La corte de los espejos

Concepción Perea

Fragmento

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Sobre una marioneta perdida y lo que dijo un espejo roto

Nadie creía a Nicasia capaz de silbar, o siquiera de sonreír. Claro que Nicasia nunca hacía estas dos cosas en público. La mayoría de las hadas piensan que goblins y knockers carecen de sentido musical, pero Nicasia tenía buen oído y un talento natural para no desafinar que habría sorprendido a más de uno. Lo de sonreír ya le salía peor, lograba muecas más que sonrisas, pero el gesto iluminaba su rostro y hacía que sus ojos azules, siempre cargados de una luz feroz, parecieran incluso amables.

Aquella tarde entró en su estudio tarareando, se quitó los guantes, colgó el chaqué en el perchero que había junto al espejo, lanzó los tirantes a una silla y se acomodó en su viejo sillón de orejas. Suspiró de alivio cuando al fin pudo quitarse el aparato ortopédico de la pierna y mandar lejos los zapatos. Cerca, en una mesita auxiliar, aguardaban alineadas sus herramientas de tallar. Las estanterías de la habitación estaban cubiertas de marionetas y de autómatas de madera, todos hechos por ella. Aquella ocupación la relajaba. Después de un largo día devanándose los sesos con problemas de geomancia, o tras una odiosa jornada en el Parlamento de los Sueños mediando en absurdas intrigas políticas, no había nada mejor que coger un bloque de madera y darle forma durante horas, sin pensar en nada, mientras los problemas se quedaban al otro lado de la puerta. Cuando terminaba una marioneta la hacía bailar en el aire con un hechizo. Si alguien la hubiese visto entonces, alegre como una niña jugando con sus muñecas, se lo habría pensado dos veces antes de llamarla bruja o cualquiera de las otras cosas desagradables que solían decir a sus espaldas.

Nicasia había planeado pasar la tarde tallando. Ya se había sentado y acababa de alargar la mano para coger la cabecita en la que trabajaba cuando se dio cuenta de que la pieza no estaba. La knocker hubo de caminar a la pata coja por toda la estancia, buscándola. No la había sacado de aquel cuarto. El misterio la iba poniendo más y más furiosa a cada momento. Finalmente, tiró de una cadena dorada que había junto al escritorio, varias veces y con todas sus fuerzas. Suerte que no tenía demasiadas, o la habría arrancado. Entonces, Traspiés, un bogan bajito siempre vestido de azul, abrió la puerta.

—¿Ocurre algo, Nicasia? —preguntó, asustado.

—¡No, es que me gusta hacer sonar la campana! ¿Eres idiota o le has dado vacaciones a tu cerebro? ¡Claro que pasa algo! ¿Alguien ha limpiado hoy aquí?

—Qué va, te llevaste la llave.

—¡Maldita sea mi sangre! ¿Alguien ha estado por estos pasillos?

Traspiés lo pensó un segundo y dijo que no. Aprovechó para irse antes de que la cosa empeorase. Nicasia, con el bogan fuera de su vista, se acercó a los estantes y levantó de su sitio tres marionetas al azar. Varios listones de madera de la pared se deslizaron sobre sus engranajes para revelar un pequeño espejo redondo, con el cristal nublado por el tiempo.

—Ayúdame a recordar —le ordenó Nicasia—. Despierta, charco del demonio, y dime. Hada o duende, ¿quién ha estado aquí hoy?

—Sólo tú —respondió una voz lejana—. Entraste y saliste.

Nicasia rumió la respuesta. Una idea cruzó por su mente, más dolorosa que una cuchillada.

—¿Ha entrado algún animal?

—Un gato negro —respondió el espejo.

La knocker gritó y dio un puñetazo al cristal. Miles de trocitos volaron por el aire. Luego, volvieron a su sitio, y la superficie del espejo recuperó su aspecto. Nicasia tenía los nudillos en carne viva.

—¡Dujal! —rugió—. ¡Escoria felina! ¡Hijo de mala gata! ¡Desdichado desecho de hada! ¡Lo sabía, tenía que ser él, miserable montón de estiércol! Voy a librar al mundo de su descendencia. ¡Esta vez se lo ha buscado!

Nicasia volvió a encajarse el aparato ortopédico sobre la pierna. Cogió del armario su fiel trabuco y un viejo abrigo largo de cuero. El atuendo de caza.

El otoño arrancaba con fuerza; los ocasos ya eran más largos y románticos. Para Nicasia la llegada del otoño sólo significaba que soplaba un viento de mil demonios, oscurecía antes y había más humedad. En aquel momento pensaba tan sólo en la manera de atrapar un gato. Los gatos son rápidos y escurridizos, demasiado ágiles para alguien de movilidad limitada. Esas pequeñas bestias saben esconderse a conciencia y ocultar su rastro. Es menester un cazador muy bueno para atraparlos, y ella no lo era, pero conocía a alguien que tenía todas las cualidades necesarias y alguna más. Encontrarle no era difícil, sólo hacía falta llegar a un sitio discreto. En este caso se trataba de un callejón sin salida, estrecho, oscuro y maloliente, cercado por altas paredes grises al que no daba ninguna ventana porque nadie en sus cabales querría ver un lugar tan deprimente como aquél. Estaba justo detrás de la Carbonería. Sólo tuvo que salir por la puerta trasera de su taller, sacar de su bolsillo una piedra que parecía vulgar y lanzarla contra el suelo. Produjo un crujido seco, y el suelo se abrió bajo sus pies. El secreto residía en cargar la piedra con malos deseos. El odio bien enfocado puede causar mucho daño; sólo hay que saber usarlo del modo apropiado. Para abrir grietas, por ejemplo.

Nicasia se aseguró de que no la viera nadie y entró en las alcantarillas. No tuvo que andar mucho; a los pies de la entrada había una gran piscina de agua estancada. Solía estar llena de ratas, aunque últimamente escaseaban.

—¡Boros! —gritó Nicasia—. ¡Deja de jugar, sé que estás ahí!

Del agua emergió una cabeza adornada con una cresta de pelo verde. La piel era pálida, verde también. Dos ojos de reptil observaron a Nicasia. A la cabeza le siguió un cuerpo alto y delgado. Boros vestía una túnica tan desteñida que era imposible adivinar su color original, y un pantalón negro que le venía grande. Estaba descalzo, empapado. Abrazó a Nicasia y la levantó del suelo sin esfuerzo.

—¡Vale, vale! También yo me alegro de verte. Vengo a proponerte un juego.

El chico serpiente la soltó con delicadeza.

—Se trata de Dujal; necesito que lo encuentres. Tú puedes hacerlo.

Asintió con una sonrisa que en otra cara habría sido agradable, pero que en la suya resultaba inquietante y peligrosa.

—Quieres que salga de caza —dijo.

—Sí —respondió Nicasia—. Nadie tiene mejor olfato que tú. Pero no quiero que te lo comas. Recuerda que ya no haces eso. Recuérdalo.

La serpiente hizo un mohín; sin embargo, asintió y regresó al agua.

—Lo encontraré. Si está escondido, yo sabré dónde.

—No lo dudo —dijo Nicasia.

Boros se deslizó por las cloacas. Nicasia también se fue. Encontrar a Dujal ya no era un problema; antes o después, el chico serpiente daría con él. Además, hacía menos de una semana desde su última comida, así que aún no debía de tener hambre. No era pelig

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