Antes de iniciar el viaje...
Una noche tuve un sueño, uno muy especial. Al día siguiente, embargada aún por su intensidad, me lancé a volcarlo en el papel. Entonces no tenía ordenador, era el año 1993, así que cogí un lápiz y unos folios. Inicié sin saberlo un largo viaje que duraría más de quince años, porque los folios se convirtieron en cuadernos, y los cuadernos en documentos de Word. En realidad fue como un paseo: lo hice degustando cada momento, cada olor y cada detalle del paisaje. Nunca pensé en publicar lo que escribía. Para mí era una diversión, un pasatiempo inútil, según mi madre, al ver la cantidad de horas que empleaba en ello. Lo que ella no sabía es que yo traspasaba las puertas de otro mundo siempre que escribía, tal y como hacía Bastian cuando abría el libro con el Auryn grabado en su portada. Amplié las fronteras del reino de Fantasía. Y Neimhaim se convirtió en un refugio, el lugar al que escapar cuando la realidad me hastiaba, cuando el corazón me dolía. Sus personajes crecieron y maduraron conmigo. Han sido mis compañeros de viaje, tan familiares y cercanos que a veces deseé dolorosamente que fueran reales.
Pero no quería que fuera algo privado, había allí tantas emociones contenidas que necesitaba compartirlo con los demás. En todos estos años, muchos han sido los que han visitado Neimhaim. A todos ellos les debo mi gratitud, porque han ayudado a enriquecerlo con sus valiosas opiniones y sugerencias, y han contribuido a que sea un lugar mejor. Quiero nombrar especialmente a Javier, que compartió mis pasos al comienzo del camino. A Alicia y Loli, mis primeras fans; a Rubén, a Melisa y a Raquel, tan convencida del potencial del libro que quiso ser mi mecenas. Me siento muy agradecida también a David, mi «hermano mayor» en estas lides, y a Isra, por su perseverancia contra los elementos. Gracias a Nando y a Pilar, cuyas valoraciones son para mí sagradas; a Tere y a mi hermana Anabel, cuyas opiniones esperé ansiosa, y a mi madre, que finalmente pasó del escepticismo a la devoción cuando leyó lo que había escrito durante tanto tiempo. Nunca podré agradecerle lo suficiente a Emi todo lo que ha hecho por mí; ha sido mi hada madrina y me concedió un deseo milagroso cuando menos me lo esperaba. Y por encima de todo, gracias a Juan Carlos, mi amor, mi mejor amigo y mi Usul, porque Neimhaim es parte de él, y jamás hubiera sido igual sin tenerle a mi lado. A él le dedico esta obra, que ya está tan ligada a nuestras vidas como nuestro hijo Daniel.
Finalmente, gracias a ti, lector, por emprender esta aventura conmigo, porque aunque no nos conozcamos, en cuanto pases esta página estaremos un poco más cerca. Te invito a que compartas conmigo tus sensaciones a través de las redes sociales o por correo electrónico, estoy emocionada de abrirte las puertas de Neimhaim. Bienvenido.
ARANZAZU SERRANO LORENZO
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Hubo un tiempo en el que los hombres creían que su vida era un hilo en manos de las Hilanderas, tres mujeres que urdían y tejían el lienzo del destino entre las raíces de un gigantesco fresno. Nadie escapaba a sus designios, ni siquiera los dioses.
Preludio
Las velas estaban rotas, los remos también, pero la tormenta no había minado las ansias de matar y saquear, y con ese ímpetu saltaron desde sus embarcaciones a aquella tierra desconocida, con las armas desenvainadas y dispuestos a sajar a cualquiera que les intentara arrebatar el mejor botín. Sólo eran la mitad de los que habían partido. La lluvia fina, rescoldos de la tempestad que los había arrastrado hasta el fin del mundo, resbalaba por sus delgados rostros barbudos, deshaciendo los mágicos ungüentos a base de pigmentos y heces de animales con los que se untaban la piel. Cuando sus barcos invadieron las oscuras aguas del fiordo, el aire se llenó con la certeza de una pronta masacre.
Gurkan, su líder, oteó astutamente las elevadas laderas. Sus cicatrices recordaban a cualquiera que osara medirse con él que se había ganado su puesto con sangre, y su estómago estaba vacío tras largos días de ayuno en la mar, haciendo más acuciante su ansia depredadora. Un gruñido de satisfacción escapó de su garganta al ver un puñado de tejados ocultos en el denso bosque. Una sonrisa lobuna asomó a su rostro ajado. No era más que otra tierra de simples mortales, al fin y al cabo.
Animado por la promesa de un pronto festín, vació sus pulmones en un alarido, anunciando su presencia a los que pronto caerían bajo el filo de su machete. Los suyos respondieron como una manada, cientos de gargantas que festejaban el momento de saciar sus apetitos. Gurkan se deleitó imaginándose a sus víctimas estremecidas ante aquel grandioso clamor. Le gustaba verlos temblar, arrastrándose a sus pies, rogándole piedad antes de que sus vísceras colgaran fuera de su cuerpo.
Gritó la orden que desencadenaba el lado más salvaje de sus hombres y los esparció por el fiordo como a una jauría de perros de caza, jaleándoles cuando pasaban a su lado, excitando sus instintos más primitivos.
Él mismo no tardó en unirse a ellos, animado por los familiares alaridos que comenzaban a escucharse ladera arriba. Pero su feroz sonrisa no duró mucho.
A las puertas de la aldea, todo era sangre y exterminio. Las armas bailaban una danza macabra, el barro atrapaba los pies descalzos. Sin embargo, a diferencia de otras incursiones, los viles gemidos de miedo procedían de sus propios hombres. Una cabeza llegó rodando hasta sus pies. Reconoció la nariz mutilada de su hombre de confianza en aquel rostro que había captado toda la sorpresa antes de separarse del cuerpo. Gurkan contempló estupefacto al responsable de la decapitación. Era poco más que un niño, de once o doce años; estaba medio desnudo y sujetaba con ambas manos el machete ensangrentado que le había arrebatado a su agresor. En sus ojos había miedo, pero también una férrea entereza. Sabía defenderse, de eso no cabía duda. Los aldeanos no podían ser más que un puñado de vulgares pescadores, no obstante el más joven de ellos había sido capaz de dejar fuera de combate a uno de sus mejores saqueadores. No, no eran vulgares en absoluto. Llevaba demasiado tiempo en el mundo como para no reconocer una estirpe guerrera cuando la veía.
En su sorpresa, no pudo reaccionar cuando una lluvia de flechas se precipitó sobre su cabeza. Bramó de ira cuando una saeta se hundió en su brazo izquierdo; otros, a su lado, cayeron fulminados al suelo.
Con más dolor en su orgullo que en su miembro herido, gritó la orden de retirada. La dócil presa había resultado ser un letal enemigo, bien entrenado y armado con hierros ligeros.
Encontró a algunos de los suyos en la orilla. Los más cobardes se habían internado en los bosques, huyendo como alimañas. Otros habían buscado refugio en las inútiles embarcaciones. Echó en falta una de ellas: había zarpado con el velamen rajado y se había alejado de aquella tierra maldita. El fuego que alimentaba su rabia estalló en un salvaje bramido. Los traidores tenían razones para temerle: si reunían el valor para regresar, los desollaría vivos con sus propias manos, uno por uno.
En cuanto a los aldeanos, habían despertado a un peligroso enemigo. Gurkan se juró que recordarían aquel día por mil generaciones, encontraría la manera de hacerlo o moriría en el intento.
Hizo llamar al hombre-sombra. Quiso sacarle el corazón por no haberle advertido contra aquel funesto día, pero cuando lo tuvo ante sí cambió de opinión. El familiar tintineo de sus huesos mágicos y sus abalorios anunció su mística presencia. Su mirada no transmitió temor alguno y esbozó una extraña sonrisa. Pronunció un consejo para Gurkan: la venganza llegaría. Si aguardaba lo suficiente, vería cumplido el más salvaje de los castigos. En los días siguientes reunió a sus hombres y tomó rumbo norte. Dejó atrás los fiordos con la promesa de un sangriento regreso. Sentía la humillación como una marca a fuego en plena cara y su brazo herido palpitaba. No había olvido posible. No habría piedad ninguna.
Al quinto día de viaje, el estriado paisaje dejó paso a una llanura cubierta de brumas. La visión del mar de nieblas atemorizó a los más supersticiosos; parecía ocultar antiguas fuerzas. Gurkan no creía en más fuerza que la de su brazo al descargar su machete, de modo que empujó a sus hordas a patadas hasta la espectral planicie. Al internarse en las nieblas, descubrieron ricas tierras labradas y ganado abundante. Aún estaban débiles, así que robaron comida a escondidas hasta que sintieron recuperado el vigor. Dos o tres incursiones bastaron para comprender que los moradores de las nieblas nada tenían en común con los habitantes de las montañas. No portaban armas de ninguna clase y parecían pacíficos, de modo que volvió a ellos la sed de saqueo. Y esta vez no encontraron resistencia alguna.
Arrasaron cada pueblo que encontraron a su paso y saciaron toda clase de apetitos: violaron, saquearon, bebieron la sangre de sus víctimas y comieron sus entrañas para hacerse invulnerables. Les embriagó la estúpida docilidad de aquellos hombres y mujeres que se entregaban sin lucha a sus filos. Aquella gente confiaba en la protección de sus brumas, y ciertamente era fácil extraviarse entre ellas, pero también era sencillo poner un cuchillo en el cuello de algún mocoso para que alguien los condujera a la aldea más próxima. No tardaron en hacerse fuertes de nuevo. Había llegado la hora de su venganza.
Algunos de sus hombres se habían acomodado a la vida de saqueo y no sentían ningún ánimo de volver a los fiordos, así que Gurkan tuvo que jugar un poco con el filo de su machete para recordarles que obedecerían como podencos a sus órdenes.
Esta vez no se enfrentarían a sus enemigos con el hierro: había otros modos de matar.
Hasta el más duro de los guerreros necesita agua y alimento.
Siguiendo el consejo del hombre-sombra, el fuego devoró las montañas durante más de veinte jornadas, oscureciendo el cielo y sumiendo al día en una perpetua noche. Con sus depravadas artes emponzoñó las aguas de ríos y lagos; miles de animales murieron y pronto la hambruna y la enfermedad se extendieron por doquier.
Sólo cuando su enemigo estuvo convenientemente debilitado, Gurkan hizo que sus hordas terminaran el trabajo, exterminando al desgastado pueblo guerrero. El hedor de la carne muerta reinó en el fiordo donde yacían los esqueletos de sus barcos. Mataron hasta sentirse hastiados y regresaron a abastecerse a las llanuras.
Más tarde descubrieron al norte nuevas montañas para quemar y envenenar, otros pueblos guerreros que aniquilar.
Y Gurkan, guarecido en las llanuras neblinosas y con provisiones suficientes para el resto de sus días, rió salvajemente. Sus alaridos de victoria pudieron oírse muchas noches entre las brumas. Aquel sonido acompañaría a los que quedaron con vida durante toda su existencia.
Carta de un amigo
Lo que ahora os contaré es tan cierto como que el fuego quema y el hielo, también.
Sabed, amigos míos, que dos pueblos, dos grandes clanes, habitaban la Península Prohibida. Así era conocida Neimhaim entre los míos, los que ya sólo somos parte de una leyenda.
Neimhaim. Su situación era un misterio y su existencia, una incertidumbre. Envuelta por un océano tempestuoso y afilados arrecifes, esta tierra permaneció preservada del resto del mundo por mucho tiempo. Pocos fueron los afortunados en acceder a este místico lugar, yo entre ellos, pues no soy como los de mi raza, por suerte mía y probable vergüenza de mis congéneres.
Algunos me han llamado el Viajero, y también el Aventurero, adjetivos ambos que me hacen justicia, pues han sido pocos los lugares que mis pies no han hollado y Neimhaim no es una excepción.
Como decía, en las fértiles tierras de la Península Prohibida dos clanes habitaban apartados desde que la historia se perdía en la memoria, y todo cuanto conocían el uno del otro era poco más que relatos supersticiosos; nadie osaba jamás acercarse al territorio de los que consideraban extraños. Se creían tan diferentes como la noche lo es del día, y en verdad, os lo aseguro, lo eran.
Amante del coraje y de las armas era el clan Kranyal, guerreros de bravo corazón y maestría en el arte de la lucha. Habían convertido las pugnas familiares en un juego y, pese a que la sangre se vertía entre ellos, su sentimiento de grupo era fuerte y se protegían los unos a los otros con ardor. Gustaban de las zonas montañosas, los fiordos y las costas, donde era abundante la caza y la pesca, y desconfiaban de los lejanos habitantes de las llanuras brumosas, seres esquivos y silenciosos, a los que atribuían extrañas artes.
Así eran considerados los nacidos en el clan Djendel: protectores de la vida y la serenidad. Veneraban las Planicies de Schenneval y el mar de nieblas que los protegía, y allí desarrollaban sus dones, habilidades que iban más allá de lo natural. Su potencial era tan grande como estricto su código para restringir su uso, de ahí su espíritu pacífico y también su recelo hacia los pobladores de las montañas, a quienes consideraban sacrílegos por usar el acero para verter la sangre de sus iguales.
Sus historias discurrían por separado, y poco más os puedo decir de ellas, excepto que la distancia creó con el paso del tiempo un temor que sus leyes asentaron, al prohibir cualquier incursión en el territorio del otro. Nadie sintió el impulso ni la necesidad de traspasar estas fronteras. Hasta la llegada de los saqueadores.
Ese día, la frágil armonía fue alterada y el entramado del destino cambió para siempre.
Aquellos que lo vivieron hace tiempo que descansan en los Prados Eternos y los que conocen la tragedia no gustan de rememorarla. Pero entre mis mejores cualidades se encuentra la persuasión y, animadas con una buena jarra de aguamiel compartida, las bocas más reacias comienzan a hablar.
Fácil hubiera sido para los guerreros del clan Kranyal acabar por completo con las hordas invasoras, pero se limitaron a proteger sus aldeas ante un enemigo inferior en destreza. Muchas vidas se hubieran salvado si los kranyal de los fiordos no hubieran subestimado a sus enemigos, pero también el devenir de esas tierras hubiera sido otro.
Un manto ominoso cubrió el cielo, los bosques se convirtieron en cenizas y las aguas de ríos y lagos, en veneno. La tierra se regó con la sangre de familias masacradas, y la hambruna y la enfermedad se extendieron por doquier. Cientos de cadáveres se pudrieron al sol o fueron devorados por las alimañas; los supervivientes no tuvieron fuerzas para darles una digna sepultura.
