El destino del Tearling (La Reina del Tearling 3)

Erika Johansen

Fragmento

cap-1

El Huérfano

Mucho antes de que la Reina Roja de Mortmesne ascendiera al poder, el Glace-Vert ya era una causa perdida. Era una taiga remota, a la sombra del Fairwitch; en sus endurecidas llanuras solo se vislumbraba un atisbo de hierba, y sus escasas aldeas no eran más que un puñado de chozas apiñadas en el barro. Pocos se aventuraban más al norte de Cite Marche, a menos que no hubiera alternativa, pues la vida en esas llanuras era difícil. Todos los veranos, los aldeanos del Glace-Vert se asfixiaban de calor; todos los inviernos pasaban hambre y frío.

Sin embargo, ese año abrigaban un nuevo temor. Las congeladas aldeas tenían las puertas bien cerradas, y las rodeaban vallas recién construidas; detrás de esas vallas, los hombres pasaban las noches en blanco, con los puñales de caza sobre las rodillas, como centinelas fantasmales. Las nubes tapaban la luna, aunque esas nubes todavía no vaticinaban las nieves del invierno del Fairwitch. En las estribaciones, los lobos aullaban en su extraño idioma, lamentándose de la escasez de comida. La desesperación no tardaría en animar a las manadas a descender hacia el sur, hacia los bosques, para cazar ardillas y armiños, o a algún crío lo bastante insensato para adentrarse solo en el bosque invernal. Pero ahora, de pronto, a las dos y diez, los lobos callaron todos a la vez. Lo único que se oía en el Glace-Vert era el gemido solitario del viento.

Algo se movía por las oscuras estribaciones: la negra figura de un hombre que trepaba por la empinada ladera. Avanzaba con paso seguro, aunque con precaución, anticipándose a los peligros. Salvo por su respiración, acompasada pero acelerada, era casi invisible, poco más que una sombra que se movía entre las rocas. Había pasado por el Soto de Ethan, donde se había detenido dos días antes de continuar hacia el norte. En el pueblo le habían contado toda clase de historias acerca de la plaga que acosaba a sus habitantes: un ser que por la noche se llevaba a los más jóvenes. Ese ser tenía un viejo nombre en el alto Fairwitch: el Huérfano. Hasta entonces, el Glace-Vert nunca había tenido que preocuparse por cosas así, pero ahora las desapariciones estaban extendiéndose hacia el sur. Al cabo de dos días, el hombre ya había oído suficiente. Quizá los aldeanos lo llamaran «el Huérfano», pero el hombre conocía el verdadero nombre de aquel ser, y, aunque él era rápido como una gacela, no habría podido huir de su sentido de la responsabilidad.

«Está en libertad —pensó el Traedor sombríamente mientras sorteaba los espinos que cubrían la ladera—. No acabé con él cuando tuve ocasión de hacerlo, y ahora está en libertad.»

Esa idea lo atormentaba. Durante años había ignorado la presencia de Row Finn en el Fairwitch porque sabía que estaba retenido. Cada pocos años desaparecía algún niño; era lamentable, pero había peores males que combatir. El Tearling, sin ir más lejos, donde casi cincuenta niños desaparecían todos los meses con la aprobación del estado. Ya antes de instaurarse la remesa, el Tear siempre había sido como un niño díscolo que precisaba atención constante. Los Raleigh alternaban entre la indiferencia y el expolio, y los nobles peleaban por cada pedacito mientras el pueblo moría de hambre. Durante tres largos siglos, el Traedor había visto cómo el sueño de William Tear se hundía cada vez más en el lodo. En el Tearling ya no había nadie capaz de ver el mundo mejor de Tear, y mucho menos de reunir el valor necesario para perseguirlo. Solo el Traedor y los suyos lo sabían, solo ellos recordaban. Ellos no envejecían. No morían. El Traedor robaba para distraerse. Se divertía atormentando a los peores Raleigh. No perdía de vista el linaje de los Tear, casi por pasar el rato, tratando de convencerse de que quizá sirviera de algo. Era fácil detectar la sangre de los Tear, pues había ciertas cualidades que siempre acababan apareciendo: integridad, intelectualismo y férrea determinación. A lo largo de los años habían ahorcado a algunos Tear acusados de traidores, pero ni siquiera con la soga al cuello perdían aquel sutil aire de nobleza que distinguía a los miembros de la familia. El Traedor reconocía esa nobleza: era el aura de William Tear, el magnetismo que había convencido a casi dos mil personas para que cruzaran con él el océano hacia lo desconocido. Hasta la bruja mort, pese a su perversidad, tenía un diminuto atisbo de aquel glamour. Pero la Reina Roja no había tenido descendencia. Durante mucho tiempo, el Traedor estuvo convencido de que el linaje se había perdido.

Y entonces apareció la niña.

El Traedor aspiró entre los dientes al notar que se le clavaba una espina en la mano. No llegó a atravesarle la piel; hacía una eternidad que no sangraba. Había intentado muchas veces poner fin a su vida, hasta que decidió que era una causa perdida. Tanto a Row como a él los habían castigado, pero ahora el Traedor se daba cuenta de que había estado ciego. Rowland Finn no había dejado de conspirar ni un solo instante de su vida. Él también había estado esperando a la niña.

Era la primera heredera Raleigh que no se había criado en la Ciudadela. El Traedor la había observado a menudo; iba en secreto a la casita cuando no tenía nada que hacer, y a veces incluso cuando estaba ocupado. Al principio no percibió gran cosa en ella. Kelsea Raleigh era una niña tranquila e introvertida. El grueso de su educación parecía estar en manos de aquella vieja severa, lady Glynn, pero el Traedor intuía que la personalidad de la niña estaba siendo discretamente modelada por el antiguo guardia real, Bartholemew. A medida que crecía, la niña iba rodeándose de libros, y eso, más que ninguna otra cosa, convenció al Traedor de que merecía una atención especial. Sus recuerdos de los Tear iban desvaneciéndose, perdiendo brillo y volviéndose borrosos. Pero eso sí lo recordaba: a los Tear siempre les habían gustado los libros. Un día había visto a la niña sentarse debajo de un árbol delante de la casita y leerse un libro entero en cuatro o cinco horas. El Traedor estaba escondido entre los árboles a más de diez metros, pero sabía darse cuenta de cuándo alguien estaba ensimismado; si se hubiera acercado sigilosamente a la niña y se le hubiera sentado delante, ella ni siquiera lo habría visto. Sí, era como los Tear. Le importaba más lo que pasaba dentro de su cabeza que lo que ocurría fuera.

A partir de ese día, siempre había uno de los suyos vigilando la casita, a todas horas. Si algún viajero mostraba más interés de la cuenta por sus ocupantes (en varias ocasiones habían seguido a Bartholemew hasta su casa desde el mercado), nunca volvió a saberse nada del curioso. El Traedor ni siquiera estaba seguro de por qué se había esforzado tanto. Era una corazonada, y algo que William Tear les había inculcado desde el principio era que el instinto era real, y que había que confiar en él. El Traedor intuía que la niña era diferente. Importante.

«Podría ser una Tear —les dijo a sus hombres una noche, alrededor del fuego—. Podría serlo.»

Siempre existía esa posibilidad. En la guardia de Elyssa había varios hombres cuyos orígenes él desconocía. Tear o no, la niña requería un escrutinio minucioso, y, a medida que pasaban los años, él fue adaptando sutilmente su actividad. Cada vez que Thomas Raleigh se proponía forjar una alianza real con algún poderoso noble del Tear, el Traedor centraba toda su atención en él:

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos