco inquietante.

El Terpsícore era un barco mercante. No había sido construido para llevar pasajeros. No tenía biblioteca, ni salón, ni sala de juego. El comedor de los pasajeros había sido acondicionado sin demasiado esmero y sus paredes estaban desnudas a excepción de unas pocas litografías baratas.

Bellis comía allí, a solas, y respondía a las cortesías con monosílabos mientras los demás pasajeros se sentaban bajo las sucias ventanas y jugaban a las cartas. Los observaba de una forma subrepticia y al mismo tiempo intensa.

Cuando regresaba a su camarote, hacía una vez tras otra inventario de cuanto poseía.

Había abandonado la ciudad apresuradamente. Tenía muy poca ropa, toda del mismo estilo austero que le gustaba, severo y negro. Tenía siete libros: dos volúmenes de teoría lingüística; un manual elemental sobre el jaiba de Salkrikaltor; una antología de novela corta en diferentes idiomas; un grueso cuaderno de notas, vacío, y sendas copias de sus dos monografías, Gramática del Alto Kettai y Los Códices de los Montes del Ojo del Gusano. Tenía unas pocas joyas de azabache, granate y platino; una pequeña bolsa de cosméticos, tinta y plumas.

Pasaba horas añadiéndole detalles a su carta. Describía la fealdad del mar abierto, las rocas desnudas que sobresalían como trampas. Escribía largas descripciones paródicas sobre los oficiales y los pasajeros y se solazaba en la caricatura. La hermana Meriope; Bartol Gimgewry, el mercader; el cadavérico cirujano, Dr. Mollificatt; la viuda Cordomium y su hija, madre e hija silenciosas, que la pluma de Bellis transformó en un par de cazadotes. Johannes Lacrimosco se tornó un bufón profesional que se ponía en ridículo en los cabarés. Inventó motivaciones para todos ellos, las razones que podían empujarlos a atravesar medio mundo.

El segundo día, erguida en la popa junto a las bandadas de gaviotas y albatros que todavía seguían la estela del barco, Bellis seguía buscando islotes, pero no veía más que olas.

Se sentía engañada. Entonces, mientras escudriñaba el horizonte, escuchó un ruido.

Un poco más allá, el naturalista Dr. Lacrimosco observaba los pájaros. El rostro de Bellis se endureció. Se dispuso a marcharse en cuanto le dirigiera la palabra.

Él bajó la mirada y vio que ella lo estaba observando con semblante frío, le ofreció una sonrisa ausente y sacó su cuaderno de notas. Su atención la había abandonado al instante. Lo siguió observando mientras, sin prestarle la menor atención, empezaba a dibujar esbozos de las gaviotas.

Debía de rondar los sesenta, supuso ella. Se peinaba el escaso cabello hacia atrás, llevaba unas pequeñas gafas rectangulares y un chaleco de tweed. Pero a pesar de aquel uniforme académico no parecía un tipo débil ni uno de esos absurdos ratones de biblioteca. Era alto y se conducía con aplomo.

Con trazos rápidos y precisos dibujó varias garras de ave y supo recrear la tosca pugnacidad de los ojos de una gaviota. Bellis sintió que su opinión sobre el hombre mejoraba ligeramente. Al cabo de un rato le habló.

Así el viaje resultaba más llevadero; lo admitió para sus adentros. Johannes Lacrimosco era encantador. Bellis sospechaba que se mostraría igualmente amigable con todas las demás personas que había a bordo.

Almorzaron juntos y ella descubrió que era fácil apartarlo de los demás pasajeros, quienes los observaban con atención. Lacrimosco era tan ajeno a toda intriga que resultaba simpático. Si se le había ocurrido que podía provocar rumores frecuentando la compañía de la grosera y distante Bellis, no lo demostró.

Le encantaba hablar de su trabajo. La ignota fauna de Nova Esperium lo entusiasmaba. Le contó a Bellis sus planes de publicar una monografía en cuanto pudiese regresar a Nueva Crobuzon. Estaba cotejando dibujos, le dijo, bocetos y observaciones.

Bellis le describió una isla oscura y montañosa que había visto al norte, en las pocas horas de la pasada noche.

—Esa era Morin Norte —le dijo él—. Probablemente en este momento Cancir esté al noroeste. Atracaremos en la Isla del Ave Danzante después de que oscurezca.

La posición y los progresos del barco eran motivo de constante conversación entre los demás pasajeros y Lacrimosco miró a Bellis con curiosidad, sorprendido por su ignorancia. A ella no le importaba. Lo único que le importaba era de dónde se estaba alejando, no dónde estaba ni adónde se dirigía.

