Forastera (Saga Outlander 1)

Diana Gabaldon

Fragmento

9788415630425-5

1

Un nuevo comienzo

No era un lugar dado a las desapariciones, al menos a primera vista. El establecimiento de la señora Baird era igual a miles de pensiones en Escocia en 1945: limpio y tranquilo, con empapelado de flores desteñidas, suelos relucientes y un calentador de agua a monedas en el baño. La señora Baird era regordeta y amable y no le molestaba que Frank le llenara la salita, decorada con rosas, de decenas de libros y papeles con los que siempre viajaba.

Me encontré con la señora Baird en el vestíbulo. Me detuvo sujetándome del brazo con su regordeta mano y me atusó el pelo.

—¡Pero, señora Randall! No puede salir así. A ver, déjeme peinarle ese mechón. ¡Así está mejor! ¿Sabe? Mi prima se ha hecho una permanente nueva que queda muy bien y se mantiene perfecta. Tal vez deba probarla la próxima vez.

No me animé a decirle que la desobediencia de mis rizos era sólo culpa de la naturaleza y no se debía a un descuido de los peluqueros. Los apretados bucles de la señora Baird no demostraban tal perversidad.

—Sí, lo haré, señora Baird —mentí—. Voy al pueblo a reunirme con Frank. Regresaremos a la hora del té. —Salí y emprendí el camino antes de que ella pudiera detectar más defectos en mi desordenada apariencia. Después de cuatro años de enfermera del ejército, disfrutaba de la ausencia de los uniformes y del racionamiento permitiéndome el placer de usar vestidos de algodón de colores vivos, totalmente inadecuados para caminar por los pastizales.

En realidad, tampoco había planeado hacer muchas caminatas. Mis ideas se acercaban más a dormir hasta tarde por las mañanas y pasar largas y tranquilas tardes en la cama con Frank, sin dormir. No obstante, era difícil mantener un espíritu romántico y lánguido con la aspiradora de la señora Baird zumbando al otro lado de la puerta.

—Debe de ser la alfombra más sucia de toda Escocia —había señalado Frank esa mañana mientras yacíamos en la cama escuchando el rugido feroz de la máquina en el pasillo.

—Casi tan sucia como la mente de su dueña —convine—. Tal vez deberíamos haber ido a Brighton. —Habíamos elegido las tierras altas de Escocia para disfrutar de unas vacaciones antes de que Frank ocupara su puesto de profesor de historia en Oxford; el norte de Gran Bretaña se había conservado apartado de los horrores físicos de la guerra y era menos susceptible a la frenética alegría de posguerra que infectaba otros sitios de veraneo más populares.

Y sin hablarlo, creo que ambos pensamos que era un lugar simbólico para recomenzar nuestro matrimonio. Nos habíamos casado y habíamos pasado una luna de miel de dos días en Escocia, poco antes del estallido de la guerra siete años atrás. Un plácido refugio para redescubrirnos mutuamente, supusimos, sin darnos cuenta de que si bien el golf y la pesca son los deportes al aire libre preferidos de los escoceses, el deporte bajo techo predilecto es el chismorreo. Y en un país tan lluvioso como Escocia, la gente pasa mucho tiempo dentro de casa.

—¿Adónde vas? —pregunté cuando Frank bajó los pies de la cama.

—No me gustaría desilusionar a la pobre señora —respondió. Se sentó en el borde de la vieja cama y comenzó a rebotar suavemente para producir un agudo y rítmico chirrido. La aspiradora del pasillo se detuvo de pronto. Después de saltar durante uno o dos minutos, Frank emitió un fuerte gemido y se dejó caer hacia atrás con un estruendo de resortes. Sin poder contenerme, me eché a reír bajo la almohada para no quebrar el azorado silencio del corredor.

Frank enarcó las cejas.

—Se supone que debes suspirar extasiada, no reírte —me reprendió a media voz—. Va a pensar que no soy un buen amante.

—Si quieres suspiros de extásis, tendrás que tardar más —respondí—. Dos minutos no merecen más que una carcajada.

—Qué mujer tan desconsiderada. He venido aquí a descansar, ¿recuerdas?

—¡Vago! Jamás llegarás a la próxima rama en el árbol de tu familia a menos que demuestres un poco más de entusiasmo.

La pasión de Frank por la genealogía fue otra de las razones por las que elegimos las montañas de Escocia. Según uno de los ajados papeles que siempre llevaba de un lado a otro, un aburrido ancestro suyo había tenido que ver en algo que había pasado en esta región allá por el siglo dieciocho... ¿o diecisiete?

—Si termino siendo un tocón sin hijos en el árbol familiar, será, sin duda, por culpa de nuestra incansable señora Baird. Después de todo, hace casi ocho años que nos casamos. El pequeño Frank será legítimo sin necesidad de ser concebido en presencia de un testigo.

—Si es que lo concebimos —apunté con pesimismo. Ya habíamos sufrido otra desilusión la semana anterior al viaje.

—¿Con todo este aire puro y comida sana? Aquí deberíamos lograrlo. —La noche anterior habíamos cenado arenque frito, al mediodía, arenque en escabeche y el fuerte aroma que subía por la es­calera sugería que el desayuno consistiría en arenque ahumado.

—A menos que planees un bis para la virtuosa señora Baird —aventuré—, sería mejor que te vistieras. ¿No tienes que encontrarte con ese sacerdote a las diez? —El padre Reginald Wakefield, vicario de la parroquia local, le iba a enseñar unos fascinantes registros de bautismo para que Frank los inspeccionara, sin mencionar la apasionante posibilidad de que hubiera encontrado unos añejos despachos del ejército o algo por el estilo que mencionaban al notable antepasado.

—¿Cómo se llamaba ese tataratatarabuelo tuyo? —pregunté—. El que anduvo por aquí durante uno de los Levantamientos... No recuerdo si era Willy o Walter.

—De hecho, se llamaba Jonathan. —Frank aceptaba con placidez mi completa indiferencia en la historia familiar, pero se mantenía siempre alerta, presto a aprovechar la más leve expresión de curiosidad como excusa para contarme todos los datos conocidos hasta el momento sobre los primeros Randall y sus conexiones. Los ojos se le iluminaron con el ferviente brillo del fanático profesor mientras se abotonaba la camisa—. Jonathan Wolverton Randall, Wolverton en honor al tío de su madre, un caballero menor de Sussex. Sin embargo, se le conocía con el llamativo apodo de Jack el Negro, que adquirió en el ejército, probablemente durante su estancia aquí.

Me tiré boca abajo en la cama y fingí roncar. Frank me ignoró y prosiguió con su exégesis académica.

—Compró su grado a mediados de la década de los treinta, del siglo dieciocho, claro. Fue capitán de dragones. Según esas antiguas cartas que me envió la prima May, le fue bastante bien en el ejército. Una buena elección para un segundo hijo, ya sabes; su hermano menor también siguió la tradición y se ordenó sacerdote, pero todavía no he averiguado mucho sobre él. De todos modos, el duque de Sandringham alabó las actividades de Jack Randall antes y durante el Levantamiento Jacobita del cuarenta y cinco..., es decir, el segundo —especificó para su ignorante público, o sea, yo—. Ya sabes, el príncipe Carlos y sus amigos.

—No estoy muy segura de que los escoceses sepan que perdieron entonces —le interrumpí al tiempo que me sentaba para arreglarme el pelo—. Oí que el cantinero de la taberna de anoche nos llamaba Sassenachs.

—¿Y por qué no? —dijo Fra

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