Desesperados, las gentes de uno y otro clan buscaron refugio en el lugar donde sus jefes impartían justicia: Kranyalarn y Djendelarn, sedes de sus respectivos clanes.
Gursti Bäradlig, Señor de los Kranyal, y Adroon, Primero de los Djendel, no podían conciliar el sueño: la Dama de la Muerte no abandonaba a sus gentes y no encontraban la forma de librar a sus pueblos de una segura extinción. Día tras día, las plegarias llenaban el aire con la desesperación de quien ya no cree ser escuchado.
Pero, más allá de las regiones celestiales, el Padre de Todos contemplaba desde su Alto Sitial estas tierras. Su santuario había sido profanado. Un valioso porvenir aguardaba a sus pobladores, un destino que no podía ser truncado. Pocas son las ocasiones en las que el Señor de Todas las Cosas se inmiscuye en los asuntos de los mortales, mas su mirada ve más allá de los confines del tiempo y, movido por los intrincados motivos que únicamente alcanzan a entender los inmortales, el Rey de los Dioses, que es también Señor de la Guerra y Padre de las Batallas, accedió a intervenir.
En sus respectivos lechos, Gursti Bäradlig de los Kranyal y Adroon de los Djendel tuvieron un mismo sueño. Un cuervo bajaba de los cielos y les hablaba al oído:
Sigue el curso del gran río
hasta la media luna de agua.
Donde el cielo está en la tierra,
allí os llaman los Antiguos.
Uno y otro despertaron con el corazón preso de la inquietud. Era tiempo de nieves, pero reunieron a sus gentes y partieron en busca del místico lugar. Se dejaron conducir por el helado cauce del río Lebensáeth hasta que alcanzaron un magnífico abismo en forma de media luna. A lo largo de su borde, una catarata vertía las caudalosas aguas del gran río. Allí se encontraron los dos clanes, al pie de un largo y solitario puente que, desafiando al abismo y al rugiente río, había comunicado las dos orillas desde tiempos remotos. Más hermoso que un sueño, aquel puente sobre el Lebensáeth era el único vestigio de una era perdida, y gracias a él, los djendel y los kranyal salvaron sus recelos y unieron sus caminos por la fuerza de la necesidad.
Un anciano bosque de fresnos les sirvió de refugio. Reunidos bajo sus copas, al amor del fuego, ocho días con sus noches permanecieron pactando sus jefes. Y con el amanecer del noveno día llegaron a un acuerdo que hizo de aquella jornada una fecha para la posteridad: el día en que nació Neimhaim.
Con ese acuerdo, Adroon y Gursti ponían fin a su separación, en pro de un beneficio mutuo. Espíritu y fuerza, tal era el ímpetu que los guiaba. Dos nobles palabras tomadas de la Lengua Antigua que dieron lugar a Neimhaim.
Blanco y azul serían los colores de su pendón, y bajo su estandarte común florecería un reino amparado en el Pacto de la Alianza. Era un acuerdo tomado para la posteridad, por el cual el clan Kranyal protegería al Djendel en esta guerra y de los peligros que en adelante se dieran, dejando su vida en su cometido, si fuera necesario. A cambio, los djendel compartirían agua y alimento con los kranyal y sanarían el daño infligido a sus bosques, ríos y lagos. Largo y quebradizo sería el camino de su unión. Para allanarlo, Gursti y Adroon juraron ceder su liderazgo a sus dos hijos primogénitos, quienes regirían Neimhaim como esposa y esposo al alcanzar la edad madura.
Ni Adroon ni Gursti tenían descendencia. El Primero de los Djendel eligió a su pupila como consorte y le encomendó la elaboración de dos brebajes destinados a asegurar que uno de los vástagos engendrados fuera hembra y el otro, varón. Siete días fueron necesarios para preparar los bebedizos, en el transcurso de los cuales se dieron extraños acontecimientos. Al romper el alba, el aire se llenaba de copos de nieve bajo el cielo raso. Tras la séptima nevada, la pupila de Adroon y la esposa de Gursti bebieron los preparados. Aquella noche, que era solsticio de invierno, ambas mujeres fueron tomadas a la vista de todos, para que no hubiera duda sobre el linaje de sus hijos. Mientras, los guerreros, embriagados con el aguamiel, juraban venganza a sus muertos. Así fueron concebidos los Herederos.
Una vez que los kranyal vieron restablecida la fuerza en sus brazos, empuñaron sus aceros, montaron sus caballos de batalla y partieron en busca de sus enemigos. No se detuvieron hasta que el último de los saqueadores fue perseguido y muerto. Cumplieron su palabra en una luna, y la cabeza de aquel que los comandaba colgó de la lanza del Señor de los Kranyal durante todo el viaje de regreso y fue depositada a los pies del Primero de los Djendel como prueba del fin del horror. Sólo entonces se otorgó el descanso a las almas caídas.
Junto al bosque de fresnos se levantó el bastión del joven reino, la casa de sus regidores. Su nombre sería Vilaarn, el Lugar de la Unión.
Así comenzó la historia de los Hijos de la Nieve y la Tormenta.
Así se me contó un día, hace mucho tiempo.
ILLZAR DE CENDAILTAN, un dasarin
Capítulo primero
Primer día de la primera luna del año primero
Recogido como una estatua tallada en hielo, así se hallaba un ser de aspecto humano, acomodado en un sitial creado con agujas de transparencia azulada que la ventisca había modelado caprichosamente a lo largo de centenares de años en la cumbre más alta del glaciar Vatnajökull, en una distante isla de las regiones boreales.
Una ráfaga de viento agitó su cabello níveo y la capa con la que se cubría. Dos ojos cristalinos brillaron entre los deslizantes mechones. Era en su mirada donde se desmentía su apariencia humana y se adivinaba su condición inmortal. Otra ráfaga terminó haciendo que levantara pacientemente la cabeza y, tan inesperadamente como había llegado el viento, un lobo blanco apareció por detrás del gélido trono.
—Eitranan. Mi fiel amigo.
Extendió su mano hacia el animal, que se postró a sus pies. Aquella noble bestia era compañero además de servidor, y ofrecía de buena gana su existencia a Nordkinn, dios del Norte y Señor de los Hielos.
—Eitranan. Tu lealtad en verdad te hace digno de permanecer a mi lado, aunque sea en la vergüenza de mi destierro.
Evocó en su mente recuerdos de días mejores, cuando aún vivía junto con sus iguales en la Ciudad Dorada y le llamaban Hijo de Wotan. Fueron tiempos gloriosos, y nunca le habían faltado amigos, batallas ni amor. En aquella época se había sentido el ser más dichoso de los Nueve Mundos pues, aun habiendo sido engendrado por el Rey de los Altos, fue gestado en un vientre mortal. Su infancia era un recuerdo velado en su memoria, pero un instante permanecía intacto: a la luz del alba, siendo aún niño, el Padre Eterno se hizo presente en la puerta de su casa. ¡Qué magnífico le había parecido entonces, con su poderosa lanza en mano y su yelmo plateado! ¡Cuánto honor, cuando ofreció a su hijo la fruta de la inmortalidad y la distinción de morar entre los Altos! Una sola condición le impuso: no le sería concedida la posibilidad de dar en herencia su estirpe. Su simiente sería letal y toda mujer que concibiera de él, languidecería hasta morir.
—¡Cuán estúpido me pareció el precio de la divinidad, mi buen amigo Eitranan! —se lamentó el Señor de los Hielos—. Mas fue la boca de un niño la que pactó, y no la mía. Si entonces hubiera atisbado la siniestra carga que ocultaba el tributo...
Nordkinn se hundió aún más en su asiento, embargado por el hueco recuerdo de un sentimiento que se había jurado no volver a despertar.
—Lejos queda ya ese abismo —dijo, y en un instante su expresión dolida fue desplazada por otra triunfante, esperanzadora—. Hoy se abre ante mí una anhelada senda que me llevará a burlar al Padre de Todos. Después de tanto tiempo esperando las condiciones apropiadas, hoy las Tejedoras me serán favorables. ¡Doblemente!
Sin prisa, dirigió la mano a una esfera cristalina que descansaba sobre una esbelta columna de hielo, junto a su sitial. Era la esfera Rutnir, la única posesión que había podido llevarse consigo en el destierro. Bajo la caricia de sus dedos, Rutnir podía mostrarle cualquier rincón en el mundo de los mortales. La esfera cobró una repentina claridad a su tacto y fue dando forma a la imagen de unas montañas nevadas sobre un gran río y, después, a una gran llanura cubierta por la niebla...
—Neimhaim, el reino acaba de nacer y un día desafiará en magnificencia a la orgullosa Ciudad Dorada. Ésta es la tierra que yo he elegido.
La planicie brumosa dio lugar a un abismo en forma de media luna donde se derramaban las aguas del gran río. Al borde de la catarata, una ciudad en ciernes trataba de protegerse tras unos toscos muros.
—Vilaarn, el Lugar de la Unión. No es gran cosa aún.
El Señor de los Hielos se reclinó sobre el respaldo de su trono, embargado por una inusitada emoción. Su mente voló un año atrás, apenas un latido en el corazón de un inmortal.
—Hoy será el día de mi primera victoria, Eitranan.
Las últimas palabras del dios del Norte se vieron interrumpidas por el clamor de un cuerno que estremeció el glaciar y la tierra nevada que dominaba. Un fulgor multicolor atravesó el cielo de parte a parte, dando lugar a un arco perfecto, y dos aves oscuras descendieron desde lo más alto entre graznidos. Su lenguaje no era ajeno al dios del Norte y su significado le importunó más de lo que estaba dispuesto a reconocer.
—¿Lo escuchas, Eitranan? Me llaman Nordkinn, el Maldito —susurró—. Cuánta verdad hay en sus palabras.
El lobo olfateó el aire, buscando el olor de los dos cuervos que se habían posado en la cúspide del glaciar. Reconoció al instante que no eran simples aves, ni mortales: Muninn y Huggin, mensajeros del Rey de los Altos. Graznaban con una molesta estridencia. Nordkinn pensó que podrían servir de bocado para el lobo, pero supuso que no serían de su agrado.
—Al fin vuestro amo se digna a enviar a sus emisarios —saludó el Señor de los Hielos, únicamente cuando se encontró dispuesto a mantener un diálogo pacífico, acorde a su sereno espíritu—. Decís que he levantado la ira del Padre de Todos... Un regalo para mis oídos, habría sido decepcionante que mis actos hubieran pasado desapercibidos.
Con las oscuras alas entreabiertas, Muninn retrocedió ante el apacible reto que Nordkinn le lanzaba.
—Oh, no. No me atrevería a desafiar abiertamente al Señor de las Batallas —se excusó el dios, con falsa modestia—. Pareces olvidar que ya quebranté su voluntad mucho tiempo atrás, y es por eso por lo que me encuentro en el exilio.
Huggin alzó el vuelo, elevándose sobre Nordkinn. Finalmente se posó en lo alto de su trono, donde picoteó el hielo de las agujas que lo coronaban.
—Estoy seguro de que muchos desearon que el Padre no fuera tan misericordioso al condenarme al destierro —le interrumpió Nordkinn—. Pero creo haber pagado ampliamente esa generosa concesión. Ahora tengo derecho a hacer lo que me plazca con lo que es mío y, te lo aseguro, cuando la séptima nevada terminó de caer abandoné cualquier esperanza de ganarme el perdón del Padre de Todos.
Las alas del córvido se desplegaron en un abanico amenazador. Su pico abierto era rojo como la sangre. El dios del Norte observó con indiferencia la hostilidad del mensajero.
—Mis más sinceros agradecimientos por tus revelaciones, cuervo. Desconocía que el destino de los dioses dependiera de mi decisión —murmuró Nordkinn, gratamente impresionado. Sus labios dibujaron una mueca triunfal—. Lleva estas palabras al oído de tu amo: lo que Wotan ha señalado, también lo ha escogido el dios desterrado. Mi sello y la bendición del Padre se mezclarán en una sola carne, en un solo espíritu. Si esto enreda de manera nefasta el entramado de las Hilanderas, truncando los deseos del Rey de los Altos, tanto mejor. Mi victoria será aún más completa. Que las Norns tejan con manos temblorosas este destino.
Las alas del cuervo cayeron lánguidamente. Se revolvió en su plumaje y descendió a saltos por las agujas, hasta situarse más cerca del Señor de los Hielos, y lanzó una última advertencia. Nordkinn escuchó en silencio y su rostro permaneció impertérrito.
—Ningún desterrado conoce señor. No retiraré el sello.
Un golpe de viento ascendió del glaciar y arrastró a los pájaros. Obligados a levantar el vuelo, los dos cuervos se dispusieron a regresar. Antes de marcharse, uno de ellos se lanzó en picado al sitial, llenando las cumbres de amenazadores graznidos, y después batió las alas hacia el cielo. El cuerno volvió a sonar y el arco multicolor, puente entre los mundos, se disipó como la bruma vespertina.
Una vez que el cielo hubo retornado a la tranquilidad, la cumbre pareció más fría que nunca y Nordkinn, con los ojos perdidos en el horizonte, meditó por unos momentos sobre la última advertencia del cuervo. Luego acarició el pelaje de su lobo, buscando la cercanía de un amigo.
En el día del solsticio de invierno, al cumplirse un año del Pacto de la Alianza, una tormenta como nunca antes se hubo conocido azotó el joven reino de Neimhaim.
La nieve cubrió como un manto la ciudad de Vilaarn, inmadura como un fruto a medio hacer. Hacía una luna que los temporales no cesaban, impidiendo que nuevas casas se sumaran al recinto amurallado, y aquel día las fuerzas naturales se habían desatado como una bestia herida. A pesar del bramido del viento, el llanto de un recién nacido rompió el clamor de la tormenta.
En el interior de una casa de robustas paredes de madera, Drumilda, empapada en sudor, acogió entre sus brazos a la criatura que tanto dolor le había costado traer al mundo. Era grande y saludable y, cuando se la llevó a su pecho para amamantarla, succionó con fuerza. A su lado, su esposo y señor cayó de rodillas ante ella, soltó unas parcas palabras de gratitud a los Altos y alzó la mirada hacia el cráneo de oso que colgaba sobre el lecho y protegía a los Bäradlig. Después hizo traer un cuerno con cerveza negra, y lo llevó hasta la boca de su mujer, para saciar su sed y dar alimento a sus pechos.