La Isla del Ave Danzante apareció justo después de que se pusiera el sol. Su roca volcánica era de color ladrillo y formaba pequeñas protuberancias semejantes a omóplatos. Qé Banssa se extendía por las laderas que rodeaban la bahía. Era pobre, una pequeña y fea ciudad pesquera. La idea de poner el pie en otro puerto resentido, víctima de la economía del mar, deprimía a Bellis.

Los marineros que no tenían permiso guardaron silencio mientras sus camaradas y los pasajeros cruzaban la pasarela y desaparecían. No había ningún otro barco de Nueva Crobuzon en el puerto: Bellis no podía entregar su carta en ninguna parte. Se preguntó por qué habrían recalado en aquel villorrio insignificante.

Aparte de una ardua expedición de investigación a las Montañas del Ojo del Gusano varios años antes, esto era lo más lejos que Bellis había estado de Nueva Crobuzon en toda su vida. Observó la pequeña muchedumbre apiñada en los muelles. La gente parecía vieja y ansiosa. Sobre el viento se escuchaba una mezcla confusa de dialectos. La mayoría de las voces hablaba en sal, el argot de los marineros, un lenguaje remachado a partir del millar de lenguas vernáculas que se hablaba en el Canal Basilisco, el ragamol, el perrickish y los dialectos de las Islas Piratas y de Jheshull. Bellis vio al capitán Myzovic mientras subía las escaleras de la almenada embajada de Nueva Crobuzon.

—¿Por qué se queda usted a bordo? —le preguntó Johannes.

—No siento ninguna necesidad de comprar comida grasienta o baratijas —dijo ella—. Estas islas me deprimen.

Johannes sonrió ligeramente, como si su actitud resultara encantadora. Se encogió de hombros y miró al cielo.

—Va a llover —anunció, como si ella le hubiese devuelto la pregunta— y tengo trabajo que hacer a bordo.

—Y en cualquier caso, ¿por qué hemos parado aquí? —pregunó Bellis.

—Sospecho que por asuntos del gobierno —dijo Johannes con voz cuidadosa—. Este es el último enclave de cierta importancia. Más allá, la esfera de influencia de Nueva Crobuzon se... atenúa mucho más. Probablemente hay un montón de cosas de las que tienen que ocuparse.

—Con suerte —dijo ella después de un silencio— no será nada que nos incumba.

Contemplaron el océano, que aún seguía oscureciéndose.

—¿Ha visto a alguno de los prisioneros? —dijo Johannes de pronto.

Bellis lo miró, sorprendida.

—No. ¿Y usted? —Se dio cuenta de que estaba a la defensiva. La existencia de la carga viva del barco la hacía sentirse incómoda.

Cuando había llegado, la certeza de Bellis de que tenía que abandonar Nueva Crobuzon se había vuelto urgente y aterradora. Había hecho sus planes dominada por un cierto pánico. Tenía que alejarse todo cuanto pudiese y deprisa. El Mar de Telaraña y Myrshock parecían demasiado próximos y durante algún tiempo febril había considerado las posibilidades de Shankell y Yoraketche y Neovadan y Tesh. Pero todas ellas estaban demasiado lejos o eran demasiado peligrosas o demasiado extrañas o eran demasiado difíciles de alcanzar o la asustaban demasiado. Ninguna de ellas podría convertirse en su hogar. Y Bellis se había dado cuenta, horrorizada, de que le resultaba demasiado difícil marcharse, de que estaba aferrándose a Nueva Crobuzon, a lo que la definía.

Y, entonces, había pensado en Nova Esperium. Ansiosa por recibir nuevos ciudadanos. Que no hacía preguntas. Al otro lado del mundo, un pequeño nicho de civilización en tierra desconocida. Un hogar venido del hogar, la colonia de Nueva Crobuzon. Más duro, sí, menos amigable y menos cómodo —Nova Esperium era demasiado joven para contar con muchas comodidades—, pero al fin y al cabo una cultura erigida sobre el modelo de la de su ciudad.

Se dio cuenta de que, con ese destino, Nueva Crobuzon le pagaría el pasaje por mucho que estuviera huyendo. Y un canal de comunicación permanecería abierto: aunque serían escasos, los barcos de casa arribarían con regularidad.

Pero los navíos que acometían la larga y peligrosa travesía del Océano Hinchado desde la Bahía de Hierro transportaban la mano de obra de Nova Esperium. Lo que significaba una bodega llena de prisioneros: peones, trabajadores forzados y rehechos.

Cuando Bellis pensaba en los hombres y mujeres encerrados abajo se le revolvía el estómago, de modo que no lo hacía. Si hubiera podido elegir, jamás habría tenido nada que ver con semejante viaje y tan repugnante tráfico.

Levantó la mirada hacia Johannes y trató de calibrar sus pensamientos.

—Debo admitir —dijo el hombre con un titubeo— que me sorprende no haber oído nada. Pensé que los dejarían salir más a menudo.

Bellis no contestó. Esperó a que Johannes cambiara de tema para poder seguir tratando de olvidar lo que había debajo de ellos.

Podía oír la turbamulta procedente de los bares del puerto de Qé Banssa. Era muy escandalosa.

Bajo el alquitrán y el acero, en las húmedas salas inferiores. Comida tirada, comida por la que pelear. Mierda, lefa y sangre a medio coagular. Chillidos y peleas a puñetazos. Cadenas frías como la piedra y por todas partes susurros.

—Es una pena, chico —la voz sonaba cascada por la falta de sueño, pero su simpatía era genuina—. Lo más probable es que te den una paliza por eso.

Tras los barrotes del compartimiento-prisión, el grumete miraba con desolación los trozos de cerámica y el estofado derramado. Estaba dando la comida a los prisioneros y se le había resbalado el recipiente.

—Ese barro parece duro como el hierro hasta que se te cae. —El hombre que había tras los barrotes estaba tan sucio y cansado como los demás prisioneros. En su pecho, visible bajo una camiseta hecha jirones, había un enorme tumor de carne del que emergían dos tentáculos que despedían un olor nauseabundo. Se balanceaban de un lado a otro, sin vida, una carga grasienta, un peso muerto. Como la mayoría de los prisioneros, el hombre era un Rehecho, dotado por obra de la ciencia y la taumaturgia de una nueva forma como castigo por algún crimen.

—Me recuerda a cuando Pata de Cuervo fue a la guerra —dijo el hombre—. ¿Conoces esa historia?

El grumete recogió trozos de carne grasienta y zanahorias del suelo y los metió en un cubo. Levantó la vista hacia el hombre.

El prisionero retrocedió arrastrando los pies y se apoyó contra la pared.

—Pues resulta que un día, al principio del mundo, va Darioch y se asoma por su árbol-casa y ve que un ejército se acerca al bosque. Y que me aspen si no es la Camada del Murciélago que viene a recuperar sus retamas. Ya sabes cómo les quitó Pata de Cuervo las retamas, ¿verdad?

El grumete tenía unos quince años, demasiados para el puesto. Sus ropas no estaban mucho más limpias que las de los prisioneros. Miró al hombre a los ojos y sonrió, sí, conocía esa historia, y el súbito cambio que se operó en él resultó tan extraordinario que fue como si de repente le hubieran dado un nuevo cuerpo. Por un momento, pareció fuerte y seguro de sí mismo, y cuando la sonrisa se esfumó y siguió recogiendo la comida y la cerámica, parte de aquel orgullo repentino seguía allí.

—Muy bien —continuó el prisionero—. Pues va Darioch y llama a Pata de Cuervo y le enseña a la Camada, en marcha hacia allí, y le dice «Esto es cosa tuya, Pata de Cuervo. Tú les quitaste las retamas. Y resulta que Salter está en la otra punta del mundo, así que tendrás que ser tú quien pelee». Y Pata de Cuervo empieza a maldecir y a gemir y a darle al pico... —El hombre abrió y cerró los dedos como si fueran una boca parlanchina.

Hizo ademán de proseguir con su relato, pero el muchacho lo interrumpió.

—Lo conozco —dijo, recordando de repente—. Ya lo había oído.

Siguió un silencio.

—Ah, bueno —dijo el hombre, sorprendido por su propia desilusión—. Ah, vale. Te diré una cosa, hijo. Hace mucho que no la oigo, así que creo que voy a seguir y contártela.

El muchacho lo miró con aire un poco perplejo, como si estuviese tratando de decidir si el hombre se estaba burlando de él.

—No me importa —dijo—. Haz lo que quieras. No me importa.

El prisionero contó la historia, tranquilamente, interrumpido por toses y jadeos. El grumete iba y venía en la oscuridad que había tras los barrotes, limpiando el desastre y sirviendo más comida. Seguía allí al final de la historia, cuando la armadura de placas-de-chimenea-y-loza de Pata de Cuervo se hizo añicos y lo dejó más malherido que si no hubiera llevado ninguna.

El muchacho miró al fatigado prisionero, su historia había concluido, y volvía a sonreír.

—¿No vas a decirme cuál es la moraleja? —le pidió.

El hombre esbozó una débil sonrisa.

—Supongo que ya la conoces.

El muchacho asintió, miró hacia el techo un momento y se concentró.

—Si está casi bien, pero no del todo, es mejor pasar sin ello que utilizarlo —recitó—. Siempre he preferido las historias sin moraleja —añadió. Se sentó en cuclillas tras los barrotes.

—Coño, en eso estoy contigo, chico —dijo el hombre. Se detuvo y alargó la mano entre los barrotes—. Me llamo Tanner Sack.

El grumete vaciló un momento: no estaba nervioso, solo evaluaba las posibilidades y ventajas. Aceptó la mano de Tanner.

—Gracias por la historia. Soy Shekel.

Continuaron.

cicatriz-7

Capítulo tres

Bellis despertó cuando volvieron a zarpar, aunque la bahía seguía a oscuras. El Terpsícore vibraba y se estremecía como un animal helado y ella se acercó a la portilla y contempló cómo se iban alejando las escasas luces de Qé Banssa.

Aquella mañana no se le permitió subir a la cubierta principal.

—Lo siento, señorita —le dijo un marinero. Era joven y parecía desesperadamente incómodo por tener que impedirle el paso—. Órdenes del capitán: no se permite subir a los pasajeros a la cubierta principal hasta las diez.

—¿Por qué?

El marinero se encogió como si hubiera recibido un golpe.

—Los prisioneros —dijo—. Están dando un paseo. El capitán los ha sacado para que tomen un poco el aire y luego tenemos que limpiar la cubierta... Están horriblemente sucios. ¿Por qué no va a tomar algo de desayuno, señorita? Esto habrá terminado en un abrir y cerrar de ojos.

Cuando ya no estuvo a la vista del joven se detuvo y reflexionó. No le gustaba aquella coincidencia, tan poco tiempo después de su conversación con Johannes.

Bellis quería ver a los hombres y mujeres a los que transportaban en la bodega. No sabía si era salacidad o un instinto más noble lo que la impulsaba.

En vez de dirigirse directamente hacia el comedor, bajó por pasillos secundarios, por espacios estrechos y puertas angostas. Sonidos graves atravesaban las paredes: voces humanas que sonaban como ladridos de perros. Al final del pasillo abrió la última puerta, que daba a un armario lleno de estantes. Echó una mirada atrás, pero estaba sola. Se terminó el cigarrillo y entró.

Tras apartar varias botellas cuyo contenido se había secado, Bellis vio una antigua ventana bloqueada por los estantes. Apartó la basura y trató de limpiar el cristal sin éxito.

Algo pasó de repente a un metro de distancia, al otro lado, y ella se sobresaltó. Se inclinó y entornó la mirada tratando de ver a través de la mugre. El enorme palo de mesana estaba junto a ella y vio el mayor y el trinquete, desdibujados, tras él. Debajo de ella se extendía la cubierta principal.

Los marineros se estaban moviendo. Trepando, limpiando y jalando de los cabos en sus rituales.

Había una masa de individuos diferentes, amontonados en grupos que se movían muy despacio, si es que se movían. La mayoría de ellos era humana y masculina, pero desafiaba toda generalización. Vio un hombre con un sinuoso cuello de un metro de longitud, una mujer con una madeja de brazos convulsos, una figura que tenía unas orugas de tractor como cuartos traseros y otra de cuyos huesos sobresalían alambres metálicos. La única cosa que todos ellos tenían en común eran sus ropas grisáceas.

Bellis nunca había visto tantos Rehechos juntos, tantas víctimas de las factorías punitivas. Las formas de algunos de ellos revelaban que habían estado destinados a la industria mientras que otras, bocas y ojos malformados y los dioses sabían qué más, no parecían tener más propósito que resultar grotescas.

Había unos pocos prisioneros cactacae y también de otras razas: un hotchi con las espinas rotas; un minúsculo grupillo de khepri, cuyos escaracéfalos se retorcían y resplandecían bajo la luz del sol. No había vodyanoi, por supuesto. En viajes como aquel, el agua dulce era demasiado valiosa como para desperdiciarla para mantenerlos con vida.

Escuchó los gritos de los carceleros. Había hombres y cactacae que paseaban entre los Rehechos látigo en mano. En grupos de dos, tres y diez, los prisioneros empezaron a dar vueltas arrastrando los pies por la cubierta.

Algunos de ellos no se movieron y fueron castigados.

Bellis apartó la cara.

Eran sus compañeros invisibles.

No parecía que el aire fresco les hubiera dado muchas fuerzas, pensó con frialdad. No parecían estar disfrutando del ejercicio.

Tanner Sack se movía lo mínimo indispensable para ahorrarse los azotes. Movía los ojos con ritmo. Abajo durante tres largos pasos, para no llamar la atención, y luego arriba durante uno, para poder ver el cielo y el agua.

