Ritos Iguales (Mundodisco 3)

Terry Pratchett

Fragmento

Ritos iguales

Ésta es una historia sobre la magia, sobre lo que hace, y quizá más importante, sobre cómo surge y por qué, aunque la historia en sí no pretende responder a todas estas preguntas. A lo mejor ni siquiera a algunas de ellas.

En cambio, es posible que contribuya a explicar por qué Gandalf no se casó nunca, y por qué Merlín era un hombre. Porque esta historia también habla sobre el sexo, aunque no en el sentido atlético-deportista de cuenta-las-piernas-y-divide-por-dos, a menos que los personajes escapen por completo del control del autor. Que podría ser.

En cualquier caso es, por encima de todo, una historia sobre el mundo. Atención, que empieza. Ni pestañeéis, que los efectos especiales son de los caros.

Aparece a lo lejos, en la parte superior, más grande que el más grande de los acorazados estelares nacidos de la imaginación de un cineasta con un productor generoso: una tortuga de quince mil kilómetros de largo. Es Gran A'Tuin, uno de los escasos astroquelonios en un universo donde las cosas no son tanto como son sino como la gente imagina que son, y lleva sobre su caparazón mellado por los meteoritos a cuatro elefantes gigantes, los cuales transportan sobre sus inmensos lomos la enorme rueda del Mundodisco.

Cambia el enfoque de la cámara, y todo el mundo se divisa a la luz de su pequeño sol orbital. Hay continentes, archipiélagos, mares, desiertos, cordilleras y hasta un pequeño casquete de hielo en el centro. Los habitantes de este lugar, obviamente, no aceptan las teorías globales. Su mundo, rodeado por un océano circular que cae eternamente al espacio en una larguísima cascada, es tan redondo y plano como una pizza geológica, aunque sin anchoas.

Un lugar así, un lugar que existe sólo porque los dioses también tienen sentido del humor, debe de ser un mundo en el que la magia puede sobrevivir. Y también el sexo, por supuesto.

Llegó caminando a través de la tormenta, y se veía a la legua que era un mago. En parte por la larga capa y el cayado lleno de extrañas tallas, pero sobre todo porque las gotas de lluvia se detenían a un metro por encima de su cabeza antes de evaporarse.

Las Montañas del Carnero eran una buena zona tormentosa, una tierra de cumbres escabrosas, densos bosques y pequeños valles surcados por ríos, valles tan profundos que, para cuando la luz del día llegaba a ellos, ya era hora de marcharse. Jirones desgarrados de nubes se aferraban a los picos inferiores, más abajo del sendero por el que el mago subía a trompicones. Unas cuantas cabras de ojos cansinos le observaban con cierto interés. Hace falta poco para interesar a una cabra.

De vez en cuando se detenía y lanzaba al aire su pesado cayado: Siempre caía señalando en la misma dirección, y el mago suspiraba, lo recogía y continuaba con su trabajosa caminata.

La tormenta se alejó entre las colinas caminando sobre sus patas de relámpago, gritando y rugiendo.

El mago desapareció tras un recodo del camino, y las cabras volvieron a los húmedos pastos.

Hasta que otra cosa las hizo mirar hacia arriba. Se pusieron tensas, con los ojos abiertos de par en par y las fosas nasales palpitantes. Cosa extraña, porque en el sendero no había nada. De todos modos, las cabras lo miraron pasar hasta que se perdió de vista a lo lejos.

Había un pueblecito incrustado en un estrecho valle, entre grandes bosques. No era un pueblo muy grande, no aparecía en los mapas de las montañas. Casi ni siquiera aparecía en los mapas del pueblo.

Era, de hecho, uno de esos lugares que sólo existen para que haya gente que venga de ellos. En el universo los hay a montones: pueblecitos recónditos, pequeñas aldeas azotadas por el viento bajo cielos despejados, cabañas aisladas en montañas gélidas cuya única característica histórica es ser lugares increíblemente vulgares donde empezó a suceder algo extraordinario. A menudo no hay más que una pequeña placa señalando que, contra toda probabilidad ginecológica, alguien famoso nació en medio de una pared.

La niebla reptaba entre las casas mientras el mago cruzaba un estrecho puente sobre el crecido arroyo y se dirigía hacia la herrería del pueblo, aunque ambos hechos no tenían la menor relación. La niebla habría reptado de todos modos. Era una niebla con experiencia, que había llevado el hecho de reptar a la categoría de arte.

La herrería estaba casi abarrotada, por supuesto. Una herrería es un lugar donde uno espera encontrar una buena hoguera y gente con la que charlar. Muchos habitantes del pueblo holgaban entre las cálidas sombras cuando el mago se aproximó, y se sentaron expectantes tratando de parecer inteligentes, con escaso éxito.

El herrero no se sintió obligado a ser tan obsequioso. Hizo un gesto en dirección al mago, pero fue un saludo entre iguales, o al menos entre iguales por lo que respectaba al herrero. Después de todo, cualquier herrero medianamente competente tiene una cierta relación con la magia, o al menos le gusta pensar que la tiene.

El mago hizo una reverencia. Un gato blanco que había estado durmiendo junto al horno se despertó y lo examinó cautelosamente.

—¿Cómo se llama este lugar, señor? —dijo el mago.

El herrero se encogió de hombros.

—Culo de Mal Asiento —dijo.

—¿Culo…?

—De Mal Asiento —repitió el herrero, con un tono que desafiaba a cualquiera que tuviese algo que objetar.

El mago lo meditó un instante.

—Un nombre con historia —dijo por fin—, una historia que en otras circunstancias me encantaría escuchar. Pero quiero hablarte sobre tu hijo, herrero.

—¿Sobre cuál? —preguntó el herrero.

Los mirones rieron disimuladamente, y el mago sonrió.

—Tú tienes siete hijos, ¿verdad? Y tú mismo fuiste un octavo hijo, ¿no?

El rostro del herrero se puso tenso. Se volvió hacia los otros aldeanos.

—Ha dejado de llover, gente, así que largaos todos —dijo—. Tengo que hablar con…

Miró al mago con las cejas arqueadas.

—Tambor Leño —dijo el mago.

—Tengo que hablar con el señor Leño.

Hizo un vago gesto con el martillo y, uno tras otro, mirando por encima del hombro por si el mago hacía algo interesante, los espectadores se dispersaron.

El herrero sacó un par de taburetes de debajo de una mesa. Cogió una botella de un aparador junto al depósito de agua y llenó un par de vasitos con el claro líquido.

Los dos hombres se sentaron y observaron la lluvia que reptaba sobre el puente.

—Sé a qué hijo te refieres —dijo por fin el herrero—. La vieja Yaya est&#

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