Título original: A Time to Run
Traducción: Martín Rodríguez-Courel
1.ª edición: mayo 2017
© Ediciones B, S. A., 2017
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-728-3
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Para todos aquellos que tienen que luchar
por el respeto que el resto recibe por omisión
Prólogo
Aquí estás
Empecemos por el fin del mundo. ¿Por qué no? Superémoslo y pasemos a cosas más interesantes.
Antes que nada, un final un tanto personal. Algo sobre lo que ella no podrá dejar de pensar una y otra vez en días venideros, la imagen de su hijo fallecido mientras intenta buscarle sentido a algo que carece de él. Cubrirá el cuerpecito roto de Uche con una manta (a excepción de la cara, porque le da miedo la oscuridad) y se sentará impasible junto a él, sin prestar atención al mundo que se acaba en el exterior. El mundo ya ha terminado en su interior, y no es la primera vez que experimenta alguno de estos dos finales. Está curtida en mil batallas.
«Pero ya es libre», piensa en ese momento, y también más tarde.
Y son su resentimiento y su cansancio los que responden a esa pregunta velada cada vez que la perplejidad y la conmoción le permiten cuestionárselo:
«No lo era. No del todo. Pero ahora lo será.»
Pero necesitas un contexto. Volvamos a empezar por el final, pero desde un punto de vista continental.
Estamos en un mundo.
Uno como cualquier otro. Con montañas, llanuras, cañones y deltas de ríos. Lo de siempre. Es normal en todo, menos en su tamaño y su dinamismo. Es un mundo que se mueve mucho. Es como un anciano inquieto que yace en una cama: jadea y suspira, hace pucheros y se tira pedos, bosteza y engulle. Como era de esperar, los habitantes de este mundo lo han llamado la Quietud, una tierra de tranquilidad y fina ironía.
La Quietud tiene otros nombres. En otras eras lo formaban varias masas de tierra. Ahora es un continente grande, único y extenso, aunque en el futuro volverá a dividirse.
Muy pronto, en realidad.
El final da comienzo en una ciudad: la ciudad habitada más antigua, grande y magnífica del mundo. Se llama Yumenes, y en tiempos fue el corazón de un Imperio. Todavía es el corazón de muchas cosas, aunque el Imperio ha ido languideciendo desde su apogeo, como suele ocurrir con los imperios.
Yumenes no es única por su tamaño. Hay otras muchas grandes ciudades en esta parte del mundo, engarzadas a lo largo del ecuador, como un cinturón continental. En el resto del mundo, las aldeas no suelen convertirse en pueblos, ni los pueblos suelen llegar a ser ciudades, porque es difícil mantener una estructura social cuando la tierra hace todo lo posible por engullirlas. Pero Yumenes ha mantenido la estabilidad durante la mayor parte de sus veintisiete siglos de existencia.
Yumenes es única porque solo en ella sus habitantes se han atrevido a construir algo, no para mantenerse a salvo ni para estar cómodos ni para admirar su belleza, sino para demostrar su valentía. Los muros de la ciudad son una obra maestra de mosaicos y relieves de buen gusto que narran la historia extensa y brutal de sus habitantes. Las toscas moles que conforman sus edificios están adornadas con torres altas y majestuosas que recuerdan a dedos de