El motor a vapor hacía trepidar levemente el barco y tenía las velas extendidas. Los acantilados de la Isla del Ave Danzante pasaban junto a ellos, rápido. Tanner se movía hacia proa, despacio.

Estaba rodeado por los hombres que compartían su bodega. Las mujeres formaban un grupo más pequeño, un poco apartado. Todas ellas compartían su mismo rostro sucio y su misma mirada fría. No se les acercó.

Escuchó un silbido repentino, dos tonos más agudo que el graznido de las gaviotas. Levantó la mirada. Colgado de una voluminosa extrusión metálica que estaba frotando para dejarla como los chorros del oro, Shekel lo estaba observando. El muchacho lo miró y le ofreció un guiño y una sonrisa fugaz. Tanner le devolvió la sonrisa, pero Shekel ya había apartado la vista.

Un oficial y un marinero con charreteras distintivas charlaban en la proa del barco, inclinados sobre un motor de cobre. Tanner alargó el cuello para ver lo que estaban haciendo y recibió un latigazo en la espalda, no demasiado fuerte, pero acompañado por la promesa de un castigo mucho mayor. Un guardián cactacae le estaba gritando que siguiera moviéndose, así que reanudó su marcha. El tejido extraño de su pecho le picaba. Los tentáculos le escocían y se estaban despellejando como si se hubieran quemado con el sol. Escupió sobre ellos y extendió la saliva con las manos como si fuera un ungüento.

A las diez, Bellis se terminó el té y salió al exterior. Habían limpiado y fregado la cubierta. No había la menor señal que revelase que los prisioneros hubieran estado allí alguna vez.

—Resulta raro pensar —dijo Bellis un poco más tarde, mientras ella y Johannes estaban contemplando el agua— que en Nova Esperium podríamos ser responsables de hombres y mujeres que han viajado con nosotros en este mismo barco y a los que no hemos llegado a conocer.

—Eso nunca le pasará a usted —dijo él—. ¿Desde cuándo necesita una lingüista ayudantes?

—Lo mismo que los naturalistas.

—Eso no es del todo cierto —respondió en tono suave—. Hay que transportar equipo a la sabana, poner trampas, arrastrar animales narcotizados y cadáveres, hay que reducir a animales peligrosos... No todo se reduce a dibujar acuarelas, ¿sabe? Algún día le enseñaré mis cicatrices.

—¿Lo dice en serio?

—Sí. —Parecía abstraído—. Tengo una de treinta centímetros de longitud, la mordedura de una sárdula que se puso tonta... y un mordisco de un chalkydri recién nacido...

—¿Una sárdula? ¿De veras? ¿Puedo verla?

Johannes sacudió la cabeza.

—Está... cerca de un lugar delicado —dijo.

No la miró, pero no parecía avergonzado.

Johannes compartía camarote con Gimgewry, el mercader fracasado, un hombre lisiado por la consciencia de su propia incapacidad, que observaba a Bellis con miserable lujuria. Johannes nunca demostraba lascivia. Parecía siempre estar pensando en otras cosas que le impedían prestar atención a los encantos de Bellis.

Y no es que ella quisiera que la abordase. Lo rechazaría al instante si se le ocurría cortejarla. Pero estaba acostumbrada a que los hombres flirteasen (normalmente durante corto tiempo, hasta que comprendían que su comportamiento frío no era algo que fuera a abandonar persuadida por ellos). La compañía de Lacrimosco era franca y asexuada, y a ella le resultaba desconcertante. Se preguntó por un breve momento si sería eso que su padre llamaba un invertido, pero no daba señales de sentirse más atraído por los hombres de a bordo que por ella. Y entonces se sintió como una boba presuntuosa por habérselo preguntado.

Se atisbaba en él algo que era parecido al miedo, pensó, cada vez que una insinuación quedaba pendiente entre ambos. Quizá, se dijo, es que no está interesado en estos temas. O quizás es un cobarde.

Shekel y Tanner intercambiaban historias.

Shekel ya se sabía la mayor parte de las Crónicas de Pata de Cuervo, pero Tanner las conocía todas. E incluso de aquellas que su joven amigo ya había escuchado, él conocía variantes y se las contaba igualmente. A cambio, Shekel le hablaba sobre los pasajeros y tripulantes. No sentía más que desprecio hacia Gimgewry, cuyas furiosas masturbaciones había escuchado a través de la puerta del retrete. El señor Lacrimosco, con su distante amabilidad, le resultaba enormemente aburrido, y el capitán Myzovic le ponía nervioso, pero se hacía el valiente y mentía, diciendo que paseaba borracho por las cubiertas.