La habitación olía a humo y a sangre. La vieja partera que había ayudado en el trance recogió los paños sucios y dejó a la parturienta descansar ante el calor del fuego del hogar. Drumilda se sentía rota y tremendamente débil. En los ojos de la matrona había visto la verdad: había estado cerca de morir, pero ya había pasado lo peor.
—Drumilda.
Ella se volvió hacia el padre de la criatura y dio su consentimiento. El Señor de los Kranyal tomó entre sus encallecidas manos al recién nacido y posó la empuñadura de su espada en su frente: un signo para atraer un desenlace favorable en las futuras batallas. Era Gunnar, el acero que había acabado con el más fuerte de sus enemigos.
Satisfecha, la mujer kranyal se dejó caer en el lecho. Terminaba un largo día de sufrimiento y también quedaba atrás un tiempo de incertidumbre. Era solsticio de invierno; había pasado un año entero. Doce lunas de gestación, como una yegua. Nadie había sabido de una preñez semejante en una mujer, y el otro Heredero tampoco había nacido. Fuera, el viento rugía contra las paredes.
—Mira, mujer —bramó el orgulloso jefe guerrero—. Mira cómo sostiene a Gunnar.
El bebé se aferraba a la empuñadura de la espada de su padre, forrada con tiras de piel de gamo. En su ímpetu por atraer el arma, protestaba enérgicamente. Drumilda rompió a llorar.
—Esposo mío —consiguió decir—. Había soñado que daría un rey a estas tierras.
—No hay lugar para lágrimas —le reprendió él—. Has traído al mundo a una reina. Mira qué fuerza tiene, no podía haber mejor augurio. Hará honor a los Bäradlig. ¡Que vengan todos! —festejó el Señor de los Kranyal, e invitó a la partera a un trago de aguamiel—. ¡Que vengan todos a admirar a la primera reina de Neimhaim!
Bajo el temporal, la buena nueva se extendió de puerta en puerta. Pronto, la morada del Señor de los Kranyal se llenó de vítores, risas y borrachos. Barricas de la mejor cerveza rodaban de un lado a otro y las felicitaciones eran cada vez más ruidosas. La recién nacida, envuelta en un pedazo de piel de oso y convertida en un trofeo, pasaba de mano en mano y era bañada con el aguamiel que los kranyal vertían de grandes cuernos para atraer un buen albur.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó alguien, completamente ebrio, mientras aliviaba su vejiga cerca del fuego—. Su nombre, ¡maldita sea! ¡Entonemos los votos!
Desde el lecho, Drumilda solicitó la presencia de su esposo. Acarició su rostro, poblado por la barba castaña. En sus ojos había implícito un ruego.
—Ailsa. Así lo deseaba mi madre, que cayó bajo el hierro de nuestros enemigos.
—Nuestra hija se llama Ailsa —asintió el guerrero. Se puso en pie y gritó a viva voz, para que todos, hasta en el último rincón de Vilaarn, pudieran escucharle—. Que el Padre de las Batallas bendiga su nombre. ¡Ailsa Bäradlig! La esperanza que vino con la tormenta.
—Será una gran reina —murmuró Drumilda mientras observaba con satisfacción la atronadora acogida de su hija entre los suyos.
Bajo la cellisca había otra casa que podría haber pasado por una loma, construida con barro y tejado de turba, ahora cubierto por una gruesa capa de nieve. Su interior era silencioso como un túmulo; no había ventanas ni fuego porque los djendel no necesitaban de tales cosas. A la luz de un candil, la pupila de Adroon había parido a solas, acuclillada en un rincón, bajo la atenta mirada de un gato famélico que se había refugiado del temporal. Aquel animal era su única compañía y contemplaba con avidez los restos del parto. La joven no se sintió incómoda por su apetito; era parte del ciclo natural de la vida y la muerte, y dejar que aquellos restos se pudrieran sería un desperdicio, más tarde permitiría que diera cuenta de ellos. Su cabello oscuro y rizado se enredaba sudoroso por su cuerpo aún hinchado, y sus ojos grises estaban enrojecidos por el agotamiento. Había sido un trance largo y terriblemente doloroso, pero no había nadie para decirle si lo había sido más de lo normal. Y aunque estaba exhausta, sacó fuerzas para recoger a su pequeño del suelo de tierra apisonada y envolverle con una cálida energía espiritual. Estaba asustado y tenía frío; podía advertir sus sensaciones con tanta claridad como veía la luz del candil. Apaciguó su llanto con dulces palabras y se arrodilló, dispuesta a seguir el rito del alumbramiento.
—Recibe, Sagrada Madre, esta nueva vida entre tus amorosos brazos —oró, besando al recién nacido en la frente y pasando por ella un puñado de tierra oscura y húmeda—. Que su luz ilumine este mundo con su presencia. Que sirva con humildad a la Vida y a todas las criaturas vivas. Que un día traiga nuevas vidas a este mundo.
Dicho esto, se arrastró a su jergón y se tendió sin fuerzas sobre él junto al ser que había traído al mundo. No necesitaba más compañía. Nunca había habido nadie. No conocía familia ni parientes. Todo cuanto sabía de su infancia es que apareció vagando entre la niebla cuando era una niña, descalza, con las ropas empapadas y desnutrida, como si hubiera caminado muchos días sin tomar alimento, e incapaz de hablar. Como un pozo oscuro, vacía de recuerdos o emociones. La llamaron Eyra, un nombre que antaño hacía referencia a la bruma. No tardaron en descubrir que habían despertado en ella, antes de tiempo, las habilidades propias de un djendel adulto. Fue entonces cuando el viejo Adroon se interesó por ella y la tomó a su cargo como pupila. Con el tiempo volvió a hablar y, a pesar de su juventud, se ganó el respeto de los suyos. Se convirtió en la voz del Primero de los Djendel en los Consejos de Plenilunio. Era una mujer de alto rango en su clan. Muchos veían un honor en servir al Primero de los Djendel, pero ella hubiera preferido el cariño de un padre a la compasión de un maestro. Y ni siquiera tuvo eso el día en que la abrió de piernas ante su clan y usó su vientre como una vasija para su simiente, tras varios intentos infructuosos.
Tampoco había accedido a acompañarla en el padecimiento del parto. Ninguna mujer djendel necesitaba ayuda para tener a sus hijos, entre los suyos eran inusuales la enfermedad y el dolor. Mas la tradición señalaba como sagrado el momento de traer una nueva vida al mundo y el alumbramiento constituía una ofrenda a la Gran Madre. Por ello, el padre debía compartir el sufrimiento de la madre enlazando sus almas como habían enlazado sus cuerpos para engendrar una nueva vida.
De manera providencial, Adroon había abandonado la casa el día anterior, ausentándose así de aquel ritual. Eyra, en el fondo, no lo lamentaba. Su sino era estar sola; así había crecido, y probablemente así dejaría este mundo.
Pero ya no estaba sola.
Con suma delicadeza besó a la criatura que había permanecido un año entero en su vientre. Era un bebé grande y despierto, había mantenido un estrecho contacto con él desde la tercera luna de gestación y la alegría de tenerle al fin entre sus brazos era tan inconmensurable como privada.
—Hijo, al fin.
Tomando un paño, le limpió amorosamente. Sin poder evitarlo, la joven hizo fluir hacia él la alegría que la inundaba y que no era capaz de contener. Pero su sonrisa se heló cuando, de entre las sombras de la casa, surgió el Primero de los Djendel. El gato famélico huyó entre las sombras con algo en la boca.
—Lo has hecho bien. —La rasgada voz del viejo sacerdote era severa. Sus palabras estaban lejos de ser una muestra de alegría o satisfacción. Era el tono de quien espera que las cosas sucedan tal como se dicta—. La Gran Madre ha sido favorable: es un varón sano.
Adroon extendió hacia su hijo sus dedos nudosos como sarmientos y arrancó al recién nacido de las manos de su madre.
—No —suplicó Eyra, aunque su ruego fue más un gemido de dolor—. No os lo llevéis tan pronto...
—¿Osas discutir mis actos?
Los diminutos ojos del anciano fulguraron. La joven consorte calló inmediatamente, arrugó las mantas que la cubrían y lloró en silencio. Ignorándola, el viejo atrajo hacia sí a la criatura. Algo le hizo gruñir, desconcertando a Eyra.
—Inaudito —silabeó.
Sólo había una manera de comprender lo que estaba sucediendo. Eyra relajó su cuerpo, dejó que su espíritu recobrara la paz perdida y cerró los ojos.
Cuando volvió a abrirlos, el mundo había perdido su color. Todo cuanto la rodeaba era gris e intangible; tenía la misma consistencia de los sueños. El candil, la llama de la vela, el gato que se alimentaba en las sombras, un gusano que escarbaba en la turba del rincón, la tormenta que rugía fuera de aquellos muros... Todo había perdido materialidad para volverse etéreo y libre, revelando su auténtica esencia, sin maldad ni bondad. Se parecía al mundo que había dejado atrás, pero éste era sólo una ilusión, el reflejo de un espejo. Ahora se encontraba en el incorpóreo Mundo de las Brumas, el Nifflheim.
En la serenidad de aquel mundo, nada vivo o inanimado era más importante ni más necesario que el resto; cada espíritu cumplía un papel esencial en el telar de la existencia. El equilibrio era tan perfecto como delicado. Porque en aquel estado onírico, el mundo podía modelarse con facilidad: guiar el viento, llamar a las nubes, curar heridas y enfermedades, abrir la tierra o viajar sin moverse... Los djendel eran capaces de hacer todo esto a través del uso de los dones, tal era su poder. Una habilidad tan grande como su restricción para usarlo: nada podía ser cambiado por capricho, sino por estricta necesidad.
«Los dones deben emplearse para el bien; jamás para dañar. El daño lleva a la muerte y nadie puede traer de vuelta lo que ha muerto. Los dominios de la Señora Oscura son infranqueables.»
Su tutor había grabado a fuego aquellas palabras en su memoria. Era la primera ley djendel.
También lo haría con su pequeño. Pero no había amor en él cuando sostenía a su propio hijo, observó Eyra con tristeza.
Entonces percibió el motivo de asombro de su mentor: unas volutas de energía habían comenzado a emanar del recién nacido. Flujos que se rizaban por el aire y fluían hacia ella, buscando su alma. Era un bálsamo para el espíritu y el corazón, tenía la intención de consolar.
—No puede ser —dijo Eyra con voz apagada, mientras se secaba las lágrimas.
Únicamente los adultos podían acceder al Nifflheim para manejar los dones. En su sabiduría, la Gran Madre no permitía que tanta responsabilidad recayera en una mente infantil e inmadura. Los djendel eran muy vulnerables durante la niñez, hasta que despertaba el primer don, el más fuerte y el que determinaba su lugar en el seno del clan. En ese momento comenzaba su iniciación como sacerdote de la Gran Madre y se le enseñaba a sumirse en el Mundo de las Brumas y conducirse por él. Eso no sucedía antes de los doce o trece años. Ella había sido precoz, con nueve o diez años; no sabía exactamente qué edad tenía cuando la encontraron. Ocurría a veces: un niño despertaba antes de tiempo a su primer don y su incapacidad para manejarlo hacía que se matara a sí mismo. Eyra había logrado sobrevivir. Pero jamás había ocurrido con un recién nacido.
—Un prematuro —comprendió Eyra, aterrada.
Temía por la vida de su hijo y al mismo tiempo se sentía conmovida. No dejaba de ser maravilloso y perturbador que su pequeño hubiera accedido al Nifflheim por puro instinto: la tristeza de su madre había despertado el primero de sus dones, la sanación. Había nacido para ser un djendel sanador.
Si Adroon estaba preocupado o no, fue algo imposible de saber. Se limitó a envolver al pequeño entre sus huesudos brazos y se dirigió hacia la salida arrastrando los pies.
—Decidme al menos su nombre —suplicó Eyra.
El viejo sacerdote no se dignó mirarla. Apartó el manto que protegía la entrada de la casa y susurró:
—El primer rey de Neimhaim se llamará Saghan.
Una ráfaga heló la estancia en el momento en que el Primero de los Djendel salió a la tormenta con su hijo en brazos. Cuando el manto volvió a su sitio, Eyra se encontró sola, con la única compañía de los copos medio derretidos que quedaban en el suelo. El gato había desaparecido.
Fuera, el temporal castigaba a la pequeña ciudad. El anciano djendel caminaba con dificultad; la nieve le llegaba hasta las rodillas. Agarró bien el bulto que portaba en sus brazos y continuó su paciente paso hacia la casa que ocupaba el Señor de los Kranyal.
Antes de llegar, alguien apareció entre los remolinos. Era corpulento, llevaba la cabeza cubierta con una capa de pieles, y poco faltó para que le embistiera en su prisa por avanzar entre la nevada. Ni siquiera el viento pudo mitigar el fuerte olor a bebida fermentada.
El Primero de los Djendel trató de reprimir la náusea. Jamás podría llegar a entender la afición del clan de la montaña por embriagarse hasta perder la razón.
—Demonios, ¡eres tú! —profirió el Señor de los Kranyal, con la voz pastosa—. Iba a buscarte, anciano. Mira lo que llevo aquí...
Gursti abrió su gruesa capa de pieles y le mostró orgulloso una cabecita de vello blanco que protegía en su pecho. Durante un instante, Adroon no dijo una palabra. Después, retiró la tela que envolvía a su vástago, tan pálido como el bebé que el guerrero llevaba. Gursti observó con detenimiento al pequeño que el anciano le mostraba, miró después a su hija y volvió otra vez la vista hacia el bebé de Adroon. Soltó una imprecación.
El guerrero no sabía demasiado de criaturas pero detectó, a pesar de su borrachera, que algo no marchaba bien. Aunque el Heredero de los Djendel se hallaba envuelto por delicadas telas y su hija se encontraba guarecida por la piel de feroces bestias, los dos recién nacidos eran idénticos como gemelos. Ambos tenían la piel tan blanca como la nieve que los rodeaba, los ojos como el hielo y una misma pelusa inmaculada coronaba sus cabecitas.
Adroon alzó su aguda mirada hacia el cielo preñado de copos y unas palabras, viejas como el mundo, se escaparon de sus agrietados labios:
Y nacerán de la nieve y la tormenta los Esperados Blancos.
Alto será su destino, sus gestas, mil veces recordadas.
La más salvaje de las tierras será su madre y maestra;
de su espíritu será el crisol, de su carne, una estirpe de grandes,
príncipes criados al frío de cimas vírgenes,
los Reyes Blancos.
Gursti conocía aquellas palabras, dictadas en la Lengua Antigua, que ya nadie utilizaba. Se trataba de una balada que creía haber olvidado y se encontró terminando la estrofa, que conocía a modo de canción:
En nombre de sus sagrados padres, bajo mano justa,
harán de dos pueblos uno, sellada quedará la fisura;
el orden de los primigenios tiempos, en su esplendor reparado.
Bendito sea su linaje, que dará vida al primero de los Perdidos.
Bebed, comed, celebrad el regreso de la casta escogida,
los Alle-tauh.
Su padre, que fue Señor de los Kranyal antes que él, le hizo aprender esa canción de memoria. Siempre había creído que se trataba de un acertijo. Sin embargo, su significado se hacía ahora claro como la luz del día, despejando de golpe su mente aturdida por el alcohol.
—La Alle-Taühien —dijo Adroon, sin poder disimular su sorpresa—. Son escritos secretos, ignoraba que el clan de la montaña conociera la Profecía.
—¿Quién necesita un pellejo de cabra para grabar lo que se puede guardar aquí dentro? —argumentó el guerrero, señalando su peluda sien—. Se ha transmitido de boca en boca a cada nuevo Señor de los Kranyal desde hace cientos de años, y yo debo hacer lo mismo con mi hija.
—No —le corrigió Adroon—. Ellos son los Esperados.
Tras estas palabras, el Señor de los Kranyal y el Primero de los Djendel elevaron hacia la tormenta a los recién nacidos, los primeros hijos de una tierra unificada, para mostrarlos a los Altos que moraban más allá de las nubes.
Y el viento se negó a dañar a los Herederos. Y la nieve dejó de caer.
La tormenta se postró ante los futuros Reyes de Neimhaim.
Poco a poco, desconcertados por el repentino silencio, los habitantes de la joven ciudad salieron de sus hogares. Y pudieron contemplar algo milagroso: más allá de la muralla que protegía sus casas, las eternas nieblas de Schenneval se habían disipado, descubriendo por primera vez la llanura en toda su magnificencia. Neimhaim saludaba a sus futuros soberanos de rasgos pálidos.
—Los Altos bendicen a estos niños y a la alianza que encarnan —pronunció Gursti con una lucidez asombrosa para su embriagado estado, sobrecogido por el milagro.
—Ellos son la Leyenda —atestiguó Adroon.
Capítulo segundo
Tercera luna del año tercero
Suaves jirones de luz se filtraban entre las copas de los fresnos en el Bosque Sagrado de Vilaarn, tejiendo un caprichoso tapiz en su lecho. Para Eyra, poner los pies en aquel recinto era más que un privilegio. Veneraba aquellos árboles, mudos testigos de épocas distantes. Era fácil contagiarse de su paz, le transmitían un bienestar que raras veces solía experimentar. Rozar los agrietados troncos era como extender la mano a través del tiempo y enlazarla con los Antiguos, cuyo espíritu aún latía en aquellos gigantes. En una era lejana vivieron en aquella misma tierra, que también tuvo sus reyes. Una vez muertos, yacieron bajo sus raíces y sirvieron de alimento a la savia de aquellos fresnos. Ya eran uno, a ojos de la Gran Madre. También ella vestiría un día un sudario de tierra, con una semilla apretada en su mano, cerca de su corazón.
Aquel bosque, pensó Eyra, era la prueba de que los djendel compartían algunas costumbres con aquel pueblo perdido, cuyo único vestigio era el puente del río Lebensáeth. Se preguntó si los guerreros kranyal también guardarían algún parecido con los Antiguos.
Habían transcurrido cuatro años desde que ambos clanes acamparon bajo aquella misma bóveda, y aún era mucho lo que ignoraban de las gentes de las montañas, que habían protagonizado los cuentos para asustar a los niños hasta hacía unos pocos años. Había sido reconfortante descubrir que eran hombres y mujeres como ellos. Si bien sus costumbres no dejaban de ser rudas, habían demostrado ser sumamente inteligentes. Se guiaban por complejos códigos de honor y habían sufrido y llorado la pérdida de sus seres queridos más que ningún djendel. Hablaban su misma lengua y transmitían de padres a hijos las mismas leyendas que ellos guardaban celosamente en pergaminos. Desde el día de la Alianza, un pensamiento había germinado en su conciencia e iba tomando fuerza con el paso de los años. Y estaba segura de no ser la única en reparar en esa idea atrevida pero tentadora:
¿Y si los Antiguos no dejaron de existir? ¿Y si somos nosotros, kranyal y djendel, sus descendientes? La Profecía dice que un día seremos un solo pueblo. Tal vez ya lo fuimos en el pasado.
Avergonzada de su osadía, apartó esa idea de su cabeza.
La esposa del Señor de los Kranyal seguía a Eyra por el Bosque Sagrado, llena de inquietud. Ningún sonido o movimiento escapaba a su mirada. Cada vez que se agitaba una rama, buscaba con disimulo el tacto del puñal de caza que colgaba de su cintura, como si éste pudiera defenderla de las ánimas que allí moraban. Se internaba en el santuario como si lo hiciera en un territorio enemigo. Tanto recelo en un lugar de tanta paz... La idea que antes había hecho sonrojar a Eyra parecía ahora más descabellada que nunca. Puede que no hubiera tantas semejanzas entre los dos clanes, después de todo.
Los kranyal no enterraban a sus muertos. Creían que el fuego liberaba el alma de la atadura del cuerpo, y realmente había sido perturbador verlos incinerar a sus parientes, dejando que sus cenizas se esparcieran con el viento. Como guerreros que eran, los kranyal esperaban ser llamados a las Eternas Praderas, donde empuñarían sus aceros junto a sus antepasados hasta el final de los tiempos. Con esa esperanza buscaban un final glorioso que los hiciera dignos de los Altos, y la idea de yacer bajo la tierra los llenaba de pavor. El Bosque Sagrado era para ellos un lugar tenebroso que preferían evitar. Por eso, y por el respeto del clan Djendel hacia la tierra sacra, la costumbre lo había convertido en un recinto vedado.
Era evidente que Drumilda deseaba salir de allí cuanto antes. No entendía esa atracción que ejercía el bosque sobre los pequeños; Eyra sí lo comprendía.
De vez en cuando, entre las copas se descubría el azul del cielo. Entonces, como una visión de ensueño, emergía una torre blanca hacia lo alto. Era la primera, pero un día serían decenas. Así sería el Palacio Real de Vilaarn el día en que sus hijos tomaran el trono. Los djendel, en su humildad, jamás habían construido nada tan alto ni tan esbelto. Una obra digna de leyenda.
Nadie soñó jamás que seríamos capaces de hacer algo parecido, meditó Eyra.
Unas risas infantiles llamaron su atención: la mujer de las montañas había encontrado a sus hijos.
Ajenos al significado sagrado de los árboles, los dos pequeños, blancos como armiños, se habían encaramado a uno de los viejos fresnos. Con sólo tres años, la impetuosa kranyal había trepado como una gata montesa hasta las primeras ramas. En cuanto a su hijo...
Ha vuelto a hacerlo. Muy a su pesar, Eyra no pudo evitar que su serenidad se deshiciera.
A más de treinta pies del suelo, el Heredero djendel dejó de reír en cuanto advirtió el enfado de su madre. Sólo los pájaros podían alcanzar esa altura. Los pájaros, o un djendel que empleara sus artes. La destreza con la que se desenvolvía con sus precoces dones hacía de él un niño difícil de instruir.
—Deshonras el favor de la Madre cuando haces eso, más aún para vanagloriarte. ¿Crees que éste es un motivo digno para usar tus dones?
Eyra trató de ser firme en su reprimenda y obligó a su hijo a descender por sus propios medios para que se enfrentara a la dificultad y el peligro; de esa manera aprendería a no traspasar los límites de sus habilidades naturales.
—Hijo, es importante que me obedezcas. Si Adroon hubiera estado en mi lugar, no hubiera sido tan compasivo como yo.
Ailsa, con la cara sucia y el pelo enredado, resopló airada y comenzó a descender con la agilidad de una ardilla. Su madre la amonestó en cuanto saltó al suelo, cosa que en realidad serviría de poco, pensó Eyra. La Heredera kranyal no era precisamente un modelo de obediencia.
Tomaron juntos el sendero de regreso, aunque los niños no tardaron en enfrascarse en un nuevo desafío. Al menos reconfortaba verlos jugar juntos. Eran inseparables, lo cual era apropiado, dado que un día reinarían como esposo y esposa. Aquello silenciaba las dudas no expresadas de muchos djendel, que aún veían con desconfianza su alianza con el clan de las montañas.
—Es tarde —suspiró Drumilda mientras se sacudía algunas hojas que habían quedado adheridas a su falda de lana, la mejor que había podido conservar en estos años—. Al amanecer un mensajero anunció la llegada de los parientes de mi esposo, y el sol ya está alto. Mi hombre no ha visto a su hermano desde que se separaron tras vengar a nuestros muertos; no estaría bien que su esposa no estuviera allí para recibirlos, a él y a su familia.
Eyra asintió. Sodjel Bäradlig, hermano de Gursti y único pariente vivo del Señor de los Kranyal, había sido llamado desde la antigua capital en la cordillera de Lonjard para establecerse en la capital real. A pesar de la victoria contra los invasores, la mayoría de las familias habían menguado trágicamente. Drumilda había perdido a toda la suya. Después de tanta muerte, los parientes hacían lo posible por reunirse. También había sido así entre los djendel. Eyra no tenía a nadie, pero le conmovía el dolor ajeno. Ningún djendel podría olvidar jamás la muerte que había impregnado las nieblas de Schenneval.
Mientras regresaban por la senda, Drumilda le habló de Sodjel y también de Kanra, su esposa, perteneciente a una familia de cazadores de ciervos. Durante la guerra se había forjado una merecida fama como arquera. Eyra agradeció su incesante comadreo. La guerrera le explicaba todo con gran afán por transmitir todas y cada una de sus emociones, sin saber que ella podía percibir todo eso con facilidad.
—A veces, Eyra, creo que sabes lo que voy a decir antes de que abra la boca.
Drumilda dejó en suspenso la pregunta que, bien por cortesía, bien por pudor, no se atrevía a formular.
—Para los djendel, percibir las emociones es tan natural e inevitable como respirar —le confesó Eyra—. Nuestro espíritu está tan abierto al mundo que resulta imposible no detectar la verdad de las palabras o el estado de ánimo. La mentira y el engaño es algo inútil entre nosotros; una argucia a la que únicamente recurren los niños, que aún están ciegos en ese sentido. Pero hay una ley muy severa: si bien nuestra empatía es grande, indagar en los pensamientos ajenos sin consentimiento está estrictamente prohibido.
Drumilda se asombró de aquella revelación y meditó sobre sus consecuencias.
—Pero sois capaces de hablar sin usar las palabras, ¿no es cierto?
Eyra asintió con una sonrisa.
—Podemos hablar con una voz interior. Era así como me comunicaba con mi hijo antes de que él naciera y el vínculo es tan estrecho que desnuda todo el espíritu: nuestras sensaciones más íntimas, nuestros recuerdos, todo queda expuesto. Esto nos hace terriblemente vulnerables. Por eso sólo empleamos la voz interior en la intimidad.
La inesperada risa de Ailsa la apartó de sus cavilaciones. La niña había desaparecido, al igual que Saghan. Drumilda se apresuró a llamarlos, pero Eyra la convenció para que les permitiera jugar.
—Están escarmentados —le aseguró—. No irán muy lejos.
Quizá las ruedas del destino habrían girado en otro sentido si en ese instante hubiera tomado otra determinación. Aquella concesión marcó el rumbo de una era, aunque ella en ese momento no fuera consciente. Fuera como fuese, no había transcurrido mucho tiempo cuando sintió el halo de la fatalidad impactando como una onda en todo su espíritu.
Un agudísimo grito atravesó el corazón del Bosque Sagrado y los pájaros volaron despavoridos. Drumilda desenvainó su cuchillo y echó a correr en busca de su hija. En sus ojos relampagueaba la fiera determinación de quien ha visto morir a sus seres queridos y ha matado para protegerlos y vengarlos. Ya no quedaban saqueadores en Neimhaim, pero la duda de que hubiera sobrevivido alguno la hizo palidecer.
Eyra, en cambio, fue incapaz de dar un paso. Un sudor frío recorría su sien. En el mismo instante del grito, las emociones de su hijo le habían estrujado el alma con tanta fuerza que la habían dejado sin respiración. Ya sabía lo ocurrido. No podía calcular el alcance de las consecuencias pero, de cualquier modo, supo que aquello podría cambiarlo todo.
Acuciada por la gravedad de lo sucedido, se abrió paso entre los grandes fresnos y se halló ante una macabra visión: la pequeña kranyal chillaba con los ojos clavados en un niño recién llegado, más alto que ella, cuya cabeza estaba en llamas. Éste, presa del pánico, corría erráticamente entre los árboles, finalmente tropezó con una raíz y cayó de bruces al suelo. Drumilda le atrapó y trató de sofocar el fuego con su propia capa.
No muy lejos, Saghan miraba la escena en completo silencio. Parecía asustado. Sólo Eyra sabía que no era así, advertía claramente su fastidio por haber visto interrumpido su juego. Y también un malsano regocijo, porque ya no existía el pelo, oscuro y brillante como el plumaje de un cuervo, que tanto había atraído a Ailsa cuando se tropezó con el intruso.
La intensidad de los celos y el odio en su hijo la hicieron palidecer. La palabra maldita escapó de sus labios:
—Sacrilegio.
Eyra tuvo que hacer un gran esfuerzo por tranquilizarse y atender lo más urgente. No era sanadora, pero podía usar sus dones para mitigar el dolor y el miedo del niño recién llegado. Todo él temblaba; tenía el cuero cabelludo chamuscado y afortunadamente su rostro estaba intacto. A pesar de su horror, de sus labios no salió una queja. Debía de tener unos ocho años y vestía ropas caras: un justillo en cuero tachonado con la figura grabada de un oso rampante. El blasón de los Bäradlig, Eyra ya lo conocía bien.
Gran Madre, debe de ser hijo de Sodjel.
