Regimiento Monstruoso (Mundodisco 31)

Terry Pratchett

Fragmento

Regimiento monstruoso

Polly se estaba cortando el pelo delante del espejo, sintiéndose un poco culpable por no sentirse muy culpable por hacerlo. Se suponía que era la corona de su belleza, y todo el mundo decía que era precioso, pero por lo general cuando estaba trabajando se lo recogía con una redecilla. Siempre se había dicho que aquel pelo estaba desaprovechado en ella. Y sin embargo, ahora ponía cuidado en asegurarse de que todos los largos bucles dorados aterrizaran en la pequeña sábana que había extendido para ello.

Si alguna emoción fuerte estaba dispuesta a admitir en aquel momento, era lo mucho que le molestaba que solo le hiciera falta un corte de pelo para hacerse pasar por un hombre joven. Ni siquiera le había hecho falta vendarse el busto, que por lo que tenía entendido era la práctica habitual. La naturaleza se había encargado de que apenas tuviera problemas en ese sentido.

El efecto de las tijeras fue… errático, pero no peor que el de otros peinados masculinos que se veían por allí. Daría el pego. Notaba frío en la nuca, pero era solamente en parte por la pérdida de su melena. También era por la Mirada.

La duquesa la vigilaba desde encima de la cama.

Era un grabado bastante malo, coloreado a mano en azul y rojo, sobre todo. Representaba a una mujer feúcha de mediana edad cuya papada y ojos ligeramente saltones daban a los cínicos la sensación de que alguien le había puesto un vestido a un pez muy grande, y sin embargo el artista había logrado captar algo más en aquella expresión extraña y vacía. Había cuadros que te seguían con la mirada por toda la habitación; los ojos de aquel te traspasaban. Era una cara que se encontraba en todos los hogares. En Borogravia, todos crecían con la duquesa mirándolos.

Polly sabía que sus padres habían tenido uno de aquellos cuadros en su habitación, y también que cuando su madre vivía acostumbraba a hacer una reverencia ante él todas las noches. Polly levantó la mano y le dio la vuelta al cuadro para que mirara hacia la pared. En su cabeza un pensamiento dijo «No». Lo rechazó. Ya se había decidido.

A continuación se vistió con la ropa de su hermano, vació el contenido de la sábana en un saquito que fue a parar al fondo de su petate junto con la muda, dejó la nota en la cama, recogió el petate y salió por la ventana. O al menos, Polly salió por la ventana, pero fueron los pies de Oliver los que aterrizaron ligeros en el suelo.

El amanecer empezaba a convertir el mundo a oscuras en monocromo cuando Polly cruzó a hurtadillas el patio de la posada. La duquesa también la vigilaba desde el letrero del establecimiento. Su padre había sido un ferviente partidario del régimen, por lo menos hasta la muerte de su esposa. Pero en el último año nadie había repintado el letrero y una cagada de pájaro perdida había dejado bizca a la duquesa.

Polly comprobó que el carro del sargento de reclutamiento seguía delante de la taberna, con sus vivos estandartes ahora deslucidos y caídos por culpa de la lluvia de la noche anterior. A juzgar por el aspecto de aquel sargento grande y gordo, pasarían horas antes de que el carromato volviera a salir al camino. Polly tenía tiempo de sobra. El hombre parecía de los que desayunan despacio.

Salió por la puerta de la tapia de atrás y echó a andar colina arriba. En la cima se giró para contemplar cómo se despertaba el pueblo. Ya salía humo de unas cuantas chimeneas, pero como Polly era siempre la primera en levantarse, y siempre le tocaba sacar a las doncellas de la cama a gritos, la posada seguía durmiendo. Ella sabía que la viuda Trepaz se había quedado a pasar la noche (se había puesto a «llover demasiado para que se fuera a casa», según el padre de Polly) y, personalmente, Polly esperaba por el bien de su padre que la viuda se quedara a pasar todas las noches. En el pueblo sobraban las viudas, y Eva Trepaz era una señora de buen corazón que cocinaba como una campeona. La larga enfermedad de su mujer y la larga ausencia de Paul habían minado mucho a su padre. Polly se alegraba de que empezara a recuperarse. Las ancianas que miraban todo el día por la ventana con el ceño fruncido tal vez se dedicarían a espiar y fastidiar y murmurar, pero ya llevaban demasiado tiempo haciéndolo. Nadie las escuchaba.

Polly levantó la mirada. Ya se estaban elevando el humo y el vapor de la lavandería de la Escuela para Chicas Trabajadoras. La escuela se cernía como una amenaza sobre una punta del pueblo, grande y gris, con ventanas altas y finas. Siempre estaba en silencio. De pequeña le habían contado que allí era adonde iban las Niñas Malas. No le explicaron la naturaleza de aquella «maldad», y a los cinco años de edad Polly había recibido la vaga idea de que consistía en no irse a la cama cuando te decían que lo hicieras. A los ocho aprendió que era adonde una tenía suerte de no ir por haberle comprado una caja de pinturas a su hermano. Polly dio media vuelta y echó a andar entre los árboles, que estaban llenos del canto de los pájaros.

Olvídate de que una vez fuiste Polly. Pensar como un varón joven, ahí estaba la cosa. Tirarse pedos bien fuertes y con la satisfacción de un trabajo bien hecho, moverse como una marioneta a la que le han cortado un par de cordeles, nunca abrazar a nadie y, al encontrarse con un amigo, darle un puñetazo. Unos cuantos años trabajando en la taberna le habían suministrado abundante material de observación. Por lo menos no tenía el problema de menear las caderas al andar. La naturaleza también había sido bastante parca con aquello.

Y luego había que dominar los andares de un varón joven. Por lo menos las mujeres solo meneaban las caderas. Los jóvenes lo meneaban todo, de los hombros para abajo. Hay que intentar ocupar un montón de espacio, pensó. Eso te hace parecer más grande, como cuando los gatos macho erizan la cola. Ella lo había visto muchas veces en la posada. Los muchachos trataban de caminar a lo grande para defenderse de todos los demás grandullones que tenían alrededor. Soy malo, soy feroz, soy chulo. Póngame una pinta de cerveza con limonada, mi madre me quiere en casa a las nueve…

Vamos a ver… los brazos extendidos a los lados del cuerpo como si estuviera cargando con un par de sacos de harina… hecho. Mecer los hombros como si me estuviera abriendo paso a codazos por entre una multitud… hecho. Las manos un poco cerradas y trazando círculos rítmicos como si estuviera girando dos manecillas independientes sujetas a la cintura… hecho. Mover las piernas de forma distendida y simiesca… hecho…

Funcionó bien durante unos metros hasta que algo le salió mal y la confusión muscular resultante la hizo caer dando una pirueta encima de un arbusto de acebo. Después de eso, renunció.

La tormenta eléctrica regresó mientras ella avanzaba a toda prisa por el camino; a veces alguna de aquellas tormentas se quedaba días enteros en las montañas. Pero por lo menos allí arriba los caminos no eran ríos de barro, y los árboles aún tenían bastantes hojas como para darle algo de cobijo. En todo caso, no habí

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos