La maga

Trudi Canavan

Fragmento

olora de practicar una amputación. Tessia lo sabía. Al menos si se realizaba correctamente. Una amputación bien hecha requería que se recortara una capa de piel para que cubriese el muñón, y eso llevaba tiempo.

Cuando su padre empezó a tajar hábilmente la piel en torno al dedo del muchacho, Tessia se fijó en las caras de los presentes. El padre del joven estaba de pie con los brazos cruzados y la espalda recta. Su expresión ceñuda no disimulaba del todo los signos de preocupación, aunque Tessia no tenía claro si era porque se compadecía de su hijo o porque temía no poder acabar la cosecha a tiempo sin su ayuda. Seguramente por ambas cosas.

La madre sujetaba con fuerza la otra mano del chico, mirándolo a los ojos en todo momento. El rostro del muchacho estaba congestionado y perlado de sudor. Tenía los dientes apretados y, pese a que el padre de Tessia se lo había desaconsejado, observaba atentamente la operación. Había permanecido quieto hasta entonces, sin mover la mano herida o retorcerse. No había emitido un solo sonido. Tessia estaba impresionada ante aquella exhibición de autocontrol, sobre todo por parte de alguien tan joven. Los campesinos tenían fama de duros, pero ella sabía por experiencia que no todos lo eran. Se preguntó si el chico aguantaría hasta el final. Al fin y al cabo, lo peor estaba por llegar.

Unas arrugas de concentración surcaban el rostro de su padre. Había desprendido con todo cuidado la piel del dedo del muchacho hasta el nudillo. En cuanto se lo indicó con la mirada, ella retiró el pequeño escalpelo articular del quemador y se lo dio a cambio del escoriador número cinco, que lavó y colocó delicadamente sobre el quemador para que el fuego lo purificara.

Cuando alzó la vista, vio que el muchacho tenía el rostro crispado en una masa de arrugas. El padre de Tessia había empezado a seccionar la articulación. Dirigió la mirada hacia el padre del chico, que se había puesto de un color gris pastoso. La madre estaba blanca.

—No mire —le advirtió Tessia en voz baja.

La mujer apartó la vista bruscamente.

La hoja de metal chocó contra la tabla de cirugía con un golpe seco y definitivo. Tras coger el pequeño escalpelo de manos de su padre, Tessia le alargó una aguja curva previamente enhebrada con hilo de tripa fino. La aguja se deslizó con facilidad a través de la piel del muchacho y Tessia sintió una chispa de orgullo; la había afilado con esmero antes de la operación, y aquel hilo de tripa era el mejor que había elaborado jamás.

Contempló el dedo amputado, que descansaba sobre un extremo de la tabla de cirugía. Aunque la punta era un amasijo ennegrecido y purulento, la parte cortada estaba rodeada de una piel tranquilizadoramente sana. El dedo había quedado aplastado hacía días en un accidente durante la cosecha, pero como era habitual entre los aldeanos y campesinos a quienes el padre de Tessia prestaba sus servicios, ni el chico ni su padre habían acudido a él hasta que la herida había empezado a supurar. Hacía falta tiempo, y un dolor insoportable, para que una persona aceptara que le cortaran una parte del cuerpo, y más aún para que lo pidiera.

Si se tardaba mucho en remediarlo, la pus a veces envenenaba la sangre, lo que causaba fiebre e incluso la muerte. El hecho de que una herida pequeña pudiera resultar mortal fascinaba a Tessia y también la asustaba. Había visto a un hombre llevado a la locura y la automutilación por una simple muela podrida, a mujeres robustas que habían muerto desangradas después de dar a luz, a bebés sanos que habían dejado de respirar sin razón aparente y a un par de personas que habían fallecido como consecuencia de fiebres que no habían causado más que molestias leves al resto de los vecinos de la aldea.

Por trabajar con su padre, había visto más heridas, enfermedades y muertes a sus dieciséis años que la mayoría de las mujeres en toda su vida. Por otro lado, también había visto cómo su padre curaba enfermedades, aliviaba males crónicos y salvaba a personas de la muerte. Conocía a todos los hombres, mujeres y niños de la aldea y de todo el señorío, así como a unos cuantos forasteros. Tenía conocimientos que estaban al alcance de muy pocos. A diferencia de la mayoría de los lugareños, sabía leer y escribir, razonar y...

Su padre alzó la vista, le tendió la aguja y cortó el hilo que sobraba. Unos puntos de sutura esmerados sujetaban la capa de piel sobre el muñón del dedo del chico. Tessia, que sabía cuál era el siguiente paso, extrajo gasas y vendas de la bolsa de sanador de su padre y se las alargó.

—Coja esto —pidió él a la madre.

Tras soltar la otra mano del muchacho, la mujer dejó pasivamente que el padre de Tessia le extendiera una venda sobre la palma y dispusiera la gasa encima. Colocó la mano del chico sobre la de su madre de manera que el muñón del dedo descansara sobre el centro de la gasa, y a continuación asió el torniquete en el brazo del joven.

—Cuando afloje esto, la sangre en el brazo recuperará su ritmo —le explicó a la madre—. Empezará a sangrarle el dedo. Debe envolvérselo con la gasa y sujetarla con fuerza hasta que la sangre encuentre una nueva vía de pulso por donde circular.

La mujer se mordió el labio y asintió. Conforme el padre de Tessia aflojaba el torniquete, el brazo y la mano del chico recobraron un saludable tono sonrosado. Comenzó a brotar sangre entre los puntos, y la madre se apresuró a apretarle el muñón con la mano. Al ver la mueca de dolor del muchacho, ella le acarició el pelo cariñosamente.

Tessia contuvo una sonrisa. Su padre le había enseñado que era aconsejable permitir que los familiares aportaran su granito de arena al proceso de curación. Esto les infundía cierta sensación de control, y era menos probable que sus métodos despertaran sus sospechas o su escepticismo si los dejaba participar en su aplicación.

Tras una breve espera, el padre de Tessia echó un vistazo al muñón y lo vendó con firmeza mientras daba instrucciones a la familia sobre la frecuencia con que debían cambiar el vendaje, la manera de mantenerlo limpio y seco si el chico volvía al trabajo (se guardó de aconsejarles que lo dejaran quedarse en casa), el momento en que debían quitárselo y las señales de supuración a las que debían estar atentos.

Mientras él enumeraba las medicinas y vendas adicionales que necesitarían, Tessia las iba sacando de su bolsa y colocándolas sobre la zona más limpia de la mesa que encontró. En cuanto al dedo amputado, lo envolvió y lo dejó a un lado. Los pacientes y sus familiares preferían enterrar o quemar los miembros cortados, tal vez porque les preocupaba el uso que alguien podía darles si no se deshacían de ellos personalmente. Sin duda habían oído las historias inquietantes y absurdas que se contaban sobre sanadores de Kyralia que experimentaban en secreto con extremidades amputadas, molían los huesos para elaborar pociones antinaturales o les devolvían la vida de alguna manera.

Tras lavar y someter la aguja a la acción purificadora de las llamas, Tessia la guardó junto con los otros utensilios. La tabla de cirugía habría que limpiarla más tarde, en casa. Apagó el quemador y esperó a que la familia empezara a darles las gracias.

Aquello también era una parte bien ensayada de su rutina. Su padre detestaba quedarse atrapado mientras los pacientes se deshacían en agradecimientos. Era algo que lo abochornaba. Después de todo, no ofrecía sus servicios gratis. Lord Dakon les proporcionaba a él y a su familia un techo y unos ingresos a cambio de que cuidara de los habitantes de su señorío.

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