En aquel instante, sintió de nuevo la sombra del destino planeando sobre ellos, sobre la ciudad, sobre todo Neimhaim. Atemorizada por la premonición, levantó sus ojos hacia Ailsa. La niña se acercaba a Saghan con paso decidido. Notaba la ira infantil bullendo en ella, incontrolable. Cuando vio un cuchillo asido en su mano infantil, fue demasiado tarde: la cuchillada fue rápida y penetrante, y cayó de lleno en el rostro de su hijo. Saghan chilló y se desplomó hacia atrás; Eyra sintió el dolor en sus propias entrañas y se arrojó sobre su hijo, que se tapaba la cara. La sangre manaba por debajo de sus manos, derramándose rápidamente sobre la hierba. Ailsa se alejó en busca de los brazos de su madre.
El filo ensangrentado se le cayó por el camino y quedó abandonado sobre la hierba. Drumilda fue la primera en reconocerlo, se trataba de su puñal de caza.
El Señor de los Kranyal se dejó caer con pesadez sobre una de las sillas de madera labrada de su propia casa, que a veces ejercía como Sala del Consejo. Allí nadie los molestaría durante un buen rato. Desgraciadamente, necesitaban esa discreción.
Gursti habría preferido no ver a su hermano Sodjel en aquellas circunstancias: no era el recibimiento que había previsto.
Era unos cuantos años más joven que él, pero parecía mayor a causa de las lacras que el veneno de los saqueadores había dejado en su cuerpo. La oportuna intervención de un djendel le salvó la vida; gracias a eso aún tenía un hermano. Cuando tuvo fuerzas suficientes, obstinado como cualquier Bäradlig, Sodjel se unió a él para dar caza a las hordas extranjeras a pesar de que casi no se sostenía sobre su montura. Cuando regresaron, cayó derrotado al suelo y durmió diez días seguidos. El veneno le había marcado para siempre: no había vuelto a preñar a una mujer, ni a su esposa ni a otra, y la piel de su cara nunca se recuperó. Cuatro años más tarde, las marcas seguían afeando sus mejillas, si bien las disimulaba bajo una barba elegante. Le sorprendió descubrir que prestaba una inusual importancia a su aspecto, cosa que a él nunca le había quitado el sueño. En eso jamás se parecerían: siempre preocupado por lo que los demás pudieran pensar de él o su familia, Sodjel se desvivía por hacer lo correcto.
—¿Os han atendido bien? —le preguntó Drumilda con el semblante desencajado.
Gursti conocía bien a su mujer; se sentía responsable por no haber vigilado mejor a los niños, se preguntaba si no debía haber sido más estricta con la educación de la Heredera. Sus manos aún temblaban.
—Los sanadores le han atendido bien —precisó la madre del muchacho—. Sigfred descansa bajo sus cuidados. La cura será larga, pero su vida no corre peligro.
Kanra no disimulaba su rencor. Los sanadores no sabían si el muchacho volvería alguna vez a tener un pelo sobre su cabeza, así que comprendía que la mujer estuviera furiosa: Sigfred era su único hijo y nunca tendría más, salvo que acudiera a otro hombre que no fuera su esposo. Los años no habían pasado en balde por ella, no obstante Kanra aún era una mujer atractiva, notó Gursti, con las mismas largas trenzas rubias que recordaba. En su juventud muchos la habían pretendido y todos se habían visto ahuyentados por su carácter altivo. Únicamente la templanza de su hermano había hecho brecha en su corazón orgulloso. Ahora parecía domada, casi comedida.
—Mi esposa y yo asumimos la responsabilidad que nuestro hijo tuvo en el incidente —intervino Sodjel, más cauto que su mujer.
—El chico no tuvo la culpa —se opuso Gursti—. Su único error fue salir a buscar a su prima antes que los demás. Fue impaciente, eso es todo.
Al otro lado de la mesa, y aferrado a un retorcido cayado, alguien parecía no compartir esa opinión. Sodjel y Kanra ya habían oído hablar de él. Adroon permanecía inmóvil, con una expresión tan inescrutable como la de un cadáver. El incómodo silencio hizo que se convirtiera en el centro de todas las miradas; sólo Eyra se mantuvo al margen. Asomada al ventanal abierto, la mirada de la joven djendel parecía perdida. Los sanadores habían logrado salvar la vida de Saghan, pero no su visión. Había quedado tuerto; como un estigma incurable, la herida no permitía la intervención de los dones. Y podría haber sido mucho peor.
—La gravedad de este asunto puede suponer una ruptura total —pronunció Adroon—. El final de la Alianza.
—Amigo mío, son cosas de niños —le aseguró Gursti, intentando ofrecer una calma que no terminaba de sentir—. Ailsa ha recibido un castigo contundente, te lo aseguro. Pero no ha sido más que un accidente. Los niños se muelen a palos todos los días y aún no ha ardido el mundo por eso.
El anciano levantó sus ojos hacia el guerrero.
—Tu hija apuñaló a mi hijo, una herida le cruza la cara y su ojo es inservible. Podría haber muerto, también por accidente.
—Mi Ailsa es brava, sí. Y vengó a su sangre con demasiada premura, así han sido los Bäradlig desde que el mundo tiene memoria —admitió Gursti—. Pero no podemos dejar que esto trascienda.
—Veo que no entiendes lo sucedido —le reprochó el viejo sacerdote—. En toda la historia de nuestros pueblos, jamás un habitante de las montañas levantó una mano sobre un djendel. La hija del Señor de los Kranyal ha atentado contra la vida del que será Primero de los Djendel, su futuro esposo, su rey. ¿Imaginas qué ocurrirá cuando esto se sepa en el Consejo?
Gursti no respondió, podía hacerse una idea. Los djendel no toleraban la violencia, en ninguna de sus formas. Comenzarían las disensiones, las dudas. Aquellos que nunca creyeron en la convivencia de dos clanes verían confirmadas sus opiniones. Finalmente, vio el peligro que Adroon discernía. No era infundado.
—Muchos se preguntarán qué futuro aguardará a este reino, con semejante comienzo —puntualizó Adroon con un rictus de desagrado en su boca—. Si deseas preservar la Alianza, sólo hay un camino: nadie debe saber lo ocurrido.
El anciano era astuto, pero también ladino, advirtió Gursti. Adroon tenía sus propios temores: esa mácula empañaría el halo de misticismo que envolvía a su hijo, incluso teniendo en cuenta lo excepcional de sus circunstancias. El anciano le exigía silencio no sólo por el bien de la Alianza, sino también por ocultar su propia vergüenza.
Adroon fijó su taimada mirada en él, como si le hubiera leído el pensamiento.
—Lo acepto —asumió Gursti—. Lo ocurrido en el Bosque Sagrado jamás debe salir de esta estancia. Pensaré en algo para explicar lo ocurrido. Pero no olvidéis que vuestro hijo no es la única víctima, también atentó contra la vida de mi sobrino.
—Lamentablemente, eso es cierto —admitió de mala gana el anciano djendel—. Saghan ha violado la primera y más sagrada de nuestras leyes: empleó sus habilidades para infligir daño a otra persona. Él también podría haber matado y será ajusticiado sin contemplaciones. El castigo para este caso es la extirpación de sus dones y el destierro a una tierra vacía.
Eyra se volvió y contempló a su mentor, horrorizada.
—No me tomes por estúpido, anciano. —En aquel instante, Gursti habló con la determinación que le había hecho líder de los suyos y quedaba en él ya poca paciencia—. Conozco vuestras limitaciones y sé bien que esa ley vuestra no concierne a los niños, porque nadie desarrolla sus dones antes de cierta edad. Tu hijo sólo tiene tres inviernos y sus dones le fueron entregados de una forma precoz, tal fue la bendición del Padre de Todos. Si le despojas de su privilegio, cometerías un agravio al más Alto entre los Altos. Habla claro, pues. ¿Qué es lo que pretendes?
Adroon no respondió inmediatamente a su réplica; Gursti pensó que había amedrentado al viejo sacerdote, pero se equivocó. Sólo estaba preparando su respuesta.
—Ciertamente, mi hijo aún no está preparado para tomar conciencia moral de sus dones. Tardará en aprender apropiadamente sus habilidades y habrá nuevos accidentes, como tú los llamas, Señor de los Kranyal. El Heredero supone un peligro para sí mismo y para los demás, debe ser aislado. Y sea o no responsable de sus actos, recibirá un castigo ejemplar. Cumplirá el exilio a una tierra vacía, pero no será un exilio de por vida, pues el día en que cumpla dieciocho inviernos regresará a Vilaarn para ocupar el lugar que le corresponde.
Adroon clavó los ojos en el guerrero con severidad antes de proseguir.
—La Heredera kranyal debe acompañarle —le anunció de improviso a su padre, y anticipándose a sus protestas, sentenció—: Es una señal: «La más salvaje de las tierras será su madre y maestra».
Contra todo pronóstico, Gursti no abrió la boca. Observó largamente a su aliado con el corazón atenazado por una especie de miedo que era nuevo para él. La Profecía. Había olvidado esa parte hasta ahora.
—Ha llegado el momento de que se cumpla la Leyenda —le advirtió Adroon.
—Palabras huecas, inventadas por alguna mente ebria —se rebeló Gursti, aunque en su fuero interno comenzaba a comprender que estaban actuando fuerzas superiores a él.
—Gursti Bäradlig, esta decisión no es tuya, ni siquiera mía. Así está escrito. Tú fuiste testigo: los cielos se abrieron para saludar a nuestros hijos. No atentarás contra su destino, ¿verdad? ¿Osarás agraviar al más Alto entre los Altos?
Adroon sabía enredar los pensamientos. Gursti reconoció su habilidad.
—¿Y a qué tierra deberíamos enviar a nuestros hijos, por esa voluntad divina?
—A un lugar apropiado para ellos: virgen, inaccesible y temido por todos. Karajard es ese lugar.
Drumilda soltó una exclamación y Eyra palideció. Gursti se levantó con tal violencia que derribó su silla.
—¿Karajard? ¡Eso no es un exilio, es una condena a muerte!
De todas las montañas de Neimhaim, de todos sus lugares más recónditos, Karajard era la tierra más feroz y peligrosa. La península de la península, tan hermosa como cruel, donde la naturaleza había tomado su cariz más salvaje y era la única soberana. Aislada por un paso estrecho de arena que se inundaba con las mareas, Karajard se levantaba en el extremo más septentrional de las tierras de Neimhaim. Incluso en la distancia, sus dentadas cumbres blancas parecían lanzar una advertencia: tras sus picos aguardaba la muerte agazapada en muchas de sus formas. Atrapados por su belleza, algunos incautos atravesaron el istmo maldito. Ninguno regresó.
Indiferente a su indignación, el anciano djendel le indicó que volviera a tomar asiento.
—Pareces olvidar que nuestros hijos han sido bendecidos: la mano de los Altos guarda su sino. Allí donde nadie ha sobrevivido jamás, lo harán los Herederos, así reza la Alle-Taühien. Karajard será el santuario de los Esperados de la Leyenda. A vuestro pueblo, tan amante del coraje, le halagará saber que su reina crecerá en un lugar donde nadie más ha sobrevivido. Los Herederos deben cumplir con los dictados de la Profecía. Así se lo comunicaremos al Consejo.
Fueron convocados los Mayores de cada clan; los hombres y mujeres más sabios y respetados entre los suyos. Al amor de un gran fuego, los kranyal y los djendel volvieron a reunirse una noche bajo el cielo raso. Tal y como Adroon había previsto, los guerreros recibieron la propuesta de enviar a los Herederos a Karajard con admiración. Los sacerdotes djendel también mostraron su beneplácito.
Muchos habían escuchado los relatos sobre la milagrosa llegada al mundo de sus futuros reyes. La Profecía estaba muy arraigada, y los rumores sobre los prodigios de los dos niños níveos viajaban como el viento.
Hubo algunas dudas, pero fueron prontamente disipadas. Sus propios progenitores los acompañarían y los prepararían para su futuro cometido, turnando su cuidado con la regencia, de dos en dos.
En total se decretaron catorce años de exilio para los Herederos. Cuando regresaran, poco antes de cumplir dieciocho años de edad, tendrían que demostrar su valía ante las Primeras Casas de Neimhaim y el Consejo los podría someter a prueba antes de tomar el trono.
Se mandó grabar en una roca esa decisión, a la vista de todos, pues ya era ley.
Al día siguiente, antes de que despuntara el alba, un carromato tirado por dos bueyes abandonó la seguridad de la muralla y se abrió paso entre un callado gentío, reunido de madrugada para despedir a sus futuros reyes. Diez jinetes escogidos por Gursti los escoltaban. Tenían orden de velar por su seguridad hasta las primeras laderas de Karajard.
La pequeña y resentida Heredera viajaba tumbada boca abajo en el carromato junto a su madre; no podría sentarse en una larga temporada, hasta que los varazos recibidos en sus posaderas se lo permitieran.
El Heredero iba a pie, adormilado y con el ojo aún vendado, apenas podía seguir los pasos de su padre. Cuando Saghan se detenía, el viejo djendel se volvía en silencio. Con su sola mirada, el niño proseguía la marcha. No le tendió la mano ni una vez, ni lo haría en todo el largo camino que les quedaba hasta los confines del reino. Tampoco le permitiría subir al carromato. Los djendel toleraban las costumbres kranyal de someter y utilizar a su conveniencia a los animales, pero jamás las compartirían. Era inmoral para ellos.
«Un djendel es lo que puede trasportar consigo —solía decir Adroon—. No necesita más.»
Fiel a su palabra, él mismo cargaba un sencillo fardo. Lo que guardaba en su interior, nadie más lo sabía.
En lo alto de la barbacana, el Señor de los Kranyal se abrigó con sus pieles, sacudido por un escalofrío. En el cielo purpúreo apenas quedaban estrellas y por el este ya se divisaban las primeras luces del día.
Sus ojos estaban puestos en la mujer que acababa de despedir. Aún escuchaba su reproche. Aún veía sus amargas lágrimas.
—Siempre te has servido de mis consejos —se había lamentado Drumilda— y has tomado la decisión más importante de nuestras vidas ignorando lo que pueda pensar o sentir...
Gursti Bäradlig la había estrechado con más tristeza de la que había sentido al presenciar las masacres de su pueblo, y había alzado su mirada hacia el cielo, que se aclaraba por momentos, para contener las emociones que no eran dignas de un Señor.
—También es la decisión más importante de la vida de todos los kranyal y los djendel, de los que viven estos tiempos y de los que han de venir. ¿Acaso crees que soy de piedra, mujer? Debes ver que todo lo que hemos construido depende de esto; es la Profecía. Por eso soy Señor de nuestro pueblo. Debo ser líder antes que hombre.
Drumilda le obligó a mirarla a los ojos.
