La voz de los Dioses (La Era de los Cinco Dioses 3)

Trudi Canavan

Fragmento

cap-1

Prólogo

Un hombre cruzó tambaleándose la puerta del hospital, estaba herido. Tenía el rostro y la ropa cubiertos de sangre, que le goteaba entre los dedos con los que se apretaba la frente. Cuando los ocupantes del vestíbulo lo vieron se hizo un silencio, pero el ruido y la actividad no tardaron en reanudarse. Ya se encargaría alguien de él.

«Al parecer esta vez me ha tocado a mí», pensó la sacerdotisa Elareen mirando a los otros sanadores. Todos los otros sacerdotes y los tejedores de sueños estaban atareados, aunque el tejedor Fareeh había tardado menos de lo previsto en vendar el brazo de su paciente.

Cuando el recién llegado la vio acercarse, pareció aliviado.

—Bienvenido al hospital —dijo ella—. ¿Cómo te llamas?

—Mal Aperador.

—¿Qué te ha pasado?

—Me han robado.

—Déjame ver. —El hombre permitió a regañadientes que ella le apartara la mano de la frente. La sangre manaba de un corte profundo que llegaba al hueso. Ella volvió a cubrirle la herida con la mano—. Necesita unos cuantos puntos.

El hombre dirigió la mirada a la tejedora de sueños más cercana.

—¿Lo harás tú?

—Sí. Por aquí. —La sacerdotisa reprimió un suspiro e hizo una seña al herido para que la siguiera por el pasillo.

No era la primera vez que un paciente solicitaba ser atendido por un sanador circuliano, pero no era habitual. La mayor parte de la gente que acudía al hospital estaba dispuesta a aceptar la ayuda de cualquiera. Los que no se fiaban de los tejedores de sueños iban a otro lugar.

Los tejedores no tenían el menor reparo en trabajar con sacerdotes circulianos y viceversa. Todos sabían que estaban curando a gente que de otro modo no habría recibido ninguna ayuda. Pero un siglo de prejuicios contra los tejedores de sueños no se podía borrar en unos meses. Elar no esperaba que fuera así, ni siquiera lo deseaba. Los tejedores no adoraban a los dioses, de modo que sus almas morían junto con sus cuerpos. Ella les tenía un gran respeto como curanderos —nadie que hubiera trabajado a su lado negaría haber quedado impresionado por sus conocimientos y habilidades—, pero su opinión desdeñosa y suspicaz sobre los dioses la irritaba.

Tampoco aprobaba la intolerancia ciega. La tendencia de ciertas personas a sentirse amenazadas por los que eran distintos hasta el punto de albergar un odio irracional la perturbaba más que la violencia común y la pobreza extrema que estaban detrás de la mayor parte de los casos que atendía el hospital.

Recientemente un nuevo grupo que se hacía llamar «circulianos verdaderos» había empezado a hostigar a los empleados del hospital. Su arrogante convicción de que su culto a los dioses era más auténtico que el de ella la irritaba aún más que la indiferencia de los tejedores. Tan solo coincidían en su opinión sobre los pentadrianos. A diferencia de estos, los tejedores de sueños nunca afirmaban seguir a dioses —inexistentes— ni se valían de ese engaño para convencer a un enorme número de gente de que los circulianos eran infieles y merecían ser exterminados.

«Al menos este hombre no es tan orgulloso como para no pedir nuestra ayuda», pensó mientras lo guiaba por el pasillo hasta una habitación libre. Le pidió que se sentara en el extremo de un banco. Se acercó a un pequeño surtidor del que brotaba agua de manera continua, llenó un cuenco y lo calentó con magia. Sacó un paño de un cesto, le echó unas gotas de aceite desinfectante, lo sumergió en el agua y limpió el rostro del hombre. Después procedió a suturar el corte.

Cuando ya casi había terminado, Naen, un sacerdote joven, apareció en la puerta.

—Ha venido tu madre, sacerdotisa Elar.

—Dile que me reuniré con ella en cuanto termine de atender a este paciente —respondió, frunciendo el ceño.

«Yranna, te ruego que le des paciencia hasta que acabe. Y no permitas que sufra una de sus crisis de mal humor.»

:Naen se encargará de que no te interrumpa, Elareen, le aseguró una voz.

Elar se enderezó y miró en torno a sí. No vio la menor señal de la mujer a la que había oído. «¿Estaré oyendo voces, como ese anciano perturbado que viene a menudo al hospital?»

:No, no estás loca. Estás tan cuerda como la mayoría de los mortales. Incluso más. Aunque me hables con frecuencia.

:Aunque te hable... ¿Eres... Yranna?

:Así es.

:No puede ser.

:¿Por qué no?

:Eres... una deidad. Una diosa. ¿Por qué habrías de dirigirme la palabra?

:Tengo una tarea para ti.

Un escalofrío de emoción y temor le recorrió la espalda. En ese momento oyó que uno de los sacerdotes alzaba la voz en el vestíbulo.

—Hay una muchedumbre bloqueando la entrada. No nos dejan salir del hospital... No, no podemos... Lo mejor es esperar a que se calmen.

«Oh no, otra vez los circulianos verdaderos», pensó mientras remataba el último punto.

:Sí, han rodeado el hospital.

Elar suspiró y entonces cayó en la cuenta de lo que sucedía al tiempo que la sacudía un ligero temblor.

:Pero... este asedio debe de ser distinto de los demás, pues de lo contrario no me encomendarías una tarea.

:Así es.

:¿De qué se trata?

:Quiero que inmovilices al hombre al que estás tratando. Usa magia, drogas..., lo que haga falta.

Perpleja, Elar contempló al hombre que tenía delante. Él la miró a su vez con las pupilas dilatadas. Ella cayó en la cuenta de que no solo estaba tenso por el dolor; tenía miedo.

Notó que tenía la boca seca y que el pulso se le aceleraba. Era posible que él poseyese más habilidades que ella. Desde luego, era físicamente más fuerte. Si la cosa salía mal...

«No pienses en ello. Si los dioses te piden algo, solo puedes hacer cuanto esté en tu mano por satisfacerlos.»

La fuerza de su magia lanzó contra la pared al hombre, que se quedó sin aire en los pulmones. A continuación, lo tumbó sobre el banco y lo retuvo allí, con la esperanza de que estuviera demasiado ocupado tratando de recuperar el aliento como para recurrir a sus habilidades.

«Pero no tardará en recuperarse. Yranna ha sugerido que utilice drogas...»

Empapó un paño en aceite narcótico y lo apretó contra su nariz hasta que los ojos se le pusieron vidriosos. Esto le dejaría fuera de combate durante unos minutos, pero ¿y después? El asedio podía durar horas.

«Necesito un somnífero.» Buscó en la habitación y encontró un tarro casi vacío de polvos de soñadera. Disolvió lo que quedaba en agua y lo vertió con cuidado en la boca del hombre. Este salió ligeramente de su letargo, tosió, tragó el brebaje y volvió a desvanecerse.

Elar retrocedió unos pasos para valorar su obra y se percató de que no tenía la menor idea de cuánto tiempo durarían los efectos de una dosis tan pequeña. Media taza inducía al sueño durante toda una noche. La cantidad que le había administrado lo mantendría quieto durante una hora, con suerte. Podía ir a buscar más soñadera; sin embargo, dársela a una persona inconsciente era tan difícil como peligroso: corría el riesgo de que le entrara en los pulmones. Contempló al hombre.

«Yranna me

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