La señorita Cardomium azuzaba su lujuria. Bellis Gelvino le gustaba.

—Aunque fría no es la palabra apropiada —decía— para la señorita Negro-y-azul.

Tanner escuchaba las descripciones e insinuaciones y reía y chasqueaba la lengua con desaprobación cuando resultaba apropiado. Shekel le contaba los rumores y fábulas que los marineros intercambiaban: sobre las piasas y las corsarias, los marichonianos y los piratas-escarabajo, las cosas que vivían bajo el agua.

Más allá de Tanner se extendía la alargada oscuridad de la bodega.

Se libraba una lucha constante por la comida y el combustible. No era solo cosa de sobras de carne y pan: muchos de los prisioneros eran Rehechos con partes de metal y motores a vapor. Si sus calderas se apagaban, quedaban inmovilizados, así que cualquier cosa que pudiera arder era para ellos un tesoro. En el rincón más alejado de la cámara había un anciano. El trípode de peltre sobre el que caminaba llevaba días parado. Su horno estaba frío como el hielo. Solo comía cuando alguien se molestaba en alimentarlo y nadie creía que fuera a sobrevivir.

La brutalidad de aquel pequeño reino fascinaba a Shekel. Observaba al anciano con ojos llenos de avidez. Veía los golpes de los prisioneros. Atisbaba apenas las peculiares siluetas dobles, hombres entrelazados en cópulas consentidas o violaciones.

Allí en la ciudad había formado parte de una banda en los alrededores de la Puerta del Cuervo y ahora que estaba solo no sabía lo que iba a ser de él. Su primer robo, a los seis años, le había proporcionado una moneda de un shekel y así se había quedado con el apodo. Aseguraba que no recordaba otro nombre más que ese. Había aceptado el trabajo en el barco cuando las actividades de su banda, que incluían algún que otro allanamiento de morada, habían empezado a atraer una atención excesiva por parte de la milicia.

—Un mes más y hubiera estado ahí dentro contigo, Tanner —decía—. No me ha faltado mucho.

Vigilado por los taumaturgos y la marinería arcana, el motor meteoromántico de la proa del Terpsícore desplazaba el aire de la parte delantera de la nave. Las velas se hinchaban para llenar el vacío, empujadas por la presión superior de la parte trasera. Avanzaban a buena velocidad.

A Bellis la máquina le recordaba a las torres nube de Nueva Crobuzon. Pensaba en los enormes motores que sobresalían por encima de los tejados en Cuña de Alquitrán, arcanos y estropeados. Sentía gran añoranza por las calles y los canales, por el tamaño de la ciudad.

Y por los motores. Máquinas. En Nueva Crobuzon la habían rodeado por todas partes, aquí no estaban más que el pequeño motor meteoromántico y el constructo del comedor. El motor a vapor situado bajo la nave convertía de hecho al conjunto del Terpsícore en un mecanismo, pero era invisible. Bellis vagaba por la nave como la pieza extraviada de un mecanismo. Echaba de menos el utilitario caos que se había visto obligada a abandonar.

Navegaban por una zona bastante transitada. Pasaban junto a otros barcos: en los dos días después de que zarparan de Qé Benssa, Bellis vio tres. Los dos primeros no eran más que pequeñas formas alargadas en el horizonte, pero el tercero fue una esbelta carabela que se aproximó mucho más. Venía de Odraline, como anunciaban las cometas que volaban sujetas a sus velas. Se escoraba salvajemente en la mar picada.

Bellis pudo ver a sus marineros. Los vio balanceándose sobre los complejos aparejos y trepar con dificultades por las velas triangulares.

El Terpsícore pasó junto a islas con aspecto desierto: Cadann; Rin Lor, la Isla del Eidolon. Todas ellas tenían su propia leyenda y Johannes las conocía desde la primera hasta la última.

Bellis pasaba horas enteras contemplando el mar. Tan al este, el agua era mucho más clara que la de la Bahía de Hierro: podía ver las manchas de los enormes bancos de peces. Los marineros que no estaban de servicio se sentaban con las piernas sobre la borda, pescaban con toscas cañas y limpiaban los pescados con cuchillos y huesos y cuernos de narval antes de ahumarlos.

En ocasiones, la curva de algún gran depredador, como una orca, rompía en la distancia la superficie del océano. Una vez, mientras se ponía el sol, el Terpsícore pasó cerca de un pequeño islote boscoso, un par de kilómetros cuadrados de árboles que emergían de las aguas. Había un racimo de rocas suaves a escasa distancia de la costa y el corazón le dio un vuelco a Bellis al ver que una de ellas retrocedía y un enorme cuello de cisne se desenrollaba y se elevaba de las aguas. Una tosca cabeza se volvió y, mientras Bellis observaba, el plesiosauro se alejó de los bajíos nadando con pereza y desapareció.