—Maldita sea esa leyenda —dijo, y su dolor le partió el alma—. Estaremos separados media vida. Quizá no volvamos a vernos.
Gursti tomó su rostro con rudeza y la besó, pero ella se mantuvo fría como una piedra.
—Tú siempre serás una parte de mí, Drumilda. Lo quieras o no.
El carromato se internó en el mar de nieblas de Schenneval y Gursti la despidió con la mirada.
Padre de Todos, ayúdanos a afrontar esta dura prueba, rogó para sus adentros. Protégelos.
A su lado, Eyra, que no había pronunciado palabra desde que se había separado de su hijo, se descubrió la cabeza. La joven sacerdotisa, ahora convertida en Regente del clan Djendel, mostraba una expresión muy extraña. Los primeros rayos de sol iluminaron su rostro, completamente sereno. Gursti la miró sorprendido.
—No has llorado. Ni siquiera pareces triste.
La brisa matutina agitó sus oscuros cabellos, ocultando su mirada.
—Los muertos no lloran —pronunció.
Capítulo tercero
Solsticio de verano del año octavo
Espadas y escudos chocaban con un timbre acerado, la sangre salpicaba la arena de los rediles, el clamor de los vítores era ensordecedor. Sigfred Bäradlig defendió su puesto entre el apretado gentío para ver en primera fila a los dos guerreros que se enfrentaban y absorbió cada instante con la impaciencia de quien ya se cree dispuesto a morir en la lucha. Las Jornadas de Tyr. Ni siquiera la lluvia lograba enturbiar su entusiasmo. Sólo una vez se le había permitido presenciar aquella festividad en honor al dios de la Guerra, y entonces era un crío en brazos de su madre. Ahora, a sus trece años, podía recorrer a sus anchas los recintos de las pruebas; durante el invierno había superado la prueba de la madurez y ya no le impresionaban los miembros amputados ni las caras cortadas. Había soñado mucho tiempo con asistir a las jornadas. Ahora anhelaba empuñar su espada y ser uno de los que medían sus fuerzas al otro lado de los palenques.
Sólo una vez al año la ciudad de Kranyalarn acogía tanto bullicio. Cuando los serbales del valle florecían, anunciando la cercanía del solsticio de verano, todos afilaban sus armas y limpiaban yelmos, corazas y escudos. Mientras el clan Djendel se reunía en la llanura para realizar sus ofrendas a la Gran Madre, las estribaciones sureñas de Lonjard se convertían en lugar de reunión para guerreros venidos de todos los rincones del reino. Algunos recorrían muchos días de camino y todos llegaban dispuestos a morir en las pruebas si era necesario, pues quien ofrecía su vida a Tyr en sus jornadas tenía ganado el favor de los Altos para él y los que llevaban su nombre.
Las praderas y los rediles del ganado albergaban combates con toda clase de armas. También había lugar para la puntería de los arqueros y para la fuerza bruta, con el levantamiento de tajos. Como no podía ser menos, las pruebas a caballo eran las más espectaculares: doma, lucha de sementales, combate a grupa y carreras. Todas las contiendas atraían una multitud de curiosos, pero la prueba más esperada, la más cruda y emocionante, era el combate a campo abierto, que enfrentaba a familias que pugnaban por dejar su pendón en lo más alto del poste de abedul que presidía el recinto. Desde tiempos inmemoriales, el oso rampante de los Bäradlig y el águila pescadora con un pez apresado, emblema de la Casa Vhalen, habían competido por tal honor. Eran las estirpes más fuertes y eternas rivales, pero la invasión de los saqueadores, años atrás, puso fin a su enemistad. Gursti Bäradlig combatió codo con codo con su mayor rival hasta entonces, Skutvik Vhalen, cabeza de su familia. Tenían un enemigo común y sellaron un pacto de amistad. Pero nadie olvidaba que ambos cruzaron espadas en unas gloriosas Jornadas de Tyr de las que todavía se hablaba, un duelo épico en el que Gursti se proclamó vencedor. Aquel día honró la memoria de sus antepasados, que ya gozaban del aguamiel en los Prados Eternos.
Su padre le había explicado que, una vez cada generación, todas aquellas pruebas servían para elegir al Señor de todos los Kranyal. Así fue como su tío Gursti ganó su lugar entre los suyos y desde entonces él asistía dispuesto a aceptar algún desafío, por si algún incauto se creía capaz de superar su habilidad o ponía en duda su liderazgo. El vencedor tenía el derecho de convertirse en el nuevo señor del clan. Siempre había sido así, pero nadie había logrado vencer a su tío y hacía mucho tiempo que nadie se atrevía a retarle o no sentía el ánimo para hacerlo. Los kranyal estaban satisfechos de contar con un líder como Gursti el Justo.
Sigfred se sentía orgulloso de haber nacido allí, en el valle de los serbales, donde se levantaba la capital del clan Kranyal. La belleza etérea de Vilaarn quedaba ahora muy lejos. Kranyalarn, con sus calles llenas de barro y estiércol, el olor a cuero de los puestos de los curtidores, sus altos tejados de doble vertiente coronados por figuras de bestias, era mucho más emocionante. Amaba el sonido de los martillos en las fraguas donde se templaba el metal, el aroma de la carne asada en su jugo en las hogueras. Ubicada en la falda de la montaña, la ciudad disfrutaba de una vista única: incluso en los días nublados podía divisarse todo el valle y el mar interior en el horizonte. Los días despejados, además, era posible avistar la isla Fadden, hogar de los kranyal amantes del mar, donde se fabricaban las mejores embarcaciones.
Atraído por los gritos de ánimo, Sigfred se dirigió a una de las pruebas que más expectación estaba levantando. Se hizo un hueco tras la valla de madera y se quedó embelesado.
Se trataba de la prueba de doma. Tres muchachos intentaban aproximarse a un semental de guerra casi tan alto como dos hombres, y recio como un roble. El barro le salpicaba la piel, del más puro blanco que hubiera visto nunca; incluso bajo la lluvia el animal resplandecía como si tuviera luz propia. Era una bestia magnífica: de vigorosa musculatura, capaz de embestir muros y aplastar armaduras. Coceaba y mordía a cuantos intentaban montarle. Digno corcel del Padre de las Batallas, pensó Sigfred, ensimismado. El ser más bello que había visto nunca.
Reconoció a dos de los muchachos que se enfrentaban a la salvaje cabalgadura: uno de ellos era Thomrik Vhalen, sobrino del Señor de los Fiordos. Se decía que era un fanfarrón y que se jactaba de su habilidad con las dagas porque no tenía muchas otras.
—Aparta, Agujeros. Aquí estorbas —protestó mientras tiraba al barro a uno de sus rivales.
A la vista estaba que Thomrik estaba molesto por tener que competir con un mozo de cuadras. A ése Sigfred le conocía mejor. El que se ponía en pie, sacudiéndose el barro, era el pelirrojo Sven Krimson, caballerizo en Vilaarn. Sólo los más insolentes se atrevían a llamarle Agujeros: el mote se debía a los orificios que los saqueadores habían dejado en lugar de sus orejas, tras cercenárselas. Huérfano y sin parientes —todos murieron aquel año—, se ganaba el sustento cuidando de los caballos. Sigfred sentía simpatía por él. Todo kranyal tenía permiso para acudir a las Jornadas de Tyr si lo deseaba, y Sven conocía bien a los sementales. Antes de que el orgulloso Vhalen tuviera la menor oportunidad, Krimson pilló desprevenido al caballo de guerra y saltó a su grupa. Muchos gritaron su nombre mientras la bestia se debatía furiosa, alejando a los curiosos cuando se acercaba demasiado a la valla. Las manos que se aferraban a las crines eran expertas, pero no lo suficiente. En una de sus sacudidas, el semental se deshizo del osado jinete, que rodó por el barro y logró a duras penas escapar de sus cascos. La decepción cundió en el público. Thomrik soltó una risotada y Sven se sacudió la inmundicia y escupió mientras abandonaba el redil.
Nadie más se atrevió a acercarse a la bestia y los espectadores, desanimados, abandonaron el lugar. Sigfred se quedó observando los ojos oscuros del animal, y vio auténtica majestad en ellos.
Un rey entre los suyos, pensó. Si le mostrara que no soy su enemigo...
Con el corazón palpitante, Sigfred pasó la cabeza por debajo de la cerca y puso un pie sobre el barro del recinto, que se hundió hasta el tobillo. El caballo se volvió hacia él y resopló, evaluándole. Sigfred se sintió intimidado, pero tuvo el pálpito de que él llegaría donde otros no habían llegado. El pánico pugnaba por paralizar sus piernas. Alguien gritó una advertencia, pero él ya sólo tenía sentidos para ese caballo. Avanzó un paso más, luego otro. Los belfos del animal se dilataron. Le olía. No debía tener miedo, lo detectaría. Dio otro paso muy despacio, sin hacer nada que pudiera asustarle. De cerca, el caballo era aún más imponente. Un movimiento en falso y aquel animal sería capaz de matarle. Se aproximó más, hasta que sintió en su cara su fuerte respiración. El silencio a su alrededor era absoluto. Levantó suavemente una mano hacia sus belfos. No intentó tocarle, simplemente ofreció su palma abierta en señal de amistad, dejó que le oliera, que le reconociera. El caballo de guerra resopló, sin mostrar signos de hostilidad. Sigfred creyó que el corazón se le saldría del pecho. Los latidos golpeaban sus oídos como un martillo, pero no dejó que la emoción le perturbara. Rodeó su flanco y posó las manos sobre su cuerpo mojado. El semental no se movió. El vapor emanaba de su piel, su olor era penetrante. Con una caricia, Sigfred deslizó las manos hasta encontrar las crines blancas. Sus dedos se adentraron entre el duro pelo, se aferró a él. Y entonces, saltó a la grupa.
Todo sucedió muy rápido: Sigfred se vio arriba, como un rey en las alturas. A sus pies, una multitud se había agrupado en torno al redil. Los rostros estaban llenos de asombro. Sigfred sintió un enorme poder. Tuvo la certeza de que con aquel caballo sería capaz de las más heroicas gestas... Y, de pronto, notó una gran sacudida, hiriente, más emocional que física. Por un instante se vio suspendido en el aire y después se encontró violentamente en el fango. Algo le golpeó en la frente, dejándole tendido boca arriba. Notó el peligro que se cernía sobre él. Unos brazos le rodearon, arrastrándole hacia algún lado, pero él apenas podía ver nada. Su vista se había nublado y su corazón se había hundido.
El mundo se hizo oscuro a su alrededor. No sentía dolor, pero la punzada de humillación seguía ahí, ardiente como una brasa. La gloria efímera se había convertido en la más honda de las derrotas. Se sintió estúpido por haberse creído mejor que los demás. No era más que un pelele, la vergüenza de su sangre. Sí, nadie lo sabía, pero el pecado estaba ahí, de todas formas. Él era el culpable del exilio de los Herederos.
Ojalá nunca hubiera entrado en ese bosque...
Habían transcurrido cinco años desde el incidente. Su pelo había vuelto a crecer, negro y denso, pero Sigfred nunca olvidaba aquel día. Sus padres le habían asegurado que fue un accidente, pero siempre creía ver miradas, gestos, rumores que le apuntaban de forma acusadora. Tal y como le correspondía por pertenecer a una de las Casas Mayores de Neimhaim, Sigfred vivía en el Palacio Real de Vilaarn y recibía adiestramiento en todas las disciplinas. Sus maestros insistían en afirmar que había heredado la destreza de los Bäradlig, pero él sentía que sólo eran elogios destinados a agradar a su familia. Todas aquellas comodidades y privilegios no hacían más que recordarle las hostiles montañas de Karajard, donde los futuros reyes de Neimhaim debían sobrevivir a duras penas, con austeridad y peligros constantes. Habían sido condenados a la soledad y, por esa razón, él se había infligido el mismo castigo. Prefería aislarse de los demás, se sentía distinto, incomprendido. No podía compartir con nadie su oscuro secreto.
Con los años, su sentimiento de culpa había crecido. Nadie, ni siquiera sus padres, conocía el dolor que le producía ver a su tío Gursti alejado de su familia. En dos años se marcharía de Vilaarn para tomar el relevo a su tía Drumilda durante otros siete inviernos. Eso significaba que pasarían separados más de catorce años a causa de un error suyo.
Gursti era la persona que más admiraba en el mundo y por esa razón siempre había tratado de evitarle. Con seguridad, no debía soportar su presencia. ¿Cómo podría?
—¡Eh, muchacho! ¿Has perdido el juicio?
Sobresaltado, Sigfred abrió los ojos. El pelo mojado y la lluvia resbalaban sobre su cara. Al principio no supo dónde se encontraba y su corazón se detuvo cuando se encontró ante el Señor de los Kranyal. Trató de levantarse, pero la cabeza le dolía como si hubiera recibido un mazo en plena frente.
—¿Te das cuenta de lo que tu madre haría conmigo si llegara a saber lo que ha ocurrido aquí? —le increpó su tío. Le había sacado del redil y ahora se encontraba a salvo al otro lado de la valla. El semental había sido reducido y pugnaba por liberarse de las cuerdas que lo ataban—. Me ensartaría como a un jabalí. ¿Me oyes? ¡Me cortaría en pedazos con su cuchillo y me echaría a los perros!
—Yo... Lo siento, mi Señor —se disculpó sin saber muy bien en qué había errado—. Os aseguro que no era mi intención...
—¡Basta!
Sigfred enmudeció. Gursti, erguido en toda su corpulencia de oso, le juzgaba con su mirada cavernosa y él no se atrevió a levantar la vista. Trató de tragar saliva, pero su boca estaba llena de barro. Lamió las gotas de lluvia que resbalaban por sus labios.
—Si tu abuelo, que bien murió en batalla, te viera ahora, volvería a la vida para cogerte del pescuezo y espabilarte a golpes. ¡Soy tu tío, por todos los Altos, no me hables como si fuera un extraño! La culpa es de esa mujer que te trajo al mundo, con esos modales que está extendiendo por todo Vilaarn como una plaga. —Su tío le tocó la frente. En sus gruesos dedos había sangre cuando retiró la mano, que se diluía con la lluvia—. Bien, Kanra podrá decir lo que quiera... pero el hijo de sus entrañas ha mostrado hoy un coraje digno de Thor. Podrás presumir de una buena cicatriz, sobrino.
Sigfred fue incapaz de reaccionar. No terminaba de comprender si estaba siendo amonestado o se trataba de una felicitación.
—Vamos, muchacho. —Para su sorpresa, el Señor de los Kranyal le estrechó entre sus brazos como a un hijo—. Te daré un buen consejo: guarda esa palabrería para cortejar a una muchacha de grandes tetas. Antes de que te des cuenta, se habrá levantado las faldas para recibir esa lanza que tienes entre las piernas...
Sigfred contempló con curiosidad a su tío. Era tan diferente de su padre que a veces costaba creer que ambos fueran de la misma sangre.
—Prefiero practicar con la espada —contestó al fin.
—¡Grandioso Tyr, escucha a este siervo tuyo! Bien dicho, hijo. Cambiarás de opinión, no me cabe duda, pero bien dicho. Cuando te sientas preparado, te estaré esperando con ésta —dijo aporreando la espada mandoble que colgaba de su cintura—. Gunnar, el acero de los Bäradlig. Rebanó más de trescientos cuellos saqueadores. Sólo hay otro acero capaz de batirse con éste y se llama Askell. Pero te recomiendo que no te encuentres con su dueño.
Estalló en carcajadas como si hubiera dicho algo muy gracioso y después le evaluó con más detenimiento. Observó su complexión, su manera de moverse.
—¿Cuánto tiempo tienes, muchacho? El suficiente, diría yo, para entrar en la Escuela de Guerra. Sería un orgullo que el hijo de mi hermano formara parte del ejército que estoy preparando.
Gursti hablaba en serio, notó con sorpresa Sigfred. La Escuela de Guerra había nacido un par de años atrás con el objetivo de organizar la defensa de todo Neimhaim. Su tío se había inspirado en las viejas leyendas, que hablaban de guerreros ordenados y disciplinados, organizados de forma jerárquica. Así fue en la época de los Antiguos, y se decía que eran invencibles. Gursti convocó en Vilaarn a los mejores maestros en cada una de las disciplinas del combate, veteranos que batallaron contra los saqueadores. Pronto, la fama de los adiestramientos atrajo a muchachos y muchachas de todas las regiones. Y aún seguía haciéndolo. La Escuela de Guerra gozaba de gran prestigio. Se exigían pruebas muy duras para ser admitido: eran privilegiados los aspirantes que se convertían en alumnos, y no todos soportaban el severo entrenamiento. Al final, únicamente los mejores llegaban un día a cubrir sus hombros con el manto de lana sin tintar que distinguía a los que juraban cumplir el Pacto de la Alianza, los protectores de Neimhaim. Así se había formado el Ejército Blanco, que ya no contaba con guerreros en sus filas, sino con instruidos soldados. Y de entre ellos, los que durante su adiestramiento demostraban aptitudes extraordinarias eran invitados a formar parte de un cuerpo de élite cuya misión era velar por sus futuros soberanos. Todos eran expertos luchadores a caballo, por eso los llamaban los Jinetes Arthal, que en la Lengua Antigua hacía referencia a los que estaban más alto. Cuando un soldado era elegido para formar parte de este grupo selecto, hundía su capa blanca en tintura de glastum, que la impregnaba de un intenso color azul índigo. Así se le distinguía del resto.
—Tío, no puedo —le contestó Sigfred, haciendo acopio de valor.
—¿Por qué no? —se extrañó Gursti—. ¿Qué ocurre?
Sigfred tardó en contestar.
—En estos últimos años me han respetado porque mi padre es hermano del Señor de los Kranyal. Todo sería diferente en la Escuela de Guerra. Mis compañeros... ¿Cómo podrían aceptarme? ¿Cómo podría yo estar a su altura? ¡Fue culpa mía!
Cuando Sigfred se enfrentó a los ojos de su tío, tenebrosos bajo sus pobladas cejas, su corazón se atenazó. La mirada del Señor de los Kranyal era capaz de intimidar a los lobos.
—¿Qué estás diciendo?
—Mi... Mi padre me hizo mantener el secreto, pero parece que todos lo supieran. Todo empezó a ir mal desde que me metí en aquel bosque y por mi culpa...
—¡Silencio! —le interrumpió Gursti, haciendo grandes esfuerzos por contener su ira. Por un instante, Sigfred conoció la ferocidad con la que debió de acabar con sus enemigos en el pasado—. ¡Maldito sea el Padre de las Mentiras y sus enredos! ¿De verdad creíste eso? ¡Todos estos años!
Sigfred dio un paso atrás, pero Gursti le retuvo por los hombros, sus manos le apretaron con tanta fuerza que le hizo daño. Al mismo tiempo, le inundó un gran alivio. Su tío, la persona que había creído con más razones para odiarle, ¿le defendía?
—Si quieres un culpable, pídeles cuentas a las Hilanderas, que así lo dispusieron —dijo con severidad—. Debes creer esa verdad si pretendes hacerte valer. ¡Que me arranquen la piel si no es cierto!
Por primera vez en muchos años, vio la verdad en la rabia de su tío, y pensó que tal vez las cosas no fueran como él había creído. Gursti el Justo le creía inocente.
—Haré lo que me digas. Si es tu voluntad, entraré en la Escuela de Guerra.
—No, no has entendido nada, muchacho. No es mi voluntad, tiene que ser la tuya: luchar por ser el mejor. ¿Es ése tu deseo?
En ese momento, Sigfred lo vio claro.
—Lucharé por ser el mejor. Y algún día, si soy digno, teñiré mi capa de índigo y tendré un lugar entre los guardianes de nuestros reyes. Te lo juro, tío.
—Eso es, hijo. Con decisión. Dentro de unos años, cuando hablen de Sigfred Bäradlig dirán que es la mejor espada al servicio de los reyes de Neimhaim. El kranyal más leal. —Satisfecho, Gursti palmeó con fuerza a su sobrino—. Para empezar, necesitarás una buena montura. Olvida a ese ridículo corcel de paseo que te regalaron tus padres; un Bäradlig debe montar un auténtico caballo de batalla. ¿Has visto los animales que llegaron ayer al mercado? Valen su peso en acero. Criados por los djendel en Schenneval. Un encargo nuestro, nunca se ha visto nada semejante. ¡Muchacho! Si te quedas ahí boquiabierto, tendré que escoger por ti.
Sigfred se pasó la mano por la frente empapada de sangre, demasiado aturdido como para pensar con claridad. Casi sin darse cuenta, sus ojos se desviaron hacia el caballo que le había derribado. El semental que nadie había logrado montar.
—Ése —murmuró—. Ésa es la montura que quiero.
Las carcajadas de su tío le sacaron bruscamente de su ensoñación.
—¡Tienes un ojo excelente! —admitió—. Es Reyk, Sigfred. Estaba seguro de que ya lo habías visto antes.
Sigfred quedó desolado. Reyk, la legendaria cabalgadura que, generación tras generación, había llevado a la victoria al Señor de los Kranyal en las batallas. Era un animal mítico, todos los kranyal habían oído hablar de él. Se decía que fue un presente de los Altos al primer Señor del clan y que era inmortal.
—Perteneció a mi padre antes que a mí, y en aquellos tiempos poseía el mismo brío que ahora —recordó Gursti sin dejar de mirar a su compañero de fatigas—. Este animal ha sido herido muchas veces, pero no le queda una señal de aquellas heridas ni de otras que se hiciera antes de que mi padre naciera. Es medio salvaje, corre libre con el viento y sólo acude a la llamada del Señor de los Kranyal, su único y legítimo jinete. Ya ves que muchos tratan de montar su grupa sin conseguirlo. Ganarse el favor de Reyk es la prueba definitiva para ser reconocido Señor de los Kranyal; por eso muchos lo intentan. Tú has llegado más lejos que ninguno; deberías estar orgulloso, hijo.
Sigfred agradeció el cumplido de su tío, pero la decepción por no tener ese caballo le había desalentado.
—Hay otras bestias dignas de un Bäradlig, te lo aseguro —le animó Gursti—. Ven, elegirás al semental que más te guste. Acaban de llegar de los fiordos un par de potros soberbios, los han apartado a la espera de un postor ambicioso. Son hermanos, Zukunft y Körn, se llaman; podrás elegir uno de ellos. No tienen nada que envidiar a Reyk, lo verás con tus propios ojos.
Sigfred miró por última vez al caballo inmortal. Escogería otra montura, pero siempre conservaría en su recuerdo el breve instante en el que logró subirse a la grupa reservada al Señor de los Kranyal.
Sintiéndose más animado, se limpió la sangre que aún goteaba por su frente y siguió a su tío a través de la pradera.
La mirada del Señor de los Kranyal se dirigió hacia la línea aserrada de la cordillera Lonjard, que se levantaba a espaldas de la ciudad y se extendía hacia el nordeste. En esa dirección, a varios días a caballo, se encontraba Karajard. Nadie sabía lo que había ocurrido tras sus vedadas cumbres. La Profecía se hacía cada año más presente, los rumores se magnificaban. Sigfred sospechaba que su tío sólo anhelaba saber si su familia aún vivía.
Capítulo cuarto
Fin de la temporada de las nieves del décimo año
Una costra de nieve se resistía a desaparecer en el patio de armas de la Escuela de Guerra, a la sombra de la muralla interior de Vilaarn. El achaparrado pabellón que presidía el recinto estaba desierto. No había mozos en las caballerizas, la agitación que solía envolver la herrería y la armería se había tornado en silencio. Eran muchos los jóvenes que acudían cada día a aquella arena para adiestrarse bajo la supervisión de sus maestros de armas, pero aquella mañana todos se encontraban al otro lado de la ciudad: era jornada de mercado. Ganaderos, artesanos, curtidores y toda clase de gremios llegaban a la ciudad para cambiar sus pertenencias por otras nuevas. Una circunstancia que Sigfred aprovechaba a placer: todo el patio de armas, capaz de albergar a quinientos hombres a caballo en formación, para él y su contrincante. Sobre su cabeza, un cielo despejado anunciaba un día espléndido. En una mano, la lanza; en la otra, su escudo, y entre las piernas, su semental negro. Amaba estos momentos: practicar el arte de la guerra al tiempo que sentía el calor del sol sobre su armadura de cuero. Aquellas cosas eran las que le hacían sentirse feliz.
El fulgor de un acero centelleó cerca de su cara. Sigfred sonrió. La distracción casi le había costado un tajo, pero no se dejó intimidar: presionó el flanco derecho de su montura y volvó grupas a la vez que se protegía con su escudo. El arma enemiga chocó contra la madera, las astillas saltaron. Su brazo se resintió, el encontronazo había sido violento, sin embargo no perdió un instante: giró el cuerpo y golpeó a su adversario con el mástil de su lanza en pleno abdomen. Éste apenas se inmutó. Sigfred prefirió retroceder, dejando que su semental se recuperara. Necesitaba evaluar la situación.
—Te ruego que dispongas de todas tus artes —dijo, retando a su adversario—. Quiero ser el mejor.
No recibió respuesta del silencioso guerrero cuyo rostro se ocultaba tras el yelmo. Sigfred le lanzó un grito de desafío y espoleó a su montura. Prometía ser una buena embestida pero en el momento crucial el mandoble de su adversario se interpuso en la trayectoria de su lanza, la bloqueó y se la arrancó de las manos, arrojándola lejos.
¡Por la sangre de Tyr!, se lamentó Sigfred, ceñudo. Frenó su cabalgadura, desenvainó la espada y se volvió para cargar en línea recta. No volveré a cometer el mismo error.
Ante una maniobra tan descubierta, su contrincante se preparó para la defensa con su caballo hacia el frente. Para su sorpresa, el corcel de Sigfred se desbocó en el último momento, desviándose hacia un lado y dejando así desprotegido ese flanco, un error que su atacante no tardó en aprovechar.
Perfecto, se felicitó Sigfred para sus adentros. ¡Ha caído en la trampa!
No fue difícil desviar el golpe del mandoble con su espada. Después, con un rápido giro de muñeca, superó limpiamente su guardia y lanzó una estocada triunfal... que sólo llegó a señalar el antebrazo de su adversario con una línea roja. Éste reculó a una segura distancia, descubriéndose la cabeza.
—Excelente, muchacho. Yo no lo habría hecho mejor. —Gursti se lamió la línea de sangre de su brazo y se secó el sudor con un trozo de cuero atado en su muñeca—. Creí que tu montura se había encabritado... ¡Por los Altos! Ya dominas a ese endemoniado animal como tu propio cuerpo. Has conseguido verter la sangre del Señor de los Kranyal, ¿qué no lograrás en un par de años?
Desmontó y le ofreció amistosamente una mano para ayudarle a hacer lo propio. Aquel gesto era más que un acto de compañerismo: suponía un gran honor. Sigfred aceptó sin dudar la mano de su tío y maestro.
Los dedos de Gursti se cerraron como un cepo en torno a los suyos y, demasiado tarde, Sigfred advirtió su error. Su tío tiró de él con todas sus fuerzas y en un instante se encontró de bruces en el suelo, desarmado y con la afilada hoja de Gunnar en el cuello. Sorprendido y humillado, golpeó el suelo. Se sentía demasiado estúpido como para decir nada.
—La única cortesía que puedes esperar de tu enemigo es una muerte rápida —le advirtió una voz acostumbrada al mando, al otro lado del patio de armas.
Gursti sonrió al hombre que había estado observándolos desde el pabellón.
—Ponte en pie, sobrino, y recoge tus armas para recibir como es debido a tu maestro.
Boriax Kalere era el Primero de los Maestros de la Escuela de Guerra, experto en el arte de la lanza. De semblante aquilino y severo, los alumnos le temían. Él decidía quién se quedaba y quién debía regresar a casa, y no admitía réplicas. Su opinión también tenía mucho peso en la elección de los Jinetes Arthal.
Como era costumbre, iba acompañado de sus leales perros, enormes bestias acostumbradas a luchar contra lobos. En Vilaarn, la vida de estos animales era más ociosa que en los fiordos del norte, donde habían vivido hasta un año atrás, pero jamás se separaban de su amo, al que seguían como al jefe de una manada.
—Mi Señor —saludó Boriax—. Buena lucha.
—No se necesita mucho para desmontar a un imberbe —respondió Gursti, estrechando con afecto el antebrazo del kranyal.
Sigfred se inclinó ante su instructor.
—Maestro Kalere.
El color ceniza de sus cabellos y sus brazos, delgados y nervudos, evidenciaban su veteranía. Kalere inspiraba un profundo respeto. Era un mentor estricto, pero sabía recompensar el esfuerzo. Llevaba consigo su enorme lanza, de la que pocas veces se separaba. Estaba hecha con una madera desconocida en Neimhaim, negra como el azabache. Entre los aspirantes de la escuela corría el rumor de que Boriax se la había arrebatado a uno de los saqueadores, de piel tan oscura como su arma. No había otra como ésa y todos la admiraban y la temían, pues era implacable en manos de su dueño. La llamaban la Negra, no sólo por el color su madera, sino también por los morados que dejaban en la carne que castigaba.
—Eres noble, joven Bäradlig; eso podría matarte. Recuerda que la desconfianza es una defensa tan valiosa como el propio escudo.
Sigfred asintió, sintiéndose furioso consigo mismo. Se pasó la mano por la frente y notó bajo su cabello la vieja cicatriz, muy cerca del nacimiento del cabello. El recuerdo de su primer encuentro con Reyk, casi dos años atrás. Desde entonces había mejorado mucho, pero no lo suficiente.
—No volverá a ocurrir —prometió, contrariado.
—¿Cuántos inviernos tienes, quince? —indagó su maestro, severo—. En otros tiempos, ya hubieras encontrado la muerte en batalla.
—Pero en los nuestros no he visto a otro con su talento —afirmó Gursti—. Apostaría un pellejo de aguamiel a que no soy el único en haberlo notado.
Sigfred sujetaba a su caballo por el ronzal, sonrió adulado pero negó con la cabeza.
—El maestro Kalere tiene razón: me queda mucho por aprender. Y Zukunft tiene buena parte del mérito.
Sigfred nunca se cansaba de admirar a su caballo, un semental negro como una noche sin estrellas. No era tan temible como Reyk, pero sí ágil y veloz; conjugaba las mejores virtudes. Tenía nervio y aprendía rápido. Aun después de todo el esfuerzo del combate, no había perdido su brío. Aquel animal amaba las lizas tanto como él. La elección de su tío no podía haber sido más acertada; valía por diez caballos juntos.
—No es una montura común —admitió Kalere—.Y tú, joven Bäradlig, sabes sacar lo mejor de este animal, pero si bajas la guardia perderás eso que llevas con tanto orgullo en el brazo.
Con gesto distraído, Sigfred se tocó el brazalete de cuero blanco que recibían todos los que superaban con éxito las pruebas de ingreso en la escuela; una distinción honrosa, pero si no demostraba estar a la altura, si un día dejaba de rendir adecuadamente en su adiestramiento, se lo arrebatarían. Aquello les recordaba que jamás debían confiarse.
—Hasta ahora ninguno de tus compañeros ha logrado igualarte. Pero tienes un duro rival en ciernes, lo sabes, ¿verdad? —le advirtió su maestro—. Un día, un Vhalen te vencerá.
Sigfred asintió. Sentía antipatía por cualquier Vhalen a causa del desprecio con el que Thomrik trató a Sven Krimson en las Jornadas de Tyr. Pero había otro Vhalen, además, que era capaz de ponerle en un brete en casi todas las disciplinas, sobre todo en el combate a caballo. Y sólo tenía doce años. Su nombre estaba en boca de todos: Hoffdakulur. Era hijo del Señor de los Fiordos y su historia era bien conocida: sus cuatro hermanos mayores, debilitados por la carne emponzoñada de un venado, murieron a manos de los saqueadores. Se decía que cualquiera de ellos podría haber arrebatado su lugar al Señor de los Kranyal en las Jornadas de Tyr, si hubieran vivido lo suficiente. Hoffdakulur luchaba con tenacidad para estar a su altura, jamás se rendía. Y por si fuera poco, montaba al único semental que podría hacer sombra a Zukunft: su hermano Körn.
—De modo que el niño de pecho que le quedó a Skutvik ya hace de las suyas —constató Gursti—. ¿Qué opinas, Kalere? ¿Es digno oponente para un Bäradlig?
—Le comparan con sus hermanos y su fama no es inmerecida —afirmó el maestro lancero—. Un cachorro prometedor.
—La maldita sangre se rebela —masculló Gursti con el gesto serio—. Está bien, Kalere, ahora quiero hablar con mi sobrino.
El maestro asintió y reunió a sus perros.
Sigfred se despidió de él y lo vio alejarse con la Negra sobre el hombro.
—Hijo, hoy has luchado bien, y eso me honra. Ha sido un buen combate, pero también el último: no cruzaremos más nuestras espadas —le anunció Gursti sin más dilación.
Sigfred supo enseguida a qué se refería, pero la inminencia de su partida le pilló desprevenido.
—Anoche tu padre fue nombrado Senescal de Vilaarn por el Consejo. Como tal, se encargará del traspaso de la regencia. Ya he dejado en sus manos todos los asuntos que conciernen a nuestro clan y los pasos de las montañas ya están abiertos, de modo que todo está preparado para mi marcha. Sigfred, quiero hacerte una seria advertencia: estaré fuera siete años, pero, cuando regrese, espero ver sobre tus hombros un manto blanco. Si ese cachorro de Skutvik Vhalen ha ocupado tu puesto, juro que probarás el sabor de Gunnar...
Sigfred sonrió, con el corazón henchido de ese mismo deseo. Pero su tío ya no estaría allí para verlo. Gursti se había convertido en su segundo padre; a él le debía todo lo que era, sus victorias y sus logros.
—Kalere te exige mucho, y lo hace porque sabe que eres el mejor —le explicó el guerrero, satisfecho—. Cuando yo tenía tu misma edad, tu padre me hacía morder el polvo una y otra vez. Nunca fui capaz de medirme honrosamente con uno solo de mis amigos. En realidad, no soy más que una tira curtida por más de cuarenta inviernos. Fue la propia lucha la que me enseñó a combatir, y con el tiempo logré desafiar a los mejores kranyal, y vencerlos. Así llegué a ser Señor de nuestro clan.
—El verdadero adiestramiento se encuentra en una lucha a sangre. ¿No es cierto?
El Señor de los Kranyal se quedó mortalmente serio.
—No anheles verter la sangre de otro, jamás —le reprendió—. La mayor gloria para un kranyal es morir con su arma en la mano, defendiendo a los suyos, eso es cierto. Pero no tientes a las malditas Hilanderas con un deseo semejante. Nunca olvidarás al primero que muera bajo tu acero.
Sigfred no pudo dejar de preguntarse quién habría sido el primero en caer bajo la mano de Gursti el Justo. Pero guardó silencio. Supo que aquélla era una de esas cosas que un guerrero no gustaba de compartir con nadie. Por su parte, él no veía cercana esa posibilidad: aún no había tenido oportunidad de medirse en las Jornadas de Tyr. La Escuela de Guerra acaparaba todas sus fuerzas.
Gursti le hizo caminar hacia los establos, dando la clase por terminada.
—Ruego a los Moradores de lo Alto para que nuestra tierra no tenga que volver a padecer un dolor semejante, sobrino —le confesó, y sus ojos parecían ver otros días no muy lejanos en los que todo fue pesadilla, sangre y dolor—. Pero, si ocurre, esta vez estaremos preparados.
Una luna después, el Señor de los Kranyal y la Regente djendel dejaron Vilaarn.
Una lluvia torrencial los acompañó durante todo el viaje, haciendo de su camino un lodazal. Ascendieron con dificultad las primeras montañas de Karajard, y cuando por fin alcanzaron la cresta, un vendaval helado les dio la bienvenida. Se detuvieron ante la vista del recogido valle que se abría ante ellos. Estaban empapados y agotados, al igual que las cargadas monturas que llevaban consigo. En el valle, torrentes furibundos se abrían paso en el denso bosque y arrastraban todo a su paso, hasta verterse más abajo en un lago de oscuras aguas. Tal y como advertían las leyendas, la naturaleza era allí única soberana, tan salvaje como cruel.
Eyra no vio señal alguna de presencia humana y se temió lo peor. Se sumió en el Mundo de las Brumas para encontrar algún rastro de su hijo, pero no sintió su alma allí. Quizá estaban demasiado lejos aún o quizá... La duda estranguló su corazón.
—¿Ves algo? —preguntó al hombre con el que había compartido siete años de regencia, el viaje desde Vilaarn y ahora la misma angustia.
Gursti no contestó. El agua resbalaba por sus pobladas cejas, su mirada era inescrutable.
Eyra se sobresaltó cuando el guerrero le tomó la mano y se la apretó fieramente, hasta hacerle daño.
—Allí —dijo—. Padre de Todos, te doy las gracias.
Eyra se afanó por ver algo entre la lluvia, sin resultado. Volvió la vista hacia el Señor de los Kranyal, que no la soltaba, y se sobrecogió al ver que la humedad que corría por sus mejillas no era sólo por la lluvia.
El viento cambió de dirección y entonces Eyra lo vio: una hilera de humo, al otro lado del valle. En un pequeño claro, entre los abetos, se escondía una casa.
Capítulo quinto
Solsticio de verano del décimo año
Al atardecer, Drumilda arrastró por entre los helechos el corzo que había cazado junto con su hija, deseando llegar a casa para desollar y destripar la pieza frente al fuego. Seguía lloviendo, y eso era bueno: la nieve se deshacía en las cumbres, abriendo los pasos nevados. Echó una mirada a la cruel muralla que los separaba del resto del mundo; había soñado una vez más con la llegada de su esposo, aunque apenas recordaba ya su rostro.
Siete años. Habían sobrevivido siete largos años en Karajard, pero cuando llegaron creyó que no pasarían de una luna.
Las sensaciones que la sacudieron al llegar al pequeño valle aún atenazaban su corazón. Todo allí era una lucha a muerte, comprendió entonces Drumilda.
La primera noche fueron atacados por una manada de lobos, las bestias más grandes que había visto en su vida. Perdió a uno de los bueyes y al joven potro que había traído para Ailsa. El asedio sólo terminó con el alba y en todo ese tiempo Adroon se mantuvo al margen, inalterable. Vio decepción en sus ojos. Fue entonces cuando Drumilda comprendió que para él todo hubiera sido más fácil si ella hubiese amanecido despedazada. De esta manera también habría podido manejar a su hija a su antojo.
Fue aquella certeza, por encima de todo, lo que le brindó la fuerza para sobrevivir. No sucumbiría a Karajard. Jamás dejaría a su pequeña en sus manos. Adroon despreciaba a todos los kranyal; lo intuyó acertadamente aquella mañana. A sus ojos, aquellos que necesitaban empuñar un arma para sobrevivir eran inferiores, primitivos. Un djendel jamás sería atacado por un animal. Su indolente seguridad lo decía. Y era cierto. Tuvo ocasión de comprobarlo en muchas ocasiones. Porque los días que esperaba sobrevivir se convirtieron en lunas; las lunas en estaciones, y las estaciones en años.
Si bien Karajard había resultado ser un lugar tan hostil como advertían las leyendas, la verdadera batalla para ella se había librado mucho más cerca. Muy a su pesar, se vio obligada a admitir que si aún estaban vivos era gracias a la presencia del djendel. Y eso la enfurecía, porque Adroon se sabía indispensable, y ella, que jamás se había valido de nadie para salir adelante, se veía doblegada a la voluntad de un anciano de moral retorcida.
Entre Adroon y ella se fue declarando tácitamente una guerra en la que el sacerdote tenía siempre las de ganar. Su derrota más dura llegó con el primer temporal de nieve, en su primer otoño. La casa que ella había levantado con sus propias manos se vino abajo como si fuera de paja, las vigas se desplomaron sobre su hija y ella mientras dormían. Permanecieron atrapadas durante dos días de agonía, con los miembros aplastados. Cuando se le acabaron las palabras de esperanza para mantener viva a su hija, cuando el frío les hizo perder el conocimiento, Adroon apareció. Las sacó de allí, las acogió en el cálido hogar que él había levantado con sus dones, las sanó y las alimentó con las raíces que había recolectado. Al recuperar las fuerzas, Drumilda pensó que había juzgado con dureza al anciano. Hasta que una sospecha comenzó a colarse en su fuero interno: entre los kranyal, cuando una persona salvaba la vida a otra, se establecía una deuda de honor. Adroon conocía esas costumbres. ¿Habría sido capaz de aguardar a que sus vidas corrieran peligro para atarlas a su voluntad? Drumilda prefería no pensar en esa posibilidad... Pero la duda siempre permaneció en ella.
El hogar que el viejo había construido era la mejor prueba de su burla despiadada. No se parecía en nada a esa especie de loma hueca en las que los djendel solían vivir. Como un perverso alfarero, Adroon se había valido de un grupo de altos árboles para dar forma en madera viva, y con exactitud maliciosa, un perfecto hogar kranyal hasta en sus últimos detalles. Incluso lo había provisto de un hogar de piedra, a sabiendas de que ningún djendel necesitaría fuego para calentarse. Una casa para todos, había dicho. Ella no se dejó engañar por su aparente buena voluntad, conocía bien sus intenciones. Pero, por el bien de su hija, no tuvo más remedio que aceptar su techo.
El segundo invierno quiso demostrar que no dependía de él para proveerse de alimentos. Adroon había construido una casa de cultivos invernales; una especie de madriguera que comunicaba a través de un pasaje subterráneo con la casa. Oscuro como un túmulo, sólo producía tubérculos y setas para sus asquerosos guisos. Ailsa ya tenía edad suficiente para acompañarla en las cacerías, así que contaban con suficientes piezas enterradas en la nieve como para aguantar hasta el deshielo. Al llegar a la mitad del invierno, sin embargo, descubrió que sus reservas habían sido saqueadas por las bestias. Nuevamente, su orgullo se vio doblegado.
Y así sucedió un año, y otro. Y otro más. En todo aquel tiempo de oscuridad, Ailsa había sido su única luz, su calor. Había crecido prodigiosamente, en destreza y en osadía. Era alta y delgada como una espiga, su pelo era blanco como el de un armiño y en sus vivaces ojos pálidos se adivinaba una gran inteligencia. Pero algo en su niña le dolía profundamente: según pasaban las estaciones se fue haciendo más y más fuerte esa parte suya que era indomable y siempre lo sería. Lejos de doblegarla, Karajard la había liberado. Ailsa amaba con locura lo que para ella era una prisión y había sido duro comprender que su pequeña era un espíritu libre, y ni el castigo más severo fue capaz de prevenirla de escapar cuando escuchaba la llamada de la montaña. En Karajard debían trabajar duro para sobrevivir y la pequeña nunca se había quejado de sus obligaciones, pero siempre le faltaba tiempo para reunirse con Saghan en el bosque. A veces habían pasado días enteros sin aparecer y ella los había buscado con el corazón en vilo, sin dar con ellos. Pronto compr