La sacerdotisa blanca (La Era de los Cinco Dioses 1)

Trudi Canavan

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Auraya pasó por encima de un tronco caído, pisando con cautela para que el crujido de unas hojas o el chasquido de una rama no delatara su presencia. Notó un tirón en la garganta que la obligó a mirar atrás. El bajo de su tago se había enganchado en un arbusto. Lo soltó con delicadeza y siguió su camino cuidadosamente.

Su presa se movió, y ella se quedó muy quieta.

«No puede haberme oído —se dijo—. No he hecho el menor ruido.»

Aguantó la respiración mientras el hombre se incorporaba y posaba la vista en unas ramas cubiertas de musgo de un viejo árbol de garpa. Las sombras del follaje moteaban su chaleco de tejedor de sueños. Al cabo de un momento, se agachó de nuevo y continuó examinando el sotobosque.

Auraya dio tres sigilosos pasos más en su dirección.

—Llegas pronto, Auraya.

Con un suspiro de exasperación, la muchacha caminó hacia él, contrariada. «Un día lo sorprenderé», se prometió.

—Mi madre se tomó una dosis fuerte anoche. Se levantará tarde.

Leiard recogió un trozo de corteza, sacó un cuchillo corto de un bolsillo del chaleco, insertó la punta en una grieta y la retorció hasta mostrar las pequeñas semillas rojas que había dentro.

—¿Qué son? —preguntó Auraya, llena de curiosidad.

Aunque Leiard llevaba años revelándole los secretos del bosque, siempre había algo nuevo que aprender.

—Semillas del árbol de garpa. —Leiard inclinó el trozo de corteza, y las semillas cayeron en la palma de su mano—. Aceleran los latidos del corazón y quitan el sueño. Los mensajeros las utilizan para cabalgar largas distancias, los soldados y los académicos, para mantenerse despiertos, y...

De pronto se quedó en silencio, se enderezó y escrutó la espesura. Auraya oyó un chasquido de madera a lo lejos. Miró entre los árboles. ¿Era su padre, que se dirigía hacia allí para llevársela a casa? ¿O se trataba del sacerdote Avorim? Él le había advertido que no hablara con los tejedores de sueños. Una cosa era que a Auraya le gustara desobedecer al sacerdote, y otra muy distinta que la pillaran en compañía de Leiard. Empezó a alejarse.

—Quédate donde estás.

Auraya se paró en seco, sorprendida por el tono de Leiard. Se volvió al oír unas pisadas y avistó a dos hombres que se aproximaban. Eran bajos, fornidos y llevaban chalecos de cuero grueso. Ambos tenían el rostro cubierto de espirales y rayas negras.

«Dunwayanos», pensó Auraya.

—No digas nada —murmuró Leiard—. Yo lidiaré con ellos.

Los dunwayanos los divisaron a ambos. Mientras se acercaban a toda prisa, ella advirtió que cada uno empuñaba una espada. Leiard permaneció inmóvil. Los dunwayanos se detuvieron a pocos pasos de distancia.

—Tejedor —dijo uno de ellos—, ¿hay alguien más en el bosque?

—No lo sé —respondió Leiard—. El bosque es muy extenso, y rara vez se interna alguien en él.

El guerrero hizo un gesto con la espada en dirección a la aldea.

—Vendréis con nosotros.

Leiard no discutió ni le pidió explicaciones.

—¿No piensas preguntarles qué se proponen? —susurró Auraya.

—No —contestó él—. Pronto lo averiguaremos.

Oralyn era la aldea más extensa del noroeste de Hania, pero Auraya había oído quejarse a algunos visitantes de que no era especialmente grande. Construida en lo alto de una colina, dominaba los campos y el bosque circundantes. Un templo de piedra destacaba sobre los demás edificios, y una antigua muralla lo rodeaba todo. Habían retirado las puertas viejas hacía más de medio siglo, y donde antes estaban las bisagras solo quedaban trozos de metal irregulares y oxidados.

Varios guerreros dunwayanos recorrían la muralla de un lado a otro, y no había nadie trabajando en los sembrados cercanos. Los dos hombres escoltaron a Auraya y Leiard por calles también desiertas hasta el templo y los obligaron a entrar. La espaciosa sala estaba repleta de aldeanos. Algunos de los varones más jóvenes llevaban vendas. Cuando Auraya oyó su nombre, pudo distinguir a sus padres y se encaminó hacia ellos a toda prisa.

—Gracias a los dioses que estás viva —dijo su madre estrechándola entre sus brazos.

—¿Qué ocurre?

Su madre se sentó de nuevo en el suelo.

—Estos extranjeros nos han obligado a venir —explicó—, aunque tu padre les ha dicho que estoy enferma.

Auraya deshizo los nudos de su tago, lo dobló y se acomodó encima.

—¿Han dicho por qué?

—No —respondió su padre—. No creo que quieran hacernos daño. Algunos hombres han intentado plantar cara a los guerreros después de que estos redujeran al sacerdote Avorim, pero no ha muerto nadie.

A Auraya no le extrañó que hubieran derrotado a Avorim. Aunque todos los sacerdotes tenían dones, no todos eran hechiceros poderosos. Auraya sospechaba que había campesinos con más poderes mágicos que Avorim.

Leiard se había agachado junto a uno de los heridos y le preguntó en voz baja:

—¿Quieres que le eche un vistazo a eso?

El hombre abrió la boca para contestar, pero se quedó paralizado cuando una figura vestida de blanco se detuvo a su lado. Tras alzar la vista y posarla en el sacerdote Avorim, el herido negó con la cabeza.

Leiard se incorporó y miró al sacerdote. Aunque Avorim no era tan alto como él, irradiaba autoridad. Auraya notó que se le aceleraba el pulso mientras los dos hombres se aguantaban la mirada; finalmente Leiard agachó la cabeza y se alejó.

«Necios —pensó ella—. Como mínimo podría dejar que le alivie el dolor. ¿Qué importa que no venere a los dioses? Sabe más de sanación que nadie en este lugar.»

Por otro lado, en el fondo sabía que la situación no era tan simple. Los circulianos y los tejedores de sueños siempre se habían detestado unos a otros. Los circulianos odiaban a los tejedores porque estos no rendían culto a los dioses; los tejedores odiaban a los dioses porque habían matado a Mirar, su líder. «Al menos eso afirma el sacerdote Avorim —reflexionó Auraya—. Nunca se lo he oído decir a Leiard.»

Un golpe metálico resonó en el templo. Las cabezas se volvieron hacia las puertas, que se abrieron de golpe. Dos guerreros dunwayanos entraron. Uno tenía unas rayas tatuadas en la frente que semejaban un entrecejo permanentemente fruncido. A Auraya le dio un vuelco el corazón cuando reconoció el dibujo. «Es su líder. Leiard me describió esos tatuajes una vez. Y él es un hechicero.» Junto a él estaba un hombre vestido de azul oscuro y la cara surcada por líneas radiales.

Los dos observaron la sala.

—¿Quién gobierna esta aldea? —preguntó el líder.

El jefe de la aldea, un mercader gordo llamado Qurin, dio un paso al frente con nerviosismo.

—Yo.

—¿Nombre y rango?

—Qurin, jefe de Oralyn.

El líder dunwayano mir

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