Durante breve tiempo se sintió fascinada por los carnívoros submarinos. Johannes la llevó a su camarote y revolvió entre sus libros. Vio varios títulos con su nombre en el lomo: Anatomía de la sárdula; Depredadores de las rocas de la Bahía de Hierro; Teoría de la Megafauna. Cuando encontró la monografía que estaba buscando le enseñó las sensacionales representaciones de peces ancestrales de diez metros de longitud y cabeza plana, de tiburones trasgo de afilada dentadura y frente prominente y otras criaturas.

La tarde del segundo día después de haber zarpado de Qé Benssa, el Terpsícore avistó la tierra que bordeaba Salkrikaltor: una costa accidentada y gris. Eran más de las nueve, pero por una vez el cielo estaba absolutamente despejado y la luna y sus hijas brillaban con fuerza.

A despecho de sí misma, Bellis se sintió abrumada por aquel paisaje montañoso que recorrían fuertes vientos de un lado a otro. Tierra adentro, en los límites de su visión, podía ver la oscuridad de los bosques que se apoderaba de los lindes de los barrancos. En la costa, los árboles estaban muertos, meros cascarones encostrados en sal.

Johannes profirió un grito de excitación.

—¡Eso es Bartoll! —dijo—. Ciento cincuenta kilómetros al norte de allí se encuentra el Puente de Cyrhussine, de cuarenta malditos kilómetros de longitud. Me hubiera gustado que hubiéramos podido verlo, pero supongo que eso habría sido buscarse muchos problemas.

El barco se estaba alejando de la isla. Hacía frío y Bellis se envolvió con impaciencia en su fino abrigo.

—Voy a entrar —dijo, pero Johannes la ignoró.

Estaba mirando hacia popa, a la costa de Bartoll, que iba desapareciendo.

—¿Qué está ocurriendo? —murmuró. Bellis se volvió al instante—. ¿Adónde nos dirigimos? —Gesticuló—. Mire... nos estamos alejando de Bartoll. —La isla era ya poco más que una sombra indistinta en el extremo del mar—. Salkrikaltor está en esa dirección... al este. Podríamos estar navegando entre las jaibas en cuestión de horas, pero nos dirigimos hacia el sur... Nos estamos alejando de las colonias...

—Puede que no les guste que los barcos pasen por encima de ellos —dijo Bellis, pero Johannes sacudió la cabeza.

—Esa es la ruta estándar —dijo—. Al este de Bartoll está Ciudad Salkrikaltor. Así es como se llega hasta allí. Nosotros vamos a otro lugar. —Dibujó un mapa en el aire—. Esto es Bartoll y esto es Gnomon Tor y, entre ellas, en el mar... Salkrikaltor. Aquí, adonde nos estamos dirigiendo... no hay nada. Una línea de islitas rocosas. Estamos dando un gran rodeo para llegar a Ciudad Salkrikaltor. Me pregunto por qué.

A la mañana siguiente ya eran varios los pasajeros que habían reparado en lo inusual de su ruta. En cuestión de horas el rumor se extendió entre los pequeños y enclaustrados corredores. El capitán Myzovic los reunió en el comedor. Casi cuarenta pasajeros viajaban a bordo y todos ellos estaban presentes. Incluso la pálida y patética hermana Meriope y otros igualmente afligidos.

—No hay nada de qué preocuparse —les aseguró el capitán. Saltaba a la vista que estaba enfadado por haber tenido que convocar aquella reunión.

Bellis no lo estaba mirando, se asomaba por la ventana. ¿Por qué estoy aquí?, pensó. A mí no me importa. No me importa adónde nos dirigimos ni cómo demonios vamos a llegar hasta allí. Pero no logró convencerse y se quedó.

—Pero, ¿por qué nos hemos desviado de la ruta normal, capitán? —preguntó alguien.

El capitán resopló con furia.

—Bien —dijo—. Escuchen. Estamos dando un rodeo alrededor de las Islas Aletas, el archipiélago situado en el extremo de Salkrikaltor meridional. No estoy obligado a darles explicaciones sobre mis acciones. No obstante... —hizo una pausa para poner de manifiesto frente a los pasajeros el privilegio que les estaba concediendo—, en las presentes circunstancias... debo pedirles a todos ustedes un cierto grado de discreción en lo referente a esta información. Vamos a circunnavegar las Islas Aletas antes de llegar a Salkrikaltor para poder recalar en algunos de los nuevos enclaves de Nueva Crobuzon. Ciertas industrias marítimas, que no son del dominio público. Podría hacer que todos ustedes fueran confinados en sus camarotes. Pero seguirían pudiendo ver por las portillas y prefiero no alentar la clase de rumores que ello acarrearía. Así que son libres de salir al exterior, aunque solo hasta la cubierta de popa. Pero... les conmino, como patriotas y buenos ciudadanos, a que ejerciten la máxima discreción con respecto a lo que vean esta noche. ¿Está claro?

Para disgusto de Bellis, se hizo un silencio entre atemorizado y reverente. Los está engañando con pomposidad, pensó, y dio media vuelta para demostrar su desprecio.

Alguna roca ocasional interrumpía el oleaje, pero nada más dramático. La mayor parte del pasaje se había congregado en la parte trasera del barco y miraba ansiosamente sobre las aguas.

Bellis mantenía la vista fija en el horizonte. Le irritaba no estar a solas.

—¿Cree que lo reconoceremos cuando lo veamos... sea lo que sea? —le preguntó con un cloqueo una mujer a la que no conocía y a la que ignoró.

La noche se hizo más oscura y mucho más fría y algunos de los pasajeros se retiraron. En el horizonte, las montañosas Aletas aparecían y desaparecían de la vista. Bellis bebía un poco de vino tibio para calentarse. Se aburría y estaba prestando más atención a los marineros que al mar.

Y, entonces, en torno a las dos de la madrugada, cuando solo la mitad de los pasajeros permanecían en cubierta, apareció algo al este.

—Dioses del cielo —susurró Johannes.

Durante largo rato fue una silueta severa e incomprensible. Pero, conforme se iban acercando, Bellis vio que se trataba de una enorme torre negra que emergía de las aguas. En lo alto brillaba una lámpara de aceite, un jirón de llama sucia.

Estaban casi sobre ella. Apenas a dos kilómetros de distancia. A Bellis se le escapó un jadeo entrecortado.

Era una plataforma suspendida sobre el mar. Con más de setenta metros de lado, se erguía inmensa; la mole de hormigón estaba apoyada sobre tres colosales patas metálicas. Bellis podía oír cómo palpitaba.

Las olas rompían contra sus cimientos. Su perfil era tan intrincado y retorcido como el de una ciudad. Sobre los tres pilares se alzaba un racimo de espiras dispuestas sin aparente orden y varias grúas que se movían como garras y, sobre todas ellas, se remontaba un enorme minarete de vigas que rezumaba fuego. Por encima de las llamas, las ondas taumatúrgicas distorsionaban el espacio. Entre las sombras que había bajo la plataforma, un grueso eje metálico se sumergía en el mar. Los niveles habitados estaban iluminados débilmente.

—En el nombre de Jabber... ¿qué es esto? —dijo Bellis con voz entrecortada.

Era pasmoso y extraordinario. Los pasajeros estaban boquiabiertos, como idiotas.

Las montañas de la Aleta más meridional eran sombras en la distancia. Cerca de la base de la plataforma había formas predatorias: pequeños acorazados que patrullaban la zona. La cubierta de uno de ellos emitía un complejo staccato de luces y desde el puente del Terpsícore se le respondía con salvas similares.

En la cubierta de la fabulosa estructura sonó un claxon.

Ahora se estaban alejando de ella. Bellis la vio menguar junto con su chorro de llamas.

Johannes estaba paralizado por el asombro.

—No tengo ni idea —dijo con lentitud.

Bellis tardó unos segundos en comprender que estaba respondiendo a su pregunta. No apartaron los ojos de la enorme forma que se erguía sobre el mar mientras estuvo a la vista.

Cuando desapareció, se dirigieron en silencio hacia el pasillo. Y, entones, mientras abrían la puerta que conducía a los camarotes, alguien detrás de ellos gritó:

—¡Otra!

Era cierto. A kilómetros de distancia, una segunda plataforma colosal.

Más grande que la primera. Se erguía sobre cuatro patas de hormigón desgastado. Esta parecía más dispersa. Tenía una torre gruesa y achaparrada en cada esquina y una grúa colosal en un extremo. La estructura gruñía como si fuera una cosa viva.

De nuevo se alzó un desafío de destellos procedente de los defensores de la fortaleza y de nuevo respondió el Terpsícore.

Se alzó una brisa y el viento estaba frío como el hierro. En los bajíos de aquel mar desolado, el edificio bramó mientras el Terpsícore pasaba deslizándose entre la oscuridad.

Bellis y Johannes esperaron otra hora, las manos

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos