La piel fría

Albert Sánchez Piñol

Fragmento

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Índice

 

Portadilla

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Sobre el autor

Créditos

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1

 

Nunca estamos infinitamente lejos de aquellos a los que odiamos. Así pues, por la misma razón, podríamos creer que no estaremos nunca absolutamente cerca de aquellos a los que amamos. Cuando me embarqué ya conocía este principio atroz. Pero hay verdades que merecen nuestra atención, y otras con las que no nos conviene dialogar.

Al amanecer vimos la isla por primera vez. Hacía treinta y tres días que los delfines habían abandonado nuestra popa y diecinueve que la tripulación expelía nubes de vaho. Los marineros escoceses se protegían con guantes que les llegaban al codo. Vestían pieles tan contundentes que hacían pensar en cuerpos de morsa. Para los senegaleses aquellas latitudes frías eran un suplicio, y el capitán toleraba que empleasen la grasa de las patatas como protector, en las mejillas y en la frente. La sustancia se diluía y se les metía en los ojos. Les caían las lágrimas, pero no se quejaban nunca.

—Su isla. Observe, al final del horizonte —me dijo el capitán.

No supe verla. Solo aquel mar frío, como siempre, taponado por nubes distantes. A pesar de que estábamos muy al sur, las formas y los peligros de los icebergs antárticos no habían animado la travesía. Ninguna montaña de hielo, ni rastro de aquellos gigantes a la deriva, naturales y espectaculares. Sufríamos los inconvenientes del sur pero se nos negaba su majestuosidad. Mi destino, pues, estaba en el umbral de una frontera gélida que nunca traspasaría. El capitán me tendió el catalejo. ¿Y ahora? ¿La ve? Sí, la vi. Una tierra aplastada entre los grises del océano y del cielo, rodeada por un collar de espuma blanca. Nada más. Aún tuve que esperar una hora entera. Después, a medida que nos acercábamos, los contornos se hicieron visibles a simple vista.

Allí estaba mi futura residencia: una extensión que de punta a punta a duras penas alcanzaba el kilómetro y medio, en forma de letra ele. El extremo norte era una elevación granítica ocupada por el faro. Destacaba su altura de campanario. No imponía exactamente por su tamaño, pero las reducidas dimensiones de la isla le otorgaban, por contraste, una consistencia megalítica. Al sur, en el talón de la ele, una prominencia menor, asomaba la casa del oficial atmosférico. O sea, la mía. Una especie de valle estrecho en el que proliferaba la vegetación húmeda unía ambas construcciones. Los árboles crecían como un rebaño de reses, apretándose los unos contra los otros, buscando refugio en los cuerpos ajenos. El musgo los abrigaba. Un musgo más compacto que los matorrales de los jardines y alto hasta la rodilla, fenómeno curioso. Manchaba los troncos como una lepra de tres colores: azul, violeta y negro.

La isla estaba rodeada por arrecifes menores, diseminados aquí y allá. Esto hacía del todo imposible fondear a menos de trescientos metros de su única playa, que se extendía al pie de la casa. Por tanto, no quedaba más remedio que cargar mi equipaje y mi persona en una chalupa. Que el capitán me acompañara a tierra firme debía entenderse como un gesto de amabilidad por su parte. Nada lo obligaba a ello. Pero a lo largo del viaje había surgido entre nosotros una afinidad que a veces se da en hombres de generaciones diferentes. Tenía sus orígenes en los barrios portuarios de Hamburgo, después se ganó la patria danesa. Si algo lo definía eran los ojos. Cuando miraba a alguien no existía nada más en el mundo. Ponderaba a los individuos con criterio de entomólogo, y las situaciones, con carácter de experto. Algunos incluso confundirían esta actitud con severidad. Yo creo que aquella era su manera de aplicar los ideales de tolerancia que escondía en la recámara de su espíritu. Jamás confesaría su amor al prójimo con palabras, pero le dedicaba todos los actos. Siempre me trató con la gentileza del verdugo por encargo. Si podía hacer algo por mí, lo haría. Al fin y al cabo, ¿quién era yo? Un hombre que estaba más cerca de la juventud que de la madurez, destinado a una isla minúscula barrida por aires de origen polar. Durante doce meses tendría que vivir allí, en una soledad de exilio, lejos de toda costa civilizada, con un trabajo tan monótono como insignificante: anotar la intensidad, dirección y frecuencia de los vientos. Los convenios de la marina internacional lo estipulaban así. Naturalmente, el sueldo era bueno. Pero nadie aceptaba un destino como aquel por dinero.

El capitán, ocho marineros, cuatro chalupas y yo llegamos a la playa. Los hombres tardarían un buen rato en descargar las provisiones de un año entero, además de los baúles y pertenencias que llevaba conmigo. Muchos libros. Me constaba que me sobraría tiempo y quería ocupar la mente con las lecturas que los últimos años de mi vida me habían negado. Bien, dijo el capitán al darse cuenta de que la operación sería lenta, vamos. Así que él y yo nos adelantamos por la arena. Un caminito en pendiente llevaba a la casa. El anterior inquilino se había entretenido poniendo barandas. Maderas arrojadas y pulidas por el mar, clavadas de forma muy rudimentaria. Sí, aquello lo había hecho una mente racional. Y aunque parezca increíble, fue ese detalle lo que me llevó a pensar por primera vez en el individuo a quien iba a sustituir. Esa persona era un ser concreto, ahora podía ver una de sus acciones sobre el mundo, por fortuita que fuese. Pensé en él y, en voz alta, dije:

—Es extraño que el oficial atmosférico no haya salido a recibirnos. Debería

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