El círculo de los mentirosos I

Jean-Claude Carrière

Fragmento

Introducción: Aquí hay luz

Aquí hay luz

Como los gusanos que, según dicen, fecundan, ciegos, la tierra que atraviesan, las historias pasan de boca a oído y dicen, desde hace mucho tiempo, aquello que ninguna otra cosa puede decir. Algunas culebrean y se enroscan en el seno de un mismo pueblo y no salen de ahí. Otras, como hechas de una materia sutil, atraviesan las murallas invisibles que nos separan, ignoran el tiempo y el espacio, y, simplemente, se perpetúan. De este modo, el conocido gag circense en el que un payaso busca en un círculo luminoso un objeto que ha perdido, no porque ese objeto se haya perdido en ese lugar, sino porque «aquí hay luz», aparece en libros árabes e indios desde el comienzo de nuestra era. Consignemos también que esa historia tiene un significado oculto, como el objeto que se busca. Más allá de la anécdota, nos dice que es mejor buscar donde hay luz. Si no encontramos el objeto perdido, tal vez encontremos otra cosa; en la oscuridad no encontraremos nada.

Esta historia —como otras miles— ha sobrevivido a las guerras, a las invasiones, a la desaparición de los imperios. Ha resistido a los siglos, a los incendios, a las modas literarias, a las revoluciones culturales. Se ha abierto camino por nuestra memoria, al igual que muchos de nuestros secretos.

Si el cuento, placer antiguo y universal que reclamamos desde la infancia, conserva esa persistencia, esa tenacidad, es sin duda porque encierra cierta virtud. Según me cuentan, hoy en día se recurre a ellos incluso en el ámbito de los negocios y en el de la ciencia para explicar fenómenos y para seducir.

Y también en política: las grandes potencias, Estados Unidos, por ejemplo, emplean a «guionistas», encargados de imaginar las consecuencias de una u otra decisión. La imaginación ocupa un lugar en el Pentágono; el resultado es de todos conocido.

¿Otorgarán algún día un Oscar a la mejor guerra?

La fuerza básica de una historia es transportarnos mediante unas cuantas palabras a otro mundo, un mundo donde imaginamos las cosas en lugar de padecerlas, en el que dominamos el espacio y el tiempo, ponemos en movimiento a personajes imposibles, poblamos otros planetas, introducimos criaturas bajo las hierbas de los estanques y entre las raíces de los robles, penden salchichas de los árboles, y los ríos remontan su cauce, y pájaros parlanchines se llevan a los niños, e inquietos difuntos regresan en silencio para reparar un olvido; un mundo sin límites y sin reglas, donde organizamos a nuestro placer los encuentros, los combates, las pasiones, las sorpresas.

El narrador es ante todo alguien que procede del exterior, que congrega en la plaza de un pueblo a aquellos que no saldrán jamás de él, que les hace ver otras montañas, otras lunas, otros miedos, otros rostros. Es el propagador de las metamorfosis, centra la atención porque aporta otra cosa, es otro ojo y otra voz.

En este sentido, mediante el «Érase una vez» la posibilidad de trascender el mundo —dicho en otras palabras, la metafísica— se introduce en la infancia de cada individuo, y acaso también en la de los pueblos, a menudo hasta el punto de hundir una raíz tan profunda que mantenemos nuestras invenciones humanas a lo largo de toda nuestra vida como una realidad incuestionable. Tras la admiración y la entrega, la historia que nos han contado es la base misma de nuestras creencias cuya fuerza ciega conocemos.

Sin embargo, la historia no se limita a ese ir más allá, o a esta transgresión. De modo inevitable, ya que es esencialmente una relación entre seres humanos, nos remite siempre al público que escucha, y en ocasiones incluso, aunque de forma menos visible, más secreta, al propio narrador. Es como uno de esos objetos mágicos que tan a menudo aparecen en ella, como, por ejemplo, un espejo que habla.

La historia es pública. Y, al contarse, habla. Narciso, que no piensa en otra cosa que en sí mismo, que no ve otra cosa que a sí mismo, no puede ni inventar ni contar. Está perdido en su reflejo mudo, no escucha nada. El relato de una historia, ese acto público que ayuda a mantener la coherencia de las naciones, está hoy muy presente en las películas que nos muestra sin cesar la televisión o que vemos en diferentes soportes. Nunca en el pasado hemos tenido tantos dramas, tantas comedias, tantos folletines, tantas sagas históricas al alcance de nuestros ojos. En cantidad, la historia rivaliza con la omnipresente imagen, a la que, desde hace cien años, se ha unido. Sólo en cantidad: en cuanto al resto, nada se puede decir. Es una cuestión de gusto.

Hay hombres que seducen a algunas mujeres mientras dejan a otras indiferentes. Pasa lo mismo con las historias. Más difundido que nunca, tal vez más debilitado y vulgarizado (pero no siempre), el relato subsiste en los medios de comunicación modernos y se propaga por internet. Si nos preguntamos por qué, pensamos inmediatamente en la diversión, es decir, en la desviación de nuestro pensamiento, de nuestras preocupaciones. El relato está ahí para hacernos olvidar la sangrante y extrema fealdad del mundo o su monótona estupidez. Es la evasión, nos transporta al país del olvido.

Pero, cuando es hábil, nos reconduce rápidamente a ese mundo del que habíamos creído liberarnos. Aparece el espejo así como la mano que lo sujeta. No tardamos en reconocernos en la ficción.

Es más, si bien la historia —invención construida según cierto orden, que bautizamos como «ficción»— es a menudo anunciada claramente como tal, también puede ser clandestina. Puede no revelarse, esconderse en todas partes. Puede estar aquí sin que lo sepamos.

Porque todo es historia, incluso la Historia con mayúscula. Todo es narrado como una serie de acciones sucesivas, en las que un hecho sigue a otro, al que borra y reemplaza. Así funciona el mundo. Sucedió esto, después lo otro. Los periódicos —que equivalen a la persona de un intérprete, relator de buenas y de malas noticias— están inevitablemente dramatizados. Un secuestro de rehenes, una negociación difícil, un asesino acorralado, una hazaña deportiva, son otros tantos relatos, otros tantos dramas. Hoy vivimos la guerra de Troya en directo, con entrevistas a Aquiles por un lado, y a Helena por el otro, ¿tal vez incluso a los mismos dioses?

Narramos del mismo modo en que se hizo en el pasado. Y en que, sin duda, se hará durante mucho tiempo más. Ante todo, queremos mantener la atención del otro. Es evidente, también, que nos gusta contarnos a nosotros mismos. ¿Sabes lo que me ocurrió ayer? ¿No? Pues escúchame. Y nosotros escuchamos. A menudo incluso, cuando vivimos con otra persona, la escuchamos pacientemente referir la historia que ya conocemos a amigos distintos. Hacemos ese amable sacrificio. Sabemos que a él (o a ella) le gusta esto, situarse en el centro de un relato. Captar, durante unos minutos, la atención. Es un momento de genuina existencia.

Vivimos dentro de una historia, la nuestra, y también dentro de la historia de algunas personas cercanas a nosotros. Y también vivimos dentro de otras historias, que compartimos con nuestros vecinos, con nuestro país, a veces

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