El Ángel de las Tormentas (La Ley del Milenio 2)

Trudi Canavan

Fragmento

cap-2

1

Cuando Betzi se fue a la cama antes que nadie con la excusa de que le dolía la cabeza, Rielle supo que su amiga tramaba algo. Algo muy peligroso. Y dudaba mucho que pudiera convencerla de que lo dejara estar.

Así que no dijo nada. Antes de retirarse a dormir, entró a escondidas en el estudio, cogió dos cardas y las colgó del viejo tapiz que cubría la puerta de la habitación que compartían. Cuando la despertó un tintineo metálico seguido de una maldición proferida por Betzi, Rielle se incorporó como un resorte.

—No pensarás en serio que te dejaré salir sola —murmuró.

Se oyó el roce de la falda de Betzi cuando se volvió. «Y tampoco me equivocaba respecto a eso —se dijo Rielle—. Se ha acostado con la ropa puesta para no hacer ruido al vestirse.»

—No puedes impedirme que vaya —repuso Betzi, descolgando las cardas.

—Betzi, es demasiado peligroso para...

Pero, sin hacerle caso, la muchacha pasó con sigilo al otro lado del tapiz. Rielle se levantó para perseguirla. La tenue luz del alba penetraba por los resquicios entre los postigos, surcando el aire polvoriento. Cuando se percató de que Rielle la había seguido, la joven se detuvo unos instantes en lo alto de la escalera de mano que conducía a la planta inferior.

—¿Cómo es que tú también estás vestida?

—Porque no pienso permitir que andes por ahí fuera sola.

La expresión ceñuda de la chica desapareció.

—¿Vas a acompañarme?

—Como bien has dicho, no puedo impedirte que vayas.

El entrecejo de Betzi se frunció de nuevo.

—Maese Grasch te ha dicho que lo hagas, ¿verdad?

—Puede que sea ciego, pero no tiene un pelo de tonto.

Encogiéndose de hombros, Betzi comenzó a descender. Sus zapatos no hacían el menor ruido... porque los llevaba colgados del hombro por los cordones. A Rielle no se le había ocurrido esta solución. Dormir con las botas puestas había resultado de lo más incómodo.

Bajó en pos de Betzi hasta la sala. El taller de los tejedores constaba de tres plantas: el cuarto de trabajo principal, a ras de calle, la sala de estar, situada encima, y los dormitorios, en el piso superior. La expresión «sala de estar» describía bien el recinto, pues era allí donde sus ocupantes llevaban a cabo todas las actividades salvo dormir y trabajar. La intimidad y el espacio eran bienes escasos en los hogares schpetanos. Solo la puerta delantera de la casa y la del retrete eran sólidas; las demás consistían en tapices o colgaduras; los de encima del taller estaban demasiado desteñidos para que se distinguiera el dibujo original.

Se sentaron en un banco, junto a la estufa, y la muchacha comenzó a atarse los cordones de las botas. A Rielle la corroyó la envidia al ver los delicados pies de su amiga, y no era la primera vez. Betzi se acercaba más al ideal de belleza schpetano que a la mujer schpetana típica. Menuda y curvilínea, de manos y pies pequeños y un rostro pálido en forma de corazón enmarcado por una mata de rizos rubios, atraía admiradores por doquier. A su lado, Rielle se sentía larguirucha, desgarbada y morena, pese a que en su lugar de origen había sido simplemente una mujer «del montón», aunque Izare la consideraba «agradable a la vista» e «interesante».

Izare. Hacía mucho tiempo que Rielle no pensaba en el que había sido su amante. El dolor que la había embargado tras su terrible separación se había atenuado, si bien aún la escocía en ocasiones, cuando yacía despierta en la cama, rememorando el pasado.

«Después de cinco años supongo que piensa en mí tan poco como yo en él... y sin duda preferiría olvidarme del todo.»

De vez en cuando se preguntaba qué estaría haciendo él. ¿Vivía aún en Fogo? ¿Seguía ganándose la vida con la pintura, o su relación con ella había arruinado su reputación? «En cinco años pueden cambiar muchas cosas. Quizá se casó y ha tenido los hijos que tanto anhelaba. Eso espero. Es posible que ya no lo añore tanto, pero tampoco le deseo una vida de infelicidad.»

Betzi se puso de pie y se dirigió hacia la pequeña habitación entre la sala de estar y el estudio de tejido donde maese Grasch recibía a las visitas. Deslizó la mano detrás de uno de los pequeños tapices de muestra, sacó un paquetito atado con un cordel y se lo colgó de la pretina. Tras regresar a la puerta principal, descorrió con cuidado la pesada barra que la atrancaba por la parte de atrás. Sin pararse a pensar a qué se exponía o cerciorarse de que la calle estuviera desierta, cruzó el umbral. Rielle salió tras ella y se sintió aliviada al ver que no había nadie alrededor. Introdujo la cadena sujeta al extremo de la barra en un agujero de la jamba y, después de cerrar la puerta, tiró de ella hasta colocar la tranca de nuevo en su sitio.

Era imposible hacer esto de forma silenciosa, y Betzi chistó al oír el ruido.

—No podemos dejarlos desprotegidos —señaló Rielle.

—Ya lo sé, Rel, pero ¿no podías atrancarla sin tanto estrépito?

—Si lo creyeras posible, lo habrías hecho tú misma —replicó Rielle, pasando la cadena por el agujero hasta que repiqueteó contra la parte interior de la pared. En el interior del edificio, un bebé rompió a llorar. Betzi agarró a Rielle del brazo para apartarla de allí y atravesó la calle hacia las sombras de una calle lateral. Se detuvo un momento con el fin de asegurarse de que estaban solas antes de soltarla y proseguir su camino.

Su forma de andar destilaba seguridad en sí misma. De no ser porque Rielle la conocía bien, habría visto en ello la arrogancia ingenua de una joven bonita y consentida que conseguía lo que quería con demasiada facilidad. Esa era desde luego la imagen que se había formado de Betzi en un principio. Sin embargo, aquella audacia no era signo de debilidad e ignorancia, sino de fuerza y determinación. Su corta vida no había sido nada fácil, pero cada revés que sufría la motivaba a aprovechar al máximo todos los momentos de felicidad.

Incluso si eso implicaba aventurarse a salir a las calles de una ciudad en la que reinaba la desesperación porque llevaba demasiado tiempo sitiada.

—Vamos, Rel —la apremió Betzi, dando zancadas más largas—. No nos dejarán acercarnos a la muralla si se reanudan los combates.

Rielle dio media vuelta y se levantó la falda lo suficiente para apurar el paso y alcanzar a su amiga, que arqueó las cejas pero se quedó callada, pues no había nadie que pudiera verla. La chica tenía la ventaja de que estaba acostumbrada desde pequeña a enfundarse en las múltiples capas de ropa que los schpetanos consideraban un atuendo decoroso. Rielle nunca había aprendido a moverse tan ágilmente con esas vestimentas como las mujeres del lugar. Le había costado menos adoptar la costumbre local de ir con el cabello descubierto en público, pues siempre le había molestado la obligación de llevar velo, aunque el pelo negro y liso la delataba como forastera.

Ambas aminoraron la marcha cuando un soldado apareció al doblar una esquina. No alzó la vista mientras se aproximaba, cojeando y bamboleándose. ¿Estaría ebrio, quizá? En teoría no quedaba una gota de licor en la ciudad. ¿Habían descubierto alguna bodega oculta?

Cuando se cruzaron, ella oyó que se le cortaba la respiración cada vez que apoyaba el peso sobre la pierna derecha. Al volver la vista atrás, vislumbró

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